LA ABUELA FRANCISCA

 


Los cuentos de la abuela. 1899. Brull


LA ABUELA FRANCISCA


    Hoy hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.

    Así es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce. Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía. Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos otros.

    La abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.

    Ya viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.

La playa está fría, el viento del sudeste arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la abuela Francisca.


 © Diana Durán. 28 de diciembre de 2021

MIGRANTE GRIEGO

 


John Papadópulos


MIGRANTE GRIEGO

 

¡Hoy viene el abuelo John a casa! Seguro me trae chocolatines en el bolsillo de su sobretodo, los que tienen dibujitos de animales que tanto me gustan. Voy a ver si llega. Su figura se va agrandando mientras se acerca por la calle Nazca, hasta que se para justo debajo del balcón y me saluda con su gran sonrisa. Mamá, mamá ahí viene el abuelo. Me cuelgo en sus hombros y busco los chocolates mientras él se ríe a las carcajadas. Hola, Ale, cómo estás, cómo te fue en el colegio. Abu, me saqué un diez en dictado. Vuelve a reírse y me dice, mi nieta es muy inteligente, el sábado cuando vengas a casa podemos ir de pic nic en bicicleta al golf de Palermo, la abuela nos va a preparar unos sándwiches de milanesa y buscaremos pelotitas al borde del campo de juego, ¿te parece? Salto de alegría y corro a ponerme las Skippy para ir a la plaza. Vamos tarareando en griego una canción que me enseñó de cuando él iba a la escuela y después repetimos juntos las letras del alfabeto para que me las acuerde, alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así hasta omega y me río mucho cuando no me sale de la forma perfecta que tiene de nombrarlas.

El abuelo es muy sabio y me cuenta historias sobre su vida en Grecia a orillas del mar Mediterráneo donde veía peces de colores mientras nadaba. Sabés Ale, mi mamá, Delfina, cuidaba ovejas, labraba la tierra, sembraba semillas de maíz y molía la harina con la que amasaba el pan. También hilaba la seda y la lana para coserles la ropa a mis diez hermanos. Ellos trabajaban de sol a sol porque no tenían luz, por eso mi familia se levantaba al alba y se acostaba al atardecer. ¡Cómo me gustan estas historias! Después me muestra una foto de su mamá donde está vestida de negro y tiene el pelo gris. Me da tristeza y no sé por qué.

El abuelo John también me contó que fue al colegio como yo, pero aprendió a leer y a escribir en griego. ¡Qué difícil debía ser!, por eso lo admiro tanto y quiero ser educada como él. Después vino a la Argentina en un largo viaje a través del Atlántico. No encuentro relatos parecidos en ningún libro de la colección Robin Hood porque son los que cuenta mi abuelo y por eso son únicos. Por ejemplo, cuando estuvo en un frente en Egipto y así aprendo que existe otro país lejano. Esa parte mucho no la entiendo, porque es triste la guerra y no me la explica mucho. Solo me extraña que su única golosina fuera un terrón de azúcar y pienso que seguro no se habían inventado los quioscos todavía.

Otra cosa importante que hace el abuelo es llevarme a su iglesia que no es la misma que la de mis padres. Es evangélica y en ella aprendo sobre la Biblia. Los Shanon son unos pastores canadienses que viven enfrente de la casa de los abuelos y son amigos de la familia. Ellos nos hacen jugar los sábados a la Biblia en el templo. Nos cantan libro y versículo y nosotros, los chicos, tenemos que buscarlos lo más rápido posible. Quien lo encuentra primero levanta la mano, lo lee y si es correcto lo felicita el pastor. Gano muchas veces y por eso mi abuelo me regala una Biblia hermosa de tapas celestes y finísimas hojas que leo mientras él lee la suya en griego. No sé cómo hace para entender esas letras tan raras, por eso lo admiro tanto.

Cuando cumplo diez años mi fiesta se hace en la casa de los abuelos. Mis padres me regalan una enciclopedia Larousse de tres tomos que apenas puedo levantar pero que me parece muy importante. Voy a leerla completa me prometo. El abuelo John me compra diez vestidos, sí, esa cantidad, aunque nadie lo pueda creer. Mientras tanto juego con los chicos invitados a la mancha y a la rayuela en la vereda.  Pienso que debo ser una nena muy buena o algo así para que todo me salga bien y soy muy feliz de tener tantos amigos y tantos regalos.

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Corre el año mil novecientos ochenta y uno. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días felices de la infancia. Soy becaria del CONICET, tengo dos hijas y un trabajo muy riguroso, tal vez demasiado, lo que me obliga a disfrutar poco y exigirme mucho. Tanto que a los veintinueve años se publica mi primer libro, que es una síntesis de la tesis de licenciatura. Diez años me costó obtener el título y el abuelo falleció antes de que me recibiera de geógrafa. La vida no me resultó tan fácil como cuando era una niña, pero aquella primera publicación reza antes del prólogo: “A mi abuelo, John Papadópulos” y una sonrisa tan grande como la de él se despliega en mi cara.

