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ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

JUICIO A LA ESPERANZA

 


Pueblo "La Esperanza". Imagen generada por IA

JUICIO A LA ESPERANZA

 

Había una vez un pequeño pueblo en la llanura denominado La Esperanza, habitado por doscientas personas. Una maestra enseñaba en la escuela primaria y dos en el jardín de infantes situados frente a la plaza. Los alumnos no pasaban de quince entre los dos niveles y se corría el riesgo del cierre del establecimiento pues la matrícula no crecía dada la baja natalidad y la creciente partida de los jóvenes. El único policía vigilaba la seguridad zonal, especialmente del robo de ganado y alguna que otra rencilla entre particulares. El sacerdote vivía en la capilla donde se celebraba misa todos los domingos e impartía los sacramentos cristianos. Pocos bautismos, menos comuniones y confirmaciones, bastantes confesiones de personas mayores aún fieles, escasos matrimonios y la unción de los enfermos. Los creyentes disminuían de manera notoria, pues parte de la población se había inclinado por una secta denominada “Movimiento de la Acción de Dios que había llegado al poblado hacía poco. Se trataba de una novedad para el lugar por la organización de cursos y retiros atrayentes. Un viejo juez de paz actuaba en primera instancia ya que en la región no había un juzgado. Residían también los dueños de los escasos comercios locales: un almacén de ramos generales, un bodegón donde se reunían a jugar al truco y tomar unos tragos los hombres de escasa reputación y un hospedaje que estaba más cerrado que abierto pues solo concurrían quienes hacían noche en el paraje para seguir su camino por la ruta principal. Un cartel indicaba el nombre La Esperanza en grandes letras de cemento blanco en la plazoleta que indicaba el desvío hacia la localidad.

Los propietarios de las estancias linderas nunca concurrían al pueblo pues vivían parte del año en los cascos suntuosos y en el invierno residían en sus casonas de Belgrano en Buenos Aires. Ellos constituían la casta superior que no pisaba La Esperanza, salvo en el caso extremo de falta de alguna provisión que, en general, compraban en los shoppings de la gran ciudad situada a cincuenta kilómetros de la pequeña población.

Un abogado, primogénito del dueño de una de las estancias, iba de vez en cuando para ocuparse de pocos casos como el asesoramiento en divorcios o la intervención en ciertos delitos menores. No mucho más, pues no había disputas sobre propiedades ni orientación sobre derechos laborales ya que nadie tenía un trabajo formal, excepto las docentes.

Una noche sucedió algo que conmovió a todos los pobladores. En la ruta cercana al ingreso del pueblo se produjo un choque frontal entre una Land Rover y una Volkswagen Amarok. En el gravísimo accidente fallecieron los dueños de las dos estancias contiguas a La Esperanza. Las propiedades tenían más de mil hectáreas que no habían sido deslindadas con precisión por lo que se superponían en una franja de cien hectáreas. No era una superficie considerable para las posesiones de los herederos. El tema era que esos territorios limitaban con el lecho mayor del río Dulce, el más importante de la zona. Los Bianchi y los Zanella, cuyos jefes de familia murieron trágicamente, tenían depósitos bancarios cuantiosos en la sucursal del banco de capitales italianos de la ciudad cercana. Eran piamonteses tradicionales con una extrema cultura del ahorro lo que sumado a sus propiedades implicaba una copiosa herencia.

El hijo no reconocido del viejo Bianchi vivía en el pueblo, oculto a la familia excepto para su padre muerto, y se había enamorado perdidamente de la hija menor de los Zanella, todavía soltera. La joven lo veía en la clandestinidad. Nadie en la villa lo sabía, excepto los miembros del “Movimiento de la Acción de Dios” que los refugiaban en sus encuentros. La secta había sido investigada por prácticas manipuladoras sobre sus integrantes. Los jóvenes no quedaron exentos de esos manejos y promovidos por la congregación iniciaron un litigio para liberarse del yugo de sus familias y, en el caso del varón, obtener una buena suma de dinero. Así se inició un juicio en el que la localidad quedó dividida en dos bandos; los que estaban a favor de la pareja y los que por tradición eran fieles a los dueños de las tierras linderas.

