Sierra de la Ventana. Foto Durán
HALLAZGO SERRANO
La
región estaba asolada por la aridez. Poco a poco los habitantes migraban a otros solares mejor provistos.
La escasez
de agua se había instalado lentamente en el curso de un año. Al principio
pensamos que iba a ser solo de tres meses con lo cual afectaría la floración y
los cultivos, pero llegó a un punto en que la falta de lluvias hizo que las
napas se secaran y los suelos se resquebrajaran. Había que llevar el ganado a
los establos. Las pasturas habían amarillado y decidimos segarlas para
guardarlas en los silos. En su lugar solo crecían matorrales espinosos que ni
las cabras querían.
Los
arroyos que bajaban de las sierras vertían hilos de agua hasta que terminaron
secándose y las rocas ya no brillaban como cuando eran torrentosos. Todo se
había tornado pajizo y gris. Solo en el fondo de los cauces se pintaba un verde
musgo, restante de épocas húmedas. Se había situado un extremo desecamiento hidrológico
que había afectado también a otros sitios pampeanos. La provincia había
declarado el estado de emergencia.
Mis
padres y mi esposo estaban azorados por los hechos. Nunca habíamos tenido una
seca tan grave. Vivíamos en una finca que se extendía desde la ladera a la
parte más alta de la Sierra de la Ventana. Mis tres hijos, varones pequeños, concurrían
a una escuela rural que dada las condiciones ambientales había cerrado
temporalmente. Los chicos estaban inquietos y peleadores si bien tenían mucho
espacio para jugar. Ahora podían explorar las quebradas pues se lo permitíamos
ya que los arroyos no tenían agua. Los tres jugaban como potrillos entre
peñascos y cauces secos en la búsqueda afanosa de alguna lagartija u otra
alimaña que cazar pues quedaban pocos animales en la zona. ¿Quién sabe dónde
habrían migrado las liebres, cervatillos, zorros e incluso algunos jabalíes que
solían revolcarse por allí? Las vertientes estaban vacías. Los pájaros se
arremolinaban en los bosquecillos. Zorzales, benteveos, calandrias y horneros
se avistaban en inciertos vuelos en círculos como queriendo despegar hacia
otros lares.
Teníamos
miedo de que los pinares se quemaran por las altas temperaturas expandiéndose
hacia los pastizales. Esa circunstancia podía provocar una catástrofe. A los
álamos y sauces se les caían las hojas fuera de la estación correspondiente.
Todo estaba trastocado. Veíamos cómo el sacrificio de muchos años se esfumaba. Pensábamos con mi esposo que debíamos irnos, pero nos lo impedía el amor por ese terruño tan nuestro.
Una
tarde los chicos nos pidieron explorar por la ladera opuesta a la casa, poco recorrida
por todos nosotros. Era una gran aventura para ellos. Como no había peligro lo aceptamos.
Llevaron sus mochilas con agua y unos sándwiches especiales preparados por la
abuela.
Con
gran entusiasmo los muchachitos se internaron en una quebrada muy estrecha,
cubierta de matas espinosas y se ocultaron de la observación de sus padres.
Estaban tan entusiasmados con la aventura que comentaban alborozados sus
observaciones. Me parece que los pájaros están cantando en aquel bosquecillo,
dijo el más grande. Por aquí se ven revolcaderos de jabalíes húmedos, ¡qué
extraño!, le respondió el menor. El del medio les gritó: ¡vengan, miren, encontré
agua que sale entre las piedras! Así fue como encontraron entre las rocas de
una pequeña garganta un manantial del que escurría agua cristalina a borbotones
y luego se volvía a internar en una caverna subterránea. Era un hallazgo asombroso.
Como los muchachitos sabían manejarse en
las sierras memorizaron la posición y corrieron a avisar la gran noticia a sus padres y abuelos.
El
descubrimiento permitió realizar un canal desde la fuente descubierta y
recuperar agua para nuestra subsistencia, el regadío y el ganado. Fueron
nuestros hijos quienes nos salvaron de la migración.
© Diana Durán. 20 de noviembre de 2024