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CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA

 


Martín pescador grande. Fotografía: Héctor Correa


Churrinche. Fotografía: Héctor Correa


CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA


Cuando éramos jóvenes, los pájaros nos acompañaban en nuestros itinerarios tempranos. La curiosidad nos inspiraba a avistar sus festivos revoloteos serranos. Era un bullicio sinfónico de trinos. Aves de plumajes rojos de fuego, amarillos de luz, marrones veteados. Picos corvos, rectos, finos.

Él decía que el mundo empezaba en el primer trino. Que no hacía falta reloj si el benteveo pescaba en picada. Yo anotaba sus frases en la libreta, como quien guarda un tesoro sin que el otro sepa.

El chimango compartía el solar de la tijereta. Una pareja de carpinteros reales cavaba el tronco horizontal. Los jilgueros iluminaban los senderos en bandadas inquietas. El hornero construía paciente su casa de barro. En las flores pequeñas libaban los picaflores. El piojito gris empollaba en un diminuto nido. La ratona intentaba mimetizarse, pero lográbamos verla.

A veces él se quedaba en silencio, mirando el agua como si esperara que el biguá le dijera algo. Yo le preguntaba qué pensaba, y él respondía, no hay que tener rumbo para ser libre.

El zorzal colorado daba pequeños pasos y se reclinaba para escuchar su presa. Los cardos alimentaban bandadas de cabecitas negras. El suirirí real se acicalaba en la punta del espinillo. Las calandrias comían semillas de nuestras manos. El churrinche rojo nos seguía en el parque cercano. Divisábamos felices las loicas en la ruta de ida y vuelta.

A su lado escribía, el churrinche nos sigue como si supiera que somos parte de su historia. Hoy releo ese apunte y me parece escuchar sus pasos detrás de mí, buscando la llamarada entre las ramas.

Aquel día, al fin, avistamos al martín pescador luego de horas de espera a orillas del San Bernardo. Él decía que el martín pescador era como nosotros: paciente, pero impredecible. Yo me reía, pero en el fondo sabía que tenía razón.

En el humedal cercano, la lechucita vizcachera miraba fijo, enojada, a pesar de haberse comido un cangrejo. El ostrero común pasaba rasante con su canto de alarma.

Eran incontables las aves que significaban para nosotros libertad, espacio, horizonte. Nuestra lozanía nos permitía seguirlas durante horas o sentarnos a esperarlas. Los aromos y los pinos se balanceaban con el viento fresco que bajaba de la serranía.

Hoy, en el mismo lugar, cierro los ojos y escucho. No sé si son trinos o recuerdos, pero lo veo atento con los binoculares y esa sonrisa porque él siempre encontraba primero al pájaro. Recuerdo nuestra vida custodiada por esa multiplicidad alada que nos regocijaba con historias que al atardecer narrábamos en la cabaña.

El cuaderno sigue ahí. A veces lo abro y leo en voz alta. Él sonríe, como si el zorzal colorado aún estuviera a unos pasos de distancia.

Pero hay días en que no recordamos el nombre del ave. Yo le susurro, es un churrinche, y él lo repite como si fuera un hechizo. Entonces vuelve a sonreír.

La cabaña ya no está. El parque cambió. El arroyo se ha secado, pero el viento sigue bajando del cerro, y los aromos ondulan como si supieran que aún estamos aquí, contemplando.

A veces pienso que aquel cuaderno fue nuestra manera de detener el tiempo. Esto pasó. Esto nos pasó. Esto fuimos. Cada página es un tránsito, y cada especie, una hoja de nuestra historia.

No sé cuánto más podremos salir a buscar. Pero mientras haya un pájaro que cruce el cielo, mientras haya un trino que nos despierte, seguiremos siendo nosotros. Porque mirar juntos es también amar. Porque el horizonte, aunque lejano, aún nos pertenece.


© Diana Durán, 4 de agosto de 2025

Este cuento se basa en las imágenes que pueblan el blog "Nuestras Percepciones".[1]

VIAJARÁS A JAPÓN

 


Fotografía: Constanza Viarenghi

VIAJARÁS A JAPÓN

Viajarás a Japón, invitada por una familia que la tuya desconoce. Tan joven, tan soñadora, tan avispada: creerás que estás lista para cruzar hacia la tierra del sol naciente. Aprendiste el idioma que siempre te gustó y el intercambio será un deseo cumplido. Pero te sentirás como Pulgarcita viajando en avión, no más larga que un dedo, acurrucada en la cáscara de nuez vibrando con cada turbina.

