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ESTACIÓN FANTASMA

Vista de un área de bosque

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El Patronato cerca de Calderón. Fotografía: Héctor Correa

ESTACIÓN FANTASMA

Cuando volví a Calderón, después de veinte años, el silencio me recibió junto a la atmósfera del pasado. La estación seguía ahí, muda, con los rieles oxidados, sucia y olvidada. Hasta había una familia que la había ocupado y una chanchería en una especie de galpón. El paisaje daba lástima.

Caminé hasta la laguna. Las copetonas se espantaron a mi paso. El edificio del Patronato emergía en el campo como un recuerdo desdichado. Las paredes de ladrillo, resquebrajadas, casi demolidas por el abandono y la desidia, aún guardaban el eco de ochenta y cinco voces infantiles. Un pasado triste sobre el que los chicos escribían cartas nunca enviadas, con dibujos de trenes que los sacaran de ahí, del maldito encierro.

Desolado, caminé hacia la Escuela N° 6, donde aprendí a leer y escribir. Sabía por las noticias locales que allí quedaban solo nueve alumnos. Los vi salir al recreo como si fueran los últimos habitantes de un lugar condenado a desaparecer.

Calderón había tenido una planta de agua mineral, una estafeta postal, varios almacenes y muchas casas. Ahora solo soportaban el paso del tiempo un criadero de pollos, una siembra de champiñones y veinte almas que aún resistían la decadencia y el olvido. Leí en un diario digital que el intendente de Rosales iba cada tanto para inaugurar el ciclo lectivo y, en esas ocasiones, plantaba acacias y promesas. Pero las acacias no crecían, y las promesas se olvidaban.

Yo también me había ido junto a mi familia. Sin embargo, esta vez había vuelto para conservar mi memoria. Porque hay estaciones que, aunque nadie las nombre, siguen allí, a la espera de que alguien regrese a visitarlas.

Volví para recordar las épocas cuando los tres vivíamos en Calderón: mi papá, mi mamá y yo, en una vivienda perteneciente a la estación del ferrocarril. Era una casa modesta, pero allí había pasado una infancia feliz. Desde la ventana del comedor se divisaba la vía, y cada vez que el tren asomaba por el horizonte, mi papá se ponía su gorra y salía a recibirlo. Era el jefe de estación. Llevaba el uniforme con una dignidad que yo no entendía del todo, aunque me llenaba de orgullo. Mi mamá preparaba el mate mientras él se ajustaba la gorra y revisaba el reloj de bolsillo. El tren no esperaba a nadie, decía, pero él siempre esperaba al tren. Evoqué el techo al crujir cuando arreciaba el pampero.

Yo jugaba entre los durmientes, recogía piedras y soñaba con viajar. A veces me dejaban subir a la cabina y saludaba con orgullo a los pasajeros. Me sentía parte, lo era…

Cuando cerraron la estación fue como si nos hubieran arrancado el alma. Mi papá no dijo nada. Guardó el uniforme, cerró la persiana del comedor y dejó de mirar por la ventana.

Nos fuimos poco después. Como tantos. Como todas las familias ferroviarias de las estaciones donde no pasaba más el tren. No hubo resistencia. “Ramal que para, ramal que cierra”, había dicho un presidente. Pero hay trenes y estaciones que no se olvidan; y pueblos que, aunque parezcan fantasmas, siguen esperando que alguien los visite o al menos los nombre.

Durante mucho tiempo escuché el silbato en las noches ventosas, continué viendo la luz del tren cuando arribaba a la estación y recordé mi escuela. Supe que todavía tenía alumnos, muy pocos, pero los había.

