DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS
Beatriz y yo
dábamos cursos en Vicente López y San Isidro. No era nuestra vocación, pero
faltaba trabajo luego de la crisis del 2001. Habíamos creado una capacitación
sobre microemprendimientos para las mujeres que tomaban clases de cerámica,
tejido, bordado y otras artesanías. Eran unos pesos más para nuestras débiles
economías de docentes jóvenes y solteras. Íbamos tres veces por semana a distintas localidades.
Bea debía llegar a
la zona norte del Gran Buenos Aires desde su casa en Moreno. Tenía que tomar el
tren Sarmiento hasta Once y desde allí combinar con el subte a Retiro para abordar
la línea Mitre hasta la estación acordada. Por último, ir en colectivo o
caminando hasta las casas de cultura para iniciar el circuito de los talleres del
día. Yo vivía en Congreso por lo que mi derrotero era menor. Tomaba un
solo colectivo hasta Retiro y desde allí el mismo tren. No coincidíamos a la
ida, pero hacíamos juntas los tortuosos recorridos en colectivo y, además, el viaje de
vuelta a Retiro a última hora de la tarde. Para mantenernos en pie comíamos un sándwich
y un café en algún barsucho de las estaciones ferroviarias. El cobro mensual que
nos pagaban en las oficinas municipales era de acuerdo a la cantidad de horas dictadas. Miserable resultado frente al gran esfuerzo que significaba el
traslado.
Un viernes de
agosto acordamos encontrarnos en la estación de Olivos para tomar un café antes
de empezar el largo día. Hacía frío, mucho frío. La esperé media hora. No
llegaba. Habíamos hablado antes de salir de nuestros hogares. Decidí hacer
tiempo en el bar de siempre y miré el reloj cientos de veces. Teníamos unos
celulares gigantes y poco funcionales. No lograba que me contestara. Beatriz
era tan cumplidora como yo. Me extrañaba muchísimo su ausencia. Pensé en un
retraso del tren. Al cabo de media hora fui a dar clase. No quedaba otro
remedio porque comenzaba el horario del primer curso. Cuando terminé estaba más
preocupada que cansada. A la salida volví a llamarla sin suerte. Caminaba para
tomar el colectivo a Carapachay cuando vi llegar a Beatriz alterada y con una profunda
cara de susto. Me dijo que tomáramos un café y me contó.
El asunto había ocurrido
en la estación del ferrocarril en Retiro. Mi amiga iba comiendo un huevo duro
porque se le hacía tarde y no había almorzado. Era fin de mes y casi no le
quedaba un mísero peso, solo tenía para viajar y llevar un tentempié de la casa.
Mientras se acercaba presurosa a la entrada del andén vio a una mujer de
mediana edad que parecía descompuesta. Estaba apoyada en una de las marmóreas columnas
de la oscura terminal cerca de los molinetes. Se deslizaba lentamente hacia abajo, parecía que se iba a caer. El gentío cruzaba presuroso y ausente sin
mirarla. Beatriz aminoró la marcha y la mujer le rogó ayuda. No pudo
resistirse. Le preguntó qué le ocurría y respondió gimiendo que se sentía muy
mal. No vio a nadie que la pudiera auxiliar. Sonó el silbato del tren y la
muchedumbre se desplazó como una marea ante la salida del próximo tren.
Entonces aferró a la pobre mujer del brazo, la enderezó y sujetándola cruzó el
anchuroso vestíbulo de la estación hasta llegar al baño. Beatriz sabía que se
le hacía tarde, pero su compasión superó al retraso. Apenas entraron sintió un
olor a orín horrible. La enferma imaginaria se enderezó rápidamente. No dijo
nada y de pronto dos hombres jóvenes abordaban a mi amiga con armas blancas
acarreándola sin piedad hasta un cajero muy cercano para robarle. Ella no tenía
un solo peso ahorrado. Lo poco que ganaba se iba en gastos diarios o en pagar
cuentas. Era ostensible que la habían fichado por estar bien vestida, como
docente de zona norte. Beatriz demostró que su caja de ahorro estaba vacía y suplicó
que la liberaran. Los malhechores la insultaron al robarle el viejo celular y le
arrancaron una medallita de oro, atemorizándola con sombrías venganzas si los
denunciaba. Beatriz se acomodó como pudo, enjugó lágrimas y se encaminó hacia
la plataforma. Sentía que los hierros y vidrios del techo curvo de la estación
se le venían encima y la sofocaban. Tomó el tren como pudo con el abono que le
había quedado en el bolsillo del tapado. Llegó a Vicente López con el corazón
en la boca.
Quedé atónita ante
semejante relato. No sabía cómo consolarla. Lo único que se me ocurrió fue invitarla
a tomar dos cafés cada una en una confitería algo mejor que los bares acostumbrados
para que se tranquilizara y enfrentar lo que restaba del día. Pensar en un
viaje de vuelta era impracticable. Bea de a ratos temblaba como una hoja. Yo
intentaba calmarla.
Transcurrió la
jornada. Dimos los cursos como siempre. Ella insistía en exponer para
apaciguarse y olvidar lo ocurrido. Por fin llegó el momento de volver. Subimos
al tren y comentamos más calmadas los sucesos dramáticos del día. Al parar en
Lisandro de la Torre, última estación antes de Retiro, Bea apretó mi brazo a
más no poder. Habían subido los tres delincuentes de la mañana. Me balbució
espantada lo que ocurría y rogó que fuéramos al vagón contiguo. Con frialdad le
contesté que no. El tren estaba lleno y convenía quedarnos en los asientos
mirando con disimulo hacia la ventana. Los hombres extrajeron de sus estuches
unas guitarras y la mujer comenzó a cantar un tema melodioso y sereno. El
contraste con su actitud en Retiro era sorprendente e insólita. Minutos antes
de que pasaran la gorra nos levantamos y caminamos presurosas al siguiente
coche a sabiendas de que ya llegábamos a Retiro. Cuando se abrieron las puertas
corrimos como si hubiéramos visto al diablo hasta salir de la estación y subir
al colectivo donde nos abrazamos, lloramos y reímos a la vez. Nos sentíamos a
salvo. Esa noche Bea durmió en casa. No podía desandar sola
la vuelta a Moreno.
Decidimos abandonar
los talleres. Ninguna deseaba arriesgarse más en periplos desapacibles y lejanos.
A mediados de 2002 concursamos en la universidad con la propuesta de
capacitación “Microemprendimientos productivos, del desempleo a la ocupación”.
Nunca más volvimos a dar clase en zona norte.
© Diana Durán. 7 de febrero de 2022
Una vez más, docentes jóvenes con sueldos magros, dispuestas a ganar un poco más. Sólo un poco, para que alcanzara en esa ciudad tan hermosa y difícil de entender. Con la claridad del relato pude revivir las imágenes de los itinerarios entre las estaciones.
ResponderEliminarGracias Diana
Gracias, María del Carmen, por los comentarios. Si bien es ficción, claramente nos podría haber pasado. Es un homenaje a una amiga con la que siempre inventábamos recursos para encarar los tiempos difíciles. Diana
EliminarDiana, gracias por este relato tan vivenciado, aunque sea ficcional. Me hace reconocer y recordar los sacrificios que hacen los docentes de este país para brindar apoyo y contención social, gracias a esa vocación social y comunitaria que nos nace desde adentro. Es una de las potencialidades valiosas de los argentinos, en general. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias a vos por leerlo, no sé tu nombre y me encantaría conocerlo. Abrazo, Diana
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