Los novios lograron librarse de la secta y se casaron en la parroquia local durante el período en que duró el juicio. No les importaba su futuro económico. Pasaron varios años durante el proceso de filiación sumado a la disputa por la herencia de las esposas y el resto de los miembros de ambas familias. Como la ley argentina no discrimina entre los nacidos dentro o fuera del matrimonio en cuanto a sus derechos sucesorios, el veredicto fue unánime. El juez tomó la decisión de reconocer al hijo natural y adjudicar a los esposos el terreno litigado de cien hectáreas lindantes al río más una cuantiosa suma de dinero.

En el paisajístico solar heredado, pleno de rincones del río, barrancas, playas y bosques en galería, los esposos construyeron complejos de cabañas, equipamientos para senderismo, cabalgatas, pesca y observación de aves. También lograron que se instalaran restaurantes gourmet, parrillas y cafeterías; atractivos que hicieron de La Esperanza el centro de turismo rural más valorado de toda la región.

El “Movimiento de la Palabra de Dios”, ante el fracaso de sus prácticas, partió hacia otros rumbos.

Los restantes miembros de las familias Bianchi y Zanella continuaron viviendo entre sus estancias y casonas de Belgrano, sin importarles lo logrado por los jóvenes en la escasa superficie recibida por herencia, ni tampoco reconocieron al hijo y hermano.


Diana Durán, 25 de noviembre de 2024

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 


 Sequía en el río Paraná. BBC Mundo. 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 

Siempre habíamos tenido suerte con el campo. Varias generaciones se habían dedicado a la producción agropecuaria. El abuelo había venido a mediados del siglo XIX desde Grecia donde pertenecía a una familia rural. Ellos vivían en una isla del Egeo y a pesar de la aridez sabían cultivar vid, criar ovejas e hilar capullos de seda. Su vida seguía con tenacidad el ciclo del día y los cambios estacionales. El clima mediterráneo, seco en verano y con lluvias en invierno, gobernaba todas las tareas.

Transcurrieron muchos años hasta que la guerra y el hambre acabaron con las épocas de bonanza. Los más jóvenes tuvieron que emigrar sin saber su destino. Mi abuelo, creyendo que iba a New York, terminó en unas colonias de Entre Ríos, en la Argentina. Todo era nuevo para él, la gente, el idioma, el clima, las costumbres. Sin embargo, se adaptó y logró afincarse, esta vez cultivando cereales y cítricos. Mi padre también lo hizo; siguió las enseñanzas familiares en la propiedad que se amplió gracias al esfuerzo de las dos generaciones. Una geografía generosa, tan fértil como onduladas eran las cuchillas que la surcaban. Solar misterioso de tierras gringas, a la vez pampeano y mesopotámico.

Yo me crié entre lagunas y pastizales; sauces y álamos; garzas y carpinchos. Así se formó mi carácter; no podría haber nacido en un ambiente más prolífico.

La naturaleza pródiga y la prosperidad económica nos benefició. Es cierto que durante algunas épocas tuvimos anegamientos y, en otras, períodos de sequía, pero ningún riesgo que produjera una catástrofe como para arruinarnos. Estábamos cerca del anchuroso río Paraná, los suelos eran ricos y las cosechas bastaban para mantener a toda la familia. Nunca olvidaré las manos fuertes y curtidas, el cuerpo algo encorvado y la piel reseca y quemada de ambos: el abuelo y mi padre. Qué decir de mi abuela y de mi madre, tan dedicadas a las tareas en la huerta, la granja, la casa y nuestra crianza.

Mi hermano y yo pudimos disfrutar de una educación universitaria gracias al esfuerzo de nuestros predecesores. Yo fui el que los hice más felices porque estudié agronomía. Para no ir a Buenos Aires, lo hice en Córdoba y en cinco años me recibí.

Justo al terminar la carrera, mi abuelo y mi padre comenzaron a ver que llovía poco, hasta que el cielo se eclipsó por meses. Las lagunas se secaron, los suelos se resquebrajaron, la fauna típica comenzó a emigrar. Hubo que malvender la hacienda escuálida y los pocos frutos que había dado el naranjal. La situación empeoraba día a día y yo con mi título reluciente estaba atado de pies y manos. Lo que había aprendido no servía de nada frente a la devastación y la catástrofe. Poco tiempo después, parte de la buena tierra, los árboles y las praderas sufrieron incendios devastadores.

¿Cuál había sido nuestro crimen para merecer tremendo castigo, como tituló Dostoyevski? (1)

En nuestro caso no hubo crimen, el castigo era ver a nuestro territorio asolado y comprender que solo quedaba volver a migrar como lo había hecho el abuelo un siglo atrás.  