 

 

Entré a la escuela como quien vuelve a una casa que fue suya. El pasillo olía a tiza y humedad. En el aula multigrado, una mujer de pelo blanco acomodaba cuadernos en una estantería de metal. ¿Usted es…? preguntó, sin levantar la vista. El hijo del jefe de la estación, respondí con melancolía. Entonces se volvió hacia mí muy despacio, como si el tiempo le pesara. Su papá era el alma de la estación; siempre llegaba unos minutos antes que el tren. Me ofreció un mate y me hizo sentar en el viejo pupitre de madera. Cuando cerraron la estación fue como si nos pararan el reloj del pueblo; ya no sabíamos si era lunes o domingo; su padre dejó de venir; y su mamá, que traía tortas para los actos, tampoco volvió. Nos fuimos como tantos. Sí como tantos, pero su padre dejó algo; déjeme que lo busque. La maestra se levantó y caminó lento hacia el armario de metal de donde sacó una caja de cartón. Esto es muy importante; la encontró un alumno en el galpón de la estación. La abrí despacio. Adentro había un silbato, una gorra azul marino y un cuaderno con anotaciones de horarios; nombres de trenes, fechas; hasta puntillosos datos meteorológicos. Según mi padre cada tren traía historias y había que anotarlas para que no se perdieran. Me quedé en silencio. En el patio, el bullicio de unos pocos chicos que correteaban. ¿Y usted, qué vino a buscar? Vine a recordar, respondí bajito; entonces, llevé la caja, continente de recuerdos.

Esa noche me quedé en un hotel de Punta Alta, cabecera del partido de Coronel Rosales al que pertenece Calderón. La caja con los recuerdos estaba sobre la mesa. Afuera, el viento soplaba como siempre y hacía crujir los techos.

Entonces escuché el silbato, primero fue un rumor lejano; después, claro, agudo, hasta estridente. Cerré los ojos. Imaginé a mi padre ajustándose la gorra, a mi madre cebando el mate y a mí saludando desde la cabina. El tren pasó. No lo vi, pero lo sentí, como si no hiciera falta verlo para saber que todavía recorría los rieles abandonados.

Saqué el viejo cuaderno de la caja y escribí en la última hoja amarillenta. “Fecha: 9 de noviembre. Tren: fantasma. Hora: 3:17. Tiempo: viento del sur”. Escribí debajo de mi firma, “hijo del jefe de la estación Calderón”. Porque hay estaciones que no se olvidan e hijos que vuelven para evocarlas.

 

© Diana Durán, 9 de noviembre de 2025

 

Un campo de césped

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Copetonas en Calderón. Héctor Correa


 


NOSTALGIAS CORRENTINAS

 


Carpinchos. Foto: Diana Durán



NOSTALGIAS CORRENTINAS

A mí no me gusta esta ciudad, pero soy pobre. Qué otra cosa me queda que aguantar a este chiquilín malcriado por la madre. A cada rato tiene berrinches. ¿Tendrá algún problema este gurí que se tira al suelo y patalea ante el menor regaño? Cha, que esto no es normal. Allá en el campo, en Mburucuyá, si uno se retobaba, enseguida lo castigaban y volvía a portarse derechito nomás. Hasta que pasó el incendio…

Cuando el Santi se cae o le duele la panza, yo le canto “El Mamboretá” que tira de la patita para que no se lo lleven las hormigas, y mi niño se pone contento. Pero me acuerdo de mi hermanito, angá pobrecito que me abandonó ese día y eso me deja muy triste. Entonces ya no quiero cantar.

Esa sí que era vida. Andar entre las gallinas, los patos overos y barcinos de la laguna, los chajáses y los biguáses. Las garzas y las cigüeñas, tan blancas y gigantes, con esos picos que podían engullir hasta una anguila. Acercarse a los esteros y ver algún yacaré tirado para tomar sol, brillando con colores relucidos. Nunca me dieron miedo, porque ellos hacían su vida: entraban entre los pajonales al agua y después salían a secarse. Y los carpinchos con sus crías. Ahora les dicen distinto, les dicen capibaras, y hay muñecos por todas partes, pero son solo muñecos. Los carpinchos verdaderos son marrones rojizos, nunca rosados ni celestes. Este gurí tiene peluches de carpinchos de todos los colores. No son como los de mi tierra.

Aquí, en Buenos Aires, nadie sabe cómo es mi Corrientes porá, tan bella, tan mía. A mi familia la fundió el incendio: perdimos los yerbatales, y hasta los eucaliptos se quemaron y ahora son negruzcos. No quedó ni una planta de pasionaria, tan hermosa la flor. El fuego fue muy rápido. El rancho crujía como si gritara. Yo corría, gritaba, pero el fuego ya había decidido. Mi mitã’i (1) se me fue esa noche, el techo lo arrancó de mis brazos. El monte lo guarda ahora.

