EL OTRO PAÍS

 


Villa Retiro. Google Drive.

EL OTRO PAÍS

No pienses que nos perdiste

Es que la pobreza nos pone tristes

La sangre tensa

Y uno no piensa más que en morir

 

Versos del chamamé “Oración del remanso” de Jorge Fandermole (1998)

 

Recorrí muchos caminos a lo largo de tantos años. Me gusta conocer, sondear, auscultar el ritmo de los lugares. Viajé sola o acompañada, pero siempre pensando en espacios a explorar y descubrir. Distinguir su gente, cómo viven y qué hacen.

Anduve por muchos itinerarios de la Argentina. Pude vivenciarla en sus más recónditos sitios. Recorrí todas las regiones. Visité paisajes únicos preparados para el turismo, plenos de naturaleza y cultura. También de comodidades. Buenos Aires, donde nací, el más atractivo, afrancesado, español, británico según por donde se lo transite. Con su opulencia y su cultura.

También vi el otro país.

Conocí una escuela rancho en los alrededores de San Fernando del Valle de Catamarca. Allí estuve en un aula multigrado con siete u ocho chiquillos que usaban un pizarrón cascado, algunas tizas y un viejo mapa de la Argentina. Las zapatillas rotas, las narices frías, los delantales con más polvo que almidón. Vergüenza.

Dicté algunas clases en escuelas de la cuenca del río Reconquista. Entre el barro y las chapas, entre el barro y los residuos, entre el barro y el olor rancio de la contaminación. Allí, sobre escritorios de plástico vencido y doblado, los pequeños intentaban escribir en vano. Recordé sus caritas frustradas. Vergüenza.

Fui a la isla Maciel a buscar a la señora que cuidaba a mis hijos pequeños. Recorrí los monoblocks donde vivían. Los ascensores rotos, el griterío, los diminutos departamentos, la mugre en los espacios comunes. Allí estaban trasladados desde las villas apretujadas del barrio inundable y ya ocupadas por otras gentes. Vergüenza.

Visité la provincia de Misiones y la crucé desde el río Paraná hasta el Uruguay. Los chicos caminaban por el borde rojizo al costado de la ruta por donde pasaban a gran velocidad camiones que transportaban rollizos de madera. Pensé que alguno podría morir en el camino como los osos hormigueros o los perros domésticos. Vergüenza.

Durante años llegué desde el sur a la ciudad de Buenos Aires en micro y vi crecer la villa de Retiro. Cada vez más alta, cada vez más pobre. Un enjambre de edificios unidos por cables caprichosos que asciende como el jenga, cada pieza colocada sobre la otra en equilibrio inestable, por caerse en cualquier momento. Vi gente caminando a sus trabajos o a buscarlo entre la basura. Muchas veces me pregunté cómo se viviría allí. Vergüenza.

Estuve en el barrio El Frutillar del Alto de Bariloche. No el de la tarjeta postal, sino el de la ruta cuarenta que va al Mascardi. En una hondonada, ranchos de madera con chimeneas humeantes, autos viejos y desvencijados, el basural a cielo abierto, algún que otro poblador vendiendo torta frita a la vera de la ruta. Muchas veces se han incendiado esos ranchos. Conversé con maestros que trabajaban allí. Me contaron del embarazo adolescente, del frío, de la tuberculosis, del alcoholismo. Muchos chicos no conocen el centro de Bariloche. Vergüenza.

Vergüenza mi país, vergüenza la pobreza. Vergüenza tengo por no haber hecho nada sobre todo lo que vi.

 © Diana Durán, 9 de mayo de 2022

 