1- Crimen y castigo. Novela de Fiódor Dostoyevski.

 © Diana Durán, 7 de octubre de 2024

DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA

 


Foto: J Wickens, Ecostorm


DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA


Vivíamos en las cercanías de Fortín Cabo Primero Lugones, a pocos kilómetros del divagante río Pilcomayo. El terruño se situaba en los confines fluviales de la Argentina, allende la frontera con Paraguay. Entre riachos temporarios y bosques secos estaba la pequeña finca donde sustentábamos nuestra sencilla vida con cabras y palmares. Convivíamos con mis padres, dueños de casa por herencia aborigen; Poyahen, mi esposo, leñador y ganadero, y los cuatro gurises, dos mayores, varones, y las dos menores, mujeres. Yo estaba a cargo de las tareas domésticas y, a su vez, trabajaba de maestra en la CESEP[1] del pueblo. No me había recibido, pero en estos lugares bastaba con haber terminado la secundaria para ser docente. La escuela y un polideportivo animaban el tórrido paraje, por lo que vivir en el bosque había sido la elección de la familia. Siempre quisimos quedarnos en ese solar acostumbrados a los quehaceres rurales. Poyahen había migrado del Chaco de niño y nos conocimos en el centro educativo. Desde adolescentes afrontamos todo juntos, incluso ser padres muy jóvenes.

Podríamos haber vivido en el pueblo, pero a nosotros nos gustaba el bosque: el horno de barro y los montículos de leña; los extraños y cambiantes madrejones; la luna reflejada en las lagunas. Convivíamos con loros habladores, patos sirirí y garcetas. Los cardenales se apostaban en el patio de tierra con sus penachos rojos, bien domésticos. Nuestros cuatro hijos eran felices jugando con tortugas e iguanas. Hasta solíamos ver lentos osos hormigueros, monos carayá y pasaba a la carrera algún tapir, entre medio de quebrachos colorados y blancos, chañares y vinales. Aquí la caza furtiva era muy frecuente y la policía se encargaba de demorar a los malandras que faenaban animales sin permiso. Era el reino de la palma caranday. De sus dátiles y cogollos comían las cabras y mi madre me había enseñado a hacer sombreros, muñecas y bolsas que a veces llevaba al colegio como premio para los buenos alumnos. Los abanicos de palma aliviaban los días calurosos. Si bien comíamos de todo, mamá y yo sabíamos preparar empanadas de charke[2] y sopa paraguaya con harina de mandioca. Los hombres asaban cabrito para regocijo de la familia. Los chicos se endulzaban con delicias de mamón, zapallo y pastelitos bañados con aloja[3].

La ruta ochenta y seis era el vínculo con el mundo, aunque no salíamos demasiado, salvo para comprar provisiones o hacer algún trámite en la vieja camioneta azul. Fortín tenía comisaría, estafeta postal, hospital y algunos negocios, pero para los trámites de las casas iba con Poyahen a Formosa. No se terminaban las diligencias si no se pasaba por la capital. Allí residía el eterno gobernador.

Éramos gente de frontera, acostumbrada a saber que por allí reinaba el contrabando; más que todo en Clorinda, por eso nos cuidábamos de esos bandidos. Por suerte nuestra finca quedaba en las afueras de la ruta principal.

Nosotros sabíamos de bosques y animales. Ese era nuestro dominio: las cabras, el monte, las lagunas y las abras. El parque chaqueño, hábitat ideal. Por eso nos resultó raro cuando vinieron dos hombres con la propuesta de comprar algunas hectáreas para la explotación forestal. Se hacían los buenos, pero sabíamos lo que eso significaría. Podrían obligarnos a vivir en el pueblo lejos de riachos y animales, del cielo diáfano y los atardeceres únicos.

Los desmontes habían sido suspendidos para proteger la naturaleza, pero las multas no eran suficientes para evitarlos, ni tampoco para frenar los incendios premeditados. Quisimos mantenernos en el lugar. Rogábamos que nadie nos desalojara para cultivar soja. ¿Qué iba a quedar de nuestra tierra si eso pasaba?