Por eso me mandaron aquí, para ser niñera. Me tengo que ocupar de este saraki (2) que no me da tregua. Yo quiero volver a mi pueblo, a mi Mburucuyá, cerca de los esteros, y bailar en los días del “Festival del Auténtico Chamamé”, que así se llama en mi querida patria. Aquí no se come la mandioca, ni saben lo rica que es. Tampoco el chipá, aunque vi el otro día en el mercado que lo venden congelado. Parecen tontos estos porteños, ¿cómo van a congelar el chipá? Por eso yo se los preparo como en mi tierra, con almidón de mandioca, si consigo con la poca plata que me dan para los mandados. Y no dejan ni uno. Si hasta el doctor, que es el papá de Santi, se enllena de chipá cuando yo se lo cocino.

Ay, quién me manda a estar tan lejos, en Buenos Aires, si yo quiero ir a mi Corrientes. Voy a ahorrar para volver. De a poquito voy a juntar la platita para los pasajes. Total, es un pasaje y medio. La estación de Retiro está cerca del departamento. Esta familia no lo quiere mucho. No me voy a ir sola, me lo voy a llevar al Santi; así no extraño al mío, se me van las pesadillas y no transpiro frío nunca más.

 

Hoy sé que los señores van a salir a pasear. Estoy decidida: me voy con Santi a Mburucuyá, para cuidarlo mejor, para que no esté tan encerrado aquí. Le voy a enseñar los esteros, los yacarés y los carpinchos verdaderos, cantando “El Mamboretá” bajo un cielo lleno de luciérnagas.

……………………………….

A la mañana bien temprano, mientras le doy mate cocido calentito y le enseño a distinguir los cantos de los pájaros, aparece una camioneta blanca en la entrada de la casa. Bajan dos hombres con camisas celestes y una mujer con cara de enojo. ¿Dónde está el niño?, preguntan. No digo nada. Santi trepado a un árbol de guayabo. Lo buscamos desde hace días; usted no puede llevárselo así nomás, dice el principal. Yo les ofrezco chipá, les hablo de los esteros, de los yacarés, de la pasionaria que volvió a florecer en el patio. Pero no entienden nada y me encierran muchos días en la cárcel y, lo peor, se llevan a mi chiquito.

……………………………..

Desde que salí del encierro, cuando veo al carpincho con sus crías, pienso que es él, que me viene a visitar. Y me pongo a cantar “El Mamboretá”, aunque esté sola.

A veces me parece que el gurí me habla desde el estero, o me deja piedritas en la puerta. Aunque nadie lo dice, yo sé que va a volver. O capaz nunca se fue. O capaz… era el otro. No importa. Yo lo espero igual.


(1) Mita’í: niño pequeño en guaraní, expresado con ternura.

(2) Saraki: travieso en guaraní.

© Diana Durán, 3 de noviembre de 2025

UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

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UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

La despedida fue dolorosa. Te ibas al sur después de dos años de noviazgo adolescente, entre cartas que cruzaban el aire como suspiros, fiestas de quince, besos tímidos y abrazos interminables. Entre poemas garabateados en los márgenes de los cuadernos y paseos por la calle Santa Fe, donde el mundo parecía nuestro. Lo era.

 

…………………………

 

Corría el año 1982. La Guerra de las Malvinas había comenzado. Territorio irredento. Del lado argentino, una dictadura que nos robaba el futuro; del británico, una gobernante férrea, "la Thatcher" y el poderío del imperio. Decían que la guerra era necesaria, posible, legítima.  Yo, con mis dieciocho años, sabía que ninguna guerra lo era. Y vos, ¿lo sabías?

 

…………………………

 

Recorrerás todos los trasiegos, desandarás mil itinerarios. Te arrastrarás en el lodo de los campos de batalla, dormirás bajo la luz temible del fuego enemigo. En cavernas improvisadas, apenas descansarás, sin amparo, sin refugio, sin aliento.

