ENFERMO DE VIRTUALIDAD


Parque Leloir. Street View


Enfermo de virtualidad

Después de que murió Angélica, Vicente quedó devastado. Su compañera de toda la vida. Cuarenta años juntos hasta los sesenta de él y cincuenta y ocho de ella. Su mujer había sido tierna, dulce, mansa y un ama de casa ejemplar; él, leal, sereno, calmo y un trabajador laborioso. Habían tenido un solo hijo, suboficial de la marina que residía con su familia en Ushuaia. Más lejos, imposible. Lo extrañaban mucho, pero sabían que el destino militar era así. Vivían solos pero felices, una existencia sencilla que los había unido en un lazo indestructible de amor.

Angélica y Vicente eran caseros de una quinta muy amplia en Parque Leloir, al oeste del Gran Buenos Aires. Residían allí desde siempre. Por recomendación de su jefe del aserradero que se había clausurado, Vicente había logrado ese trabajo estable que incluía una pequeña pero cómoda casa en la esquina del solar. De esta manera, la pareja había podido abandonar la pobreza de Ituzaingó en la que habían nacido. Contrastes suburbanos, casas quintas, countries, clubes de campo, villas de emergencia. La riqueza y la escasez en compleja mixtura. La labor de él consistía en el mantenimiento y la de ella en la atención de la familia Amuchástegui durante los fines de semana o las vacaciones. Preparar las camas, limpiar la casa principal, hacer algunas comidas. Con el tiempo las estadías se fueron espaciando cuando la familia comenzó a viajar. La propiedad solía alquilarse así que como estaban habituados a recibir y tratar con gente diversa elegida con cuidado por los dueños no se producían problemas graves.

El lugar era muy especial, distintivo por el aire puro debido a la cercanía al INTA de Castelar y sus espaciosos predios agropecuarios. Parque Leloir había surgido a partir de las Haras Thays, famosas por sus cuatrocientos mil árboles plantados a principios del siglo XX. Increíble la forestación del barrio con un trazado de calles de tierra en líneas curvas que se unían en pequeñas rotondas confluyentes en placitas circulares. La cercana a la quinta donde residían tenía la estatua de un resero en el centro a la que con el tiempo se le habían agregado juegos infantiles. Las calles tranquilas, sinuosas y arboladas y las casas ocultas por la vegetación le imprimían al lugar una belleza poco común en los suburbios bonaerenses. Con el tiempo las viviendas se hicieron más ostentosas y visibles, pero la de los Amuchástegui continuaba oculta entre eucaliptos, ceibos, jacarandás, palos borrachos, sauces, lapachos y nogales en una mezcla única de colores y aromas a los que se agregaban los frutales y la huerta al cuidado de los caseros.  

Ella siempre había sido una excelente asistente de la familia que la adoraba. Él, un gran trabajador. Modestos pero felices. La vida les fue tronchada por la enfermedad de Angélica, un cáncer que se la llevó en menos un año. Vicente subsistió inmensamente solo. No había nada que lo consolara, ni los quehaceres, ni la huerta, ni su hijo con sus nietos que habían venido y se habían ido pasados unos días del entierro. El hombre se hundió en una tristeza rayana en depresión. Solo sus labores cotidianas lo mantenían algo activo, aunque las hacía como un autómata sin el dinamismo de otros tiempos. Su existencia no tenía sentido sin Angélica, lo demolía una melancolía pesada, agobiante, permanente.