Deseamos, pero no pudimos. Ni la ley de bosques nos salvó[4]. La falta de las escrituras que tanto habíamos tramitado sin obtenerlas nos obligó a malvender. No valió ningún viaje a la capital de la provincia. Tampoco que fuéramos los verdaderos dueños. Terminamos viviendo en una casa en Fortín Cabo Primero Lugones. Mis padres murieron de tristeza al tiempo. Desde entonces trabajamos en un pequeño almacén que compramos. Sin cabras. Ni aves, ni yatay, ni cielo, ni tierra. Ni nada.

© Diana Durán, 26 de agosto de 2024



[1] Centros Educativos Secundarios de Educación Permanente de Formosa.

[2] Carne seca.

[3] Bebida hecha con frutos de chañar.

[4] Ley 26.331. Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos. 2007.

 

AVENTURAS FRATERNALES EN TIERRAS DE TUCUMÁN

 


Representación del Sulpay

Aventuras fraternales en tierras de Tucumán

Ramón estaba cansado de acompañar a sus mayores a juntar cañas. Su cuerpecito era muy endeble para tareas pesadas. Cuando el niño flaqueaba su padre le contaba el cuento de “Sulpay”[1], el perro monstruoso devorador de hombres que aparecía cuando los trabajadores no querían ir al cañaveral. Mercedes tenía que ayudar a su madre a carpir la huerta, coser la ropa, tejer en el telar, además de hacer tareas hogareñas como cocinar y lavar platos para tantos hermanos. La madre era cariñosa, pero de sus quehaceres no la liberaba.

No había tregua para los mellizos de solo diez años. Tampoco iban a la escuela por lo que poco o nada sabían del mundo. Solo las tradiciones y cuentos de sus padres y sus ocho hermanos. A veces escuchaban una radio a pila que duraba lo que un lirio. Sin electricidad, no había televisión.

Ramón y Mercedes habían nacido en el seno de una familia rural tucumana. Ellos eran los más chicos, y también los más unidos. Unidos por el miedo. Vivían en un predio de no más de cinco hectáreas heredadas del abuelo en las cercanías de un ingenio, a cincuenta kilómetros de San Miguel de Tucumán. Corrían los años sesenta en esas tierras cañeras de pequeños agricultores que entregaban su producción a la fábrica azucarera de Santa Lucía.

El padre y los hijos varones, como obreros de surco, cosechaban la caña de azúcar a fuerza de machete. Luego la quemaban para sacar las hojas. Trabajo duro si los hay. Una vez terminada la zafra invernal, el producto se apilaba a lo largo de la plantación y se recogía a mano para transportar al ingenio en carros tirados por mulas. Las caras de los hombres estaban ajadas por el sol, las manos lastimadas por la caña, los cuerpos encorvados. A pesar de que las mujeres labraban la quinta de hortalizas y tenían unas gallinas, muchas veces la familia pasaba hambre. Eran muchos, demasiados. El padre ahogaba sus penas en el alcohol y la madre se ponía triste y quejosa al verlo machado. Los dueños del ingenio siempre les debían plata, por eso no podían levantar cabeza.

Los años 1967 y 1968 fueron muy duros pues habían cerrado muchos ingenios de la provincia a golpe de decreto. Transcurría la dictadura de Onganía. La familia hablaba de ollas populares y de reclamos obreros en San Miguel de Tucumán. También pensaban en irse a la ciudad, pero tenían miedo a que les sacaran su tierra.

Los chicos no entendían de qué se trataba. Vivían en otro mundo. Saboreaban el dulce jugo de la caña o se la arreglaban para distraerse con lo que tenían a su alrededor. En los pocos momentos libres contemplaban las montañas en el horizonte y contaban historias. El magnífico Aconquija, entre nubes plateadas, verdes selváticos y su pico helado, era la fuente de sus relatos. Aseguraban que algún día iban a atravesar la mole para conocer lo que había más allá. Habían escuchado mencionar a Tafí del Valle y los Calchaquíes como misteriosos lugares trasmontanos.

