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DELIRIOS

 

Generado con IA. 3 de mayo de 2024


DELIRIOS

Ensoñaciones únicas. Nubes blancas y grises de todas las formas imaginables, curvas, escamosas, como estratos o yunques. Interrumpidas por lenguas de suelos coloridos que se dibujaban en tierra. Un cielo que conocía de sus viajes, pero esta vez vio distinto.

Emergieron los rostros de seres que no veía hacía mucho tiempo. Fantasmales figuras de sus padres muertos aparecieron en los copos blancos. Ellos lo escrutaban fijamente con gestos de desaprobación y angustia. Los había traicionado.

Amistades pretéritas surgieron fugaces entre vapores color lila y desaparecieron súbitamente sin que las pudiera reconocer. Le reclamaban su presencia sobria.

Mascotas que alguna vez tuvo y otras que nunca poseyó surgieron de una porción de cielo límpido. Una se parecía a su gato siamés, pero de color rojo. Otras con aspecto de perros rabiosos se le abalanzaron casi tocándolo. Gritó hasta casi caer del asiento. Lo atacaron oscuras sombras con cabeza de conejo y cuerpo de pájaro, extraños bichos alados con pico corvo, bigotes azules y orejas cortas y puntudas. Lo aterraron, pero esta vez no emitió sonido. El cuerpo le temblaba frente a esas extrañas visiones. Gotas de transpiración fría cayeron por su frente ceñuda.

Su vuelo era real pero su mente lo confundía de manera atemporal. Estaba suspendido en un limbo y no recordaba nada de su vida cotidiana; había visto rostros conocidos pero los olvidaba al instante. A las figuras humanas y de animales siguieron los paisajes de lugares ignotos. Tierras resquebrajadas por sequías severas, rojizas y humeantes como si los incendios las hubieran diezmado hasta la devastación. Luego vio bosques raleados y sombríos como siluetas que extendían sus ramas culminando en manos delgadas y huesudas con nudillos extremadamente deformes.

En algún momento el avión comenzó a descender súbitamente y sintió que su presión subía y su garganta se cerraba. La boca reseca de miedo. Se iban a estrellar. No sucedió. No, no se había caído. Seguía sentado. Pidió con voz entrecortada un vaso de agua a la azafata y lo tomó con desesperación. Nada calmaba su angustia.

No pensaba con claridad desde hacía algunos meses y las visiones y sensaciones eran terribles. No podía asegurar lo que le pasaba a ciencia cierta, tal era su estado de confusión.

Lo único que deseaba era ir a un bar. Tomar, tomar y tomar hasta olvidar y caer rendido.

Cuando bajó del avión se dirigió a buscar la ansiada bebida. Sin embargo, lo estaban esperando. Entre dos enfermeros se lo llevaron. Él sabía dónde iba. En otras ocasiones ya había estado encerrado.

Diana Durán, 4 de mayo de 2024

 

 

 

REVELACIÓN INFANTIL


                                        Claudia Segatti (2023)

Revelación infantil

En la finca de Caucete reinaba el sol y el calor. Además, en San Juan las altas temperaturas del día contrastan con la frescura de la continentalidad nocturna. Esos cielos que permiten contar estrellas hasta el infinito. La felicidad de ser niños de departamento y pasar las vacaciones en un lugar paradisíaco.

Transcurría el mes de enero de 1979. Era el primer año que nos invitaban unos amigos de mis padres, dueños de la finca, a pasar el veraneo. Luego de atravesar pampa y desierto llegamos al oasis cuyano pleno de vides gracias al derretimiento de las nieves de la cordillera de los Andes. Paisaje único y contrastado el de la montaña rocosa ausente de bosques y el valle pródigo en frutos de la tierra.

Doce chicos, entre mi hermano, yo y los de los dueños de casa, formábamos un batallón revoltoso que retozaba desde temprano entre las vides sin que nadie lo impidiera. Arrancábamos racimos enormes y los refrescábamos en las acequias heladas para comer las uvas hasta quedar saciados. También íbamos en bicicleta a los confines del predio donde tomábamos como trofeos duraznos dulces y carnosos que guardábamos en pequeñas canastas para el postre del mediodía.

En el camino de nuestras acostumbradas aventuras se sumaban a nosotros los hijos de los caseros que vivían en un rancho de barro. Su cabaña se había derrumbado durante el terremoto del año anterior, pero lo habían reconstruido. La casona principal, en cambio, había sido la única de Caucete en no sufrir ninguna avería, tal la fortaleza de su estructura.

La finca era magnífica, aunque se había ido achicando con el devenir de los problemas económicos del país. La familia había vendido algunas hectáreas, pero quedaban las viñas alrededor de la mansión principal. Esto lo supe después porque en aquellos días de la infancia nada parecía arduo ni riesgoso.

Mis padres, mi hermano y yo parábamos en una de las habitaciones de la parte trasera de la casona cercana a la cocina. Si de tarde reinaba el viento Zonda había que quedarse adentro porque con el calor extremo era imposible salir. Entonces jugábamos a la lotería y el estanciero en el salón principal de la mansión cerca de la chimenea.

Ese año se casaba la hija del mayor de los dueños de la viña y la bodega. El evento no significaba demasiado para chicos como nosotros que solo pensábamos en jugar, corretear entre los cultivos y bañarnos en la pileta, pero hubo circunstancias particulares que llamaron nuestra atención. Durante la mañana del día de la boda una de las señoras dueñas de casa nos ordenó a las niñas que nos dedicáramos a colocar ramitos a ambos lados del camino hacia el altar dispuesto delante de la estatua de la virgen María. Así lo hicimos prolijamente hincadas por horas en el suelo. 

Mi madre me había traído ropa de fiesta para ese día. Recuerdo el vestido de plumetí blanco con un lazo rosa en la cintura. A la media tarde llegó un micro. No sabíamos quiénes venían y pensamos que era muy temprano para que arribaran los invitados. Más tarde supimos que eran los mozos. La casa estaba revolucionada.

A las ocho de la noche, todavía de día, la novia del brazo de su padre atravesó el pórtico principal de la mansión. Bajaron las escaleras de mármol y por la senda adornada con hojas y flores se dirigieron al altar. En mi imaginación la percibí como a una bella princesa con su vestido de encaje blanco. Sin embargo, desde mi lugar, sentada en las butacas dispuestas para el casamiento me distrajo ver muchas personas tras las rejas que limitaban la mansión. Me sorprendió que no estuvieran donde se realizaba la ceremonia.

