Mostrando entradas con la etiqueta FAUNA. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta FAUNA. Mostrar todas las entradas

INTERMINABLE ESPERA

 


 Ivanastar. iStock

Interminable espera

Dedicado a Amelie

La galería de la casa que habito tiene un cantero lleno de flores contra la vieja medianera. Margaritas, rosas y lilas forman una mata tupida por la que me deslizo sin quebrarlas ni sacarles un solo pétalo. Me puedo trasladar lento y tranquilo entre los pasillos y subir a las ventanas. Nadie me vence en sigilo y precaución.

Hoy la espero en el marco azul hasta que regrese. Es un asiento muy cómodo porque me permite mantener calmo sin estar saltando a cada rato para ver el jardín. Aquí me instalé desde la mañana muy temprano. Debo tener paciencia hasta que vuelva. Cuando se va yo me quedo en la casa y no hay más remedio que aguardar. Me distraigo mirando a través de los vidrios porque no puedo salir. Está prohibido.

No sé cuándo va a regresar. Hoy se fue temprano. Desayunó y partió. Me quedé solo. Tomé agua fresca y comí galletitas. Di vueltas por toda la casa. Una y otra vez rondé por las habitaciones, en especial las que tiene cosas que me gustan, mullidos almohadones y peluches de lana. Cuando me cansé decidí quedarme en la ventana y mirar hacia el exterior. Así pude ver la alameda que como un pasillo se alinea hasta el portón de entrada. Seguro que hoy habrá fiesta en el jardín. Lo sé porque algunos amigos me lo comentaron. Me invitaron, pero no creo que pueda ir. Todo depende de la hora a la que ella vuelva. Afuera se están poniendo de acuerdo para encontrarse al atardecer, durante la hora en que los pájaros vuelan a sus nidos, las liebres se cobijan en sus madrigueras; y los cuises, los cuises no sé a dónde van porque siempre andan corriendo.

Desde la ventana no veo bien el portón de entrada. Estaré como a veinte metros como mucho, pero no lo alcanzo a distinguir, menos en la puesta del sol que me da en los ojos.

Pasan horas, no sé cuántas, y no llega. Empiezo a ponerme nervioso. Agua tengo, la comida se acabó. Vuelvo a la ventana, subo y bajo de ella muchas veces. ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí sentado? Me da miedo de que no regrese. Siempre temo al abandono cuando no está. Intento dormir en su cama. Pasa un rato y me despierto. Escucho ruidos por todas partes. Si hasta me da ganas de romper algo, pero me contengo.

Son las ocho de la noche. Oigo un ruido de motor. ¡Es el auto de la familia! Ya llegan. Allí vienen por la senda del jardín. Escucho el ruido de la puerta.

¡Max, mi querido michi!, me grita Amelie apretándome fuerte con sus bracitos, y corre a ponerme comida en el comedero. ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste? ¡Sí, porque te vi en la ventana espiando! Hoy tardamos un poco porque fuimos de compras. No me olvidé de vos. Mirá qué rico lo que te traje.

 La niña me da un palito de salmón. Me relamo. Ronroneo feliz. Después me miman su papá y su mamá, pero yo la quiero a ella, porque es mi dueña.

© Diana Durán, 23 de marzo de 2024



Gato en la ventana. Acrílico de Diana Durán

UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ

 


Foto: Alfredo Boenigk. Google Maps

AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ


En el lugar paradisíaco donde vivían formaban un todo perfecto, enlazado, entretejido por sutiles redes invisibles.

Sin embargo, sabían que iba a ocurrir, lo presagiaban. Desconocían si podrían subsistir ante tamaña situación. Era, una desgracia, la peor de todas. Una hecatombe.

En los últimos días vehículos enormes habían atravesado a gran velocidad el camino de tierra roja donde todo era estable y equilibrado. Esos fueron los primeros síntomas amenazantes. Pronto se sumaron otros como la mayor frecuencia de presencias indeseables y desconocidas, y algunos claros en la oscuridad selvática.

Fue en la Reserva Yabotí, cruzada por la ruta costera del río Uruguay donde se habían producido accidentes con desenlaces fatales. El primero, un oso hormiguero gigante atropellado. El oso que no es oso, sino un mamífero lento y tranquilo yacía en medio del camino con su lengua larga y estrecha fuera de la boca. Miles de hormigas y termitas habían quedado impregnadas en su saliva pegajosa. Era una hembra cuya cría todavía estaba subida a su lomo porque recién habían pasado seis meses del nacimiento y le faltaban otros seis para bajarse. Allí permanecía muy quieta condenada a un trágico destino. Su madre, solitaria como era, no había podido recibir ayuda a tiempo.