               

© Diana Durán. 27 de diciembre de 2021.

FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

MAGIAS SERRANAS

 


Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana


MAGIAS SERRANAS 

Caminaba por una lomada agreste para divisar en perspectiva la singular forma de hoja de Villa Ventana. Todos los veranos seguía un itinerario diferente por la comarca que me era tan familiar.

Bordeaba el arroyo Las Piedras tranquila de que sería una ruta segura. Conocía cada roca, cada recodo del curso, cada remanso. El caudal somero me indicaba un tránsito sereno hasta mi destino en los balcones rocosos desde donde se divisan los valles de Ventania. 

Cuidaba no trastabillar cuando apareció un chiflón entre los juncos de la orilla. El ave daba pasos lentos y elegantes y ni se inmutó al verme. Admiré su pico rosado con punta negra y un anillo azul rodeando el ojo. Su copete, sus colores tornasolados y el gran tamaño lo distinguen de otros pájaros serranos. Ante mi asombro, pegó un salto, dio una vuelta en el aire y cazó dos sapitos negros de las sierras que estaban abrazados. Seguramente eran macho y hembra. Me oculté entre los juncos, pero el chiflón advirtió mi presencia. Entonces silbó con su habitual cadencia. Escuché, ya quisieras, humana, hacer estas acrobacias.

Pasado el susto, enfilé hacia la ladera lo más rápido posible. A poco de continuar la caminata bajo la sombra de un árbol espinoso reposaban en el pastizal serrano tres pequeños búfalos negros. En otras ocasiones había visto caballos cimarrones o vacunos en la estancia Las Vertientes, pero nunca búfalos. Me miraban curiosos. Atravesé despacio y a cierta distancia como para que siguieran pastando tranquilos, pero me sorprendieron mugidos y ronquidos. Escuché que uno decía, te gusta la muzzarella, ¿no? Gracias a nosotros la podés comer. Me di vuelta sorprendida y pensé, los animales no hablan, y seguí mi derrotero. 

Para descansar del sol abrasador me interné en un bosquecillo de álamos que se veía tupido. Cuando entré lo sentí aún más cerrado. La sombra me dio un poco de frío, pero continué animada la marcha. En la penumbra pisé un charco barroso. Salté al costado para quitarme el fango de las botas cuando escuché unos gruñidos mucho más fuertes que los de un cerdo común. Apareció una pareja de jabalíes junto a sus dos crías. Trepé lo más rápido que pude a uno de los árboles. La familia se revolcó en el charco mientras hociqueaban buscando brotes frescos para alimentarse. Mi corazón latía impetuoso. No bajé hasta que desaparecieron. Pero no, uno volvió para gruñir diciendo, ¿nunca te revolcaste en el barro?, es muy placentero. Deberías practicarlo, agregó. Confusa, empecé a dudar si había escuchado o no a los animales. ¿Era el efecto de una insolación, un sueño, una alucinación? 

La alameda tenía arroyuelos y un entramado tan denso que parecía que no iba a poder salir de allí. Estaba en una especie de laberinto. Di muchas vueltas en busca de un claro que presagiara la salida. Topé con una laja recta clavada en el suelo y a cinco metros, otra muy parecida. Ningún arroyo las podría haber llevado allí. Repasé mis conocimientos de arqueología y me pregunté, ¿serán menhires? 

Fuera del bosquecillo localicé una fila espaciada de rocas de igual altura ubicadas a la misma distancia una de la otra. Me extrañó tanto que seguí cada una de ellas descubriéndolas a medida que ascendía la ladera. Seguro eran menhires por la forma y recordé que coinciden con zonas energéticas de rituales indios. Cuando alcancé la última roca descubrí un fresco manantial que surgía de una caverna. Allí me senté a descansar de tantos delirios, supuse, y aprecié las pinturas rupestres de colores rojizos y naranjas. 

Tomé la libreta de la mochila y empecé a anotar los episodios de mi mágica travesía. Registrar lo sucedido para espantar la idea de que había alucinado. Mientras escribía comenzaron a sonar ecos. Eran las voces prístinas de indios pampas. Pensé en que esas tribus nómades habían habitado en las Sierras de la Ventana. Esta vez no los vi, como pasó con los animales. Imaginé que esos sonidos hacían referencia a la caza del día. No había búfalos ni jabalíes en la zona en tiempos de los primeros pampas ni tampoco una alameda en sus tierras. En cambio, los chiflones eran sus aves adoradas y las estructuras rocosas, sus creaciones. 

Como en un baile sobrenatural las sombras milenarias de los nativos me rodearon, remontaron las paredes de la caverna, se arremolinaron en las pinturas rupestres, se difuminaron y danzaron en ronda agradeciendo la buena caza. Luego se esfumaron repentinamente. 

© Diana Durán, 11 de diciembre de 2021

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

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