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ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

EN EL TÚNEL

 


Eurotúnel


EN EL TÚNEL

       Habíamos planeado el viaje con lujo de detalles porque era la ilusión de nuestras vidas. No sabíamos si podríamos repetirlo más adelante. Elegimos capitales del occidente europeo: Madrid, París y Londres.

Todo había transcurrido de maravillas. Inolvidable la estadía en París. Alquilamos un estudio en el barrio Latino, atractivo y vibrante; bohemio y estudiantil. Con la Universidad de la Sorbona como núcleo histórico y los jardines de Luxemburgo donde nos recreamos entre canteros floridos y estanques cristalinos. Nos sentábamos en cada café aledaño para ver pasar a los parroquianos y conocer sus costumbres. Nos apostábamos frente a la Fuente Guy Lartigue en el Café Saint-Médard y curioseábamos con placer a quienes compraban frutas en la esquina opuesta. Veíamos a otros vecinos portar bolsas de papel con sobresalientes baguettes. Nos sentíamos parisinos, aunque no lo fuéramos. Examinábamos con fascinación la vida cotidiana de un barrio que para nosotros tenía un significado especial porque lo habíamos recorrido en nuestras guías turísticas soñando cada lugar. Caminábamos cada rue, cada avenida. Vagabundeábamos por las estrechas callejuelas adoquinadas hasta conocerlas de memoria. El placer nos envolvía el cuerpo hasta agotarnos, por lo que de noche nos quedábamos tranquilos en el departamento rentado.

 

 

A una semana de disfrute en París, nos queda poco para ir a Londres a través del túnel, famoso por conectar Inglaterra y Francia bajo el canal de la Mancha. El Eurostar nos llevará desde la estación Gare du Nord hasta Saint Pancras en Londres, a través del Eurotúnel. Una cueva segura, me dice Tomás risueño; no llames a la desgracia, le contesto. El cruce solo durará treinta y ocho minutos bajo el mar con un trayecto total de poco más de dos horas a ciento cincuenta kilómetros de velocidad. Estamos seguros de la elección. Ya habíamos viajado desde Barcelona a París en un tren de alta velocidad. Nos espera ahora un cruce fluido y sin interrupciones. No nos vamos a dar ni cuenta del trayecto. Así nos había anticipado la empresa de turismo.

Son cuatrocientos pasajeros, se anuncia por altavoces en Gare du Nord, y agrega las recomendaciones del itinerario. Tomás me dice siento que vamos a ser submarinistas. Me río de su ocurrencia. Es la recompensa, nuestra mayor aventura luego de una larga vida de trabajo, hijos y nietos.

Nos sentamos cómodamente y comienza el recorrido. Admiramos el paisaje exterior de campiñas y pequeños pueblos pintorescos hasta llegar a la costa con dunas y playas en la costa del Canal de la Mancha. Los trenes Eurostar tienen iluminación interior, lo que garantiza una experiencia cómoda en la sección submarina del viaje.

Sabemos que el interior del tren mantiene la presión, aunque nos turba un poco el hecho de dejar de ver el paisaje exterior. Desaparecen la costa y la campiña. Los pasajeros estarán expectantes, pienso. Ninguna ventana con vistas al mar. Una rareza. La sensación física no es grata. Aprieto la mano de Tomás. Sin embargo, no se perciben vibraciones ni cambios bruscos. Advierto un leve temblor en los rieles, pero me parece lógico. Lo más importante es que estaremos en poco tiempo en Londres donde tenemos rentada una casa pequeña en Wanstead, un típico barrio de las afueras londinenses.

A los diez minutos de ingresar al túnel, nos sumergimos en un cosmos desconocido. Todo se oscurese y suena una alarma en el vagón contiguo. Me abalanzo sobre Tomás y aprieto los dientes. Siento el sudor de sus manos y su corazón acelerado. Él permanece más tranquilo. Minutos de zozobra infinita. Vibraciones extrañas, ruido a hierros retorcidos. El tren aparenta haber perdido su estabilidad, corcovea, cruje. El tiempo no pasa. La negrura nos envuelve como en un pozo sin fondo. Luego de minutos de terror, gritos y pedidos de ayuda, se escucha a través de un parlante: señores pasajeros está todo controlado, solo fue una alarma en uno de los vagones y hubo que parar el tren. Les solicitamos que bajen con cuidado pues serán guiados a través del túnel de servicio.

Nuestro viaje de placer concluye. Quién sabe qué nos deparará el recorrido final. La recompensa de tantos años se había convertido en un relato incierto. Si París nos regaló su luz; el túnel nos hundió en la sombra.

Nos sentimos en una negrura incierta como náufragos sin mapa. Vamos caminando a tientas por el túnel auxiliar. No sabemos si Londres nos espera, o si el corredor aún tiene otra historia por contarnos.


© Diana Durán, 9 de junio de 2025

 



EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Imagen generada por IA


EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Verónica ordenaba el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.