SENDEROS QUEBRADOS. UNA EXPERIENCIA MÁGICA


Inicio de un sendero. Foto Diana Durán


SENDEROS QUEBRADOS. Una experiencia mágica

La cabaña “El Zorzal” estaba enclavada en una colina baja a solo un kilómetro de la villa serrana. Rodeada de aromos, sauces, álamos, eucaliptos, pinos y un pastizal de hierbas nativas. La habían elegido para estar solos y disfrutar de la naturaleza. Alejarse de los respectivos trabajos, de la rutina urbana, de los desconocidos y de los no tanto. Querían complacerse uno al otro e integrarse al paisaje. Dos senderos, a pocos metros de la entrada, incitaban a caminar. Podían elegir cualquiera de ellos. El primero que recorrieron estaba oscuro y cerrado, parecía un túnel por el exceso de árboles que lo coronaban y el sotobosque de enredaderas que cubrían el suelo húmedo por la hojarasca. El camino era sinuoso, pero de vez en cuando aparecía un abra que les devolvía el cielo. El resto estaba cubierto por las copas unidas entre sí y atravesadas por tenues haces de luz. Guiaban la caminata unas flechas de madera con la inscripción “sendero”. No se hubiera requerido ese cartel. Sin duda era un sendero. La frecuencia de señales redundaba en el entorno. Para animar el trasiego paisajístico aparecían unas esculturas rústicas hechas de ramas entretejidas de múltiples grosores, colores y tamaños. Un perro y su cachorro, una pareja de caballos, unos teros inmensos y desproporcionados y hasta la figura de un espantapájaros. No era de paja sino de ramas. Bastante extraño también. Entre tanta naturaleza esas extravagantes figuras parecían mágicas, por lo que ellos esperaban la siguiente con ansiedad. Mientras caminaban se escuchaban los trinos de inquietas calandrias, rojizos zorzales, laboriosos horneros, renegridos tordos, inconstantes cabecitas negras. Esa orquesta alada los acompañaba. Ellos estaban felices, seguros de que la mayoría de los paseantes no se darían cuenta de la diversidad de aves. Ellos sí, sentían la compañía armónica del montaraz canto y avistaban cada una de las especies con detenimiento. El otro sendero era más abierto y luminoso. Se extendía a lo largo del alambrado que deslindaba el predio. Tras de él, una cortina de álamos y luego el terraplén del tren de carga que pasaba solo dos veces por día. No lo habían visto, solo lo escuchaban en su lejano pero fuerte y rítmico retumbar. En ese segundo sendero encontraron bandadas de tordos músicos y revoltosos chingolos. La mayor luminosidad les permitía avistar mejor los pájaros y transitar con pericia. Solo había que cuidarse de los pozos de los topos que aparecían de vez en cuando y podían hacerlos trastabillar.

En esa cotidiana aventura matinal ocupaban día tras día de sus largas vacaciones. Una mañana bastante nublada se internaron en el primer sendero. A pesar de la oscuridad ella usaba sus binoculares para indicar a su esposo una posible presa fotográfica. Él la ubicaba pausadamente para evitar perderla en fugaz vuelo. Luego continuaban la marcha serenos avanzando en su diario vagar. 

Había transcurrido media hora cuando escucharon un ruido ensordecedor. Un feroz trueno metálico que parecía que iba a arrollarlo todo. Aterrados por la cercanía de la estridencia corrieron desviándose del sendero como pudieron hasta estar a salvo en la cabaña donde se abrazaron consternados. Entonces sintieron el estruendo, el fragor, el rugido del tren descarrilando. También oyeron clamores indescifrables. Pasado un tiempo prudencial acudieron para ayudar. Dos vagones yacían tirados sobre el sendero. En su brutal marcha habían dejado una grieta enorme y profunda donde estaba la senda oscura. Fueron los primeros en llegar, revisaron todo el perímetro de la brecha que había horadado la máquina en su furioso recorrido. No encontraron a nadie. Se acercaron los bomberos de la villa. Tampoco hallaron víctimas. ¿Sería porque era un tren de carga?, ¿se habrían desintegrado los cuerpos de los maquinistas? ¿Habría algún cadáver? Nadie pudo resolver la incógnita del misterioso y brutal accidente. Montañas de canto rodado, piedras de distintos tamaños y hierros retorcidos de la carga estaban esparcidos por doquier. No había quedado nada del sendero, ni álamos, ni eucaliptos. Los aromos estaban arrasados. Solo permanecían en pie los esqueletos de algunos pinos y unos pocos sauces más lejos. El silencio luego de la explosión ferroviaria era sepulcral. ¿Habrían huido todos los pájaros?, se preguntaron. 

Esa noche durmieron abrazados en la cabaña y de vez en cuando les parecía escuchar los gritos errantes de los teros, el quejoso relincho de los caballos, el ladrido quimérico del perro junto a su cachorro y hasta el sollozo final del espantapájaros.

                                                                                          © Diana Durán, 2 de mayo de 2022

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