El médico le había recomendado relacionarse, no podía seguir tan triste como estaba y menos en ese lugar que solo le traía recuerdos de su mujer. El aislamiento no es buen consejero, le había dicho. Vicente a gatas tenía un celular. Nunca se había comprado una computadora. El hijo le recomendó y enseñó a usar WSP y Facebook para estar más comunicados. El hombre transformó en poco tiempo su energía en contacto con la naturaleza en una sumersión en las redes sociales. Se comunicaba con su hijo y sus nietos por WSP. Sus recursos informáticos eran mínimos. Se hizo un perfil con una foto carnet. No incluyó su estado civil, le parecía demasiado sombrío, solo subió como portada la imagen de un rincón forestal de la quinta. Nada más que eso. Al poco tiempo tenía amigos contados con los dedos de la mano, su hijo, su nuera, sus nietos. Uno de ellos le dijo, abuelo te voy a enseñar a usar las redes y así comenzó a usar el buscador, supo de los grupos, los intereses, los juegos, las distintas páginas a las que podía acceder. Encontró a su viejo jefe y le pidió amistad. Exploró el Messenger, pero solo para comunicarse con su familia, aunque era mejor por WSP, mientras tanto seguía a todos ellos a través del Facebook. Después de unos meses harto de retraimiento, Vicente comenzó a enredarse en el mundo virtual. Aceptó amistades que le aparecían como sugeridas, algún amigo de su hijo, de los nietos y de su nuera. Amigos de los amigos. Era un fanático de los “me gusta”.

Facebook era raro para él. ¿Cómo podía ser que se uniera todo el mundo en una gran red? Tan habituado a las relaciones personales, cara a cara. A partir de sus búsquedas empezaron a aparecer sugerencias y por propia inquietud buscó viejos compañeros de la escuela y exploró sus perfiles, aunque por la configuración de cada uno solo podía componer retazos de historias vitales. Vicente no estaba seguro de ligarse a ellos, pero seguía sus acontecimientos. Cada día con mayor intensidad, empujado por la soledad, su existencia comenzó a consistir en vivir la vida de los otros. Por alguna razón no subió ninguna foto con Angélica. Aumentó las amistades, la pertenencia a grupos que poco tenían que ver con su esencia, los vínculos con personas desconocidas, un tejido cada vez más intenso de lazos indeterminados. Vicente dejó de ser Vicente, el que cuidaba de los árboles y la casa, un hombre trabajador y sereno, para transformarse en un adicto a las redes sociales que vivía sumido en un incierto y acelerado mundo virtual.

La huerta resultó mustia y seca, los frutales abichados, el césped del parque crecido, todo abandonado. Estaba enfermo ya no de tristeza sino de miedo, incertidumbre y duda a raíz de las horas que pasaba en las redes alejado de la realidad que lo había mantenido siempre vital. El insomnio lo desesperaba.

Los Amuchástegui le comunicaron con meses de antelación que iban a pasar las fiestas en la quinta con la familia y algunos amigos. Vicente se vio obligado a salir de su encierro para ocuparse del predio. En caso contrario, podría perder su trabajo y quedar en la calle. Le costó mucho hacerlo. Al principio llevaba el celular consigo todo el tiempo. Pasó días sembrando hortalizas y desmalezando las que se habían salvado, cortó el césped, arregló los canteros. A medida que aumentaba el trabajo físico, disminuía su atención por lo virtual. Poco a poco. Más cercano el verano cambió el agua verde de la pileta, blanqueó las paredes, limpió la casa principal, hizo las camas. Al salir a la galería le pareció sentir la fresca presencia de Angélica entre tanto aroma y verdor. Un recuerdo tranquilo y profundo lo invadió. Nada parecido a la vertiginosa virtualidad que lo enfermaba. Cierta mañana un rayo de sol lo despertó. Había dormido profundamente, se hizo unos mates y sintió paz. Salió a recorrer la quinta y vio los avances: los brotes, los pimpollos, los primeros frutos. Sentía que su mujer lo acompañaba. Recuerdos de lo cotidiano vivido juntos. Respiró profundamente y olió el perfume a azahares. Por primera vez no se sintió apesadumbrado. Volvió a su casa. Buscó el celular. Cuando salió se quedó mirándolo unos minutos. No lo usó, siguió con sus tareas y lo dejó olvidado en algún lugar de la quinta. No se hizo problema, ya lo recuperaría.


© Diana Durán. 10 de octubre de 2022

VIAJE AL FUTURO


Valle de Uco. Mendoza. El Portal de Mendoza.


