UN RELATO PAMPEANO. SEQUÍAS E INUNDACIONES.
Rosa vivía en Castelli, pequeña localidad del centro de
Buenos Aires, pueblo del interior apegado a las tradiciones y vinculado al
campo de su entorno. Situada muy cerca del Salado quedaba a merced de los
cambios de humor del río, de sus inundaciones y sequías. Ese era el tema
exclusivo del lugar. O el curso se desbordaba en un manto prolongado que traía la
emergencia y el desastre o, por el contrario, cuando no llovía, los suelos se resquebrajaban
por la sequía afectando al ganado y las mieses. La gente vivía al compás del vaivén
de la naturaleza. Tras la sequía la inundación. Tras la inundación, la
sequía.
Castelli se destacaba también por su cultura popular. En
el museo regional se disponían objetos plenos de historias gauchescas
pampeanas, reliquias de la gran inmigración y otras etapas prósperas de la
historia argentina. Era un antiguo edificio en el que asomaban malezas entre
los resquebrajados ladrillos a la vista. Rosa había sido artífice de su
gestación. Había buscado las herencias de la tierra en cada rincón del Salado.
Lo que descartaban las familias tradicionales, desde un rebenque hasta una
carreta; vajilla europea y enseres camperos, cuchillos, rastras, mates. Todo en
una mixtura perfectamente catalogada. Rosa y su hijo eran incansables custodios
de la historia local. También estaba a cargo de la biblioteca popular que cuidaba
como a un tesoro. Los chicos del pueblo dejaban las bicicletas en la puerta,
mejor dicho, las tiraban en la vereda y entraban a buscar materiales para la
escuela. Así la biblioteca de Castelli se llenaba de risas compartidas y
silencios lectores.
Tierra de poleros, ganaderos y chacareros. Gente ruda,
gente llana. Como la pampa. Llegaban a Castelli personajes variopintos. La ruta
dos era el eje de los arribos. Así había acudido Mario, así apareció Lucía. Él
era un típico viajante, aventurero y bohemio. Vivía de lo que vendía, pero su
rasgo más saliente era el imperativo de seguir andando. Ella, en cambio,
sedentaria y estudiosa, un típico ratón de biblioteca. Viajaba a Castelli por
sus estudios, pero volvía enseguida a La Plata. Estaba escribiendo su tesis de
licenciatura sobre las sequías e inundaciones.
Lucía conoció a Rosa a través de una familia local, que
tenía una chacra por lo que iban y venían de La Plata. A Rosa le interesó el
estudio de Lucía y la acompañó en sus trabajos de campo. Entablaron una
amistad. Pasaban horas charlando sobre sobre los problemas del agua que Lucía
investigaba. Sequía e inundación. Inundación y sequía. La joven pronto se
enamoró de ese lugar apacible y pastoril. Por sus relaciones Rosa logró que
Lucía visitara ranchos de gauchos que contaban historias de eventos vividos. Supo
por el gauchaje que eran preferibles dos inundaciones a una sequía.
También visitó estancias de terratenientes más ocupados por el pedigreé de sus
vacunos que por las amenazas climáticas. Conoció a chacareros y arrendatarios,
los más afectados por el menor tamaño de sus propiedades. Lucía fue tantas
veces al pueblo que su director de investigación terminó mofándose de ella al nombrarla
“la reina de Castelli”, cosa que le causaba gran indignación.
El lugar amado por Lucía era esa tierra plana que a pesar
de la apariencia homogénea ella sabía distinguir. Aprendió los secretos de sus horizontes
perpetuos, las lagunas intermitentes, los duraznillares erguidos, la silueta de
las reses en el pastizal. Dónde encontrar flechas de indios, cómo diferenciar un
suelo anegadizo de otro fértil o distinguir las aves migratorias de las
residentes. Cuando la loma comenzaba a secarse mientras el bajo se encharcaba. Terminó
quedándose semanas enteras en la casa de Rosa y acompañándola al museo y la
biblioteca. Al finalizar el trabajo cruzaban la ruta paralela al ferrocarril y disfrutaban
la simbiosis del horizonte, la tierra y el cielo. Atardeceres mágicos.
Un viernes de primavera Lucía arribó a Castelli como otras
tantas veces. En esta ocasión brindaría una conferencia sobre el Salado en la
biblioteca. Las inundaciones y sequías. La concurrencia fue numerosa. No
había muchas actividades parecidas en el pueblo. A la noche, gran asado. Allí
conoció a Mario. Quedó atraída por sus penetrantes ojos negros y su aspecto de
galán. Pronto él se le acercó e inició una conversación animada en la que intercambiaron
las anécdotas de los viajes de él y los estudios de ella. Enseguida se
encontraron hablando de sus vidas, aunque él era poco explícito, solo contaba
sus trasiegos. Ambos solteros, ambos jóvenes. Sin compromisos a la vista. Lucía
quedó cautivada con su compañía. Pero sentía que él era una incógnita. No sabía
de dónde venía ni hacia donde iba.
Comenzaron los encuentros y las esperas. Las noches de plenilunio y los eclipses.
Algunas veces lo veía unos pocos minutos cuando coincidían en la casa de Rosa
donde dejaba alguna mercadería. Otras conversaban largo rato en la biblioteca y
luego continuaban en algún bar hasta que él partía súbitamente. En ciertas
ocasiones la invitaba a cenar en la fonda de los poleros al costado de la ruta.
La relación se profundizó. Las citas y las ausencias también. Cuando parecía
que iban a concretar una pareja, él desaparecía. Como la sucesión de las sequías
e inundaciones en los campos aledaños. Así era la relación, un romance
intermitente sin continuidad. Exiguo y seco en decisiones, pleno de desbordes y
torrentes impetuosos o esperando un nuevo ciclo. Mientras tanto, Lucía secaba
sus lágrimas en el regazo de Rosa que la guarecía tiernamente, como a una hija.
Le ahorraba sus impresiones sobre ese hombre ocasional.
Mario nunca fue a La Plata ni ella pudo seguirlo en sus errantes derroteros.
Castelli fue el centro de la relación. Durante un año se encontraron en el
pueblo o en algún hotel de la ruta donde los envolvía la pasión. Lucía intensamente
enamorada, Mario seducido por la joven que lo aguardaba siempre.
Un buen día él no regresó más al pueblo. Seguramente divagaba por alguna
ruta acorde a su alma aventurera o atraído por alguna otra conquista. Lucía
sabía que iba a pasar. Era inteligente como para no saberlo. Retornó a La
Plata, se recibió y regresó a Castelli para radicarse definitivamente en el
pueblo que la había adoptado. Con el tiempo profundizó la relación con el hijo
de Rosa, tan afincado como ella, tan cercano y estable. Su vida encontró el
cauce buscado. Olvidó al hombre inseguro y pasajero.
Solo cuando las aguas salen de madres su imagen reaparece como una
invocación fugaz en el atardecer pampeano. Mientras construye en la biblioteca
popular un centro de estudios sobre los riesgos. El ciclo del agua y el de la
vida continúan, eternos.
© Diana Durán, 6 de junio de 2022
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