La fiesta para doscientos invitados se había centrado alrededor de la enorme pileta triangular ataviada con ramos de flores blancas flotantes. Al batir de palmas del padrino salieron de la cocina veinte mozos con sus bandejas y comenzó el festín.

Durante toda la cena, a pesar de la fastuosidad reinante, por alguna razón, seguí mirando hacia los límites del predio y volví a ver a muchas personas observando atentamente lo que sucedía e incluso aplaudiendo y vivando a los novios. Entre ellos pude distinguir a los niños del rancho que jugaban con nosotros. Intenté saludarlos, pero no me vieron. Esa circunstancia me extrañó tanto que le pregunté a mi madre por qué esa gente no había estado en la ceremonia ni ahora en la fiesta. Ella estaba muy ocupada conversando con una señora de vestido largo y plateado atiborrada de joyas, quien desde la mesa de al lado me dijo, es el pueblo de Caucete, querida mía.

La fiesta ya no me cautivó. Sentí extrañeza. Esa noche de verano de 1979 experimenté una punzada en mi corazón infantil.

© Diana Durán, 1 de abril de 2024

GEOGRAFÍAS NARRADAS. CUENTOS TERRITORIALES

 


🌎Tengo el placer de presentar este nuevo libro de cuentos que se llama "Geografía narradas. Cuentos territoriales".

📖📖📖Agradezco a Profesgeo 3.0 y especialmente a Nico Agostinucci con quien trabajamos para que salga esta edición antes de fin de año y que los profes puedan contar con ella.

👉👉👉Espero les guste su cuidada diagramación.

CUENTOS

📖 MIGRACIONES
– Se de historias de migrantes
– Nuevos rumbos, al sur
– El secreto de Palmira
– Dos vidas, dos derroteros
– El pueblo que se volaba

📖TERRITORIOS DEL INTERIOR
– Un día en el terraplén serrano
– Encuentro en Pehuen Co
– Crónica de vapores y trenes
– Catriel, el arriero
– Una maestra en la Puna

📖GEOGRAFÍAS PERSONALES
– Gestos
– Pensamientos en vuelo
– La llanura en los sentimientos
– Pinceladas
– La historia de Mary Show y su amigo Baltazar
– Solo como un perro
– La madre, el hijo y el fútbol
– La leyenda de Rosalía y sus ocho perros
– Noticias del Norte. En vivo y en directo

📖REGRESO A LA DEMOCRACIA
– Un arduo camino a la democracia
– Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
– En un banco de la plaza

EN UN BANCO DE LA PLAZA

 


Plaza Belgrano. Punta Alta. Street View


EN UN BANCO DE LA PLAZA 

Se habían cruzado en la plaza del pueblo muchas veces durante la infancia. Jugaban a la mancha, subían a los altos toboganes y se mecían intrépidos en las hamacas como otros tantos chicos. Compartían caballos andantes en la calesita y se corrían unos a otros, saltando canteros floridos durante las tardes soleadas. No necesitaban saludarse, solo retozaban con otros niños en el mismo parque central. A veces intercambiaban miradas apresuradas mientras corrían.

Niñeces compartidas en esa manzana de arboledas añosas que surcaban las veredas de las que se desprendían diagonales hacia el punto central. Un monumento a la madre en una esquina, otro del bombero en la opuesta y uno en el centro de extraña forma piramidal dedicado a la bandera. A veces los niños recorrían juiciosos el camino central vestidos con sus delantales blancos y acompañados por los mayores. Lisa primorosa con zapatos relucientes y un gran moño azul que remataba su largo cabello azabache. Claudio algo descuidado como buen varón. Se miraban fugazmente y se reconocían aún sin hablar. Es la chica de la calesita y los juegos, pensaba él cuando la veía, sin agregar mayor descripción a sus pensamientos infantiles. La pequeña bajaba la cabeza y no lo saludaba porque era bastante vergonzosa.

Llegó la etapa adolescente durante la que coincidieron fugazmente en la plazoleta central. También en ferias artesanales y fiestas patrias. Como alumnos solían desfilar por la calle principal y se habían cruzado con regularidad en las desconcentraciones. En el quiosco de la esquina de Irigoyen y Brown se reunían los chicos y las chicas a la salida de la escuela. Sin embargo, no fueron compañeros de la secundaria. Lisa estudió en el Nacional, Claudio en un colegio parroquial. Tenían amigos en común, pero por alguna razón fortuita no frecuentaban los mismos asaltos y cumpleaños tan usuales en esa etapa.

Siguieron sus caminos. La juventud llegó para ambos. Él se fue a estudiar medicina a La Plata y se dedicó de lleno a recibirse. Ella siguió el profesorado en letras en su ciudad y se casó al terminar. Sus dos hijos no tardaron en llegar.

Una tarde templada y ventosa de primavera Lisa caminaba por la plaza. Estaba algo cansada de las tareas cotidianas y se sentó en un banco a reposar. Allí se sentía tranquila y podía recordar su infancia y adolescencia transcurridas en el mismo lugar. Sin embargo, estaba algo inquieta con su vida actual, en especial sobre la relación con su esposo. Sumida en sus pensamientos observó llegar a Claudio que según sabía se había recibido de médico y esporádicamente regresaba al pueblo. Él se sentó en el mismo banco. En un arranque de audacia ella le dijo, cómo estás, soy Lisa. Hace mucho que no te veía. Él la miró asombrado y reconoció en la bella joven a la niña y adolescente que había conocido. Hola, tanto tiempo, y como un eco respondió, sí, hace mucho que no nos veíamos. Iniciaron una conversación en la que narraron sus vidas sin demasiadas precisiones. En cambio, recordaron en detalle la calesita que todavía giraba desteñida y los juegos de madera algo deteriorados por el paso del tiempo. Juntos descubrieron las incontables veces que se habían encontrado sin reparar el uno en el otro. Se despidieron amigablemente con la esperanza tácita de volverse a ver. El sol se ocultó bañando de luces difusas el lugar. El viento había mermado.