Viaje al futuro

    Sofía se acercó a la esquina arrastrando su valija y paró un taxi. Contaba con el tiempo justo para llegar al aeropuerto. Se había retrasado en la oficina con los pedidos de último momento por lo que tuvo que correr a su departamento en busca del equipaje. Pensó que debía haberlo llevado al trabajo. Justo lo que a ella no le gustaba, las cosas desorganizadas. Tan metódica como era. 

    Había planeado la excursión durante meses. Debía ser un oasis en su vida ajetreada. La facultad en su último año, la tesis a medio terminar. El trabajo contable en una empresa de ropa femenina que le demandaba todo el día. Pasar tres veces por semana de la presencialidad al home office. Reuniones permanentes con jóvenes que recién empezaban y no mostraban suficiente interés laboral. Todo estresante, especialmente en épocas de cambio de temporada. Para colmo, su novio de hacía diez años ya era un verdadero estorbo en su necesidad de independencia. Deseaba liberarse y no podía. Lo quería, pero había perdido la pasión de los primeros tiempos. Habían postergado la convivencia una y mil veces. En realidad, a Sofía le gustaba vivir sola. Demasiada historia juntos los había suspendido en una relación rutinaria y tediosa. Ni siquiera sabía si quería tener hijos. 

    Por eso creía necesario este viaje, para pensar, para meditar, para decidir. Con treinta años debía resolver: o imprimía un cambio de rumbo o seguía por el camino que sus padres habían trazado para su vida. Estudiar, trabajar, ser exitosa, casarse, tener hijos. Sin solución de continuidad y sin respiro. Mucho le había costado mudarse a un departamento propio, aunque le insumiera gran parte de su sueldo. 

   Quiso elegir un lugar lejano para apartarse de esa vida que la frustraba. Guardó las vacaciones de invierno y decidió partir a Mendoza en primavera, la mejor época. Conocer esa ciudad tan pujante y ordenada. Hacer un circuito por las bodegas que estaban de onda en el afamado valle de Uco. Dedicar un día al tour de alta montaña para conocer el valle de Uspallata, los monjes rocosos de los Penitentes, el rojizo cobre del Puente del Inca, la mole del Aconcagua. Sabía que no era época de esquí, solo quería ver paisaje y disfrutar de tiempo para sí. En esas soledades montanas tendría la posibilidad de pensar. Reflexionar sobre un cambio de rumbo. ¿Dejar el trabajo por uno de igual remuneración, pero menos exigente, abandonar a su novio de tantos años? Preguntas que se hacía… En una hora y cincuenta y cinco minutos llegaría al destino cuyano. Estaba todo planificado. 

    Subió al taxi y enseguida se dio cuenta de que era vetusto, un verdadero cascajo que cuando arribó a la avenida Lugones hizo un ruido estrambótico y se detuvo. No hubo caso, no arrancó más. Sofía no podía creer su mala suerte, mejor dicho, su imprevisión por no haber reservado en agencia. Los autos pasaban a toda velocidad y la muchacha estaba desesperada. Era muy peligroso hacer dedo. Llamó a un Uber que le informó llegaría en cinco minutos. Habían pasado quince y lo seguía esperando. Le quedaban otros veinte para que se anunciara el embarque. Pensó que no llegaría. El taxista se disculpaba. Al fin vino el nuevo vehículo que la llevó rápidamente al aeropuerto. Estaba sobre la hora, pensó que perdería el vuelo. Apenas entró a la terminal escuchó que había una huelga repentina de controladores. Agradeció en su interior a los huelguistas y con el corazón en la boca por las peripecias vividas se dispuso a esperar el tiempo que fuera necesario para que se dignaran a levantar el paro imprevisto. Pero no fue así, los vuelos fueron reprogramados. Sofía tuvo que volver a su casa y aguardar al día siguiente para dirigirse al destino anhelado. 