Una mañana muy temprano de verano, cansados de la tristeza reinante, los retos y el trabajo forzado, Mercedes y Ramón pusieron en práctica la aventura planeada de irse de la casa. Se hicieron de dos mantas tejidas por la niña, juntaron algunos alimentos y una botella de agua y cruzaron los límites de la finca. Caminaron a orillas de la ruta en sentido contrario al ingenio de Santa Lucía, atraídos por esas montañas que desde siempre habían visto a lo lejos. Luego de recorrer dos o tres kilómetros cruzaron un arroyo. Se preguntaron cómo podía tener tantas piedras gigantes si apenas una escasa corriente escurría por el curso. El ánimo de aventura era mayor que el miedo a lo desconocido. Estaban seguros de que “Sulpay” era puro cuento. No los iba a cruzar. A medida que ascendían por el faldeo, la selva se hacía más densa y colorida. Estaban extasiados con los árboles gigantescos de flores blancas y rosadas y las sogas que se ataban a ellos. Era un mundo fantástico donde el canto de los pájaros y el frescor del bosque los hacía felices. Cuando tenían hambre se acomodaban a la vera del camino y ocultos tras algún árbol descansaban saboreando caramelos de caña y un poco de pan.

Por curiosidad se internaron en la selva y se perdieron. Llegó el crepúsculo y con él el miedo. Escucharon ladridos. ¿Sería el vengativo Sulpay? Sabían que ese perro era un espíritu demoníaco. Pasaron la noche aterrados bajo las mantas. Al amanecer se acabó la aventura, pero llegó el salvataje. Unos jóvenes mochileros que parecían residir en la selva los encontraron ateridos y muertos de hambre. Cuando los chicos les relataron sus terrores los muchachos los tranquilizaron diciéndoles que en esas tierras no habían demonios y que seguramente habían escuchado al aguará guazú que suele salir de noche. Los llevaron a un campamento donde había muchos jóvenes con uniformes de soldados. Allí les dieron unos frutos silvestres para paliar el hambre. Luego los acercaron a su finca donde los recibieron con algunos abrazos y mucho enojo.

Al poco tiempo la familia emigró a San Miguel de Tucumán y perdió sus pocas hectáreas, entre las tantas expropiadas a los habitantes rurales de las comarcas azucareras. Eran tiempos tenebrosos. La guerrilla rural se había instalado en la selva y la dictadura en el país. La leyenda demoníaca se había hecho realidad.

© Diana Durán, 3 de junio de 2024



[1] El Familiar, también conocido como Sulpay, El Tío o Perro Familiar es un tipo de devorador de hombres, cuya leyenda es muy difundida en los ingenios azucareros del noroeste argentino.

UN LUGAR LLAMADO BE´ERI

 



Imágenes de Be´eri del Google Earth

Un lugar llamado Be´eri

Me llamo Débora y tengo doble nacionalidad. Elegimos con mi pareja, Levi, emigrar de la Argentina. La idea de cambiar de vida es nuestro máximo deseo. La situación en nuestro país no da para más en lo económico y lo político. No concordamos con las ideas reinantes y encontramos un techo muy bajo para mejorar la calidad de vida. Además, deseamos probar cómo es habitar en comunidad. Una existencia idílica en un kibutz, nuestra máxima aspiración. Leemos mucho sobre el tema del trabajo rural y comunitario y comentamos con amistades lo que implica.

Viajamos a Israel durante un lluvioso mayo de 2023, extraño para la aridez que domina las tierras hacia donde partimos. Levi y yo recibimos vivienda, salario y servicios previa tramitación en la “Agencia Judía para Israel. Esta es una sociedad igualitaria y cooperativa, qué más podemos pretender. Nuestro sueño por cumplir.

Be´eri se llama el kibutz elegido. Es un hogar colectivo de solo mil habitantes. Está enclavado en el desierto del Nejev que a pesar de la sequedad reinante se ha convertido en un auténtico vergel. Nos rodean plantaciones de girasol, flores y bosques. Lonjas verdes confinan la trama circular de casas con techos rojos rodeadas de jardines. También hay granjas lecheras que nos proveen. Una gran diversidad de actividades en el medio de la nada. Un edén en el páramo.

Desde que llegamos nuestra vida es bucólica. Nos levantamos muy temprano y luego de desayunar nos encaminamos a labrar la porción de tierra que nos toca. Almorzamos en comunidad y al atardecer volvemos a casa cansados pero felices. Conversamos, cenamos temprano, leemos y nos amamos más que nunca. El cambio nos sienta como pareja. En Buenos Aires no hay más expectativas, aquí renovamos la vida en común y tenemos un futuro.

Nuestro paraíso se encuentra a veinte minutos de la estrecha Franja de Gaza, pequeño país con sus cuarenta y un kilómetros de largo y seis a once de ancho. Es un territorio costero al Mediterráneo donde viven más de dos millones de habitantes. Un enjambre tan denso como Singapur o Hong Kong. La comparación con el pacífico solar donde residimos es contrastante. Sabemos que la franja es una zona violenta, pero nada hace prever hostilidades próximas.