Pasaron cinco años. Lisa transitaba una fuerte crisis matrimonial. Claudio continuaba soltero y se dedicaba a su profesión en La Plata. Regularmente volvía a su pueblo de visita familiar. Un cálido sábado estival enfiló hacia la plaza de siempre y otra vez descubrió a Lisa. Cuando ella lo divisó, un impulso urgente la llevó a sentarse en el “banco rojo”[1] recientemente inaugurado. Una situación muy dolorosa la había conducido al lugar. Él la miró extrañado y se acercó lento y tranquilo. Ella le relató con premura la terrible realidad que estaba viviendo como si fuera un amigo entrañable. Claudio la miró detenidamente y advirtió las marcas. Sin vacilar le habló suavemente y la convenció de acompañarla a la comisaría de la mujer. Aquella niña, adolescente y mujer presente en toda su vida lo necesitaba. Él podía ayudarla. Esta vez no fue indiferente. Lisa se dejó llevar.

 © Diana Durán, 12 de junio de 2023



[1] El banco rojo es un símbolo mundial de la lucha contra la violencia de género y los femicidios. Surgió como un proyecto cultural y pacífico de concientización, información y sensibilización que tiene el objetivo de visibilizar de una manera creativa y pacífica la problemática, además de informar a los vecinos sobre las líneas telefónicas a las cuales comunicarse, en caso de violencia de género.



El banco rojo de la Plaza Belgrano en Punta Alta, provincia de Buenos Aires.

QUIERO TODO

 


QUIERO TODO

Josefina estaba obsesionada por comprar y comprar. Le gustaba especialmente decorar el departamento donde residía con su esposo e hijo. Su última adquisición había sido un conjunto de tres elefantitos de madera de sándalo que completarían el estante donde se situaba la emperatriz de marfil entre dos estatuillas de piedra dura, un buda y un dragón. La disposición era estética, armoniosa y equilibrada. Josefina decía poseer algún antepasado coleccionista ya que, a diferencia de ella, su mamá había sido sumamente sobria, tal es así que en el living materno solo se destacaban un antiguo reloj de madera y dos piezas de cristal de Bacará, una bermellón y otra azul que con el tiempo formaron parte del acervo de su hija. En cambio, Josefina seguía acomodando objetos en la vitrina de marco dorado a la hoja, tallado y repujado con un espejo en la parte trasera y laterales de terciopelo bordó. Siempre había querido tener una así y finalmente la consiguió en el remate que hizo una amiga al mudarse a un departamento más chico. Fue una bicoca el precio, pensó Josefina, pero le pidió a la amiga pagarlo en dos o tres meses, que finalmente se convirtieron en seis.

Cuando era una niña Josefina iba con sus padres a la residencia de la tía Eugenia donde se detenía maravillada frente a dos esculturas chinas colocadas sobre pedestales de mármol de Carrara en la entrada pasando la puerta cancel. Luego se quedaba extasiada frente a un cristalero de pie donde lucían los juegos de comedor de porcelana en miniatura; docenas de copas de cristal de múltiples colores; estatuillas de pájaros, leones, tortugas y demás animalejos en cuarzo blanco, pasta blanda y hueso; entre otros múltiples adornos. Las paredes estaban totalmente cubiertas de platos ingleses de cacería y franceses de doncellas y flores. En el gran comedor separado del living había una mesa de roble tallada para veinte personas y en la pared, un estante de madera que rodeaba todo el ambiente situado a gran altura repleto de jarrones de porcelana. Josefina los miraba con admiración mientras transcurría el almuerzo dominical. Había observado con tanto detalle esa residencia fabulosa que cuando se casó la usó como modelo para decorar la suya. Pero claro, sus tíos eran ricos, situación nada comparable con la suya, esposa de un visitante médico de relativa capacidad económica. Igualmente, ella pensaba que su departamento estaba muy bien engalanado y le gustaba hacer reuniones en las que desplegaba la vajilla y la cristalería que le habían regalado para su casamiento a la que sumaba nuevas adquisiciones de fuentes, posa cubiertos y candelabros, entre otros enseres. Así se sentía feliz.

Usualmente salía con su vecina Sarita a pasear por la calle Cuenca. Siempre encontraban adornos para comprar. La amiga, esposa de un comerciante de muy buen pasar no tenía problemas de dinero. En cambio, Josefina engañaba a su esposo con las compras pues extraía los fondos de las cuentas e impuestos a pagar que él le encargaba. No tenía ningún remordimiento por esas trampas, sino que disfrutaba de sus adquisiciones. Se tiraba en el sofá y miraba en detalle cada objeto nuevo pensando donde ubicarlo o cuál de ellos reemplazar. En varias ocasiones habían quedado cuentas impagas, pero la mujer no cesaba de mentir a su marido en un ajedrez delirante de préstamos y ahorros para poder pagarlos. Pensaba que ella podía hacer lo mismo que Sarita. Tenía la rara cualidad de ubicar sus novedades sin que fueran muy notorias o esconderlas e ir cambiándolas por otras que ya se había cansado de ver a sabiendas de que ni su esposo ni su hijo repararían en sus acciones. Este último, sin embargo, ya le había dicho que su casa parecía un museo, pero ella ni se inmutaba. Continuaba pensando en más tesoros que obtener.

Lo que más anhelaba era una porcelana de Lladró. Había visto una estatuilla de una mujer con un cántaro en la galería Santa Fe. Quedó extasiada, pero era imposible acceder a la compra. Obnubilada había entrado al negocio dejando una seña que nunca recuperó. El sueño de Josefina era ir a Europa y además de visitar París, Londres y Roma, comprar unas piezas de Sevres y Limoge con sello, auténticas, aunque sabía que en Bavaria estaban las mejores, por lo que también quería viajar a Alemania. Hasta soñaba con traerse algún plato alusivo a la reina Isabel del palacio de Windsor.

El anhelo y la acción de adquirir objetos a partir de los ingresos de su esposo no tenían límites. Llegó un momento en que el síndrome de la compra compulsiva abarcó no solo adornos sino también ropa, maquillaje, libros de colección y cualquier otro elemento atractivo para su insaciable ansiedad consumidora.

Todos los objetos se iban acumulando en el departamento y Josefina llegó a padecer de irritabilidad cuando no podía salir de compras y, a su vez, tenía que canjear pagos imprescindibles como la luz, el gas o el teléfono por elementos que se acumulaban en los placares sin ton ni son. Ello implicaba nuevos préstamos y prestamistas.