    Había quedado agotada luego de semejante rodeo sumado a las vacaciones frustradas. Entonces lo pensó mejor. Durante una hora se desmoronó en su sillón preferido mirando en el balcón sus plantas cuidadas y florecientes. A través de ellas observó a la gente que iba y venía en una carrera sin fin. Decidió. Desarmó la valija con parsimonia y dispuso postergar la salida de manera indefinida. Sofía resolvió que podía quedarse en su casa a descansar, meditar y decidir lo que hubiera que decidir sin necesidad de andar alocadamente recorriendo caminos. El viaje era otra excusa para aturdirse; su hogar, en cambio, el lugar para aquietar el alterado ritmo de su vida.

© Diana Durán. 6 de octubre de 2022

DE BUENOS AIRES A YOKOHAMA

 


Sakura Gaoka. Yokohama    

De Buenos Aires a Yokohama

La verdad es que nací por casualidad o por magia. Ya tengo doce años, pero todavía no lo sé. Es una historia genial, aunque a veces me ponga triste. Mi mamá es argentina y mi papá japonés.

Las redes sociales tuvieron mucho que ver. Papá era tan buen jugador que un día lo llamaron para formar la selección japonesa. Hizo un gol olímpico que se vio por televisión en el mundial de fútbol que se jugó en Alemania en 2006. Entonces millones de grupos de Facebook y Youtube de todos lados repitieron el video del gol famoso, aunque el equipo japonés cayó en primera ronda. Mi mamá, hincha fanática de fútbol y periodista deportiva, quiso hacerle una nota y tanto insistió que le dieron el número de su celular. Entonces lo llamó y él le respondió en español porque sus padres, o sea mis abuelos, eran argentinos y aunque hablaba un poco mal, porque se había olvidado el idioma, le contó su vida. Kichiro, que así se llama mi papá, tenía un papá tintorero y una mamá ama de casa. Fue muy simpático y se hizo amigo de mi mamá, tanto que la invitó a Japón. Ese viaje debe haber salido millones, pero cuando a mi mamá se le pone algo en la cabeza… Además, mi bisabuelo siempre le daba todos los gustos.

Kichiro le contó a mamá que había vivido en la Argentina, en Boulogne, del otro lado de la autopista, y que por algo feo que había pasado en el 2001 sus padres lo habían llevado de vuelta a Japón. Acá no se podía vivir. En cambio, se ve que mamá sí pudo. ¿A dónde iba a ir?

Mamá que siempre fue muy valiente se tomó un avión que primero paró en Australia y después voló a Japón. Fueron veintiséis horas de viaje. Más que un día. Dicen que mi abuela lloró mucho porque ella se iba, pero igual le hizo a mi mami una torta con los colores de la bandera de Japón, roja y blanca, con una japonesita y una valija de adornos, creo que para que nunca se olvidara de ella. En Japón mamá encontró un mundo fabuloso. La gente usaba guantes y barbijos, sí, barbijos antes de la pandemia, solo para cuidar a las otras personas. Los subtes llegaban a horario a todos lados y las plazas eran muy lindas con juegos que nunca se rompían. Mi papá y mi mamá vivieron en un departamento chiquito que era a prueba de los terremotos que hay en Japón y estaban contentos, pero un día se pelearon mucho y mamá se fue a un ciber de esos donde te podés quedar a dormir. La abuela y mis tíos hablaban con ella todo el tiempo hasta que consiguieron que volviera. Todo esto me contó mamá ahora que soy grande.

Mi mamá antes vivía en Buenos Aires, pero yo nací en un pueblo más chico donde fuimos a vivir con la abuela. Aquí soy muy feliz y juego a la pelota mejor que mi papá, según me dice mi mamá, porque con él jamás jugué y tampoco lo conocí.

