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FIN DE SEMANA EN VILLA VENTANA

 


Villa Ventana. Fotografía de Héctor Correa

FIN DE SEMANA EN VILLA VENTANA

 

Primer fin de semana juntos. Tanto lo deseamos. La llanura apenas ondula hasta llegar a las serranías. Las diviso desde la ruta, esta vez me toca conducir. Feliz de mí que manejo el auto entre girasoles y mieses ululando al compás del viento. En pocos minutos los tres picos de la sierra mayor, sobresaliente en el horizonte, indican que estamos cerca. Nos acompaña la voz de Mercedes Sosa. Cerca del embalse percibo al borde de la ruta una lenta mulita. Le digo a Osvaldo, espero que cruce, no quiero lastimarla. Asiente mientras disfruta de un mate amargo. Cualquier animal pampeano me resulta atractivo. Vi martinetas y perdices muy presurosas seguidas de sus crías.

Nuestro destino se acerca entre sierras y valles. Es Villa Ventana. El anhelado poblado tiene forma de una hoja cuyas calles son las nervaduras. En el centro, rectilínea, la avenida Cruz del Sur. Los arroyos lo abrazan; el Belisario de un lado, Las Piedras del otro. Es primavera y los aromos pintan de amarillo furioso el paisaje, como si nos sumergiéramos en un cuadro de Van Gogh. Algunos paseantes caminan por las veredas poco delimitadas. ¿Quiénes cuidarán los jardines floridos que parecen pintados por la mano de Monet? Cómo crear tanta belleza junta, exclamo.

En el pequeño centro: la iglesia, los bomberos, la plaza, algunos comercios. Suficiente para nuestras ansias de estar solos dos días.

Nos acomodamos en la Posada de la Hechicera de la calle Picaflor. Todo parece un cuento: la habitación en la que apenas entramos, el parque cuidado y profuso, el desayunador colmado de artesanías elaboradas por la dueña con exquisito gusto. Cajitas y cuencos de cerámica, llamadores, ramos de flores secas, sahumerios. Hasta relojes de pared fabricados en madera y pintados a mano.

Los dueños nos cuentan su vida desde que llegaron a Villa Ventana. Se jubilaron como bancarios y compraron la propiedad que decidieron explotar como residencia turística. Explican que eligen a sus clientes; deben ser gente bien, afirman con seriedad. Nos sentimos halagados, si bien ese mote nos parece algo anticuado.

En cuanto salimos a caminar Osvaldo empieza a inventar historias sobre los dueños. Le gusta relatar sucesos sobre la gente que recién conocemos con un poco de ironía y mucho de imaginación. Improvisa cómo son y qué hacen. Son ancianos, me dice, cómo pueden mantener solos este proyecto. No tienen hijos. Parecen bastante frágiles y, sin embargo, ella hace todas las tareas domésticas, nos explica cómo confecciona las artesanías y hasta promete un desayuno de campo con productos caseros. Él, flaco y desgarbado, corta la leña y mantiene el predio y la casa. Nadie los ayuda a cuidar el predio. ¡Es demasiado! Aquí hay gato encerrado, alega dudando de la pareja. A mí solo me importa disfrutar el fin de semana, así que no le doy demasiada rienda a su historia.

Al mediodía preparamos unos sándwiches y almorzamos a la vera del arroyo bajo la sombra forestal. De noche cenamos en un restaurante coqueto que figura en la guía que nos dieron en la entrada a la Villa.

La curiosidad nos inspira a avistar los festivos revoloteos de pájaros pampeanos. El vergel serrano encierra un bullicio orquestal y un conjunto alado multicolor. El rojo de fuego de los churrinches, los soleados amarillos de benteveos y mistos, el marrón veteado de los tordos músicos. Picos corvos, rectos y finos se afanan en engullir pequeños insectos. Comparte el chimango el solar de la tijereta. Carpinteros campestres cavan el tronco horizontal. La paloma montesa paciente empolla su cría. El chingolo trina agudo e inquieto. Una pareja de horneros construye su original casa de barro. Los aromos y los pinos se balancean. Escribo feliz estas líneas en mi libreta durante la noche en la posada.

El fin de semana transcurre con la tranquilidad deseada. Caminamos, comemos, soñamos, nos amamos.

Al despedirnos les aseguramos a los dueños que vamos a retornar en Semana Santa. Se asoman en el portal de entrada y nos saludan amistosamente.  

No volvemos a verlos. En los sucesivos años que veraneamos en la comarca pasamos muchas veces por la posada cerrada con troncos, cubierta de hiedras, el parque descuidado, el techo enmohecido. Extrañamente siguen figurando en la guía local.

Osvaldo sostiene que se trata de la muerte de la desdichada pareja ocurrida en la misma residencia. Acompaña circunstancias y motivaciones. Siempre que viajamos a la zona le agrega un detalle al presunto asesinato, mientras yo prefiero admirar el paisaje.  Finalmente lo convenzo de no indagar más en un asunto tan tenebroso.


