Arroyito en la ruta nacional 22. Street View
Un arduo camino a la democracia
Transcurría el 5 de diciembre
de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la
recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra
historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en
Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran
evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del
30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era
una oportunidad para disfrutarlas.
Partimos en dos autos. El Ford
Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12,
pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y
mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que
valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a
orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único
de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.
Salimos de Buenos Aires al
amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en
diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para
llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas
contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano
a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la
dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra
seguridad.
Propuse a Senillosa como el
lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera
de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada.
Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y
pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos
kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por
lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al
día siguiente.
Así atravesamos la pampa fecunda
por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus
pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con
su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y
curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la
transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En
General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien
despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que
los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores
de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me
hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus
arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil
verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra
de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en
senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos
recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta
para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje
más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no
sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa
de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos
cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con
su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique
Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a
tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había
que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos
el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las
cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo
de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros
vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial.
Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad
de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi
hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que
sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que
restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.
Conversábamos sobre el nuevo
gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en
nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre
de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos
preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia.
Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular
de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado
y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como
la de Malvinas.
De tan distraídos por la charla
casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault.
Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No
había más remedio que aguardar ya más que impacientes.
Nos ponía muy intranquilos no
verlos llegar. ¿Qué les habría pasado? Para calmarnos nos registramos en el hotel y
reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron
una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que
pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su
parte pues no había accidentes reportados en la zona.
Salimos a buscarlos. Para ese
entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía.
¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que
tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos
militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito.
Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.
En determinado momento se me
ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto
por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a
mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse
tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera
irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable
que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos
fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse
con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir
el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas
fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las
exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron
superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y
a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en
Arroyito.
Quedamos estresados. El
desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña.
De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos
curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su
esposa como a nosotros.
Lentamente llegó el 10 de
diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de
ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados
por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y
blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta
gente palpitando esos momentos.
Se hizo un gran silencio. Fue entonces
cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:
“Iniciamos todos hoy una etapa nueva
de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos,
todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la
democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)
Entre todos vamos a constituir la
unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la
defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la
libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del
mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]
No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.
[1]
Raúl Ricardo
Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.
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