Te moverás junto a otros soldados, helado, sin el uniforme que merecías, sin órdenes fehacientes. Estoy segura de que el temor te acompañará. Entre cañadones secos y lomadas bajas, entre pastizales ariscos y “ríos de piedras”, como si la Patagonia se hubiera enfurecido en la Isla Soledad. ¿Ese paisaje indómito será tu último horizonte?

 

…………………………….

Hoy soñé que vuelvo; que bajo del barco y vos estás ahí, con una rosa en la mano.

Yo sueño que volvés; que me abrazás como antes; que me contás todo; pero despierto con el silencio.

Hace frío; no como el de invierno, sino ese que se mete en los huesos y en el alma; a veces logro cerrar los ojos muy fuerte; entonces vuelvo a Santa Fe, a tus poemas tiernos, a tus abrazos cálidos.

Yo escribo para vos; aunque no sé si lo leerás; aunque no conciba dónde estás; cada palabra es un intento de alcanzarte.

…………………………….

 

En la Isla Soledad se libraron los enfrentamientos más crudos: en las cercanías de Puerto Argentino, en el Estrecho de San Carlos, en los montes que rodeaban la fugaz capital. Desembarcos, combates cuerpo a cuerpo, ataques aéreos y navales. Todo culminó con la rendición argentina, pero no con el fin del dolor.

Monte Longdon. Allí fue la batalla más encarnizada, la más brutal. Del 11 al 12 de junio de mil nueve ochenta y dos. Cuerpo a cuerpo, sin tregua. Vos estabas ahí. Allí ibas a caer. Yo no lo supe hasta mucho después.

Estuviste entre los seiscientos cuarenta y nueve soldados que no volvieron. Y yo fui quien al despedirte no me percaté de que era la última vez. Y vos, ¿lo sabías?

 

…………………………….

 

Tuve que separarme porque no había otra posibilidad. La guerra te esperaba, y yo me preguntaba: ¿qué sentido tenía? Eras mi espejo, mi norte, mi rienda, mi amado.

Ese día, antes de partir, me regalaste una rosa envuelta en una poesía sencilla. La rosa se secó, se descoloró con el paso del tiempo, pero no perdió el alma. Vive ahora entre dos hojas del libro de Benedetti que leíamos juntos, como un relicario de tu esencia.

Esa flor, aún seca, aún pergamino, es mi rosa. Fue gesto de tu alma y es el inconsolable símbolo de tu presencia en las tierras de la Isla Soledad.

……………………………

 

No me olvides; aunque el tiempo avance, aunque el duelo se transforme en aceptación; yo soy esa rosa; soy el gesto, la esencia, tu temprano amado.

No te olvido; te hablo cada vez que abro el libro; cada vez que miro la flor. Cada vez que escribo y te recuerdo, aún muchos años después.

La rosa vive; la memoria también.

 

© Diana Durán, 25 de octubre de 2025

HACIA EL SUR

 


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HACIA EL SUR

Más pequeña no podía ser. Dos por dos. Cama de una plaza, perchero metálico, lámpara de pie rescatada de un depósito. La mesita de luz era un cajón de fruta pintado. Sin embargo, el brillo natural tornaba el ambiente menos precario. La ventana daba al pasaje Famaillá, calle estrecha de Villa del Parque, barrio residencial, tranquilo y arbolado. Una vía casi secreta. Hasta la vereda era angosta, y esa calma parecía proteger su refugio oculto. La morada quedaba en el primer piso de una casa de dos plantas. Sofía aún no sabía cómo moverse en ese espacio mínimo. El baño, sin bañadera, ella que amaba los baños de inmersión; y el botiquín de madera con un espejo tan manchado que apenas reflejaba su rostro juvenil. Había ubicado la computadora portátil, único artefacto rescatado del chalet matrimonial, junto a su radio, compañera fiel en esos días de silencio. Todo se acomodaba en un minúsculo escritorio de pino con un solo cajón. La desvencijada biblioteca apenas contenía unos pocos libros que había logrado llevarse de su residencia anterior.

