La isla de los Robinsones. Club de Niños en Gas del Estado, Tigre. Blog.
1965. LA HORA DE LAS BRUJAS
Daniel y Oscar cruzaron el arroyuelo camino a la casona
de los más pequeños del Club de Niños. Eran compañeros de la colonia y disfrutaban
el campamento nocturno que se realizaba todos los sábados en el predio de Tigre.
La segunda guardia transcurría durante la “hora de las brujas”, entre las dos y
cuatro de la mañana. Su función era registrar en unas planillas si todos dormían
bien, si las luces estaban apagadas, si tenían espirales y otros temas semejantes.
Debían indicar el estado de las aguas del arroyo, si habían bajado, su
temperatura, si el caudal escurría tranquilo o, por el contrario, turbulento. Luces
y sombras, oscuros y claros, lejanas estrellas titilantes y planetas luminosos.
La luna creciente todavía iluminaba el puentecito y el predio, pero pronto se
iba a ocultar. No veo nada, dijo Oscar, mi linterna no funciona. La
mía tampoco, contestó Daniel. ¿Y si usamos los frascos que trajimos y los
llenamos de luciérnagas? Tendríamos las linternas más geniales del mundo, propuso
Oscar. Así lo hicieron estos muchachitos que ya eran Robinsones. Tenían
doce años y estaban acostumbrados a las guardias durante los campamentos. Habían
pasado la etapa de Pulgarcitos y Pinochos que, según la edad, establecía el
reglamento de la colonia.
Mientras tanto, Liliana y Valentina caminaban a paso
firme hacia las cabañas de la isla de los Robinsones en el extremo norte del
predio del club. Tenían que bordear un bosque de sauces llorones bastante
oscuro y luego cruzar en diagonal la cancha de fútbol, campo abierto para
llegar a la isla. No les gustaba mucho porque en el trayecto solían cruzarse con
murciélagos en vuelo rasante. Espero que hoy no los veamos, dijo Liliana.
¡Ay, ya me pasó uno cerca!, reveló Valentina. Llevaban las mismas
planillas que los varones solo que ellas debían revisar las cabañas que estaban
en la ribera de la pequeña isla. Tenían que vigilar adentro de cada una
abriendo un poco la puerta para controlar a los cuatro colonos durmientes en
cada choza. Por suerte era la segunda guardia de manera que todos estarían bien
dormidos. Si hubiera sido la primera encontrarían algunos chicos todavía despiertos
y haciendo de las suyas. Los tendrían que anotar en las planillas lo que al día
siguiente podría significar un reto para ellos. No querían que pasara.
Los cuatro cumplieron con sus tareas de registro. Habían
decidido encontrarse antes de llegar al puentecito y desde allí regresar juntos
al campamento. Los esperaba la recompensa, unos jarros de mate cocido y unas
tostadas calientes sentados junto al fogón del campamento y luego, a dormir
previo cambio de guardia.
Pero no fue tan fácil. Los chicos escucharon de lejos a Liliana
gritar en busca de auxilio y viraron el rumbo para ver qué pasaba. Cuando
llegaron al sauzal encontraron una situación extrañísima, digna de una película
de terror. Valentina estaba enredada por un conjunto de ramas que no la dejaba salir.
Ni siquiera podía moverse y hacía el gesto de que tampoco podía hablar. Liliana
les contó angustiada que estaban cruzando el borde del bosquecillo cuando
Valentina se adentró un poco para cortar alguna rama que usaría para espantar
murciélagos. Entonces empezó a entramparse en uno de los árboles más grandes. A
medida que intentaba desenredarse era peor. Oscar se acercó para ayudarla, pero
cuando estuvo al lado del sauce largas ramas del árbol contiguo al de Valentina
lo liaron fuertemente. Quedaban Liliana y Daniel libres que, sin embargo, se
daban cuenta de que cualquier acercamiento a los árboles podía ser fatal. Permanecieron
algo alejados de los sauces llorones. Liliana le dijo a Daniel que había que ir
a pedir auxilio al campamento o al sereno del club. Uno tenía que quedarse para
acompañar a los chicos. Mientras tanto, cada minuto que pasaba Valentina y
Oscar se notaban más enredados y por alguna razón habían rotado de manera que
yacían cabeza abajo. La escena se tornaba espeluznante. Las ramas parecían
tener vida como si fueran brazos. Ambos permanecían a pocos metros uno del otro
y no podían moverse por el apretón que significaba estar atrapados de esa manera.
Aunque temerosa, Liliana salió corriendo. Entonces Daniel
quiso ver mejor la escena y utilizó los dos frascos llenos de luciérnagas que habían
dejado en el suelo. Apenas enfocó a los chicos apresados, los bichos salieron
de los tarros y comenzaron a volar en forma de un baile mágico que se mezcló
con ramas, hojas, tallos y cuerpos en un extraordinario conjunto de haces de
colores. Un verdadero arco iris danzante acompañó el zumbido de los insectos
mientras todo se movía al compás. Valentina y Oscar pudieron primero
enderezarse y luego desprenderse poco a poco de sus cepos al ritmo del baile de
las luciérnagas. Escaparon abrazados ante la cara boquiabierta de Daniel,
estupefacto por la escena. Los chicos no tenían ni un rasguño. Se estrecharon en
un abrazo con el amigo hipnotizados por el fantástico espectáculo de la danza
de las luciérnagas que, por último, se elevaron por encima del bosquecillo
hasta desaparecer en la noche oscura.
© Diana Durán. 14 de febrero de 2022
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