Serás una argentina en Shonandai, suburbio prolijo de Yokohama, donde los trenes respiran puntualidad y el volcán Fuji es un coloso que asoma en el horizonte. Allí, la cultura japonesa se te hará carne: en el arroz, los fideos y el pescado; en la pulcritud de las calles; en los departamentos estrechos que parecen cajas de cartón. En los parques con árboles tan simétricos que te inquietan, salvo los cerezos: esos sí parecen recordarte algo de vos.

En ese país todo estará previsto, incluso tu manera de extrañar. Después de veintiséis horas de viaje, doce a Sydney, cuatro de espera, diez hasta Tokio, llegarás al metro que te llevará a Shonandai, como si el camino fuera una madriguera y vos el personaje diminuto que no sabe dónde termina.

Te asombrará que todos usen barbijo. ¿Hay tantos enfermos?, preguntarás. Te responderán: prevención e higiene. Verás cómo separan la basura en plásticos, vidrios, alimentos y papel. Te hablarán de plantas de reciclaje, rampas en las veredas, semáforos que cantan para los ciegos. Te maravillará el orden, y a la vez te inquietarás con él.

En un paseo, descubrirás un jardín secreto donde desearás esconderte. Sentirás que ese es el lugar que no sabías que buscabas. Querrás refugiarte en él.

Vivirás en un departamento pequeño, de paredes delgadas por prevención sísmica. Y ahí, el símbolo florecerá: la cáscara de nuez como casa, como refugio, como piel que vibra y escucha.

Te sentirás como Pulgarcita en el bosque encantado de edificios gigantescos y costumbres regladas. Llegarán el sapo, el abejorro y el topo. El sapo será el aburrimiento ante la ausencia de una actividad intensa. El abejorro, un instante de ternura pasajera, en el encuentro con tus compañeros de intercambio. El topo, ese joven que querrá conquistarte sin saber si tu flor desea abrirse.  

El topo parecerá perfecto, pero no sabrá cómo hacer sentir a tu corazón. Te querrán casar con él. Pero vos dormirás en tu cáscara de nuez, temblando junto al tatami[1], y aprenderás a flotar sin hundirte.

Extrañarás el amor de tus padres; el tango que no se baila en los parques; la tenacidad de tus hermanas en el trabajo. Todo estará resuelto, pero nadie preguntará si querrás llorar en voz alta.

Entonces huirás. No por desprecio a la cultura japonesa. Sino porque en ella tu alma se ahoga. Concluirás que la convivencia perfecta es posible, pero te faltará el desorden donde la vida late.

Te escaparás como Pulgarcita: con la flor en la mano, cruzando las fronteras del país perfecto. Para volver al sur. A tu tierra. A tu gente.

 

© Diana Durán, 28 de julio de 2025

 



[1] Estera tradicional japonesa, típicamente hecha de paja de arroz tejida, que se utiliza como piso en casas y edificios japoneses, así como en la práctica de artes marciales como el judo y el karate. 

EN BICICLETA CON EL ABUELO

 


Imagen generada por IA


EN BICICLETA CON EL ABUELO

La abuela preparaba unos sándwiches de pan francés con sus deliciosas milanesas que olían a domingo y afecto. Alistaba, junto al abuelo, las dos Bianchi negras rodado veintinueve. Yo, pequeña, como una equilibrista sobre un caballo metálico. Me ponía el gorro blanco con visera y partíamos rumbo a nuestra excursión desde Soldado de la Independencia hacia el golf.

No había mucho tránsito. El abuelo sabía encontrar rutas que parecían dibujadas por él mismo en su mapa mental. Yo lo admiraba profundamente. Su andar era tan preciso que parecía que la bicicleta obedecía a su pensamiento. Mientras pedaleábamos, entonábamos una canción escolar en griego, que aún resuena como un eco en mi memoria.

Pasábamos por la plaza, esa que hoy está enrejada, estridente, pero que entonces tenía juegos que crujían de alegría, árboles como centinelas verdes, y un tapiz vegetal que parecía hilvanar la sombra. Allí hacíamos una posta breve, como si el césped nos invitara a descansar.

La estación Lisandro de la Torre, antes pequeña y amigable, ahora es un coloso de cemento. Ya no se ve desde allí el “Buenos Aires Lawn Tennis Club”. Desde la plaza, el contraste con las canchas naranjas era una paleta que hoy el cemento borró sin permiso. Donde había juego y sombra, hoy queda ruido y geometría.

Volvíamos a montar las bicis, doblábamos por Olleros hacia la avenida Valentín Alsina, y bordeábamos el Golf de Palermo. Nunca accedíamos. Ese juego de palos brillosos y caddies esclavizados, como decía el abuelo, pertenecía a otra historia, una que no era la nuestra. Observábamos desde afuera, bajo los eucaliptos, buscando entre el pasto alguna pelotita fugitiva. Las encontradas eran guardadas con sigilo, como quien protege un tesoro.