La joven tenía dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora, así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.  

En lo más alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo, se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas. Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?

Todo era muy misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos. Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.

Con extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido. No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó, tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

En un rincón del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio, habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó para otro momento la tarea de armar su atelier.

A la noche, todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.

 

© Diana Durán, 2 de junio de 2025

 



LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

ASCENSO SERRANO

 

 

Cerro Bonsái. Villa Ventana. Foto: Héctor Correa.

ASCENSO SERRANO

 

Todos los años Javier y yo encaramos la aventura de escalar distintas serranías de la comarca.

El sendero más difícil nos llevará con lentitud a la cima de la sierra desde donde admiraremos el valle y su colorido ajedrez de cultivos y pastizales. Serán nuestros desafío y recompensa estivales.

 

Dividimos en varias etapas el ascenso. En la primera, divisamos un conjunto de cabañas aisladas tras la colina y el viejo castillo en ruinas de una aristocrática familia. El río escurre divagante sus aguas cristalinas y los rectilíneos caminos se bifurcan irregulares cuando llegan al pie de la siguiente serranía. En el tramo posterior, descubrimos con sorpresa el cono forestado al que nombran cerro "Bonsái" por su simétrica pequeñez. Luego de tomar algunas fotografías, escalamos los balcones rocosos que asoman quebrados en la ladera serrana.

Admiramos el paso receloso de un bello zorro platinado y la elegancia de un chiflón de agudo pico rosado y despeinado penacho. Bajo la sombra de unos solitarios espinillos reposan tres búfalos que ni se inmutan y nos miran displicentes, moviendo de lado a lado sus lentas cabezas.

No falta mucho para llegar a lo alto de la sierra. El esfuerzo nos demuestra nuestra destreza y arrojo. Estamos orgullosos de la travesía.

Llegamos casi a la cumbre cuando unas nubes bajas y oscuras nos impiden ver la última parte del itinerario. A los pocos minutos se despejan y nos damos cuenta de que estamos perdidos en tierras desconocidas, abandonados a nuestra inesperada suerte.

La selva que nos rodea es tan densa que no nos permite ver la luz del sol y tan húmeda que la transpiración nos obliga a despojarnos de nuestras camperas y colgarlas de unas lianas para continuar el camino entre helechos gigantes y arbustos entrelazados. Desconocemos el entorno, más parecido al sur andino que a la comarca serrana.

En el afán de buscar un poco de luz en la oscuridad nos internamos aún más en la espesura incógnita. Entonces escuchamos unos rugidos aterradores. No sabemos de qué animales salvajes se trata. Corremos y corremos uno detrás del otro, tropezándonos y levantándonos varias veces para no ser devorados por las bestias que nos acechan. Nos lastimamos con ramas salientes y troncos caídos. Aceleramos sin freno la carrera pues vamos a ser atrapados ya que los gruñidos arrecian.

Gritamos desesperados por ayuda y nadie nos escucha. Abrazados nos dejamos caer por un desfiladero de rocas sin saber adónde nos lleva.

El estrepitoso descenso nos devuelve como en un hechizo al tranquilo paisaje serrano inicial. Estamos ilesos, libres de las aterradoras circunstancias vividas. Nos abrazamos desconcertados. Javier me pregunta, ¿dónde habrán quedado nuestras camperas? Nunca lo sabremos, un nuevo ascenso sería impensado.

 

© Diana Durán, 30 de abril de 2025


VIAJE AL PARAISO

 


La casona de Manuel Mujica Láinez en Cruz Chica, cercana a la Cumbre. Cristina Borrajo. Google Maps

VIAJE AL PARAISO

El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y se escapan, monótonas, como siempre: Ve, sigue, sigue tu camino…

Manuel Mujica Láinez. El vagamundo. En Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana. 1975

Múltiples elecciones tomé en la vida, pero, entre ellas, cómo y dónde vivir fueron dominantes. Siempre estuve seguro sobre la profesión; elegí la ingeniería antes de egresar del secundario y, dentro de ese campo, la agronómica. Quería estar en contacto con la naturaleza, el suelo, el campo, la producción y mejorar la situación de mis ancestros.

Nací en Córdoba, provincia gran productora de cereales, granos y oleaginosas; pero también agro tecnológica por excelencia. Villa María, mi ciudad natal, es un centro clave de la producción agrícola y ganadera, y también cuenta con instituciones que impulsan el desarrollo tecnológico y la innovación en la región. Estudié la carrera en la Universidad Nacional de Villa María y, al poco tiempo, me convertí en parte de ese engranaje fatídico que convirtió la tierra en una mercancía barata.

No me costó encontrar trabajo. En un principio actué en asesorías para empresas agropecuarias. Luego tuve tanto trabajo como el que podía abarcar en mi afán de alcanzar la seguridad económica de manera temprana.

