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EL RIESGO DE UN CASTIGO

 


 Sequía en el río Paraná. BBC Mundo. 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 

Siempre habíamos tenido suerte con el campo. Varias generaciones se habían dedicado a la producción agropecuaria. El abuelo había venido a mediados del siglo XIX desde Grecia donde pertenecía a una familia rural. Ellos vivían en una isla del Egeo y a pesar de la aridez sabían cultivar vid, criar ovejas e hilar capullos de seda. Su vida seguía con tenacidad el ciclo del día y los cambios estacionales. El clima mediterráneo, seco en verano y con lluvias en invierno, gobernaba todas las tareas.

Transcurrieron muchos años hasta que la guerra y el hambre acabaron con las épocas de bonanza. Los más jóvenes tuvieron que emigrar sin saber su destino. Mi abuelo, creyendo que iba a New York, terminó en unas colonias de Entre Ríos, en la Argentina. Todo era nuevo para él, la gente, el idioma, el clima, las costumbres. Sin embargo, se adaptó y logró afincarse, esta vez cultivando cereales y cítricos. Mi padre también lo hizo; siguió las enseñanzas familiares en la propiedad que se amplió gracias al esfuerzo de las dos generaciones. Una geografía generosa, tan fértil como onduladas eran las cuchillas que la surcaban. Solar misterioso de tierras gringas, a la vez pampeano y mesopotámico.

Yo me crié entre lagunas y pastizales; sauces y álamos; garzas y carpinchos. Así se formó mi carácter; no podría haber nacido en un ambiente más prolífico.

La naturaleza pródiga y la prosperidad económica nos benefició. Es cierto que durante algunas épocas tuvimos anegamientos y, en otras, períodos de sequía, pero ningún riesgo que produjera una catástrofe como para arruinarnos. Estábamos cerca del anchuroso río Paraná, los suelos eran ricos y las cosechas bastaban para mantener a toda la familia. Nunca olvidaré las manos fuertes y curtidas, el cuerpo algo encorvado y la piel reseca y quemada de ambos: el abuelo y mi padre. Qué decir de mi abuela y de mi madre, tan dedicadas a las tareas en la huerta, la granja, la casa y nuestra crianza.

Mi hermano y yo pudimos disfrutar de una educación universitaria gracias al esfuerzo de nuestros predecesores. Yo fui el que los hice más felices porque estudié agronomía. Para no ir a Buenos Aires, lo hice en Córdoba y en cinco años me recibí.

Justo al terminar la carrera, mi abuelo y mi padre comenzaron a ver que llovía poco, hasta que el cielo se eclipsó por meses. Las lagunas se secaron, los suelos se resquebrajaron, la fauna típica comenzó a emigrar. Hubo que malvender la hacienda escuálida y los pocos frutos que había dado el naranjal. La situación empeoraba día a día y yo con mi título reluciente estaba atado de pies y manos. Lo que había aprendido no servía de nada frente a la devastación y la catástrofe. Poco tiempo después, parte de la buena tierra, los árboles y las praderas sufrieron incendios devastadores.

¿Cuál había sido nuestro crimen para merecer tremendo castigo, como tituló Dostoyevski? (1)

En nuestro caso no hubo crimen, el castigo era ver a nuestro territorio asolado y comprender que solo quedaba volver a migrar como lo había hecho el abuelo un siglo atrás.  



1- Crimen y castigo. Novela de Fiódor Dostoyevski.

 © Diana Durán, 7 de octubre de 2024

LA RESISTENCIA Y LA MEMORIA. DE LA VIEJA A LA NUEVA FEDERACIÓN

 


Ruinas en bajante de la Vieja Federación. Google Maps


El 25 de marzo de 1979 el dictador Videla inauguró la ciudad a medio terminar. Al mismo tiempo se iniciaba el llenado del embalse. Diez años tardó su construcción, una década de sufrimiento para nuestra población. La resistencia fracasó.

Era el evento deseado por las autoridades que gestaban un proyecto monumental, faraónico, fuera de toda escala. Salto Grande, la represa binacional más importante de América Latina cuya historia había iniciado en el siglo XIX, pero se había decidido en su diseño sin consultar a la población. En el acto había jefes de Estado, gobernadores, militares, profesionales, alumnos, docentes y el pueblo. ¿Qué pueblo? El dividido en dos, uno que se había quedado en la ciudad y otro echado a un nuevo lugar. La Vieja y la Nueva Federación en la provincia de Entre Ríos.

Todos formados en perfecto orden. El orden del rigor, la subordinación y el desconsuelo. Entre los niños firmes y acicalados estaba yo con mis nueve años, de delantal blanco almidonado, flaquito y tieso por el frío, sin entender lo que estaba ocurriendo. Solo sabía que media familia se había quedado en el pueblo inundado y el resto teníamos que emigrar forzadamente al otro lado del embalse sin puente que nos comunicara.  