Seguíamos hasta el lago de Palermo, pulmón vivo entre avenidas. La isla del centro me parecía inmensa; imaginaba que Robinson Crusoe se había instalado ahí, rodeado de jacarandás que explotaban en lavanda, y ceibos que ofrecían su rojo en flor. La abuela nos pedía recolectar cápsulas del eucaliptus: pequeños conos leñosos que aromatizaban los inviernos. Los árboles, comprendo ahora, fueron testigo y abrigo de mi infancia.

Nos sentábamos en el césped, extendíamos el mantelito a cuadros que la abuela había preparado en la canasta, y comenzaba el ritual del picnic. Mientras saboreábamos los sándwiches, yo también saboreaba las anécdotas del abuelo, narradas con ese ritmo que hacía del pasado un teatro vivo. Yo tenía unos diez años. Me enseñó el alfabeto griego como si fuera un conjuro: alfa, beta, gama… hasta llegar a omega, la letra final, no sin antes pasar por las graciosas phi, chi, psi, mientras asomaba mi risa.

El abuelo contaba historias. Su infancia en Lesbos, su madre hilando seda a orillas del Mediterráneo, la guerra en Egipto, el barco hacia la Argentina, su encuentro con la abuela en la plaza Garibaldi frente a la Rural. Yo lo escuchaba como quien guarda un mapa, repitiendo cada coordenada de sus memorias. En esa estación Lisandro de la Torre lo imaginaba partir hacia tierras lejanas, y fusionaba mis juegos con sus recuerdos.

El abuelo me acompañaba en los actos escolares, paseábamos por la calle Florida, me compraba vestidos y zapatos. Su traje gris parecía tener memoria propia. Reía fuerte cuando le narraba mis aventuras escolares, y yo pensaba que sus carcajadas podían retumbar en toda la casa.

El abuelo contaba, el abuelo reía, el abuelo me llevaba de la mano.

 

Hoy, mientras escribo, el nudo en la garganta se transforma en un lazo invisible. Belgrano no es solo un barrio; es el mapa emocional de nuestros vagabundeos. Cada rincón conserva algo de su voz, algo de su risa. Algo de mí.


Diana Durán, 21 de julio de 2025

 

 

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

 Imagen generada por IA

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida familiar.

Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y, entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado, galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones, un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia. Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón, donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de sus largos viajes, explicó uno de los padres más interesado por el tema.

El balneario ofrecía un paisaje ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario, ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.

Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates, mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.

Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a su merced. Todo marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.

Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón, dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.

Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos, dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos dónde se metió.

Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró, a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.

La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.

Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron volver a la casa para dar parte a la policía.

Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba, acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez, feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.

Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días recuperándose de la insolación sufrida.

 

 

Mientras Mateo leía las aventuras de Tom Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él, como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.

 

© Diana Durán, 14 de julio de 2025

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN EL BAR OCULTO

 



Victoria Brown Bar. La Nación, 25 de agosto de 2014



Los acontecimientos se produjeron en un bar oculto[1] de la calle Costa Rica al 4800 de Palermo, el Victoria Brown Bar que imitaba las antiguas fábricas de whisky. En la fachada remodelada había un mural que cobraba sentido al reflejar el supuesto romance entre la reina Victoria y el escocés John Brown. Tenía un ambiente cálido, mezcla de ladrillo a la vista, cuero y madera fina; fusión de lo moderno y lo tradicional que invitaba al encuentro y la aventura.

Allí era habitué Lucas que llevaba dos meses solo y lo sentía como una eternidad. No era tanto por la falta de amor, nunca lo había buscado realmente, sino por la ausencia de conquistas que lo animaran. Su ego, hambriento, se marchitaba en esa sequía. Tenía un cuerpo trabajado con disciplina y un rostro de belleza simétrica, casi irritante. Frente despejada, mandíbula firme, y esos ojos grandes que él mismo calificaba de “cazadores”. Caminaba como quien sabe que es observado, y le gusta. Se creía un ícono, un Don Juan moderno, aunque necesitara constantemente que otros se lo confirmaran.

Aquella noche entró al Victoria Brown con un leve malestar, como si el mundo hubiese olvidado su protagonismo. Iba a encontrarse con un amigo, pero llegó antes. Al sentarse, la vio. Una mujer estaba de costado, con cuerpo sensual y cabellera revuelta. Vestida con pantalones ajustados y una remera que dejaba asomar sus pechos. Sintió un chispazo. Al fin un motivo para sentirme otra vez deseado, pensó.