Cuando conoció la existencia de Mercado Libre, Josefina ya no tuvo límites. Se pasaba horas revisando múltiples publicidades. No paraba de conseguir chucherías a bajo costo sin ni siquiera salir de su casa. Con solo poner el rubro deseado en la lupa de la página, elegía y llenaba el carrito virtual con todo tipo de trastos inservibles que cargaba a las extensiones de las tarjetas que le había proporcionado su esposo hacía unos años.

Josefina alcanzó el máximo desequilibrio cuando ocultó la compra de una mesa para veinte personas como la de la casa de su tía rica. El día en que se la trajeron estaban su esposo y su hijo. Los repartidores no tenían donde disponerla por lo que fue devuelta inmediatamente. Josefina quedó en estado de estupor cuando su marido le canceló todas las tarjetas y se fue de la casa con su hijo dejándola en medio de un mar de porcelanas y adornos inservibles.


© Diana Durán, 7 de noviembre de 2022

 

CRÓNICA DE UN SECUESTRO

 




Río Segundo en Anisacate. Córdoba.

Crónica de un secuestro

Es mi otro yo, es mi luz, si la pierdo me muero. Puede estar en cualquier lado, en un motel, en una hostería, en una casa, en el fondo de un depósito. Mi niña en la oscuridad absoluta. Oculta, secuestrada, lastimada, herida, muerta sin que alguien la haya visto. Es mi culpa por no buscarla bien. Una semana de incertidumbre. Tengo que seguir indagando.

La primera pista fue en Anisacate cuando la vieron cruzar el puente del río Segundo y después haciendo dedo camino a Alta Gracia. Allí se perdió el rastro. Nadie más la vio. Desde que Martina desapareció el 20 de octubre del 2018 su madre no cesaba de buscarla. Había denunciado el hecho a la policía, pero desconfiaba de la justicia, la política y las fuerzas del orden frente a cualquier acontecimiento vinculado con la violencia, de todo tipo, pero en especial, de género. Sabía que pocos casos terminaban bien. Había participado en marchas como la de “Ni una menos” en Córdoba. No era especialmente feminista, pero su condición de madre soltera la impulsaba a manifestarse. La abrumaban las cifras de femicidios. Pero en este caso la horrorizaba, no se trataría de un dato más, sería su hija. Arrancó de su mente tamaña idea y se dispuso a la acción.

Julia había trabajado duro desde que tuvo a Martina a los veinte años. Ya habían pasado otros veinte. No había vuelto a ver al papá de la niña, alejado antes de que naciera. Un padre ausente que se había mudado quién sabe adónde. El sector turístico ofrecía buenos trabajos. Había sido camarera de hotel, moza, vendedora, los oficios más diversos hasta conseguir estabilizarse como administradora de varias cabañas en el valle de Calamuchita. Se sentía satisfecha con sus logros. El sacrificio le había permitido comprar una casa pequeña pero digna en la localidad de Anisacate. Allí residía con su hija, su mundo, con la que compartía la vida. No tenía una buena relación con sus padres que habitaban en Córdoba Capital. Pasado tanto tiempo aún la juzgaban por haber sido madre soltera. No le importaba, bastaba con Martina y sus amistades lugareñas.

Durante esos días sombríos Julia sufrió pensando que Martina era bonita, inocente y atractiva, bien podía ser una víctima. Presa fácil, concluyó, al salir de la subcomisaría local. Tan sólo por la edad deberían haberla buscado en el acto. Martina no tenía novio ni nadie que la acechara, razonaba Julia. Era una joven amante del arte, del teatro callejero, del stand up. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba cuentos para grandes y chicos y bailaba muy bien cualquier ritmo. Había hecho el profesorado de educación inicial en Alta Gracia. Pero no quería enseñar a los pequeños. Tenía otras pretensiones. Martina actuaba en distintos pueblos turísticos de Córdoba. Casi siempre a la gorra, no había logrado un sueldo seguro, pero Julia confiaba en su futuro. Desde niña se había destacado por sus dotes de bailarina, lucía en los actos escolares y, después, en pequeños teatros y escenarios de la comarca. Su madre esperaba otra cosa de ella, una profesión segura, un trabajo formal, la docencia, por ejemplo, pero prefería no condicionarla. Sabía que Martina poco a poco se encausaría. Más aún, la acompañaba cuando podía dejar sus actividades en sus itinerarios artísticos por los valles de Punilla, Calamuchita y Traslasierra. Una pléyade de pequeñas localidades marcadas por el ritmo del turismo.

En los días subsiguientes a la desaparición, más allá de lo que hicieran las autoridades, Julia comenzó a recorrer con la ayuda de amigos y vecinos, las localidades más cercanas a Anisacate. Empezaron por Alta Gracia, distante a quince kilómetros; siguieron por Villa Serranita, a solo diez. Ampliaron la recorrida a la zona del dique Los Molinos, que quedaba cerca, pero era más difícil de abarcar. Esos lugares la desesperaban. Había miles de cabañas, hoteles, negocios de todo tipo diseminados en un amplio territorio. Una aguja en un pajar. Repartieron la fotografía de Martina por todos lados y también a través de las redes, pero sabían que la búsqueda podría resultar infinita. Otra opción era la capital de Córdoba que los abrumaba por su dimensión urbana. Julia se había comunicado para ampliar la pesquisa con mujeres militantes de toda la provincia que habían sufrido historias parecidas. Además, tenía que descubrir un móvil. ¿Quién querría llevarse a Martina?, ¿por qué razón?, ¿la habrían engañado?, ¿se habría ido por su propia decisión? Esto último estaba descartado porque la relación entre ambas era armoniosa.

El nefasto día en que su hija no volvió, Julia comenzó a contemplar la posibilidad de la trata, ya fuera para el trabajo forzado, delitos o lo que era peor, la explotación sexual. Razonaba que este tipo de crimen era predominante en las provincias norteñas y del litoral, pero en el fondo sabía que podía suceder en cualquier lugar del país. No quería imaginar una tragedia, pero tampoco podía evitar hacerlo.