© Diana Durán, 27 de mayo de 2024

 

MAGIAS SERRANAS

 


Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana


MAGIAS SERRANAS 

Caminaba por una lomada agreste para divisar en perspectiva la singular forma de hoja de Villa Ventana. Todos los veranos seguía un itinerario diferente por la comarca que me era tan familiar.

Bordeaba el arroyo Las Piedras tranquila de que sería una ruta segura. Conocía cada roca, cada recodo del curso, cada remanso. El caudal somero me indicaba un tránsito sereno hasta mi destino en los balcones rocosos desde donde se divisan los valles de Ventania. 

Cuidaba no trastabillar cuando apareció un chiflón entre los juncos de la orilla. El ave daba pasos lentos y elegantes y ni se inmutó al verme. Admiré su pico rosado con punta negra y un anillo azul rodeando el ojo. Su copete, sus colores tornasolados y el gran tamaño lo distinguen de otros pájaros serranos. Ante mi asombro, pegó un salto, dio una vuelta en el aire y cazó dos sapitos negros de las sierras que estaban abrazados. Seguramente eran macho y hembra. Me oculté entre los juncos, pero el chiflón advirtió mi presencia. Entonces silbó con su habitual cadencia. Escuché, ya quisieras, humana, hacer estas acrobacias.

Pasado el susto, enfilé hacia la ladera lo más rápido posible. A poco de continuar la caminata bajo la sombra de un árbol espinoso reposaban en el pastizal serrano tres pequeños búfalos negros. En otras ocasiones había visto caballos cimarrones o vacunos en la estancia Las Vertientes, pero nunca búfalos. Me miraban curiosos. Atravesé despacio y a cierta distancia como para que siguieran pastando tranquilos, pero me sorprendieron mugidos y ronquidos. Escuché que uno decía, te gusta la muzzarella, ¿no? Gracias a nosotros la podés comer. Me di vuelta sorprendida y pensé, los animales no hablan, y seguí mi derrotero. 

Para descansar del sol abrasador me interné en un bosquecillo de álamos que se veía tupido. Cuando entré lo sentí aún más cerrado. La sombra me dio un poco de frío, pero continué animada la marcha. En la penumbra pisé un charco barroso. Salté al costado para quitarme el fango de las botas cuando escuché unos gruñidos mucho más fuertes que los de un cerdo común. Apareció una pareja de jabalíes junto a sus dos crías. Trepé lo más rápido que pude a uno de los árboles. La familia se revolcó en el charco mientras hociqueaban buscando brotes frescos para alimentarse. Mi corazón latía impetuoso. No bajé hasta que desaparecieron. Pero no, uno volvió para gruñir diciendo, ¿nunca te revolcaste en el barro?, es muy placentero. Deberías practicarlo, agregó. Confusa, empecé a dudar si había escuchado o no a los animales. ¿Era el efecto de una insolación, un sueño, una alucinación? 

La alameda tenía arroyuelos y un entramado tan denso que parecía que no iba a poder salir de allí. Estaba en una especie de laberinto. Di muchas vueltas en busca de un claro que presagiara la salida. Topé con una laja recta clavada en el suelo y a cinco metros, otra muy parecida. Ningún arroyo las podría haber llevado allí. Repasé mis conocimientos de arqueología y me pregunté, ¿serán menhires? 

Fuera del bosquecillo localicé una fila espaciada de rocas de igual altura ubicadas a la misma distancia una de la otra. Me extrañó tanto que seguí cada una de ellas descubriéndolas a medida que ascendía la ladera. Seguro eran menhires por la forma y recordé que coinciden con zonas energéticas de rituales indios. Cuando alcancé la última roca descubrí un fresco manantial que surgía de una caverna. Allí me senté a descansar de tantos delirios, supuse, y aprecié las pinturas rupestres de colores rojizos y naranjas. 

Tomé la libreta de la mochila y empecé a anotar los episodios de mi mágica travesía. Registrar lo sucedido para espantar la idea de que había alucinado. Mientras escribía comenzaron a sonar ecos. Eran las voces prístinas de indios pampas. Pensé en que esas tribus nómades habían habitado en las Sierras de la Ventana. Esta vez no los vi, como pasó con los animales. Imaginé que esos sonidos hacían referencia a la caza del día. No había búfalos ni jabalíes en la zona en tiempos de los primeros pampas ni tampoco una alameda en sus tierras. En cambio, los chiflones eran sus aves adoradas y las estructuras rocosas, sus creaciones. 

Como en un baile sobrenatural las sombras milenarias de los nativos me rodearon, remontaron las paredes de la caverna, se arremolinaron en las pinturas rupestres, se difuminaron y danzaron en ronda agradeciendo la buena caza. Luego se esfumaron repentinamente. 

© Diana Durán, 11 de diciembre de 2021

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