UNA CARTA SORPRESIVA

 


Imagen creada con IA. 9 de setiembre de 2024


Una carta sorpresiva

 

La carta era de su hijo. Totalmente inesperada, absurda. Una correspondencia escrita a mano en papel en tiempos de correos electrónicos y comunicaciones instantáneas. Alexis le describía con detalles que se iría a vivir a Estados Unidos, y, además, como si fuera un documento notarial, autorizaba a su madre hacer ciertos trámites requeridos. En ese momento sus padres vivían a ochocientos kilómetros, en Bahía Blanca, a una hora de avión de la gran metrópolis. Ya les resultaba difícil viajar en tiempos inflacionarios por los costos, pero de una u otra manera conseguían verse para cumpleaños y fiestas de fin de año. Según rezaba el escrito, Alexis residiría con su esposa e hijo en una ciudad sita a diecinueve horas de avión con escalas. ¡Una locura!, pensó acongojada.

La noticia le produjo sorpresa, conmoción, un balde de agua fría, una daga en el corazón. Era un golpe repentino sin anticipo previo, sin una conversación sincera en el último encuentro durante el cumpleaños de su nieto. Él y su esposa tenían excelentes trabajos en Buenos Aires. ¿Con qué objeto probarían esa aventura? Además, y por lógica, no solo se iría la pareja sino también, “se llevarían" a su nieto. A su adorado nieto, la luz de sus ojos. Todo era posible en la viña del señor, menos ese delirio, inconmensurable ausencia de sensatez. ¿Cómo partirían sin más ni más a vivir en un lugar desconocido?

Alexis no explicaba en su carta sorpresa qué iba a hacer con su trabajo actual y con su vivienda que tanto le había costado obtener. La madre pensó en sus propios esfuerzos no tenidos en cuenta por su hijo. Los colegios privados costosos a los que lo había mandado, los años de facultad sustentados por ella y su esposo a puro tesón de trabajo para que se recibiera de ingeniero. ¿Y su hijo? Empleos insignificantes superados por su propia capacidad y esfuerzo que dieron como resultado el bienestar que hoy vivía con su familia. ¿Tiraría todo por la borda? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Qué bicho le había picado? ¿Cómo podía dejar al margen a sus padres? ¿No había pensado en lo que iba a ser su vida en una comunidad totalmente diferente en cultura, sociedad, idioma y costumbres?

No se trataba de Miami o New York que poseen considerables colonias argentinas, sino de Charlotte, en el centro este del país, ciudad del estado de Carolina del Norte. Releyó, ¿Carolina del Norte? ¿quién conoce a ese ignoto estado tras los Apalaches? Otros los modos de vida en el interior profundo del país del norte, un territorio seguramente hostil hacia los migrantes latinos que arribaban día a día. Pensó abrumada que con seguridad se trataría de un estado conservador en lo político, republicano a rabiar. No sabía en qué incidiría, pero por principios no le gustaba, si bien era una minucia en comparación con las circunstancias familiares.

Charlotte, vaya nombre de novela romántica, pensó la mujer. Era una ciudad de más de ochocientos mil habitantes localizada en la ribera izquierda del río Catawba, escindida históricamente de Carolina del Sur para convertirse en una colonia independiente. Su hijo trabajaría en una compañía de electricidad, la Duke Energy. Nunca había escuchado hablar de esa empresa. Además, se trataba de un centro turístico, según decía en el escrito, como tantas otras ciudades yankees. La madre investigó todo lo posible sobre el lugar. Supo que allí vivieron los siux y fantaseó con ese pasado feroz y combativo en las raíces identitarias, como si en su imaginación se mantuviera vivo. Sintió mucha preocupación. Luego había sucedido la emigración de irlandeses, ingleses y alemanes. Había estallado allí una de las primeras fiebres del oro de los Estados Unidos. ¿Tendría su hijo una moderna exaltación, pero del dólar? Siguió indagando y encontró que Charlotte poseía una alta tasa de criminalidad en la zona norte de la ciudad. Justo donde él iba a vivir. Dejó de averiguar.  

Siguió especulando, ¿y si no veía más a su chiquito, a su nieto adorado? Ya sabía que con dieciséis años era un adolescente hecho y derecho, pero para ella era como si tuviera cinco y su historia aún le perteneciera. Para más desgracia caviló en la economía argentina, en su edad y la de su marido. ¿Podría ella aseverar que tendría dinero y salud para viajar? Sospechaba que su esposo no la iba a acompañar. Bastante distanciado estaba de su hijo. En realidad, nunca había tenido gran afinidad con Alexis.

Sintió desfallecer. Una opresión en el pecho le contrajo el alma: de dolor, de angustia, de una pena inconmensurables que no tenían remedio. Se recostó y lloró hasta que no le quedaron fuerzas y se durmió a los sobresaltos.

Al despertar se preguntó qué haría. Lo primero que se le ocurrió en un rapto de enojo fue romper el sobre. Así lo hizo. Luego le diría a su hijo que nunca la había recibido. Esperaría un encuentro concreto, que Alexis viniera al sur y se despidiera como correspondía de sus padres.

Cuando rasgó el papel en el que había guardado el escrito, unos impresos alargados cayeron de la envoltura. Se agachó para revisarlos. Eran dos pasajes de ida a Charlotte, para ella y su esposo. Estaba azorada de lo que no había alcanzado a descubrir. Tampoco había visto la pequeña esquela que en el interior de los billetes escribía con gratitud, gracias, mamá y papá, por todo lo que me brindaron en la existencia. Espero que podamos vivir esta nueva etapa todos juntos. Es lo que más deseo en el mundo.

 

© Diana Durán, 9 de setiembre de 2024

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