Repasaba las fotografías que Martina había publicado en Facebook e Instagram vestida de payaso, odalisca o tanguera debidas a sus distintas actuaciones y pensaba con pavura que atrajeran a algún loco o pervertido. Había revisado uno por uno los perfiles de las amistades de su hija con el fin de encontrar alguna pista. Nada. También contemplaba su necesidad de trabajo formal lo que la podía haber llevado a engañarse con alguna falsa propuesta. Martina quería seguir estudiando el profesorado de danzas en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba. Tendría que residir en esa ciudad y contar con el dinero para hacerlo, aunque la joven no le había dicho nada sobre algún interés o decisión repentina de irse de Anisacate. En ese caso, ella la habría ayudado a orientar su destino. Martina lo sabía.

Pasaron tres meses y la desaparición de la joven había alcanzado dimensión nacional con todo lo que ello significaba. Entrevistas en los medios. Recorrida por juzgados. Cambios de abogados. La vida de Julia se había transformado en un tormento. No tenía otro objetivo que localizar a su hija.

Mamita, mamá, buscame por favor. No puede ser que no me encuentres. ¿Cómo no te conté que me estaba persiguiendo? Yo sé que no te imaginaste que se me acercaría, tampoco que me acosaba. No podías advertirlo.

Así rogaba Martina encerrada en un galpón de las afueras de Córdoba pensando en su mamá. Allí la encontraron sana y salva a través de una pista que brindó una vecina del lugar al reconocerla. Era el padre quien la había recluido y estaba a punto de venderla a una organización de trata de blancas. Un desgraciado, un monstruo. La crónica de un secuestro no anunciado que nadie y menos Julia, podía imaginar.


© Diana Durán, 31 de octubre de 2022

REFLEXIONES DE UNA MADRE POBRE

 


Calle Bartolomé Mitre, Once. Street View.


Reflexiones de una madre pobre

 

Esta noche no sé qué les voy a dar de comer. Al mediodía se acabó el último paquete de fideos de la bolsa que recibo del movimiento. Estoy desesperada. Ya no puedo pedir más fiado en el almacén. No volví por la vergüenza de no poder pagar lo que debo. Mis padres están peor que yo. Con la mínima los dos, no me pueden ayudar, tapados de deudas. Me pregunto para qué se jubilaron, pero, aunque sea tienen para comer de la huerta y el gallinero. Extraño mis pagos. Mi Corrientes. Mi Empedrado. Mi yvy[1].

Los chicos me miran con ojos tristes porque saben lo que pasa. Esa pena me pide comida. A Romancito le di la teta hasta hace poco. Va a cumplir cuatro. Lo vengo engañando para que tenga algo en la pancita. Pero se da cuenta. Lo mismo pasa con Diego. A veces como cena les doy mate cocido con el pan de sobra que me regalan en la panadería de la vuelta. Hacemos cola para conseguirlo. Mi hijo mayor aguanta más porque tiene ocho, hasta se las arregla solo. Va al bar de la otra cuadra y pide, aunque sea una porción de pizza, a veces lo sacan cagando. No sé cómo pueden ser tan desgraciados. También pasa por el Mac Donald’s de Rivadavia y revisa las sobras, encuentra algunas papas o el resto de una hamburguesa. Lo que tiran. Después le duele la panza, muchas veces sufre por lo que come. Se le hincha el estómago y a mí me lastima como a él, pero es la tristeza que me duele.

En el colegio recibe el almuerzo, de lunes a viernes. El fin de semana es de terror. No me gusta mandarlo al colegio sin las fotocopias del libro y que se atrase porque no tengo plata. A veces tenemos que copiar del cuaderno de otro chico. Debo dos meses de alquiler. Si no consigo un trabajo mejor nos van a echar. Le dije a la asistente que con la asignación que tengo me alcanza para pagar el alquiler de este cuarto de pensión roñosa. Baño y cocina compartidos. Olor rancio. Se escuchan peleas. Mantengo limpio nuestro cuarto, aunque el resto sea un asco y las cucarachas entren por debajo de la puerta. Fue lo único que encontré. No me hallo en este barrio, me pongo triste cuando paso por Cromañón, pobres pibes. Pero está a un paso de la estación de Once cerca de todos lados. A veces voy al merendero de la otra cuadra. Se llama “Luz y Esperanza”, como si la hubiera. Es de la Rama Cartonera del movimiento Evita. Muchos van.

El padre, bien gracias, desaparecido en acción. Pensar que era buen hombre. Trabajador. Lo echaron de la curtiembre y empezó a tomar. Yo me fui con mis hijos de la casita donde vivíamos en Mataderos apenas se puso violento. Ya vi mucha violencia en mis pagos. No me iba a agarrar a mí, me la vi venir y al primer cachetazo me fui con los críos.

No me queda otra que ir a los cortes, aunque no soy piquetera. Ellas sí que se organizan, arman trueques y cocinan en los comedores. Algunas van contentas. A mí no me gusta porque tengo que llevar a Román a cuestas mientras Diego está en el colegio y después lo tengo que ir a buscar. La AUH me sirve solo para el alquiler de este cuarto. No quiero volver con mi marido. Ni sé en qué andará. Aquí por lo menos trabajo por hora. Junto mil, mil quinientos por día. No puedo laburar mucho porque me tengo que ocupar de mis hijos. No quiero que se queden solos porque me da miedo. ¿Y si se los llevan? Ha pasado.

Es domingo. Son las once de la mañana. A pesar del frío y la llovizna, hacemos fila en la puerta del comedor. Hoy hay guiso de lentejas. Al menos van a comer al mediodía. Después se verá.

Pienso en esta vida desgraciada, en morir. A veces imagino dejar a los chicos en algún lugar. Después miro esas caritas y me arrepiento. Me abrazo a ellos de noche y sueño con otra historia.

        Hoy me desperté con una idea. Regresar a donde nací, a la casa de mis padres, a mis pagos. Salir de esta mugre, de la tristeza, de la calle de Cromañón. Que mis hijos conozcan el verde y el cielo. Volver a los esteros claros, a las costas coloridas del río Paraná, a oler el aroma de los pinos y eucaliptos, a trabajar la tierra. No importa lo duro que sea. Se que allá también hay pobreza. Pero es distinto. Tengo que ahorrar para los pasajes. ¿Podré? Ahora tengo un sueño, una esperanza.


