Claudia Segatti (2023)
Revelación infantil
En la finca de Caucete
reinaba el sol y el calor. Además, en San Juan las altas temperaturas del día contrastan
con la frescura de la continentalidad nocturna. Esos cielos que permiten contar
estrellas hasta el infinito. La felicidad de ser niños de departamento y pasar
las vacaciones en un lugar paradisíaco.
Transcurría el mes de enero
de 1979. Era el primer año que nos invitaban unos amigos de mis padres, dueños
de la finca, a pasar el veraneo. Luego de atravesar pampa y desierto llegamos
al oasis cuyano pleno de vides gracias al derretimiento de las nieves de la
cordillera de los Andes. Paisaje único y contrastado el de la montaña rocosa
ausente de bosques y el valle pródigo en frutos de la tierra.
Doce chicos, entre mi
hermano, yo y los de los dueños de casa, formábamos un batallón revoltoso que
retozaba desde temprano entre las vides sin que nadie lo impidiera.
Arrancábamos racimos enormes y los refrescábamos en las acequias heladas para
comer las uvas hasta quedar saciados. También íbamos en bicicleta a los
confines del predio donde tomábamos como trofeos duraznos dulces y carnosos que
guardábamos en pequeñas canastas para el postre del mediodía.
En el camino de nuestras
acostumbradas aventuras se sumaban a nosotros los hijos de los caseros que
vivían en un rancho de barro. Su cabaña se había derrumbado durante el
terremoto del año anterior, pero lo habían reconstruido. La casona principal,
en cambio, había sido la única de Caucete en no sufrir ninguna avería, tal la
fortaleza de su estructura.
La finca era magnífica,
aunque se había ido achicando con el devenir de los problemas económicos del
país. La familia había vendido algunas hectáreas, pero quedaban las viñas
alrededor de la mansión principal. Esto lo supe después porque en aquellos días
de la infancia nada parecía arduo ni riesgoso.
Mis padres, mi hermano y yo parábamos
en una de las habitaciones de la parte trasera de la casona cercana a la
cocina. Si de tarde reinaba el viento Zonda había que quedarse adentro porque con
el calor extremo era imposible salir. Entonces jugábamos a la lotería y el
estanciero en el salón principal de la mansión cerca de la chimenea.
Ese año se casaba la hija
del mayor de los dueños de la viña y la bodega. El evento no significaba
demasiado para chicos como nosotros que solo pensábamos en jugar, corretear
entre los cultivos y bañarnos en la pileta, pero hubo circunstancias particulares
que llamaron nuestra atención. Durante la mañana del día de la boda una de las señoras
dueñas de casa nos ordenó a las niñas que nos dedicáramos a colocar ramitos a
ambos lados del camino hacia el altar dispuesto delante de la estatua de la
virgen María. Así lo hicimos prolijamente hincadas por horas en el suelo.
Mi madre me había traído
ropa de fiesta para ese día. Recuerdo el vestido de plumetí blanco con un lazo
rosa en la cintura. A la media tarde llegó un micro. No sabíamos quiénes venían
y pensamos que era muy temprano para que arribaran los invitados. Más tarde supimos
que eran los mozos. La casa estaba revolucionada.
A las ocho de la noche,
todavía de día, la novia del brazo de su padre atravesó el pórtico principal de
la mansión. Bajaron las escaleras de mármol y por la senda adornada con hojas y
flores se dirigieron al altar. En mi imaginación la percibí como a una bella
princesa con su vestido de encaje blanco. Sin embargo, desde mi lugar, sentada
en las butacas dispuestas para el casamiento me distrajo ver muchas personas
tras las rejas que limitaban la mansión. Me sorprendió que no estuvieran donde
se realizaba la ceremonia.
La fiesta para doscientos
invitados se había centrado alrededor de la enorme pileta triangular ataviada con
ramos de flores blancas flotantes. Al batir de palmas del padrino salieron de
la cocina veinte mozos con sus bandejas y comenzó el festín.
Durante toda la cena, a
pesar de la fastuosidad reinante, por alguna razón, seguí mirando hacia los
límites del predio y volví a ver a muchas personas observando atentamente lo
que sucedía e incluso aplaudiendo y vivando a los novios. Entre ellos pude distinguir
a los niños del rancho que jugaban con nosotros. Intenté saludarlos, pero no me
vieron. Esa circunstancia me extrañó tanto que le pregunté a mi madre por qué
esa gente no había estado en la ceremonia ni ahora en la fiesta. Ella estaba muy
ocupada conversando con una señora de vestido largo y plateado atiborrada de
joyas, quien desde la mesa de al lado me dijo, es el pueblo de Caucete,
querida mía.
La fiesta ya no me cautivó.
Sentí extrañeza. Esa noche de verano de 1979 experimenté una punzada en mi
corazón infantil.
© Diana Durán, 1
de abril de 2024