    

© Diana Durán, 3 de octubre de 2022

 

NOCHE HELADA

 


    Una nueva noche fría en el barrio. Alejandro Sola. Foto revista


Noche helada 

    Estoy esperando a alguien... Pronto. Urgente. Me siento mal. Una gota resbala por mi frente. Una, dos, tres... cinco gotas. Estoy transpirada y, a la vez, me recorre un gélido temblor. No quiero tener otro ataque. Me siento en el borde de un precipicio. Abajo, la nada misma. ¿Por qué tanto frío? Esa sensación de que me ahogo, de que me mareo. Me voy a desmayar, me siento morir. Me apoyo contra la pared de la esquina, justo en la cortada. De a poco me deslizo y quedo sentada. No me sale la voz, si no gritaría. Por aquí me conocen. Estoy a la vuelta de casa y nadie se percata, no aparecen. Claro, son las diez de la noche. A esta hora están todos de sobremesa o mirando la tele. Yo en cambio tuve la maldita idea de salir sin avisar. Sentía que me asfixiaba. No aguanté. Y ahora quién me ayuda. Sola de toda soledad. Apoyo mi cabeza entre las piernas. Repito, creo que me voy a morir. Estoy desamparada. Por favor, que aparezca alguien. ¡Ayuda! Quien sea. Cualquier persona, alguien. La espera es infinita. Estoy condenada. La noche cada vez más oscura. Ni el farol de la calle me alumbra. Nadie me vio pasar. Es invierno, quién va a cruzar.

    Escucho gritar. Es mi padre enojado, lo reconozco. Rocío, qué te pasa. Levantate. Otra vez te escapaste de noche. Te vas y no decís nada. ¡Qué miércoles te pasa! No te das cuenta de que así no vas a ninguna parte. Tu madre, harta. Nos tenés cansados. Todos pendientes. Siempre la misma historia.

    Así me habla. Yo que lo esperaba. Quiero que me abrace y me ayude a levantar. Quiero su abrigo, su apoyo, su consuelo. En la oscuridad no le puedo explicar, ni siquiera le veo la cara. Él es fuerte y mi muerte no lo acompaña. Es inútil el llanto, no hay respuesta. La noche es helada, pero no congela el dolor.

    Tal vez en la muerte esté la respuesta, no la encuentro en la vida, aunque sé que está, no me elige, no me busca, no es. 


© Diana Durán. 29 de setiembre de 2022



 

HISTORIAS DE SUBURBIOS. CONTRASTES VITALES

 


Suburbio. Street View

Historias de suburbios. Contrastes vitales.

Julia contemplaba su jardín desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.

Su casa, heredada de los abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había borrado de su mente esa triste historia. Los había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.  

Era una eficaz emprendedora en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras, entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos. Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.    

Su vida placentera. Casada con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz. Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un retrato había querido disponer entre sus recuerdos.

        Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada. Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios, no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas, empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres. Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural actividad. Así vivió casi un año.

En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico volver a verlos.

Muchas veces Julia se sentó en su escritorio, tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana. Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído. Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y calor. Ayudada de múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.

Poco a poco regresaron los días de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio, de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia, la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.


© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.

EL PUMA Y LOS NIÑOS

 


Villa del Mar. Foto: Google Street View

El puma y los niños

 

Un puma sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.

Pablo y Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina. Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco los dañan, se divierten corriéndolos.

Un atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes. La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido, pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe portuaria.

De regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita. Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo semejante.

El domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!, asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.


Se prometen no decir nada a sus familias para seguir investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal. Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo, brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.


Al cuarto día el animal es sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver. Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada de Pablo y Andrés ha terminado.

 

 

Nota: Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.

© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022

 

NOCHES BLANCAS

 


Hospital San Isidro

Noches blancas

Celia organizaba la Nochebuena con toda dedicación. Le encantaba hacerlo. Usaba su mejor vajilla, un centro de mesa con bolas plateadas sobre una bandeja dorada, un velón aromático y ramas de olivo. Este año había cambiado el mantel de brocato blanco por uno rojo de hilo en el que dispuso una tira de pequeñas luces completando la decoración. Iban a estar, su padre, su hijo Adrián y una pareja de amigos entrañables. Pocos, pero, aun así, estaba entusiasmada con los preparativos. A las seis de la tarde había terminado de cocinar y se disponía a descansar un rato cuando su hijo la llamó al celular. Estaba en la casa del abuelo jugando al ajedrez como lo hacía muchas tardes. Celia pensó que le preguntaría si tenía que comprar algo faltante para la cena.