Antes, Sofía había vivido en una residencia de ladrillo a la vista que tenía tres plantas. La cocina era lujosa; los tres dormitorios, en suite; la boiserie del escritorio relucía. Quedaba cerca de la avenida del Libertador, en una de las zonas más distinguidas de San Isidro. Ella solía pararse descalza en el parquet encerado, como si fuera parte del mobiliario. Prefería que él no la viera. Las cortinas pesadas filtraban la luz, y hasta el aire parecía domesticado. Todo estaba en su lugar. Todo menos ella. La cocina olía a jazmines y a control. El comedor diario no la refugiaba de las discusiones con su esposo. En los dormitorios, las puertas se cerraban sin ruido. El jardín era perfecto, pero no tenía sombra. Ni amparo. Ni grieta. A veces, la muchacha se detenía frente al ventanal. Miraba hacia afuera: veía los autos, los árboles alineados, los remolques que transportaban las lanchas al Tigre. Entonces pensaba que esa geometría la aburría y desalentaba.

La relación con Damián iba de mal en peor. Él no entendía su tristeza por haber renunciado al trabajo en la academia de inglés. En realidad, él había sido el promotor de que lo abandonara para permanecer en la casa y ser su dueño. Nadie sabía con certeza lo que pasaba en ese hogar tan perfecto y señorial. Ella estaba condenada a ser ama de casa, sin ninguna otra actividad que complacer y servir a su marido. Tampoco llegaban los hijos, luego de cuatro años de casados.

Ahora, para cocinar, debía descender por una escalera caracol hasta la planta baja, donde vivía la anciana que le alquilaba la habitación. La mujer, amable pero sorda, le prestaba los enseres básicos. No hablaban mucho. No hacía falta. Sofía se había asegurado de que todo contribuiría a que nadie la encontrara.

Sus pertenencias habían quedado en manos de su esposo: vajilla, cristales, mobiliario, joyas. Pero lo que más dolía eran los recuerdos de viajes y sus libros. Sofía había huido de los maltratos y agravios de su marido. También de los intentos de internarla. El último lo evitó gracias a un amigo de la infancia, a quien llamó desesperada como recurso final. Él la ayudó a escapar.

Nadie sabía dónde estaba. Ni sus padres ni su hermana. Damián los había convencido de que ella sufría algún tipo de enfermedad mental. Ellos le creyeron. Ella se quedó sola con su angustia.

Pero ahora, en esa morada diminuta, estaba lejos. Y ella podía vivir tranquila. No tenía celular. Se comunicaba solo por computadora. Había cambiado contraseñas, usuarios, redes. Residía aislada. Sus ahorros, convertidos en efectivo, dormían en una valija. Pensaba en irse al sur; siempre le había gustado. Enseñar inglés. Le avergonzaba recibir alumnos en ese cuarto, así que daba clases a domicilio. Había pegado pequeños anuncios en los negocios cercanos y empezado a tener estudiantes.

Pasó un mes. La calma se había instalado. Se sentía más aliviada. Estaba más activa. Se preguntaba si su drama podía quedar atrás.

Pero no, un día lo vio desde la ventana. Caminaba por la vereda de enfrente del pasaje Famaillá. No era un espejismo. Era él. O su sombra. O algo que la memoria había decidido proyectar. Sofía no gritó. No tembló. Solo se apartó del vidrio, como si el reflejo pudiera delatarla. Se quedó quieta, con la radio encendida, pero muy bajo, casi sin oírla. El pasaje, tan estrecho, ya no era un refugio. ¿Cómo la había localizado? Esperó a la noche. La anciana no preguntó. Nadie lo hizo. Armó la valija con lo justo: ropa, notebook, unos pocos libros. Huyó a Retiro, sacó un pasaje y partió al sur.

El micro se detuvo en la ruta frente a una estación de servicio, luego de un larguísimo recorrido. Sofía bajó con la valija en la mano. El aire era distinto: más limpio, más frío, más húmedo. El cartel decía “El Hoyo”. El lugar que siempre había deseado, poco poblado, lo más lejano posible de la capital. El sitio que había elegido buscando escapar. Hasta el nombre indicaba ocultamiento: un agujero, una cavidad, un refugio. No necesitaba más. Caminó por la calle principal. Las montañas la rodeaban como si la observaran en silencio. No había ruido, solo el crujido de sus pasos. Así llegó al pequeño pueblo del Chubut, en el corazón de la comarca andina. Un paraje tranquilo rodeado de cerros y bosques. Nadie la encontró. Vivía rodeada de gente dedicada al turismo, a las ferias y a la fruta fina. Un ambiente ideal para sosegar su espíritu.

