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ALTO VALLE


Foto. Diana Durán

ALTO VALLE 

Martina vivía en Buenos Aires, Luis, en Bahía Blanca. Su relación había comenzado a través de una página de encuentros, pero en poco tiempo quisieron conocerse personalmente. Coincidieron en que el mejor lugar sería San Martín de los Andes. Paisaje de tarjeta postal. A ella la seducía su vasta cultura y su amor por la naturaleza. A él lo atraían su entusiasmo y ansias de aventura. Era una mujer diferente a las que había conocido.

Luis salió en auto sin apuro de Bahía pensando en un viaje corto, de solo cinco horas. Martina viajó doce en micro desde Buenos Aires. Se encontrarían a mitad de camino. En alguna ciudad del Alto Valle del río Negro. La elegirían durante el trayecto según el horario en que llegaran a destino. De esa manera ella no tendría que transitar sola el resto del recorrido hasta la comarca andina.

El paisaje del valle comenzó a dibujarse. Cortinas forestales de álamos en brillante verdor. Hileras de troncos plateados y copas piramidales. Flanqueado por terrazas polvorientas y grisáceas de sequedad, el río Negro irrigaba un ajedrez de chacras y fincas, un vergel en medio de la aridez patagónica. Las bardas se recortaban como escaleras rugosas contra el cielo azul. Tras la desolación de la meseta ovejuna se sucedía el esmeralda del valle agrícola. 

Faltaba poco para llegar a Villa Regina, el lugar donde finalmente resolvieron encontrarse. Martina miraba a través de la ventana el desfile de las chacras tras las alamedas. Las manzanas rojas brillaban sostenidas por unas extensas varas curvadas. ¿Se caerán por el peso de las frutas?, conjeturó. Esa imagen se superpuso a la deseada escena del encuentro. 

Diez kilómetros antes de llegar, al salir de la meseta y entrar de nuevo al valle, una manifestación de quinteros en la ruta cortó el tránsito en protesta por los bajos precios de la fruta. Camiones, micros y coches quedaron varados. Se formó una fila interminable en la autopista. Martina y Luis estaban cerca pero no lo sabían. Justo en ese tramo no había señal. Él decidió que lo mejor era desviarse por los caminos rurales. El conductor del micro en el que iba ella hizo lo mismo. La fila serpenteaba entre las chacras en un derrotero lento y tedioso que mareaba a los viajeros. ¿Cuándo llegará el momento de verlo?, se preguntó ansiosa. La señal iba y venía. Cuando pudieron comunicarse ella le suplicó, ¿y si nos bajamos ahora?, no aguanto más. Le indicó el lugar donde, antes de consultarlo, ya le había dicho al chofer que la dejara. Me voy a bajar en la entrada de una chacra que se llama Rugliano. Fijate en el celular y la vas a localizar. Te espero allí que hay una posada. Caminó entre las cortinas de álamos dos o tres cuadras. Divisó una casa construida a partir de un invernadero por la forma de los ventanales. Era un ambiente muy acogedor con plantas colgadas, frutas en canastos y una acequia refrescante. Vio unos troncos de madera dispuestos en semicírculo y se sentó. Un rato después entró a la posada y se registró para esperarlo. Llamó varias veces al celular de Luis sin respuesta. No insistió demasiado. Se dio cuenta de su actitud atolondrada pero así era ella. Informal y bohemia. 

Luis no sabía muy bien dónde estaba y comenzó a irritarse. El navegador no le indicaba la posada. Estaba sumergido en un inquietante paisaje ajeno. Qué locura bajarse así, qué poca consideración, pensó. Hacia el sur por momentos se divisaba el río y su galería boscosa. Como en una ficción ingresó en un tramo desértico donde reinaba la estepa espinosa. Quiso volver, pero no pudo. Tuvo que esperar que cruzara la huella de tierra un inoportuno rebaño de ovejas. Se perdió en torno a las bardas que se sucedían desérticas. Finalmente pinchó las dos gomas delanteras por los guijarros de una cantera abandonada. 

Dejó el auto fastidiado y caminó de regreso cerca de dos kilómetros hasta que alcanzó de nuevo la autopista. Ya no pensaba en el encuentro, solo quería resolver su situación. Hizo dedo hasta la ciudad. Nervioso como estaba logró encontrar una gomería cerca del inefable hito de la gran manzana que anunciaba la entrada a Villa Regina. Rescatar su auto le significó otras dos horas. Se hizo de noche. Desilusionado, descansó un rato en una estación de servicio y en cuatro horas estuvo de nuevo en Bahía Blanca. ¿Y Martina? El romance se evaporó como las mismísimas nubes del cielo patagónico.

© Diana Durán
11 de octubre de 2021

TIJERAS

 


Foto: Diana Durán

TIJERAS

Caminaba por un sendero que bordea el lago Gutiérrez. Todavía había cenizas en el ambiente, restos de la erupción de un volcán en Chile. Era hermoso contemplar el estrecho lago con sus aguas quietas. No había viento, pero sí una bruma formada por el polvo en suspensión que aún cubría el paisaje. El azul del lago se había transformado en un celeste grisáceo.

El sendero, de camino a la cascada de los Duendes, serpenteaba entre rocas antiguas, troncos derribados, raíces aflorantes, cañas coligües, cónicos cipreses, enhiestos coihues y milenarios alerces. Mis huellas se estampaban en un suelo polvoriento cubierto de ceniza. A medida que ascendía, los árboles se tornaban más achaparrados lo que me permitía ver la fusión del cielo, el bosque y el lago. Era el equilibrio de la naturaleza.

Después de media hora de camino zigzagueante llegué a la pequeña cascada donde paré a descansar. Algo me distrajo. Brillaba semienterrado un objeto plateado. Me acerqué lentamente. Primero lo toqué con una rama con cierto temor.  Estaba sola. Al desenterrarlo vi que era una simple tijera de acero. Sin saber por qué, la guardé en mi mochila.

Pocos minutos después continué la travesía. Restaban ochocientos metros de ascenso para alcanzar mi destino en el Mirador, desde donde divisaría las encumbradas agujas del cerro Catedral. Allí esperaba encontrar a otros mochileros. Transcurridos trescientos metros el cielo se tornó irreal, totalmente plateado. No había una nube baja, ni restos de bruma volcánica. Era otra cosa, extraña e inexplicable. Los árboles también se habían transformado. Los anillos de tijeras gigantescas rodeaban los troncos metálicos. Las cuchillas eran las ramas que se elevaban como flechas a una atmósfera color plata. Formaban un bosque artificial en el que cada árbol tenía una silueta semejante a la natural, pero de acero. No podía caminar porque el suelo se entremezclaba con un sotobosque de agujas de metal. Se escuchaba el tintinear de las ramas en un golpeteo rítmico. Veía cuchillas que se rozaban unas con las otras como en un extraño juego de esgrima. No lograba atravesar ese sendero. Era una especie de yacimiento de tijeras en el páramo de altura.

Perpleja busqué la tijera en la mochila. No la encontraba en la mezcla de trastos. El mundo de acero continuaba acechándome. Seguí intentándolo hasta que extraje del bolsillo de mi morral algo que no era una tijera. Era un brote, un pequeño renoval de ciprés. Decidí acercarlo con cuidado al suelo y taparlo ligeramente. De improviso el bosque volvió a ser de madera; el cielo, otra vez brumoso y el lago se tornó azul.   

© Diana Durán. 3 de octubre de 2021.

 

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...