Mamá, el abuelo se siente mal. Tiene dolor de pecho, me asusta ─le dijo Adrián a la madre con voz muy afligida.

Celia se sorprendió porque su padre no tenía antecedentes de alta presión, ni enfermedad cardíaca. El muchachito por orden de la madre llamó a la ambulancia que llegó diez minutos después. Lo trasladarían en forma urgente al Hospital San Isidro. Ella corrió las cinco cuadras que distaban desde su casa a la del padre. Lo hizo sin pensar, como una loca, desbocada, pensando en los peores momentos de su vida. No alcanzó a verlo porque ya se lo habían llevado. Entonces tomó un taxi. En el trayecto intentó sentirse esperanzada. Hoy es Nochebuena, nada malo puede pasar, se repetía incrédula. En el camino habló con su hijo para que fuera a la casa de su mejor amigo y la esperara allí. Adrián con sus escasos quince años protegía a la mamá con gran responsabilidad sobre ella, con la actitud de un hombre.

Celia logró ver a su padre unos minutos en la guardia. Él solo le musitó que no se preocupara por Adriancito, que ya estaba en camino a lo de un amigo en bici. Él mismo se lo había pedido. Coincidencias. Ella le había rogado lo mismo ante su insistencia de acompañarla. Pensar en su nieto frente a una situación así, qué noble actitud, reflexionó Celia.

El padre comenzó a temblar y le pidió una frazada. No hacía frío, lo que la estremeció. Algo no andaba bien y toda la responsabilidad caía sobre ella porque su madre lo había abandonado tres años atrás, después de cuarenta años de matrimonio. Distintas hubieran sido las circunstancias, se dijo, aunque logró disipar enseguida ese pensamiento egoísta. Ahora toda la responsabilidad recaía en ella, su única hija. Se sentía más sola que nunca. Otra vez. ¿Por qué hoy, justo en Nochebuena? Mamá, esta noche tendrías que haber estado con nosotros, invocó con resentimiento.

Lo trasladaron en camilla. Vio pasar al espectro de lo que era su padre. Apenas pudo escuchar unos quejidos irreconocibles al ingreso de la Unidad Coronaria. Nunca lo había escuchado gemir. No era él, no era su papá. Tan jovial, tan sano. Flotaba en el aire una gélida sensación que no podía explicar. De allí en más los acontecimientos se precipitaron. Lo vio de lejos lleno de cables que lo conectaban a la cama. Quedó impactada. Adrián que la llamaba requiriéndole ir al hospital. Ella que no quería someterlo a que viera mal a su abuelo. Los amigos que estaban invitados a la cena pasaron un rato para acompañarla. Celia se sentía igualmente sola. Infinitamente sola.   

Mientras hacía los trámites de ingreso al hospital y más tarde esperando a los médicos, una canción habitaba su mente. No podía evitar repetirla. Era un eco que le traía el pasado. Noches blancas de hospital/Dejad el llanto esta noche/Que el niño está por llegar/Caminante sin hogar/Ven a mi casa esta noche/Que mañana Dios dirá.[1] Los médicos le dijeron que se fuera a su casa. Estaba grave pero estable. Al día siguiente decidirían si podía ser sometido a una cardiocirugía. Ella no pudo. En esa Nochebuena dormitó de a ratos en la sala de espera del primer piso escuchando a lo lejos los festejos navideños. Adrián lo pasó con la familia de su amigo. La noche fue eterna.

La mesa con el mantel rojo quedó tendida e intacta. La comida lista para servir. Los regalos en el árbol. Así encontró Celia su casa esa triste mañana de Navidad en la que se ocupó de guardar todo para volver al hospital donde estaba su padre enfermo. Esta vez la acompañaría Adrián que regresó de la casa del amigo presuroso. Advirtió que el hijo era su norte, su sostén. El jovencito se parecía mucho a su esposo que el año anterior había fallecido en sus brazos.