Transcurrieron semanas. Sofía caminaba cada mañana hasta la feria. Saludaba con la cabeza. A veces, alguien le ofrecía fruta. Eran solidarios por naturaleza. Ella aceptaba. No hablaban mucho. No hacía falta. La cooperativa tenía un predio con arándanos, moras y frambuesas. Sofía regaba las plantas sin que se lo pidieran. Le gustaba el olor que quedaba en sus manos. Solía sentarse a escuchar la radio comunitaria. Las voces eran suaves, como si en el Sur hablaran otro idioma.

Logró dar clases de inglés a domicilio. Niños, adolescentes, una mujer que quería viajar. Sofía llegaba con su cuaderno, su voz pausada, su mirada atenta. No contaba su historia. Ni la de San Isidro, ni la de Villa del Parque. Solo corregía verbos y pronunciaciones.

Al año, escuchó por la radio que su marido había muerto en un choque en la ruta 40, camino al sur. Eran accidentes frecuentes. Tal vez la buscaba. Ya no importaba. Ni su gran casa, ni la herencia, ni los recuerdos: todo había perdido sentido. Ella había vuelto a nacer.



El Hoyo, invierno

Suelo verlo. No siempre. No del todo. Una figura entre los árboles, quieta, sin rostro. Sé que ha muerto. Lo sé. Pero hay algo que insiste. No es él. Es lo que dejó. Una sombra que aprendió a caminar con la mía. Sigilosa y anónima.

El viento baja del cerro cada tarde. No trae frío. Trae memoria. Se cuela por los postigos, por las rendijas del silencio. Y yo lo dejo entrar. No por valentía. Por costumbre.

En la feria, los frutos se cubren con mantas. Las frambuesas duermen. Las moras resisten. Los arándanos se esconden bajo la escarcha. Como yo. Como todos los que aprendimos a vivir con lo que no se ve.

La radio comunitaria habla de rutas cortadas, de choques en la 40. No escucho las palabras. Escucho el tono. Como si el Sur también recordara.

Me pregunto si alguna vez se irá. Si el cuerpo puede morir, pero la memoria no. Si el miedo se muda, pero no se extingue. Tal vez no. Tal vez solo aprenda a convivir con él.

 

© Diana Durán, 6 de octubre de 2025

 

VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS





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VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS

Emprendimos el viaje a Porto Alegre y las playas del sur de Brasil con la alegría ingenua de quienes piensan que todo será fantástico y grandioso. Éramos dos familias inseparables, unidas por años de afecto y rituales compartidos que se repetían como marcas felices. Juntos habíamos pasado Navidad y Año Nuevo; cumpleaños de todos los integrantes del clan familiar y fines de semana en la quinta de mis padres. Era la segunda vez que planificábamos un veraneo juntos. La primera había sido a San Luis en camping, con toda la prole a cuestas. Había resultado óptimo y nos habíamos llevado de maravillas, chicos y grandes.

 Esta vez, cruzaríamos la frontera. El primer viaje al exterior para nuestros hijos. Con promesas de mar tropical, aguas templadas, paisajes de morros típicos de Brasil. Se sumaban compras sin premuras de dinero.

¿Están todos listos? —preguntó mi esposo, mientras ajustaba el último bolso en el Falcon rojo. ¡Sí!; ¡nos vamos a Brasil! —gritaron los chicos, con entusiasmo infantil.

La ruta era larga. Más de mil cuatrocientos kilómetros. Dividimos el trayecto en dos etapas: una parada en Porto Alegre para compras; y, luego, el último tramo por la “Estrada do Mar”; ésta era una carretera en la que actualmente no pueden circular camiones ni ómnibus, pero en aquella época acechaba un mar de grandes vehículos que nos pasaban como liebres.

