Mostrando entradas con la etiqueta TUCUMÁN. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta TUCUMÁN. Mostrar todas las entradas

EL NORTE EN LA PIEL

 


Imagen por IA

EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

AVENTURAS FRATERNALES EN TIERRAS DE TUCUMÁN

 


Representación del Sulpay

Aventuras fraternales en tierras de Tucumán

Ramón estaba cansado de acompañar a sus mayores a juntar cañas. Su cuerpecito era muy endeble para tareas pesadas. Cuando el niño flaqueaba su padre le contaba el cuento de “Sulpay”[1], el perro monstruoso devorador de hombres que aparecía cuando los trabajadores no querían ir al cañaveral. Mercedes tenía que ayudar a su madre a carpir la huerta, coser la ropa, tejer en el telar, además de hacer tareas hogareñas como cocinar y lavar platos para tantos hermanos. La madre era cariñosa, pero de sus quehaceres no la liberaba.

No había tregua para los mellizos de solo diez años. Tampoco iban a la escuela por lo que poco o nada sabían del mundo. Solo las tradiciones y cuentos de sus padres y sus ocho hermanos. A veces escuchaban una radio a pila que duraba lo que un lirio. Sin electricidad, no había televisión.

Ramón y Mercedes habían nacido en el seno de una familia rural tucumana. Ellos eran los más chicos, y también los más unidos. Unidos por el miedo. Vivían en un predio de no más de cinco hectáreas heredadas del abuelo en las cercanías de un ingenio, a cincuenta kilómetros de San Miguel de Tucumán. Corrían los años sesenta en esas tierras cañeras de pequeños agricultores que entregaban su producción a la fábrica azucarera de Santa Lucía.

El padre y los hijos varones, como obreros de surco, cosechaban la caña de azúcar a fuerza de machete. Luego la quemaban para sacar las hojas. Trabajo duro si los hay. Una vez terminada la zafra invernal, el producto se apilaba a lo largo de la plantación y se recogía a mano para transportar al ingenio en carros tirados por mulas. Las caras de los hombres estaban ajadas por el sol, las manos lastimadas por la caña, los cuerpos encorvados. A pesar de que las mujeres labraban la quinta de hortalizas y tenían unas gallinas, muchas veces la familia pasaba hambre. Eran muchos, demasiados. El padre ahogaba sus penas en el alcohol y la madre se ponía triste y quejosa al verlo machado. Los dueños del ingenio siempre les debían plata, por eso no podían levantar cabeza.

Los años 1967 y 1968 fueron muy duros pues habían cerrado muchos ingenios de la provincia a golpe de decreto. Transcurría la dictadura de Onganía. La familia hablaba de ollas populares y de reclamos obreros en San Miguel de Tucumán. También pensaban en irse a la ciudad, pero tenían miedo a que les sacaran su tierra.

Los chicos no entendían de qué se trataba. Vivían en otro mundo. Saboreaban el dulce jugo de la caña o se la arreglaban para distraerse con lo que tenían a su alrededor. En los pocos momentos libres contemplaban las montañas en el horizonte y contaban historias. El magnífico Aconquija, entre nubes plateadas, verdes selváticos y su pico helado, era la fuente de sus relatos. Aseguraban que algún día iban a atravesar la mole para conocer lo que había más allá. Habían escuchado mencionar a Tafí del Valle y los Calchaquíes como misteriosos lugares trasmontanos.

Una mañana muy temprano de verano, cansados de la tristeza reinante, los retos y el trabajo forzado, Mercedes y Ramón pusieron en práctica la aventura planeada de irse de la casa. Se hicieron de dos mantas tejidas por la niña, juntaron algunos alimentos y una botella de agua y cruzaron los límites de la finca. Caminaron a orillas de la ruta en sentido contrario al ingenio de Santa Lucía, atraídos por esas montañas que desde siempre habían visto a lo lejos. Luego de recorrer dos o tres kilómetros cruzaron un arroyo. Se preguntaron cómo podía tener tantas piedras gigantes si apenas una escasa corriente escurría por el curso. El ánimo de aventura era mayor que el miedo a lo desconocido. Estaban seguros de que “Sulpay” era puro cuento. No los iba a cruzar. A medida que ascendían por el faldeo, la selva se hacía más densa y colorida. Estaban extasiados con los árboles gigantescos de flores blancas y rosadas y las sogas que se ataban a ellos. Era un mundo fantástico donde el canto de los pájaros y el frescor del bosque los hacía felices. Cuando tenían hambre se acomodaban a la vera del camino y ocultos tras algún árbol descansaban saboreando caramelos de caña y un poco de pan.