No sé qué hago aquí. Tengo frío y nos tienen parados toda la mañana para ver ese lago que va a tapar mi casa. Me quiero ir con mi mamá, pero no puedo verla entre tanta gente. Ese señor que cortó las cintas me da miedo.

El lago inundaría más de cien hectáreas cubriéndolo todo a medida que las aguas subieran. Suelo, vegetación, esquinas, calles, casas y sueños sepultados. Hasta los recuerdos de nuestras familias quedarían sumergidos por el espejo del dique.

Antes del llenado del embalse, se demolió el pueblo. Solo quedaron algunos barrios periféricos localizados en la zona más alta. Se denominó tristemente la Vieja Federación.

En 1974 habían comenzado a construir el complejo hidroeléctrico. Llegaban a la ciudad las topadoras y con ellas la partida obligada de nuestras familias. Solo algunas se quedaron en la Federación sumergida poco a poco y sin piedad. Nadie pudo negarse. Verlo era siniestro. La demolición de las casas, la sumersión paulatina del entorno verde a orillas del río Uruguay.

Unas cuatrocientas familias habían quedado en la ciudad vieja y mil quinientas fueron trasladadas a la nueva. La identidad de un pueblo condenado al exilio.

¿Por qué mis primos están del otro lado? Ahora los veo poco. Viven lejos y no hay puente. Me pone triste no jugar en la siesta con ellos. En mi nueva casa hay unos árboles chiquitos, unos palitos recién plantados. No se ve ni un gorrión, ni una paloma. Mi perro está solo como yo. Suerte que lo trajimos, si no se hubiera ahogado. Mi mamá llora en la cocina. La comida no es tan rica como antes. En la escuela nueva hay chicos que no conozco.

El gobierno de facto lo había ordenado. Eran aficionados a las grandes obras de infraestructura sin evaluar sus impactos, especialmente los sociales. El puente entre ambos lugares se construyó diez años más tarde. Nos vimos obligados a bordear kilómetros para comunicarnos. Un verdadero apocalipsis, el entierro de los hogares, la tristeza del desarraigo.

Los federaenses debimos renunciar a nuestro lugar de origen. De nada servía la corta distancia que nos separaba de la Vieja Federación. No habíamos sido consultados. Oprimían la anomia y la ausencia de identidad.

Pasaron años de adaptación y resistencia al olvido. El pueblo se fue reconstruyendo en su interior, adecuándonos a las nuevas circunstancias, a la pérdida del terruño anterior. Algunos pocos olvidaron, otros como yo, no pudimos hacerlo nunca.

Hijo, ¿te vas a ir? Pero si ahora la ciudad está como a vos te gustaba la vieja. Los árboles crecieron, hay zorzales y calandrias, podemos visitar a nuestra familia cuantas veces queramos. Se hizo el puente entre los dos pueblos. Las cosas están mejorando y se encontraron aguas termales que traerán al turismo.

No, mamá, todo eso que decís no borra el pasado. No me voy a olvidar del día de la inauguración de la ciudad. Lo que provocó en mí está firme en mis recuerdos. Destrozaron nuestro lugar. ¿No viste cómo quedó la Vieja Federación? ¿No viste que los aserraderos están vacíos allí? ¿No conocés la historia del hombre que aún se resiste a ser mudado? Me voy a Buenos Aires, me voy a estudiar.

Cuando me recibí de abogado volví a Federación. Me dediqué a la política. Persistí en mis ideas. Como concejal escribí la ordenanza que determinó sacar la fotografía en la que se veía a Videla cortando las cintas en la inauguración de la nueva ciudad. Una rémora de los primeros tiempos. Todavía me daban escalofríos al recordar esa mañana helada.

Tuve la oportunidad de visitar muchas veces las ruinas que emergían en tiempos de bajante del río Uruguay. Cuando esto sucedía quedaban a la vista los cimientos erosionados y pedregosos de las casas derruidas y los bosques ahogados transformados en un conjunto de tocones grises y desérticos. Frente a esa desolación me parecía sentir las voces de mis primos jugando a la pelota y hasta olía la exquisita comida de mamá. Fantasmales resabios de mi niñez que nunca olvidaría.

© Diana Durán, 7 de abril de 2024 

DOS VIDAS, DOS RUMBOS

 


Barrio periférico. Street view


Dos vidas, dos rumbos

 

Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza, la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los que no era feliz.

Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio, pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda, una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía, pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.

Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió a la Exposición Rural obligado por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su auto de alta gama. Intercambiaron dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo. Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían años; ambos murieron el mismo día.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i], los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.

Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose por qué.

Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó, en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio había sido libre. Ignacio jamás lo logró.  

© Diana Durán, 10 de abril de 2023



[i] Abel y Caín

[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

 


 


EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...