Allí va el futuro, emergiendo con muletas del exilio.



[1] Yvy: tierra en guaraní


© Diana Durán, 24 de octubre de 2022

NOCHE HELADA

 


    Una nueva noche fría en el barrio. Alejandro Sola. Foto revista


Noche helada 

    Estoy esperando a alguien... Pronto. Urgente. Me siento mal. Una gota resbala por mi frente. Una, dos, tres... cinco gotas. Estoy transpirada y, a la vez, me recorre un gélido temblor. No quiero tener otro ataque. Me siento en el borde de un precipicio. Abajo, la nada misma. ¿Por qué tanto frío? Esa sensación de que me ahogo, de que me mareo. Me voy a desmayar, me siento morir. Me apoyo contra la pared de la esquina, justo en la cortada. De a poco me deslizo y quedo sentada. No me sale la voz, si no gritaría. Por aquí me conocen. Estoy a la vuelta de casa y nadie se percata, no aparecen. Claro, son las diez de la noche. A esta hora están todos de sobremesa o mirando la tele. Yo en cambio tuve la maldita idea de salir sin avisar. Sentía que me asfixiaba. No aguanté. Y ahora quién me ayuda. Sola de toda soledad. Apoyo mi cabeza entre las piernas. Repito, creo que me voy a morir. Estoy desamparada. Por favor, que aparezca alguien. ¡Ayuda! Quien sea. Cualquier persona, alguien. La espera es infinita. Estoy condenada. La noche cada vez más oscura. Ni el farol de la calle me alumbra. Nadie me vio pasar. Es invierno, quién va a cruzar.

    Escucho gritar. Es mi padre enojado, lo reconozco. Rocío, qué te pasa. Levantate. Otra vez te escapaste de noche. Te vas y no decís nada. ¡Qué miércoles te pasa! No te das cuenta de que así no vas a ninguna parte. Tu madre, harta. Nos tenés cansados. Todos pendientes. Siempre la misma historia.

    Así me habla. Yo que lo esperaba. Quiero que me abrace y me ayude a levantar. Quiero su abrigo, su apoyo, su consuelo. En la oscuridad no le puedo explicar, ni siquiera le veo la cara. Él es fuerte y mi muerte no lo acompaña. Es inútil el llanto, no hay respuesta. La noche es helada, pero no congela el dolor.

    Tal vez en la muerte esté la respuesta, no la encuentro en la vida, aunque sé que está, no me elige, no me busca, no es. 


© Diana Durán. 29 de setiembre de 2022



 

TRAS LA MESA DEL CAFÉ

 




Plaza. Fotografía de Héctor Correa.


TRAS LA MESA DEL CAFÉ


Sueños prometidos tras la mesa del café. Serán los diálogos eternos. Las historias, deleites compartidos. 

Las casas de paredes blancas y techos multicolores se diseminaban en la aldea que trepaba la colina allende el mar. El sitio tenía la particularidad de que la plaza principal estaba ubicada de tal manera que daba al campo en el este y al mar en el oeste. Vista privilegiada que los lugareños no apreciaban lo suficiente, ocupados en sus tareas cotidianas. 

Vivían en el pueblo Mario y Alejandra con sus sueños prometidos tras la mesa del café. Otras vidas, otros rumbos, circulares, elípticos, divergentes, retomados al azar después del viaje aquel. 

La función principal del poblado era ser estación ferroviaria, lo que le daba vida y sentido. La causa de su fundación. Su razón de ser. Pero, en la década de los noventa, llegaron malas noticias. El posible levantamiento del ramal, dijeron. Así fue. No hubo posibilidad de reclamar. Con la estación cerrada, el jefe se reinventó y partió hacia un destino itinerante. El operario de vías emigró con su familia a una ciudad cercana donde podía hacer changas. Los jóvenes comenzaron a irse en búsqueda de nuevas alternativas. Solo fueron quedando viejos, adolescentes y niños. Una verdadera sangría humana. Subsistieron los maestros de la escuela primaria y los profesores de la secundaria agrícola que alternaban su estadía semanalmente. El médico acabó atendiendo según lo llamaran por alguna emergencia. Las ventas del almacén de ramos generales habían decaído estrepitosamente y hasta el cura comenzó a ir a la capilla solo los domingos para dar misa. No había mucho que hacer. La somnolencia y la quietud embargaron el lugar, antes promisorio. La mayoría de las viviendas se habían deshabitado. 

Mientras tanto, Mario y Alejandra vivían en una casa luminosa, llena de libros, historias, reporters apilados, folletos de viajes, melodías que los arrullaban. Silencioso escritorio y los escritos. La heredada vajilla y los adornos de la abuela, tan queridos. El encuentro del mate y los puchos, miradas, manos, contactos. La ilusión era quedarse. Lo racional, partir. Sueños prometidos tras la mesa del café. 

A la vieja estación de servicio le había quedado un solo surtidor de nafta junto a un bar rústico que oficiaba de punto de reunión. Los chacareros de los predios aledaños se reunían allí muy de vez en cuando para tratar algún tema común: los caminos rurales o el precio de los granos. Ante la dramática situación del éxodo se decidió realizar una reunión en el bar. Allí se congregaron el delegado municipal, la directora de la escuela primaria y el director de la agropecuaria. También asistieron el encargado del silo y algunos viejos vecinos de las familias locales. Se juntaron alrededor de las sencillas mesas para tomar un vaso de caña o un café mientras trataban la vital cuestión. Estaban tan afligidos que ni siquiera tenían ánimo para matear. 

―Si seguimos así vamos a desaparecer, ―dijo el almacenero apenado. 
―Tenemos que tomar medidas urgentes. La escuela sigue perdiendo alumnos. Los chicos que quedan están deprimidos, ―contestó el director―. Esto no da para más. Es una desgracia. 
―Temo que, si no pensamos en algún proyecto para nuestro lugar, se van a ir todos, me incluyo, ―sentenció el dueño de la estación de servicio. 