El Falcon llevaba a nuestras hijas y a las dos de los Figueroa. Las cuatro jugaban a las muñecas sin parar. En el Peugeot 504 iban los Garzón, sus hijos y la mucama. Sí, hasta ese gusto podíamos costear. Era la época del “uno a uno”, de la “plata dulce” y los sueños vanos, accesibles para la clase media argentina.

El larguísimo viaje, mediado por el puesto internacional Paso de los Libres-Uruguaiana, transcurrió sin sobresaltos. Lo mismo la breve estadía en Porto Alegre desde donde partimos hacia Torres cargados de compras de todo tipo: ropa, zapatillas, juguetes, enseres varios y hasta gomas nuevas para los autos. Un despilfarro de dinero típico de la época.

Torres nos recibió con el calor veraniego, playas de arena blanca, morros que parecían monumentos rocosos y puestas de sol rojas, amarillas y naranjas reflejadas sobre las aguas turquesas. Se agregaba la vibrante alegría carioca. El chalet, cómodo y amplio, era perfecto para ambas familias.

Las fiestas de fin de año fueron opulentas. Cenas opíparas en restaurantes repletos de argentinos, los consabidos brindis con caipiriñas, el fragor de los bailes de lambada y samba. Un cóctel de desenfreno al que no estábamos habituados. A eso se le agregaban juegos de cartas y dados que se extendían hasta la madrugada en el living del chalet cuando los chicos ya dormían.

Durante el día ellos jugaban sin pausa en la playa y en el jardín. Nosotros, los grandes, no parábamos de comprar comestibles en el supermercado para el batallón que éramos y hablábamos de trivialidades, sumadas a las eternas discusiones de política y economía sin demasiados fundamentos. Todo marchaba sobre rieles.

Hasta que un mediodía sobrevino el vuelco. La playa estaba atestada. El sol caía vertical y las sombrillas se multiplicaban como un jardín de colores.

Habíamos decidido volver al chalet para almorzar, cuando notamos su ausencia. Soledad, la menor de los Figueroa, no estaba con el resto de los chicos. No jugaba en la orilla, no corría con los demás. No aparecía por ningún lado.

¿La viste, Marita? —pregunté tranquila a mi hija mayor para no asustarla. No la vi, mami; creo que estaba con nosotros cuando fuimos a buscar las paletas —respondió con voz temblorosa.

El padre de Soledad, al principio sereno, comenzó a caminar afligido entre las sombrillas, llamándola con voz firme. ¡Sole, Sole!; ¿dónde estás? Nada. Solo el bullicio de los veraneantes y detrás el murmullo de las olas. No pudo haberse ido lejos. Vamos a dividirnos; vos llevá a los chicos al chalet; nosotros seguiremos buscando —ordenó mi esposo, con el ceño fruncido.

Avisamos a los guardavidas. La alarma se propagó como un eco en el gentío. Un desfile de turistas se sumó a la búsqueda. El mar, antes sereno, parecía ahora una amenaza inquietante. Ni siquiera nos habíamos percatado del estado del oleaje o la marea.

En el chalet, los chicos se tornaron más y más inquietos. Mara lagrimeaba en silencio. Yo intentaba mantener la calma, pero el corazón me latía desbocado. ¿Y si se metió al agua sola? susurró Marita; no digas eso —respondí con una firmeza que apenas lograba sostener.

Pasaron dos horas. Eternas. Cuando los padres de Soledad regresaron, sus rostros estaban blancos por el terror de lo que pudiera haber pasado. Lloraban. Nadie se atrevía a preguntar.

Entonces, como en una escena de película, un auto se detuvo frente al chalet. De él bajó una pareja joven y sonriente; y, en brazos de la mujer, con los ojos llorosos y el cuerpo cubierto de arena, apareció Soledad. ¡Mami!, ¡papi!, ¡acá estoy! —gritó, corriendo hacia ellos. El abrazo y la emoción fueron imborrables. La mujer explicó en perfecto español que la niña los había alcanzado en el límite del balneario cuando estaban por partir de la playa. Les había contado que estaba perdida y con lujo de detalles les había explicado dónde quedaba la casa, incluso el color del portón. Una genia la nena; nos guio mejor que con un mapa —aclaró el hombre.