El hecho dio origen a la primera asamblea extraordinaria de la selva para tratar el tema que acuciaba. Para no ser vistos lo hicieron de noche en un abra en la que fueron convocados por el yaguareté jefe. Peludos, coatíes, carpinchos, tapires, monos capuchinos, aguará guazúes, tucanes, papagayos y loros, entre otros habitantes destacados.

Cada uno a su modo explicó la experiencia nefasta. Primero rugió el yaguareté quien adujo la deforestación y la caza furtiva nos están haciendo desaparecer, somos pocos sobrevivientes. Según los datos de mis informantes solo quedan trescientos familiares en todo el país, pero no sé con exactitud qué ocurre en la Reserva. Debemos lograr un diagnóstico certero frente a la posible deforestación de nuestro hábitat ante el avance de la tala para cultivar. Los animales participantes de la reunión se miraron desconcertados.

El oso hormiguero explicó, entre lágrimas por la pérdida de su compañera, que se producirían más atropellamientos. Dada nuestra forma de movilidad lenta, paso a paso, mis camaradas no pueden cruzar la ruta con facilidad, dijo. Además, aseveró que se había registrado un mayor pasaje de camiones con rollizos de madera. Es el principio del fin, concluyó.

A todos les importaba mucho la Reserva de la Biosfera Yabotí (1), su lugar, uno de los más bellos y agrestes de la selva misionera.  

Las aves más vistosas del ecosistema paranaense, guacamayos y tucanes, parlotearon en representación de las otras especies. Anunciaron que apreciaban mucho a ciertos humanos de la zona, los mybás guaraníes (2), pero no a los de tez blanca. Esos grandes depredadores son muy peligrosos, dijeron al unísono. Un tucán de veinte años, el ave más vieja de las presentes representó a las cinco familias de la reserva golpeteando fuerte con su tremendo pico anaranjado y amarillo de punta negra para explicar la situación de varios compañeros. Han sido vendidos a treinta mil pesos como si fueran esclavos. Si continúa la caza ilegal nos tendremos que ir o nos extinguiremos sin remedio, razonó.

Un coatí descendió del timbó con una pirueta de cabeza invirtiendo sus tobillos y luego de vanagloriarse de sus funciones ecológicas aseveró que sus familiares no estaban en extinción, pero que llevaba el mandato de compartir las desgracias de todos. En el mismo sentido se expresó el delegado de los carpinchos, luego de alardear de ser el roedor más grande del mundo. Nosotros estamos ampliamente distribuidos, por ahora sin peligro de extinción y, por el contrario, hemos invadido parques y jardines de los humedales durante la pandemia causando estupor en territorios humanos. Podemos transmitir nuestra experiencia, expresó.

Un mono capuchino, ruidoso como él solo, saltó con su cola desde un lapacho e interrumpió al coatí vanidoso que había retomado su discurso. Fue cuando advirtió el riesgo de la cacería por el tráfico de mascotas. Nos cazan sin piedad para encerrarnos y divertir a los humanos, dijo. También agregó orgulloso su función de diseminador de semillas al desplazarse lejos para engullir los frutos. 

Así continuó la reunión a la que se sumaron los árboles, fuente de alimentos y resguardo de los atribulados animales, a quienes habían escuchado en su diagnóstico. Los rodeaban cobijándolos a distintas alturas, cedros, peteribíes, timbóes, guatambúes, pinos Paraná, lapachos y laureles que también temían por sus propias existencias frente al avance de la tala en las cercanías de la reserva.

La asamblea continuó hasta el amanecer cuando se escuchó el ruido de motores y el paso de cazadores furtivos. El yaguareté propuso reunirse a la brevedad para ir más allá de los análisis poco concretos de los problemas que los aquejaban.

Decidieron resistir juntos al invasor. No querían la selva convertida en páramo, ni más sacrificios en los caminos o bajo las balaceras de los cazadores. Los animales se dispersaron como pudieron a sus guaridas en ramas, cuevas y bosques cerrados. Los árboles se quedaron muy quietos.

A los pocos días los osos hormigueros rodearon de temibles termitas a dos cazadores furtivos. Los yaguaretés y tapires invadieron un campamento de desmonte. El sotobosque se cerró abruptamente sin dejar entrar a nadie. La rebelión de las especies había comenzado.

© Diana Durán, 25 de setiembre de 2023

1- La Reserva de la Biosfera, Yabotí, abarca 235.959 hectáreas de áreas naturales protegidas que incluye el Parque Provincial Moconá con los saltos homónimos, la Reserva Provincial Esmeralda y otras áreas en las cercanías de las localidades de San Pedro, San Vicente y el Soberbio. Su función es preservar la selva Paranaense y todo su ecosistema asociado.
 
2- Los mbyas son una fracción del pueblo guaraní que habita en Paraguay, sur de Brasil y en Misiones, Argentina. 



SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

LA LLANURA EN LOS SENTIMIENTOS

 


La llanura. Foto: Héctor O. Correa

La llanura en los sentimientos

He recorrido todas las sendas, he buscado sin cesar, en el cielo y la tierra un refugio, mi lugar. Entre peñascos olvidados, bajo achaparradas encinas, entre caminos truncados y pequeñas colinas. Un lugar donde encontrarte, un lugar donde vivir.

Lo descubrí en la llanura que se extiende interminable hasta un horizonte lineal y perfecto. Ese surco absoluto que amansa mis sentidos. He admirado siempre la inmensidad del llano, observándolo en detalle, desde su interior profundo. Recorriéndolo paso a paso, entre gramíneas y pastizales. Me ha sorprendido la fauna escondida que con mis ojos adiestrados aprendí a descubrir. Una martineta elegante, una liebre asustadiza corriendo inalcanzable, las bellas aves que se dejan ver entre las mieses y otean hambrientas y vigilantes desde los alambrados a sus pequeñas presas.

Amo esas planicies que algunos tildan de monótonas, pero que para mí fueron objeto de estudio y también de disfrute y trasiego. Reconocer las cubetas excavadas por el viento y luego colmadas por las lluvias para formar lagunas. Ellas tienen un reborde más alto al este adonde se acumularon las lomas y el hombre sembró arboledas.

Me he internado en la llanura y he sentido la energía de las ventiscas arrachadas en su amplia heredad. He admirado esos días en que el cielo se impone celeste, límpido y todo lo ilumina. Otros, en cambio, he contemplado los frentes que se encuentran en bravías tormentas.

La pampa anima a seguir vagando por senderos interminables. A transitar itinerarios terrosos sin rumbo fijo. Sin duda, ha sido la disparadora de mi pasión por andar, a todas partes y a ningún lugar.

Allí fue donde te encontré, hombre de la llanura, de la planicie surera. Allí pasó que sin saber lo que iba a suceder, sin pensar en que nos íbamos a descubrir, aconteció. Desde entonces te amé por siempre.

© Diana Durán, 5 de junio de 2023

UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

AL ACECHO

 


Delta del Paraná. Street View


Al acecho

 

Mara escuchó los ladridos del perro. Se asomó por la ventana e instantáneamente sintió miedo. Estaba sola en la quinta y atardecía. Sus padres se habían ido temprano de compras al Tigre. La lancha habitual no los abastecía de los materiales que requerían para resolver el tema de la filtración de los techos. Ya tendrían que haber vuelto. La muchacha pensó que, si fueran ellos, Igor hubiera ladrado distinto, con el entusiasmo de siempre. Pero esta vez sonaban gruñidos de alerta. No podían ser por su gata Zaira ni por cualquier otro animalito silvestre. En ese caso el ladrido lo hubiera delatado. Esta que escuchaba era una manifestación de peligro. Conocía bien los diferentes sonidos que emitía su querido perro. De allí su temor.

No distinguió nada, ningún movimiento, pero los ladridos continuaban cada vez más fuertes hasta que alcanzaron la dimensión de aullidos. El corazón le comenzó a latir fuerte y sintió que transpiraba frío. No sabía si esconderse o salir a ver qué le pasaba a Igor. Apagó las luces del comedor y se encerró en su habitación para tranquilizarse. No encendió el televisor, no quería que nadie supiera que estaba en su casa. Le quedaba el celular para comunicarse, pero la señal de Internet estaba muy baja. Siempre pasaba lo mismo a esta hora en las islas. Transcurridos diez minutos logró mandar un wsp a sus padres, pero no obtuvo respuesta. Maldijo la única rayita que indicaba que su mensaje no había salido, ergo tampoco leído. Finalmente, los ladridos se acallaron luego de los últimos que la habían aterrado. Pensó que algo le había sucedido a su perro. Tenía que ver qué había pasado. Por eso decidió salir.

Mara tomó coraje, agarró una pala de hierro que se usaba en la chimenea y se acercó a la puerta. Había pasado una hora entre el primer ladrido y el momento en que atravesó la entrada. Ya eran las siete de la tarde. Se habían encendido las luces del parque. Se asomó apenas por la mirilla y nada. No se veía nada. El perro había cesado de ladrar y tampoco se lo divisaba.

Estoy a la buena de dios, se dijo. Pensó que sus padres podrían haber sido ser atacados en el muelle por ladrones. Entonces no dudó, saldría para ayudarlos de la manera que fuera.

Apenas atravesó la puerta, escuchó maullidos suaves. No dudó en acercarse hacia los ligustros que rodeaban la casa. Allí estaba Igor tendido al lado de la gata Zaira que había tenido seis primorosos gatitos. Si serás escandaloso, Igor, dijo Mara, tranquilizándose. No pude ver el nacimiento de los gatitos con tus tremendos ladridos. Me asustaste mucho. Le extrañó la inmovilidad de su perro, pero se arrimó feliz a ver el tierno espectáculo. Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó desmayada.