 

© Diana Durán. 8 de setiembre de 2022.

 

 

 

 

 

 

 



[1] Párrafos de la “Canción para la Navidad”. José Luis Perales.

DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL


Isla Maciel. Street View

DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL

Trabajo con los Suárez antes de que nacieran sus dos hijos. Primero vivían en Congreso y era más fácil. Ahora se me hace trabajoso viajar desde la Isla Maciel a Olivos. Tengo que cruzar el Riachuelo en la canoa que lo atraviesa bajo el Puente Negro, tomar un colectivo hasta Retiro y de allí el tren a Olivos. Cuatro horas de ida y vuelta. Es muy cansador, pero la verdad es que estoy muy encariñada con Juan Manuel y Mariano. No los quiero dejar, pobrecitos, tienen solo seis y ocho años y yo soy su mamá postiza. Che angá[1]. Me gusta prepararles lo que me piden, milanesas con papas fritas, pastel de papas o empanadas de jamón y queso. Les enseñé a comer tortas fritas en los días fríos y lluviosos. Si los habré llevado al colegio, la plaza y a pasear por el barrio. No quiero ser chismosa pero la señora se podría ocupar un poco más de ellos, aunque es buena porque siempre me regala ropa o algún adorno que me gusta. A veces me pide que me los lleve porque sale con el marido. Yo no tengo problema, me los traigo a las casas porque sé que van a estar bien y además son unos pesos más por hora.

─¿Mañana vamos a tu casa, Flora? ─me pregunta Juan Manuel. 

Le contesto que sí y la alegría del niño me pone feliz. Me dice que le gustan las casitas de colores donde vivo y también cómo bailamos chamamé en familia. 

Vivimos con mi esposo, mis dos hijos, Nelly y Antonio, y mi hermana soltera, la Ñata, en la Isla Maciel. Nos arreglamos bien a pesar de que no hace mucho que vinimos de Encarnación y lo que conseguimos es por un tiempo porque el frío y la lluvia atraviesan las rendijas de la pared y el techo. Mi casa tiene un solo dormitorio y una cocina comedor donde el Cholo tiene su taller. Dormimos los cinco en la misma habitación, pero en camas separadas por cortinas. Cuando no encuentra changas en la construcción mi marido trabaja en casa arreglando aparatos eléctricos chicos porque el lugar no da para más. 

Le digo a la Ñata que el Cholo va a tener que mejorar la casilla o nos tendremos que mudar pronto si las cosas mejoran, o al menos comprar un ventilador de techo por el calor del verano. También habrá que construir el baño adentro de la casa porque ya estoy cansada de ir afuera. Según cuentan van a terminar los departamentos de Avellaneda adonde nos van a mudar. La Ñata me responde que va a pasar un año hasta que terminen el nuevo barrio.

Me acostumbré a vivir oliendo el Riachuelo a pesar de que ya no hay curtiembres ni frigoríficos como antes. Quedó un olor que se te mete en el cuerpo. No hay baño ni perfume que lo tape. Isla Maciel es como la Boca, pero más pequeña y menos turística. Aquí vive mi familia, mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos. Por eso estamos bien. Nos reunimos los domingos a almorzar sopa paraguaya o fideos caseros y tomar mate con chipá. Cuando se cobra la quincena se puede hacer un buen asadito. Si estoy engordando de tanto comer. Con la miseria que pasamos en Paraguay estaba flaca como un yvyra[2]. Después jugamos al truco y bailamos chamamé. 

Las mujeres de la familia trabajamos en casas particulares de señoras que se conocen y nos fueron recomendando. Dicen que en la Isla Maciel hay prostíbulos y zonas de mucho delito (“liberadas” le dicen) pero nosotros no nos mezclamos con esa gente. Nuestro único gran problema, más allá del dinero que lo resolvemos trabajando y con la familia, es la inundación del Riachuelo que nos obliga a evacuar y muchas veces perdemos lo que tanto nos cuesta comprar.

