LA NOCHE DE LAS LUCIÉRNAGAS
Era una noche estrellada en la
quinta de Castelar. Habíamos llegado el viernes a la mañana y jugado durante el
día a los habituales príncipes y princesas, entre Pininín y Pininón, los
pequeños árboles recientemente plantados por Mariano, el papá de Silvana y
Anita. Habíamos recogido duraznos del huerto engulléndolos hasta quedar
pipones, y rearmado nuestra cabaña de cañas sin techo apoyada contra la
ligustrina que daba a la calle "El Payador", lindante al portón de
entrada.
Formábamos un cuarteto de
chicos felices y traviesos que nos deleitábamos con las moras que nos dejaban
la cara y las manos violetas; jugábamos a la guerra con las cápsulas de
eucaliptos que juntábamos en las veredas terrosas y explorábamos los maizales de
la cuadra adyacente a la quinta.
De noche devorábamos los
churrascos de costillas y las papas envueltas en papel de aluminio hechos a la
parrilla por nuestros padres.
Ese mismo viernes mi hermano se
le había declarado a Anita frente a nosotras, las mayores, sin resultado
propicio, lo que no preocupó a ninguno de los cuatro que seguimos jugando sin
cesar porque ese era nuestro afán cotidiano de niños sin preocupaciones.
Vuelvo al principio. Era de
noche y una vez comidos y bañados había que acostarse para seguir comentando
entre risas los sucesos del día. Debatimos entusiasmados sobre la función que
presentaríamos al día siguiente de una de nuestras obras de teatro escritas con
prolijidad en una carpeta forrada de azul que incluía los diálogos de nuestra autoría,
los dibujos de los personajes y la escenografía al aire libre. Mi hermano
Francisco debía cumplir varios papeles porque era el único varón y se
necesitaban distintos roles de pajes, príncipes y bandidos para tantas
doncellas expectantes. Los espectadores, padres y madres. Con ellos bastaba.
Cuando escuchábamos que Mariano
nos decía sin mucha convicción ¡silencio! era porque venía al dormitorio
para retirar las camas de la pared, por si bajaba, según aclaraba, alguna araña
que nos pudiera picar. También separaba los colchones donde dormíamos en el
suelo mi hermano y yo porque argüía que alguna de sus hijas podía pisar a los
otros si se resbalaban distraídas. Era tan cuidadoso que cuando se retiraba,
luego de darnos el consabido beso a cada uno, empezábamos a reírnos de sus
exageradas preocupaciones.
Durante el atardecer casi sin
luz y sin avisar a los mayores, habíamos juntado luciérnagas en dos frascos de
dulce encontrados en el galpón y las habíamos guardado en nuestros bolsos
ocultos en el placard. Los recipientes brillaban como linternas y nosotros
estábamos felices de la hazaña lograda al conseguir tantos bichitos luminosos. Silvana
advirtió ¿y si se mueren por el encierro?, a lo que respondí presurosa, puede
ser, mejor los soltamos ahora, total son inofensivos. Francisco estuvo de
acuerdo y Anita asintió somnolienta. Silvana procedió a abrir las tapas de los dos
frascos y las pobres luciérnagas volaron hacia el techo donde quedaron
iluminándolo como si fuera para nuestra imaginativa mente infantil una diminuta
Vía Láctea. Como sabíamos de cielos y estrellas empezamos a comparar su disposición
en el cielo raso con la Cruz del Sur y las Tres Marías. Estábamos felices con
nuestra aventura. De pronto, comenzaron a volar lento y a deslizarse en picada
hacia nuestras cabezas y cubrecamas. No nos gustó nada la situación, pero no
podíamos contar a nuestros padres la proeza de haber encerrado a los pobres bichos
que ahora estaban a punto de morir a causa de la asfixia sufrida. Según nuestro
miedo infantil no había más remedio que escapar de la habitación. Luego de buscar
a tientas nuestras zapatillas y manotear en la oscuridad algún abrigo nos escapamos
en puntas de pie por el comedor y desde allí abrimos la puerta principal y
salimos al jardín. Era una noche cálida y bien iluminada, pero nosotros caminábamos
temerosos, uno detrás del otro, sin saber el rumbo que iba a tomar nuestra
aventura. En un principio parecía exitosa y audaz, pero luego comenzaron los
problemas. Desconocíamos la silueta de los árboles y comenzamos a asociarlos
con seres desconocidos. Es un Coco[1],
nos va a querer llevar, susurré asustada. Para mí son fantasmas de la noche,
¿no escuchan los silbidos?, contestó Francisco con un hilo de voz. Anita y
Silvana, enmudecidas, caminaban abrazadas para darse valor.
La cabaña, que había sido
nuestro refugio durante el día, nos parecía una jaula donde terminaríamos
encerrados y las siluetas de los frutales se veían extrañas y amenazantes.
Bordeábamos a tientas el
perímetro de la quinta cuando empezamos a ver más y más luciérnagas que
sospechamos cobrarían venganza por lo que habíamos hecho con sus compañeras.
Fue así como decidimos cruzar el portón, pero los ladridos monstruosos del
perro de la quinta de enfrente nos hicieron volver sobre nuestros pasos. Sin
embargo, no encontrábamos la entrada de la quinta. Seguimos sin saber qué hacer
por un largo rato vagando por el entorno de la finca. Nuestros corazones latían
fuerte y temblábamos como hojas.
Súbitamente una voz conocida
pronunció un regaño funesto: ustedes no tienen perdón, se han portado muy
mal. Están castigados por el resto del fin de semana. Se acabaron los juegos y
las funciones de teatro. Nos han asustado mucho con su desaparición. Caminen
detrás de mí sin chistar. Así volvimos los cuatro aliviados detrás de
Mariano, aunque temerosos de la represalia que solo consistió en dormir entre los
apagados destellos de las luciérnagas moribundas.
© Diana Durán, 12 de mayo de 2025