Nadie rio. El silencio se quebró con un suspiro colectivo. Esa noche, no hubo póker ni generala. Solo abrazos estrechos, miradas cómplices y una certeza compartida: no importaban las compras, ni los viajes extraordinarios que quedaron en el olvido. El verdadero lujo era estar juntos.

Diana Durán, 29 de setiembre de 2025


EL NORTE EN LA PIEL

 


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EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

SUR DE MÍ

 


Imagen creada con IA

SUR DE MÍ

Llueve y te recuerdo. La pucha, cómo te recuerdo. Estoy recostada en el sofá de mi departamento del primer piso de la calle Solís. A través de la ventana veo gente correr, hojas que giran como pensamientos, el cielo plomizo que se parece a mi tristeza. Detengo la mirada en al café de la esquina, ese donde solíamos encontrarnos. Distingo una pareja tomada de la mano. Me apago. Me duelo.

Tu rostro, tu sonrisa, llenaban mi espíritu como si fueran la única luz en medio del gris. Me pregunto otra vez: ¿por qué el abismo?, ¿por qué no estás si debieras?, ¿por dónde andarás? Me respondo que te idealicé y me engañé. Pero también me ilusiono: quizás estés esperando en algún bar cerca de la facultad, en una esquina donde el tiempo se detiene.

Congreso huele a papel viejo y a café recién molido. Las baldosas húmedas de la avenida Rivadavia reflejan un cielo que no se decide. En cada esquina hay un bar que guarda secretos: mozos que no preguntan, mesas que conservan diálogos que nadie recuerda. Me imagino caminando por la Avenida de Mayo como quien recorre su propia memoria. Las librerías de saldo, los pasajes que se abren como heridas, los afiches descoloridos que anuncian funciones pasadas. Las bellas cúpulas verdes y rojizas. Todo parece detenido en el tiempo. No es este.

En el Bar El Federal, el reloj sigue marcando las seis, aunque sean las cuatro. En el Café de los Angelitos, la música se filtra como un suspiro. Y yo, entre tanto, sigo buscándote. Como si fueras parte del barrio. Como si fueras una sombra más entre los parroquianos.

Imagino tu sonrisa congelada, tus ojos transformados en rocas, impenetrables, ausentes. Recuerdo el Bar Sur, ese donde me dijiste que me amabas. Era una tarde distinta a esta, clara y soleada. Yo te creí. Tenía esperanza. Pensaba que podríamos crear algo juntos, que la desdicha de vivir con alguien a quien ya no amaba quedaría atrás. Que por fin comenzaría otra historia. Una que me hiciera sentir viva, libre, mujer.

Pero aquella otra noche, también lluviosa, también sombría, como la que se aproxima, me dijiste “no va más”. Yo que siempre te creía, no te creí. Rogué, clamé, imploré. Por un instante, el trueno nos unió. Nos tomamos de la mano. Nos miramos, intensos. Pero duró poco, unos instantes. Sin amor de tu parte. Solo ilusiones. Mi amor, vano. Vos, cruel. Vos, libre. Y yo, consumida.

Ahora, en este atardecer en que la lluvia no cesa, vuelvo a preguntarme: ¿por qué el abismo?, ¿dónde quedaste? Me repito que te idealicé, pero al mismo tiempo sigo esperándote en cada bar donde nos encontrábamos, en cada vuelta del camino hacia la facultad. Imagino que estás en una esquina, persistiendo desde el noventa y tres. Sueño con tus manos congeladas, tu risa como un eco incierto, tu mirada que ya no me ve. Entonces pienso que el laberinto, por cobarde, te devastará. O acaso te esconda, te proteja. Tal vez yo también me pierda en él.

Sé que solo fueron encuentros, convergencias puntuales, poco tiempo. Después, la soledad. No hay distancias. No hay destierro porque perteneces a la historia, a mi historia. Integras la conciencia. No hay día ni noche. Sé que mi agonía no te acompaña. Entonces te borro. O no.

 

Quizá nunca estuviste. Quizá yo siga en el bar. Quizá la lluvia no cese.  Quizá, yo tampoco.

Diana Durán, 25 de agosto de 2025

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