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AL ACECHO

 


Delta del Paraná. Street View


Al acecho

 

Mara escuchó los ladridos del perro. Se asomó por la ventana e instantáneamente sintió miedo. Estaba sola en la quinta y atardecía. Sus padres se habían ido temprano de compras al Tigre. La lancha habitual no los abastecía de los materiales que requerían para resolver el tema de la filtración de los techos. Ya tendrían que haber vuelto. La muchacha pensó que, si fueran ellos, Igor hubiera ladrado distinto, con el entusiasmo de siempre. Pero esta vez sonaban gruñidos de alerta. No podían ser por su gata Zaira ni por cualquier otro animalito silvestre. En ese caso el ladrido lo hubiera delatado. Esta que escuchaba era una manifestación de peligro. Conocía bien los diferentes sonidos que emitía su querido perro. De allí su temor.

No distinguió nada, ningún movimiento, pero los ladridos continuaban cada vez más fuertes hasta que alcanzaron la dimensión de aullidos. El corazón le comenzó a latir fuerte y sintió que transpiraba frío. No sabía si esconderse o salir a ver qué le pasaba a Igor. Apagó las luces del comedor y se encerró en su habitación para tranquilizarse. No encendió el televisor, no quería que nadie supiera que estaba en su casa. Le quedaba el celular para comunicarse, pero la señal de Internet estaba muy baja. Siempre pasaba lo mismo a esta hora en las islas. Transcurridos diez minutos logró mandar un wsp a sus padres, pero no obtuvo respuesta. Maldijo la única rayita que indicaba que su mensaje no había salido, ergo tampoco leído. Finalmente, los ladridos se acallaron luego de los últimos que la habían aterrado. Pensó que algo le había sucedido a su perro. Tenía que ver qué había pasado. Por eso decidió salir.

Mara tomó coraje, agarró una pala de hierro que se usaba en la chimenea y se acercó a la puerta. Había pasado una hora entre el primer ladrido y el momento en que atravesó la entrada. Ya eran las siete de la tarde. Se habían encendido las luces del parque. Se asomó apenas por la mirilla y nada. No se veía nada. El perro había cesado de ladrar y tampoco se lo divisaba.

Estoy a la buena de dios, se dijo. Pensó que sus padres podrían haber sido ser atacados en el muelle por ladrones. Entonces no dudó, saldría para ayudarlos de la manera que fuera.

Apenas atravesó la puerta, escuchó maullidos suaves. No dudó en acercarse hacia los ligustros que rodeaban la casa. Allí estaba Igor tendido al lado de la gata Zaira que había tenido seis primorosos gatitos. Si serás escandaloso, Igor, dijo Mara, tranquilizándose. No pude ver el nacimiento de los gatitos con tus tremendos ladridos. Me asustaste mucho. Le extrañó la inmovilidad de su perro, pero se arrimó feliz a ver el tierno espectáculo. Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó desmayada.

 

1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


La isla de los Robinsones. Club de Niños en Gas del Estado, Tigre. Blog.


 1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


Daniel y Oscar cruzaron el arroyuelo camino a la casona de los más pequeños del Club de Niños. Eran compañeros de la colonia y disfrutaban el campamento nocturno que se realizaba todos los sábados en el predio de Tigre. La segunda guardia transcurría durante la “hora de las brujas”, entre las dos y cuatro de la mañana. Su función era registrar en unas planillas si todos dormían bien, si las luces estaban apagadas, si tenían espirales y otros temas semejantes. Debían indicar el estado de las aguas del arroyo, si habían bajado, su temperatura, si el caudal escurría tranquilo o, por el contrario, turbulento. Luces y sombras, oscuros y claros, lejanas estrellas titilantes y planetas luminosos. La luna creciente todavía iluminaba el puentecito y el predio, pero pronto se iba a ocultar. No veo nada, dijo Oscar, mi linterna no funciona. La mía tampoco, contestó Daniel. ¿Y si usamos los frascos que trajimos y los llenamos de luciérnagas? Tendríamos las linternas más geniales del mundo, propuso Oscar. Así lo hicieron estos muchachitos que ya eran Robinsones. Tenían doce años y estaban acostumbrados a las guardias durante los campamentos. Habían pasado la etapa de Pulgarcitos y Pinochos que, según la edad, establecía el reglamento de la colonia. 