La observó con intensidad. Imaginó el giro súbito de ella, la sorpresa dibujada en el rostro al descubrirlo, el juego de miradas que se iniciaría. Pero nada de eso ocurrió. Pasaban los minutos y ella no se movía, ajena a su existencia. Lucas frunció el ceño. Tiene que haberme visto. ¿Cómo puede...?

Entonces llegó el otro. Un hombre de unos cuarenta, elegante, discreto, con una seguridad que le resultó intolerable. Se sentó junto a ella y la saludó con un beso seco, apenas notable. Lucas los analizó como quien evalúa una obra mal ejecutada. No hay pasión. Apenas palabras. Nada que la retenga.

Fue cuando ocurrió. El hombre la sujetó del brazo, no con violencia, pero con una autoridad que inquietó a Lucas. Ella no reaccionó. Se marcharon poco después, sin mirarlo. Como si él fuese una sombra más del bar.

Pidió un whisky, herido en su autoestima, cuando el azar o el destino hizo que descubriera una nota entre los pies al acomodarse inquieto en la silla. AYUDA, decía, en lápiz labial. El corazón le dio un vuelco. El viejo deseo de protagonismo volvió disfrazado de heroicidad. Esta vez, sin embargo, tenía una causa noble.

Salió del bar en búsqueda de un reconocimiento memorable. Caminó unas cuadras sin ver a la pareja en medio de la noche concurrida de Palermo. Era difícil identificar a alguien. Llamó a la policía. A los pocos minutos llegó el patrullero. Lucas contó los hechos envolviéndolos de dramatismo y describió a la pareja con detalles precisos. No sabía sus nombres, pero podía trazarlos a la perfección e identificar qué gestos delataban al hombre. Estoy haciendo lo correcto, se convenció. Además, tenía la nota. Con eso bastaba, supuso. Los oficiales partieron seguidos de Lucas pues el tránsito era lento ante el gentío que había en el barrio.

Pasada media hora se reencontró con los policías quienes le explicaron que la mujer fue localizada a pocas cuadras del bar, en plaza Armenia. Le relataron que la pareja estaba sentada y abrazada en un banco y la mujer sonreía cuando se acercaron. Se mostraron sorprendidos ante la presencia policial, pero aseguraron muy calmos que eran novios. No dieron demasiadas explicaciones. No eran necesarias frente a la tranquilidad y seguridad demostrada por la mujer. La nota fue tomada con atención, aunque también podía ser una broma. Una broma de muy mal gusto. Le explicaron a Lucas, con cierta ironía, que no había ocurrido nada grave, al menos con esa pareja y que seguirían investigando el tenor del pedido de ayuda. Luego se retiraron.

Él continuó caminando, sin rumbo. El bar ya no era su escenario. Su propio reflejo en una vidriera, le devolvió una expresión que no reconoció. Por primera vez, se sintió fuera del encuadre, deslucido, ridículo. Ni romántico, ni heroico, apenas un espejo roto.



[1]  En 1919, se sanciona la ley Volstead o Ley Seca, para prohibir la venta, importación, exportación, fabricación y el transporte de bebidas alcohólicas en todo Estados Unidos. No prohibía completamente el consumo de alcohol, pero lo hacía muy difícil de adquirir, porque no permitía la manufactura, venta y transporte. Así es como surgen los bares speakeasy, que básicamente eran bares ocultos detrás de la fachada de otro local, donde vendían alcohol fuera de la ley, es decir, a escondidas.

Tomando este concepto, hace unos años surgieron en todo el mundo los nuevos bares ocultos que ya son tendencia en las grandes ciudades, como Buenos Aires. 

                                                             Diana Durán, 29 de junio de 2025

ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

EN EL TÚNEL

 


Eurotúnel


EN EL TÚNEL

       Habíamos planeado el viaje con lujo de detalles porque era la ilusión de nuestras vidas. No sabíamos si podríamos repetirlo más adelante. Elegimos capitales del occidente europeo: Madrid, París y Londres.