 

EL PUMA Y LOS NIÑOS

 


Villa del Mar. Foto: Google Street View

El puma y los niños

 

Un puma sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.

Pablo y Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina. Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco los dañan, se divierten corriéndolos.

Un atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes. La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido, pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe portuaria.

De regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita. Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo semejante.

El domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!, asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.


Se prometen no decir nada a sus familias para seguir investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal. Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo, brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.


Al cuarto día el animal es sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver. Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada de Pablo y Andrés ha terminado.

 

 

Nota: Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.

© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022

 

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


ESPEJOS DE AGUA

 


Flamencos en Parque Luro. Fotografía: Héctor Correa.


ESPEJOS DE AGUA

Espejos de agua como espejos del alma. Así los hemos descubierto y recorrido en este maravilloso trajín de ser viajeros. Nos gustan esos cristales originales que pudimos observar en la tierra transitándola: lagunas, lagos, pantanos.

Las lagunas son poco profundas. En sus riberas asoman pajonales dorados que invitan a escudriñarlos. Siempre hay sorpresas entre esos pastizales. Podemos navegar, pescar en las orillas, internarnos en los lechos. Bañan todos los rumbos de nuestra geografía. Al sur, en medio de la aridez patagónica se secan saladas o sus aguas reviven habitadas por aves blancas, multicolores o tornasoladas. En las llanuras quiebran la uniformidad del suelo que salpican con infinitas formas. Son el hogar de cisnes de cuellos negro, garzas, biguaces, patos, coscorobas, gaviotas. Atractivas para el pescador o simplemente para contemplar una puesta de sol. En la Puna están a grandes alturas. Casi inalcanzables proyectándose hacia el cielo. En el Chaco húmedo alternan los brazos de algún madrejón. Cambiantes, antojadizas, itinerantes. A veces se tornan rojizas por la presencia de algas que entregan un raro espectáculo al paisaje lacunar. Se combinan con selvas en galería, riachos y esteros. Pasan bandadas de aves migratorias. Se escuchan los aullidos de los monos carayá y circulan familias de carpinchos.

Nuestros primeros recorridos juntos. Las lagunas despertando vida, paz, sosiego. Tardes compartidas de avistaje. De admirar y entregarnos juntos a la naturaleza.

Los lagos, en cambio, son poderosos, profundos, enigmáticos. Atemorizan cuando se navegan sus aguas bravías o se trajinan sus orillas acantiladas o rocosas. El Nahuel Huapi posee brazos que se internan en la cordillera. Aguas tranquilas y menos profundas que reflejan como espejos la silueta de los bosques y las sugestivas formas de las nubes. En sus profundidades guarda la leyenda de un ser monstruoso que algunos creen haber visto. El Nahuel a veces está planchado y sereno, otras agitado y salvaje por el oleaje al ritmo de los vientos del oeste. Los lagos despiertan la conmoción de lo insignificante frente a la potencia de lo natural. Es preciso respetarlos en su bravura y admirarlos en su grandeza.

Conocimos ese lago tan indómito como lo era nuestra relación en esos tiempos. Admiramos su energía, lo veneramos y finalmente huimos de él hacia moradas más amigables en las que convivir.

Los pantanos son espejos borrosos. No nos permiten ver sus fondos. Son oscuros, pero poseen la belleza de la diversidad de especies que aún en el fango destellan las sombras de siluetas fantasmales. Son humedales (1) costeros, superficies umbrías en las que anidan y se reproducen las aves migratorias. Los flamencos deslizan sus picos corvos en el barrizal, voraces. Uno de ellos reluce creando la sensación de que hay dos reflejados por sus coincidentes picos y sinuosos cuellos. Si son cuatro, veremos ocho flamencos mágicos que sucesivamente podremos avistar en un gigantesco mar rosado.

Nuestra comarca de cotidianas y sosegadas aventuras. La placidez y la seguridad de conocer el terruño.

Debemos de haber recorrido cientos de espejos naturales. Todos bellos y enigmáticos. Quisiera que pudiéramos remontar nubes viajeras que nos llevaran en su seno a recorrerlos todos y cada uno. Y como navegantes antiguos escribir nuestra amorosa historia en un cuaderno de bitácora.


(1) Los humedales son áreas que permanecen en condiciones de inundación o con suelo saturado con agua durante períodos considerables de tiempo..


© Diana Durán, 4 de julio de 2022

DELIRIOS

  Generado con IA. 3 de mayo de 2024 DELIRIOS Ensoñaciones únicas. Nubes blancas y grises de todas las formas imaginables, curvas, escamos...