Mientras tanto, Liliana y Valentina caminaban a paso firme hacia las cabañas de la isla de los Robinsones en el extremo norte del predio del club. Tenían que bordear un bosque de sauces llorones bastante oscuro y luego cruzar en diagonal la cancha de fútbol, campo abierto para llegar a la isla. No les gustaba mucho porque en el trayecto solían cruzarse con murciélagos en vuelo rasante. Espero que hoy no los veamos, dijo Liliana. ¡Ay, ya me pasó uno cerca!, reveló Valentina. Llevaban las mismas planillas que los varones solo que ellas debían revisar las cabañas que estaban en la ribera de la pequeña isla. Tenían que vigilar adentro de cada una abriendo un poco la puerta para controlar a los cuatro colonos durmientes en cada choza. Por suerte era la segunda guardia de manera que todos estarían bien dormidos. Si hubiera sido la primera encontrarían algunos chicos todavía despiertos y haciendo de las suyas. Los tendrían que anotar en las planillas lo que al día siguiente podría significar un reto para ellos. No querían que pasara.

Los cuatro cumplieron con sus tareas de registro. Habían decidido encontrarse antes de llegar al puentecito y desde allí regresar juntos al campamento. Los esperaba la recompensa, unos jarros de mate cocido y unas tostadas calientes sentados junto al fogón del campamento y luego, a dormir previo cambio de guardia.

Pero no fue tan fácil. Los chicos escucharon de lejos a Liliana gritar en busca de auxilio y viraron el rumbo para ver qué pasaba. Cuando llegaron al sauzal encontraron una situación extrañísima, digna de una película de terror. Valentina estaba enredada por un conjunto de ramas que no la dejaba salir. Ni siquiera podía moverse y hacía el gesto de que tampoco podía hablar. Liliana les contó angustiada que estaban cruzando el borde del bosquecillo cuando Valentina se adentró un poco para cortar alguna rama que usaría para espantar murciélagos. Entonces empezó a entramparse en uno de los árboles más grandes. A medida que intentaba desenredarse era peor. Oscar se acercó para ayudarla, pero cuando estuvo al lado del sauce largas ramas del árbol contiguo al de Valentina lo liaron fuertemente. Quedaban Liliana y Daniel libres que, sin embargo, se daban cuenta de que cualquier acercamiento a los árboles podía ser fatal. Permanecieron algo alejados de los sauces llorones. Liliana le dijo a Daniel que había que ir a pedir auxilio al campamento o al sereno del club. Uno tenía que quedarse para acompañar a los chicos. Mientras tanto, cada minuto que pasaba Valentina y Oscar se notaban más enredados y por alguna razón habían rotado de manera que yacían cabeza abajo. La escena se tornaba espeluznante. Las ramas parecían tener vida como si fueran brazos. Ambos permanecían a pocos metros uno del otro y no podían moverse por el apretón que significaba estar atrapados de esa manera.

Aunque temerosa, Liliana salió corriendo. Entonces Daniel quiso ver mejor la escena y utilizó los dos frascos llenos de luciérnagas que habían dejado en el suelo. Apenas enfocó a los chicos apresados, los bichos salieron de los tarros y comenzaron a volar en forma de un baile mágico que se mezcló con ramas, hojas, tallos y cuerpos en un extraordinario conjunto de haces de colores. Un verdadero arco iris danzante acompañó el zumbido de los insectos mientras todo se movía al compás. Valentina y Oscar pudieron primero enderezarse y luego desprenderse poco a poco de sus cepos al ritmo del baile de las luciérnagas. Escaparon abrazados ante la cara boquiabierta de Daniel, estupefacto por la escena. Los chicos no tenían ni un rasguño. Se estrecharon en un abrazo con el amigo hipnotizados por el fantástico espectáculo de la danza de las luciérnagas que, por último, se elevaron por encima del bosquecillo hasta desaparecer en la noche oscura.


                                                                           © Diana Durán. 14 de febrero de 2022

 

 

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