Nos sentimos más seguros aquí que en el barrio de la Paternal donde vivíamos en la Capital. Allí los robos están a la orden del día. En cambio, aquí Israel controla tierra, cielo y mar. Un muro de hierro de sesenta y cinco kilómetros de altísima tecnología separa la franja de Gaza de nuestro país por adopción. Nos preguntamos por qué hay barreras si en otros lugares conviven musulmanes, judíos y cristianos. Tan cerca de Be´eri existen esas defensas turbadoras. También sabemos del odio contra la comunidad LGBT y de la falta de respeto por los derechos de las mujeres, pero estamos con Levi muy lejos de esas costumbres culturales abominables como cerca en lo territorial. Siempre lo conversamos y si bien la cuestión de los refugiados palestinos es compleja e injusta, no apoyamos la violencia existente en ese lugar.

Sabemos que Gaza y Cisjordania son territorios palestinos. Mientras en Cisjordania conviven distintos pueblos y religiones; la franja, en cambio, está regida por Hamás, un gobierno terrorista. No nos preocupa. Israel nos custodia y nos sentimos seguros.

Hoy nos levantamos más temprano que de costumbre. Nos despiertan ruidos ensordecedores. No sabemos de qué se trata, nos abrazamos aturdidos. Nos damos cuenta de que son bombas. Un ataque feroz y gritos desgarradores acompañan el terror que sentimos. Levi me dice, Débora, tenemos que huir. Le respondo dudosa, ¿qué está pasando? ¿será mejor escapar? ¿no será más prudente refugiarnos en la casa? Escuchamos hablar en un idioma desconocido.

Embisten en las cercanías cientos de proyectiles. Nos convertimos en escudos humanos. Han fallado todos los controles y las alarmas. Escuchamos más estruendos. No sabemos dónde guarecernos.

 Primero resistimos casi una hora en nuestro hogar, pero luego aterrados y con algunas vituallas corremos hacia un bosquecillo cercano donde nos quedamos todo el día esperando lo peor.

El asalto es masivo, vemos cómo secuestran a mujeres y niños. Otras personas mueren bajo las bombas y fusiles. Pasamos de la paz de nuestro kibutz a la tragedia y la desolación. Nos salvamos de milagro escondidos entre matorrales dentro del bosque.

Nos rescatan soldados israelíes. Nos dicen que van a defender la zona de kibutz donde florece el desierto, pero en realidad no hay control de la situación. Domina la confusión y el desmadre.  

Nos trasladan a una zona donde nos explican que se trata de un ataque sorpresivo a las torres de vigilancia y que el muro de la Franja de Gaza fue volado en varios puntos. Hay fallas de inteligencia. Caemos en cuenta de que Israel está en guerra.

Tenemos que tomar una decisión. Volver a la Argentina significa un largo trajinar por distintas ciudades y aeropuertos europeos. Decidimos que es lo mejor. Dejamos atrás repentinamente nuestro sueño de una vida idílica.

Be´eri se había convertido en una sombra desolada del kibutz que fue y nosotros en fantasmales exiliados intentando volver a la Argentina.

© Diana Durán, 24 de octubre de 2023


ROSALÍA Y SUS OCHO PERROS

 


San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación

Rosalía y sus ocho perros

 

No hace mucho tiempo en San Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.

El entorno era curioso porque a pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.

San Mauricio fue fundado por los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres, siempre poceada y peligrosa.

Rosalía formaba parte de una familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.

Un aciago día se cerró la estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez. Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.

En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en la sala de primeros auxilios del pueblo.

En la primavera se produjo la lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.

Hasta sus padres dejaron San Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en las casas abandonadas.

Las viviendas de bellas fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados. Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.

Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.

Hoy salí a caminar para estirar las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!

El tiempo, las lluvias y los depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que andaban por la estación.

Los hermosos aljibes de las casas que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía. Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí desafiaba la soledad.

Se avecinaban tiempos de inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros. La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.

Días antes de la tormenta había pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades. La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.

Un sábado comenzó el aguacero. La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.

Fue un verdadero tornado, no una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie. Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.

Se dice que en las noches de luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.

 

© Diana Durán, 7 de agosto de 2023

 

 

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