Le cuento a la Nelly que el viernes vendrán los niños a las casas y que le voy a pedir a la Ñata si me hace el favor de dormir en lo de Eusebia así podemos dejar su cama para ellos. 

 ─Sí mami, como usted diga. ¡Qué lindo que vengan los niños! Voy a preparar un rico flan para ellos ─me contesta, siempre de buena gana con esa sonrisa hermosa. 

El viernes los señores nos llevan en auto a Retiro de camino a su fiesta. Me alegro mucho porque queda menos trecho para llegar a las casas. 

─Niños, no se separen de mi lado, vamos siempre de la mano. Juanma te suelto solo unos segundos para sacar el pasaje ─le ordeno a los niños. 

─¡Sí, Flora! ¡Quietitos! ─responden a la vez y empiezan las preguntas que siempre me hacen reír. 

─Flora, ¿qué comemos hoy? Flora, ¿podemos ver tele en tu casa? ¿vamos a jugar a las cartas? Flora, ¿va a estar la Ñata?, ¿y Nelly? Son tan cariñosos. Les cuento que la Nelly les preparó un flan con dulce de leche y saltan de alegría.  

 ─Ahora más tranquilos los dos, por favor, que tenemos que tomar la canoa─ les digo por precaución. Esta es la parte del viaje que me da un poco de miedo. Que alguno se caiga al agua, ay no, Santa Patrona de Caacupé, protégelos. 

El Riachuelo está calmo así que no hay nada que temer. Los abrazo fuerte, pero ellos ya han hecho el cruce muchas veces. No tengo que preocuparme. En el medio del río comienza a chispear. No me preocupo mucho porque es apenas una llovizna. Juan Manuel y Mariano están contentos. Bajamos en la orilla y la lluvia comienza a ser más fuerte. Ya es un chaparrón. Llegamos a las casas saltando charcos. Allí nos esperan el Cholo y la Nelly con la salamandra prendida y la comida preparada. Comemos bajo un ruido tremendo en las chapas del techo.

─Flora, me gusta el ruido de la lluvia ─dice inocentemente Juan Manuel. 

La casa parece que se va a venir abajo. Hay truenos y relámpagos. Se corta la luz. Los chicos no tienen miedo, al contrario, se divierten con lo que pasa, pero yo sé lo que se viene. Todo pasa muy rápido. El Cholo, Nelly y Antonio, la Ñata que vino enseguida, y yo enfrentamos la inundación. Sabemos qué hacer. Los dos hombres suben la heladera a la mesa y levantan cada uno de los muebles sobre ladrillos. Nosotras doblamos los colchones y los subimos al ropero, metemos en bolsas de plástico la ropa y los alimentos que podemos, nos ponemos botas y pilotos de plástico. Por último, con vergüenza infinita nos autoevacuamos en la parroquia Nuestra Señora de Fátima. Los niños a salvo. Ñandejara. Ñandejara[3]. 

[1] Che angá: mi alma en guaraní
[2] Yvyrá: palo 
[3] Oh Dios, en guaraní.

 © Diana Durán, 29 de agosto de 2022

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


AMIGOS SIEMPRE

 


Fuente: Street View

Amigos siempre


    Los tres amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno, ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad. Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era un tipo parco y reservado.

    El tema de conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil. Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.

   Día por medio se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco, especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.

    Los debates eran “para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.

    Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de Alfonsín y la economía empeoraba día a día.

    Yo por suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra ―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.

    Nosotros tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.

    Ay, Negro, qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele” ―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.

   ―¿Y si el viernes nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones a comer.  Los amigos aprobaron la moción.

   Entre los tres se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.

    Las cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo, no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de sus encuentros.

   Un atardecer de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.

  Hola Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la esposa con quien había sido compañeros del colegio.

  ―¿Qué pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.

  ―Que no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol, hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.

    Señora, fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.

  Oscar tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al hospital.

   Cuando iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la ventana.


  © Diana Durán, 15 de agosto de 2022

 

 

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