 Así siguieron dialogando e incluso discutieron acaloradamente sobre el asunto hasta que llegaron a la ingrata conclusión de que no había nada que hacer. A nadie se le ocurría una solución. Levantaron la reunión y se fueron a sus casas. El pueblo tan bello con vistas al mar y al campo estaba condenado. Quedaban solo doscientas personas que lo abandonarían inexorablemente. Si los adultos no encontraban un rumbo, para los adolescentes era aún peor. Se temían depresiones masivas. El hijo de un puestero y alumno de la agropecuaria se había escapado de la casa. Lo encontró la policía rural en un barranco ebrio y muy lastimado. El hecho cubrió a todos de un manto de tristeza y desolación incluso mayor. 

No reparaban en Mario y Alejandra y sus sueños prometidos tras la mesa del café. Ideales compartidos. Ellos decidieron quedarse y construir con la herencia del bisabuelo de Alejandra, uno de los primeros habitantes del lugar, un hotel de turismo rural. En él reunieron todas sus expectativas, los sueños, los viajes, la vajilla, las tradiciones. 

Entonces se produjo el milagro. La aldea revivió. El hotel atrajo a turistas primero de los alrededores y luego de la región. Promovió múltiples actividades que dieron vuelta la historia. La escuela agropecuaria volvió a tener alumnos. Se realizaron ferias con sus productos, dulces, quesos, verduras frescas e, incluso, artesanías que las mujeres del lugar decidieron sacar a la luz. Aburridas las habían acumulado en sus casas sin pensar en venderlas. La estación ferroviaria se transformó con el tiempo en un museo histórico a cargo del jefe que volvió al poblado. El médico decidió que podía reinstalarse y el cura se estableció de nuevo en la capilla. La plaza “del Este y el Oeste” se transformó en el mayor atractivo con su doble paisaje de la llanura al naciente y el mar al poniente, por lo que los visitantes admiraban el amanecer en el llano y el atardecer en el horizonte marino. 

Sueños cumplidos junto a la mesa del café. Lloverá maná, entrará luz y hallarán la huella. Al final, será simiente. Así llamaron Mario y Alejandra al hotel que devolvió la vida al lugar. “Simiente”.


© Diana Durán, 8 de agosto de 2022

EL OTRO PAÍS

 


Villa Retiro. Google Drive.

EL OTRO PAÍS

No pienses que nos perdiste

Es que la pobreza nos pone tristes

La sangre tensa

Y uno no piensa más que en morir

 

Versos del chamamé “Oración del remanso” de Jorge Fandermole (1998)

 

Recorrí muchos caminos a lo largo de tantos años. Me gusta conocer, sondear, auscultar el ritmo de los lugares. Viajé sola o acompañada, pero siempre pensando en espacios a explorar y descubrir. Distinguir su gente, cómo viven y qué hacen.

Anduve por muchos itinerarios de la Argentina. Pude vivenciarla en sus más recónditos sitios. Recorrí todas las regiones. Visité paisajes únicos preparados para el turismo, plenos de naturaleza y cultura. También de comodidades. Buenos Aires, donde nací, el más atractivo, afrancesado, español, británico según por donde se lo transite. Con su opulencia y su cultura.

También vi el otro país.

Conocí una escuela rancho en los alrededores de San Fernando del Valle de Catamarca. Allí estuve en un aula multigrado con siete u ocho chiquillos que usaban un pizarrón cascado, algunas tizas y un viejo mapa de la Argentina. Las zapatillas rotas, las narices frías, los delantales con más polvo que almidón. Vergüenza.

Dicté algunas clases en escuelas de la cuenca del río Reconquista. Entre el barro y las chapas, entre el barro y los residuos, entre el barro y el olor rancio de la contaminación. Allí, sobre escritorios de plástico vencido y doblado, los pequeños intentaban escribir en vano. Recordé sus caritas frustradas. Vergüenza.

Fui a la isla Maciel a buscar a la señora que cuidaba a mis hijos pequeños. Recorrí los monoblocks donde vivían. Los ascensores rotos, el griterío, los diminutos departamentos, la mugre en los espacios comunes. Allí estaban trasladados desde las villas apretujadas del barrio inundable y ya ocupadas por otras gentes. Vergüenza.

Visité la provincia de Misiones y la crucé desde el río Paraná hasta el Uruguay. Los chicos caminaban por el borde rojizo al costado de la ruta por donde pasaban a gran velocidad camiones que transportaban rollizos de madera. Pensé que alguno podría morir en el camino como los osos hormigueros o los perros domésticos. Vergüenza.

Durante años llegué desde el sur a la ciudad de Buenos Aires en micro y vi crecer la villa de Retiro. Cada vez más alta, cada vez más pobre. Un enjambre de edificios unidos por cables caprichosos que asciende como el jenga, cada pieza colocada sobre la otra en equilibrio inestable, por caerse en cualquier momento. Vi gente caminando a sus trabajos o a buscarlo entre la basura. Muchas veces me pregunté cómo se viviría allí. Vergüenza.

Estuve en el barrio El Frutillar del Alto de Bariloche. No el de la tarjeta postal, sino el de la ruta cuarenta que va al Mascardi. En una hondonada, ranchos de madera con chimeneas humeantes, autos viejos y desvencijados, el basural a cielo abierto, algún que otro poblador vendiendo torta frita a la vera de la ruta. Muchas veces se han incendiado esos ranchos. Conversé con maestros que trabajaban allí. Me contaron del embarazo adolescente, del frío, de la tuberculosis, del alcoholismo. Muchos chicos no conocen el centro de Bariloche. Vergüenza.

Vergüenza mi país, vergüenza la pobreza. Vergüenza tengo por no haber hecho nada sobre todo lo que vi.

 © Diana Durán, 9 de mayo de 2022

 

UCRANIA. LA DECISIÓN DE KALINA

 


Leópolis. Por Aлександр Демьяненко (Google Maps) 2021


    Kalina era una joven de ojos celestes, hermoso cabello largo y enrulado, carácter afable y suavidad al hablar. Bailaba danzas folklóricas ucranianas desde niña. Se vestía con una pollera roja y una camisa blanca bordada y adornaba su cabeza con una vincha de flores coloridas. Sus padres migraron a la Argentina desde Ucrania a mediados del siglo XX y se asentaron en Posadas, ciudad que los recibió como a tantos otros de la misma nacionalidad. La mayor parte de sus familiares vivían en Leópolis, un oblast[1] del oeste de Ucrania, a setenta kilómetros de la frontera con Polonia. La ciudad homónima, bien europea, estaba atravesada por las huellas del pasado polaco y austrohúngaro.