Todo había transcurrido de maravillas. Inolvidable la estadía en París. Alquilamos un estudio en el barrio Latino, atractivo y vibrante; bohemio y estudiantil. Con la Universidad de la Sorbona como núcleo histórico y los jardines de Luxemburgo donde nos recreamos entre canteros floridos y estanques cristalinos. Nos sentábamos en cada café aledaño para ver pasar a los parroquianos y conocer sus costumbres. Nos apostábamos frente a la Fuente Guy Lartigue en el Café Saint-Médard y curioseábamos con placer a quienes compraban frutas en la esquina opuesta. Veíamos a otros vecinos portar bolsas de papel con sobresalientes baguettes. Nos sentíamos parisinos, aunque no lo fuéramos. Examinábamos con fascinación la vida cotidiana de un barrio que para nosotros tenía un significado especial porque lo habíamos recorrido en nuestras guías turísticas soñando cada lugar. Caminábamos cada rue, cada avenida. Vagabundeábamos por las estrechas callejuelas adoquinadas hasta conocerlas de memoria. El placer nos envolvía el cuerpo hasta agotarnos, por lo que de noche nos quedábamos tranquilos en el departamento rentado.

 

 

A una semana de disfrute en París, nos queda poco para ir a Londres a través del túnel, famoso por conectar Inglaterra y Francia bajo el canal de la Mancha. El Eurostar nos llevará desde la estación Gare du Nord hasta Saint Pancras en Londres, a través del Eurotúnel. Una cueva segura, me dice Tomás risueño; no llames a la desgracia, le contesto. El cruce solo durará treinta y ocho minutos bajo el mar con un trayecto total de poco más de dos horas a ciento cincuenta kilómetros de velocidad. Estamos seguros de la elección. Ya habíamos viajado desde Barcelona a París en un tren de alta velocidad. Nos espera ahora un cruce fluido y sin interrupciones. No nos vamos a dar ni cuenta del trayecto. Así nos había anticipado la empresa de turismo.

Son cuatrocientos pasajeros, se anuncia por altavoces en Gare du Nord, y agrega las recomendaciones del itinerario. Tomás me dice siento que vamos a ser submarinistas. Me río de su ocurrencia. Es la recompensa, nuestra mayor aventura luego de una larga vida de trabajo, hijos y nietos.

Nos sentamos cómodamente y comienza el recorrido. Admiramos el paisaje exterior de campiñas y pequeños pueblos pintorescos hasta llegar a la costa con dunas y playas en la costa del Canal de la Mancha. Los trenes Eurostar tienen iluminación interior, lo que garantiza una experiencia cómoda en la sección submarina del viaje.

Sabemos que el interior del tren mantiene la presión, aunque nos turba un poco el hecho de dejar de ver el paisaje exterior. Desaparecen la costa y la campiña. Los pasajeros estarán expectantes, pienso. Ninguna ventana con vistas al mar. Una rareza. La sensación física no es grata. Aprieto la mano de Tomás. Sin embargo, no se perciben vibraciones ni cambios bruscos. Advierto un leve temblor en los rieles, pero me parece lógico. Lo más importante es que estaremos en poco tiempo en Londres donde tenemos rentada una casa pequeña en Wanstead, un típico barrio de las afueras londinenses.

A los diez minutos de ingresar al túnel, nos sumergimos en un cosmos desconocido. Todo se oscurese y suena una alarma en el vagón contiguo. Me abalanzo sobre Tomás y aprieto los dientes. Siento el sudor de sus manos y su corazón acelerado. Él permanece más tranquilo. Minutos de zozobra infinita. Vibraciones extrañas, ruido a hierros retorcidos. El tren aparenta haber perdido su estabilidad, corcovea, cruje. El tiempo no pasa. La negrura nos envuelve como en un pozo sin fondo. Luego de minutos de terror, gritos y pedidos de ayuda, se escucha a través de un parlante: señores pasajeros está todo controlado, solo fue una alarma en uno de los vagones y hubo que parar el tren. Les solicitamos que bajen con cuidado pues serán guiados a través del túnel de servicio.

Nuestro viaje de placer concluye. Quién sabe qué nos deparará el recorrido final. La recompensa de tantos años se había convertido en un relato incierto. Si París nos regaló su luz; el túnel nos hundió en la sombra.

Nos sentimos en una negrura incierta como náufragos sin mapa. Vamos caminando a tientas por el túnel auxiliar. No sabemos si Londres nos espera, o si el corredor aún tiene otra historia por contarnos.


© Diana Durán, 9 de junio de 2025

 



EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Imagen generada por IA


EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Verónica ordenaba el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.

La joven tenía dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora, así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.  

En lo más alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo, se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas. Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?

Todo era muy misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos. Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.

Con extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido. No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó, tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

En un rincón del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio, habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó para otro momento la tarea de armar su atelier.

A la noche, todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.

 

© Diana Durán, 2 de junio de 2025

 



LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA

  Martín pescador grande. Fotografía: Héctor Correa Churrinche. Fotografía: Héctor Correa CUADERNO DE LA VIDA NUESTRA Cuando éramos jóvene...