ALTO VALLE
TIJERAS
TIJERAS
Caminaba por un
sendero que bordea el lago Gutiérrez. Todavía había cenizas en el ambiente, restos
de la erupción de un volcán en Chile. Era hermoso contemplar el estrecho lago con
sus aguas quietas. No había viento, pero sí una bruma formada por el polvo en
suspensión que aún cubría el paisaje. El azul del lago se había transformado en
un celeste grisáceo.
El sendero, de camino a la cascada de
los Duendes, serpenteaba entre rocas antiguas, troncos derribados, raíces
aflorantes, cañas coligües, cónicos cipreses, enhiestos coihues y milenarios
alerces. Mis huellas se estampaban en un suelo polvoriento cubierto de ceniza. A
medida que ascendía, los árboles se tornaban más achaparrados lo que me permitía
ver la fusión del cielo, el bosque y el lago. Era el equilibrio de la
naturaleza.
Después de media hora de camino
zigzagueante llegué a la pequeña cascada donde paré a descansar. Algo me
distrajo. Brillaba semienterrado un objeto plateado. Me acerqué lentamente.
Primero lo toqué con una rama con cierto temor.
Estaba sola. Al desenterrarlo vi que era una simple tijera de acero. Sin
saber por qué, la guardé en mi mochila.
Pocos
minutos después continué la travesía. Restaban ochocientos metros de ascenso para
alcanzar mi destino en el Mirador, desde donde divisaría las encumbradas agujas
del cerro Catedral. Allí esperaba encontrar a otros mochileros. Transcurridos
trescientos metros el cielo se tornó irreal, totalmente plateado. No había una
nube baja, ni restos de bruma volcánica. Era otra cosa, extraña e inexplicable.
Los árboles también se habían transformado. Los anillos de tijeras gigantescas rodeaban
los troncos metálicos. Las cuchillas eran las ramas que se elevaban como
flechas a una atmósfera color plata. Formaban un bosque artificial en el que
cada árbol tenía una silueta semejante a la natural, pero de acero. No podía
caminar porque el suelo se entremezclaba con un sotobosque de agujas de metal.
Se escuchaba el tintinear de las ramas en un golpeteo rítmico. Veía cuchillas que se rozaban unas con las otras como
en un extraño juego de esgrima. No lograba
atravesar ese sendero. Era una especie de yacimiento de tijeras en el páramo de
altura.
Perpleja
busqué la tijera en la mochila. No la encontraba en la mezcla de trastos. El
mundo de acero continuaba acechándome. Seguí intentándolo hasta que extraje del
bolsillo de mi morral algo que no era una tijera. Era un brote, un pequeño
renoval de ciprés. Decidí acercarlo con cuidado al suelo y taparlo ligeramente.
De improviso el bosque volvió a ser de madera; el cielo, otra vez brumoso y el
lago se tornó azul.
© Diana Durán. 3 de octubre de 2021.
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