    Ella manifestó siempre un gran amor por Ucrania. Era una ucraniana de pura cepa que hablaba el idioma desde niña. Sabía cómo había nacido la federación de tribus eslavas en el primer siglo y había llegado a ser un Estado poderoso de Europa en el siglo XI. También había leído sobre la invasión mongola en el siglo XIII y la división entre el imperio austrohúngaro, el otomano y el zarato ruso. Su familia resistió sin éxito la revolución rusa que dio lugar a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1921 hasta que recuperó la independencia en 1991 con la desintegración de la URSS. Sin embargo, sus padres se vieron obligados a emigrar tiempo antes por el desastre económico de la perestroika[2].  

    En 2013 Kalina supo de la Revolución de la Dignidad que transcurría en Kiev y también en Leópolis. Fue a favor de mantenerse europeos que el pueblo derrotó al presidente pro ruso. Sus primos, Yuri y Damián, le relataron con mucho detalle la sangrienta resistencia del pueblo en la que ellos participaron. La muchacha había quedado conmovida y orgullosa.

       Desde la pérdida de Crimea y la revuelta de 2013-2014 en la plaza de Maidán en Kiev, apaciguado el clima político, Kalina había tenido deseos de viajar a Ucrania para conocer al resto de su familia, pero no le alcanzaba el dinero ahorrado. Cuando juntó lo necesario, sucedió la pandemia. Vuelta atrás con sus ganas de viajar a la tierra de sus ancestros. Para las fiestas del 2021 al fin tomó la decisión de marchar con su amiga Mariya de la misma ascendencia. Ambas estaban muy emocionadas con el recorrido planeado. Se conocían desde el secundario en el colegio ortodoxo San Basilio de Posadas. Las dos habían seguido la carrera universitaria de enfermería.

    A pesar del frío que les esperaba recalaron en Kiev por vía aérea desde Madrid. La familia de Mariya las acogió como a hijas pródigas. Conocieron la histórica ciudad capital. Peregrinaron iglesias de cúpulas doradas, monumentos, museos y admiraron las boscosas colinas que circundaban Kiev. Los complejos de edificios iguales reflejaban el pasado soviético.

    En la segunda etapa partieron a Leópolis en tren, distante solo cinco horas de Kiev. En la misma estación fueron recibidas con grandes abrazos y exclamaciones familiares. Kalina sintió esa cálida bienvenida en el frío del invierno. Por fin conocía la tierra de sus padres y sus abuelos y trataba a sus tíos y primos. Con los más jóvenes, Yuri y Damián, recorrieron Leópolis. Centro industrial e histórico, Patrimonio de la Humanidad, reunía una pléyade de iglesias, monumentos, palacios y catedrales. La compleja combinación de Europa central y oriental. El barrio céntrico se parecía en pequeño a París, por su paisaje urbano y modo de vida europeos. Los cuatro vagaron por plazas floridas, ferias ambulantes y estrechas calles adoquinadas. Kalina y Mariya se sentían como en sus hogares.

    Sin embargo, no eran buenos tiempos. Luego de la toma de Crimea por parte de los rusos y ante la creciente ola independentista del este pro ruso, el clima que se vivía no era de fiesta, al menos en Kiev. Sin embargo, en Leópolis encontraron una atmósfera más tranquila, aunque expectante. Se advertía en la complicidad y cautela de las conversaciones familiares que tenían reservas sobre el futuro.  

    El veinticuatro de febrero, sin que nadie lo esperara, comenzó la guerra. Rusia invadió Ucrania. Mariya anticipó el regreso y logró salir de Kiev por vía aérea días antes de la invasión. Kalina no quiso irse. Lloraba y lloraba. No paraba de llorar. Se ocultaba de su familia para no preocuparlos. No le bastaba con rezar ni invocar bendiciones como era su costumbre. No entendía cómo había sucedido. Siempre vivió en la Argentina donde había crisis angustiantes, pero no contiendas bélicas territoriales. La familia comprobaba con pavura el horror de las bombas estrellándose en los edificios de Donbás, primera ciudad atacada. Veían en todos los medios los incendios y explosiones provocados por la artillería rusa, el polvo que lo cubría todo, los hierros retorcidos, los huecos en las paredes, las montañas de escombros esparcidos. Mamposterías dadas vuelta como si fueran de papel. En el medio de ese paisaje siniestro e impensado, la gente huía con lo puesto o llenaba alguna valija con lo indispensable y escapaba hacia la frontera para alcanzar el estatus de refugiado en Polonia, Eslovaquia, Moldavia, Alemania y de allí quién sabe a dónde. Empezaron a sucederse imágenes horrendas del destierro de la población. La familia de Kalina decidió irse a Polonia por vía terrestre. Tomarían la autopista M 10 hasta el cercano paso de Korczowa – Krakovets. Le rogaron que fuera con ellos, pero no hubo caso. Nadie pudo convencerla, ni siquiera las súplicas de sus padres desde Posadas. Pensaba que algo debía hacer. Yuri y Damián habían partido hacia Kiev. No podían irse de Ucrania. Debían quedarse como voluntarios para resistir los embates donde fuera.

    Kalina leyó en un medio digital que jóvenes extranjeros iban a asistir a los refugiados. ¿Alguien puede hablar inglés?, se preguntaban. Estamos llegando con un equipo de Holanda para ayudar. Sería bueno tener algunos contactos cerca. Si los holandeses lo proponían, cómo ella no iba a hacerlo. Kalina se sobrepuso al miedo y decidió quedarse sola en Leópolis. Esperaba poder asistir a los que huían de las ciudades atacadas. Recibir a niños, mujeres y ancianos. Poder servirles un plato de sopa caliente o darles ropa seca. Además, podía aplicar sus conocimientos de enfermería cuando fuera necesario.

    Del calor tropical y el cobijo familiar de su Posadas natal al frío extremo del invierno septentrional y solitario de Ucrania, su patria la necesitaba.



[1] Subdivisión política de Ucrania, Bielorrusia, Bulgaria y Rusia.

[2] Quiere decir reestructuración. Fue la reforma política y económica de la URSS encarada por Mijaíl Gorbachov, una de las causas que provocó la desintegración soviética. 

                                                                              © Diana Durán. 7 de marzo de 2022

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