Por curiosidad se internaron en la selva y se perdieron. Llegó el crepúsculo y con él el miedo. Escucharon ladridos. ¿Sería el vengativo Sulpay? Sabían que ese perro era un espíritu demoníaco. Pasaron la noche aterrados bajo las mantas. Al amanecer se acabó la aventura, pero llegó el salvataje. Unos jóvenes mochileros que parecían residir en la selva los encontraron ateridos y muertos de hambre. Cuando los chicos les relataron sus terrores los muchachos los tranquilizaron diciéndoles que en esas tierras no habían demonios y que seguramente habían escuchado al aguará guazú que suele salir de noche. Los llevaron a un campamento donde había muchos jóvenes con uniformes de soldados. Allí les dieron unos frutos silvestres para paliar el hambre. Luego los acercaron a su finca donde los recibieron con algunos abrazos y mucho enojo.

Al poco tiempo la familia emigró a San Miguel de Tucumán y perdió sus pocas hectáreas, entre las tantas expropiadas a los habitantes rurales de las comarcas azucareras. Eran tiempos tenebrosos. La guerrilla rural se había instalado en la selva y la dictadura en el país. La leyenda demoníaca se había hecho realidad.

© Diana Durán, 3 de junio de 2024



[1] El Familiar, también conocido como Sulpay, El Tío o Perro Familiar es un tipo de devorador de hombres, cuya leyenda es muy difundida en los ingenios azucareros del noroeste argentino.

UNA MUJER QUE TRABAJA Y ESTÁ SOLA

 


Graneros. Tucumán. Street View

Una mujer que trabaja y está sola

Palmira nunca deja de cumplir con su trabajo. No falta. Va con lluvia, viento o granizo; caminando, en bicicleta o colectivo. Siempre llega exactamente en el horario acordado, las ocho y treinta de la mañana. Es un reloj cotidiano.

Se despierta a las seis treinta para tomar unos mates con galletas y salir. Su vida es el afuera. La propia es permanecer sola de toda soledad. Los únicos gustos que se da en su casa son coser o ver un programa de televisión. Cose para la hija y los nietos que viven en otra ciudad, para algún vecino y para los fieles de la parroquia. Otros clientes ignotos son mencionados al pasar. De su casa solo sale para hacer las compras del día, a la mercería o a algún té o bingo de la iglesia. Luego trabaja y trabaja sin cesar.

Vino de Tucumán, vía Buenos Aires. Recuerda en ocasiones su infancia, no directamente, sino que, en alguna conversación cotidiana, alude a las tareas del campo y a la comida que le hacía su madre. De allí vienen seguramente esas empanadas riquísimas que sabe cocinar con perfecto repulgue. Debe haber residido en el campo cañero, porque su cuerpo está algo encorvado, quizás de tanto carpir, sembrar, cosechar y cuidar de los animales y la huerta. Pero no lo cuenta como anécdota, le sale al pasar como pinceladas de una historia personal ajena, como si no fuera de ella.

Palmira es pequeña, morocha, su pelo muy corto, su edad indescifrable. Cuando entra a la casa saluda y cuenta algunas novedades habituales de las personas con las que interactúa en otros lugares donde trabaja. Narra, refiere, relata, describe lo que vivencia en un continuum impreciso. Observa la vida de los otros. No se trata de chismes, simplemente de un relato persistente hasta que uno termina de desayunar entre medio del ruido del lavarropas, la radio y la organización de los cacharros de la limpieza. Cuenta cómo evoluciona el esguince del pequeño de la calle Dufour, qué enfermedad tiene el señor de las oficinas que limpia, cómo sigue de la operación la señora de Irigoyen. Los temas médicos dominan su narración. No la escucho mucho porque a esa hora intento despabilarme como puedo y el murmullo de su voz monótona termina por aturdirme. A la vida de su hija y nietos alude con menor frecuencia. No se sabe dónde nació, quién fue el padre. Cuál fue su trasiego entre Graneros y Tres Arroyos pasando por Buenos Aires. Es un misterio. No lo cuenta, no dice nada. Por respeto a su historia de migrante, callo.

Reflexiono. Se que tuvo otra historia. Una violenta. Lo presiento. Lo ausculto en su mirada triste. Lo advierto en sus silencios. Algo me dice que su parquedad, su soledad incluyen un drama, una vergüenza profunda, algo que no puede ni quiere expresar. Reflexiono. La miro. La sondeo. Entonces advierto a la mujer que sufrió lo indecible, que fue golpeada, maltratada y despreciada por un mal tipo. Se me ha puesto en la cabeza que es así. Su postura gacha, la preminencia de su vida exterior, su gesto perdido me lo anticipan. Ese es el secreto de Palmira. No hay duda. Y en él el de todas las mujeres que sufren violencia. Sin salida. Nada que las salve, excepto la consabida muerte que está al acecho. Palmira la espera agazapada en su sostenida soledad.


                                                     © Diana Durán, 6 de diciembre de 2022

ESTACIÓN FANTASMA

El Patronato cerca de Calderón. Fotografía: Héctor Correa ESTACIÓN FANTASMA Cuando volví a Calderón, después de veinte años, el silencio m...