Venía de una familia de chacareros que la habían yugado. Yo no quería eso y pude diferenciarme de las manos rugosas y lastimadas de mi padre de tanto cosechar y de la espalda encorvada de mi madre por trabajar en la huerta. Gracias a su sacrificio pude ser profesional.

Me casé con una compañera de colegio, Mirna, bella como pocas. Tuvimos dos hijos, Camila y Martín, a quienes a pesar de que los adoraba, no los veía mucho, dado mi eterno trajinar por campos y ciudades del pujante sudeste cordobés. Me convertí en parte de un sistema para el que la tierra era una mercancía, pero nunca pensé que me conduciría a la tragedia. Mi esposa falleció joven, demasiado joven, debido a una leucemia por exposición a los agroquímicos en algún momento de su primera infancia. Ella también era hija de chacareros. Por entonces, los chicos estaban estudiando en Córdoba capital y se arreglaban solos. Allí quedaron.

Quise renunciar a toda esa maquinaria maldita. Me sentía parte del mecanismo que había enfermado a Mirna. Las grandes llanuras de la Argentina se habían transformado durante décadas de agricultura y ganadería intensivas e industriales, sumadas a la crisis climática y grandes catástrofes. Se sufrían inundaciones por torrenciales lluvias, más allá de lo que los suelos podían absorber; y sequías o épocas de déficit en que éstos se resquebrajaban cual desiertos de zonas áridas. Los pueblos rurales de la región núcleo pampeana fueron despoblándose. Quedaban bajo el control de las corporaciones que tenían capitales y tecnología para seguir sacándole el jugo. Podría haber continuado en mi lugar tratando de enfrentar los riesgos, pero sentía una culpa insalvable.

No expliqué mucho a mis hijos, ellos sabían de mi necesidad de cambio, de alejarme del lugar que me había causado tanta tristeza. Camila me había dicho está bien papá, si es lo que querés de tu vida, hacelo, con un dejo de melancolía. Tal vez recordaba a su madre y me reprochaba con razón que abandonara el hogar compartido. Martín solo había expresado sin demasiado interés, dale viejo, comprendo tu situación, encará lo tuyo. Él era el mimado de su madre, entendí su desdén. Las palabras de Camila me dejaron un sabor amargo que llevé conmigo. Era el eco de un reproche que, aunque silencioso, pesaba como mármol. Y las de Martín, breves e indiferentes, me dolieron mucho porque confirmaban que su herida era más honda de lo que él podía admitir.

Así fue como viajé a La Cumbre en el valle de Punilla, sin dar demasiadas explicaciones a ellos, a mis amistades y compañeros de trabajo. Un lugar donde pensé encontrar sosiego y olvido.

Era una ciudad que reflejaba el legado de los inmigrantes británicos que llegaron a comienzos del siglo XX. Cerca estaba Cuchi Corral, un acantilado con vista panorámica del valle del río Pintos y otros paisajes únicos. La ciudad combinaba elegancia, naturaleza y una oferta cultural interesante. El clima serrano, las casonas de estilo inglés y el ambiente tranquilo sumado a la cantidad de actividades al aire libre me ofrecían un ámbito ideal para superar mi angustia. Vagué por los arroyos, escalé serranías, visité muchas veces el museo “El Paraíso” de Mujica Lainez, con su repujado estilo colonial. Leí con fascinación la obra de Manucho. Comparaba su vida con mi cambio por la calma serrana, aunque no tenía objetos preciados que atesorar. Me identifiqué con él a pesar de nuestros opuestos orígenes. Yo no tenía nada que ver con la burguesía de su época, pero por alguna razón esa forma de vida me atraía. Al final de ese primer recorrido me encontré tan triste como al principio. No tuve sosiego, extrañaba a Camila y Martín quienes no se contactaban mucho, tal vez resentidos por mi súbita decisión.

Había comprado una cabaña sencilla en Cruz Chica, donde residí, cerca de El Paraíso donde vivió el escritor.  Inspirado por ese lugar mágico decidí virar el derrotero y edificar un complejo de cabañas para administrar. Descubrí un nuevo mundo lejos de maquinarias y mieses. Comencé a recuperarme mientras veía erigir las construcciones en el entorno del paisaje ondulado. Tras terminar cada una, caía un estrato de mi depresión.

Poco a poco, me alejé de la tristeza en esa bendita tierra serrana. Un día Camila me expresó a la distancia, pues nunca me habían visitado, su contento por la decisión. Papá, qué buena idea, ya iremos a verte. Martín, más lejano, opinó escueto, viejo, buena inversión. La medida de la separación continuaba firme entre ellos y yo.

Un verano, bastante tiempo después, los vi llegar a todos, a mis hijos con sus parejas y, con gran sorpresa, a mi pequeño nieto, hijo de Camila, a quien no había conocido. Algo sucedió, inesperado. El verlos iluminó mi vida mucho más que el entorno verde y el cielo diáfano que circundaban las cabañas. Todo les encantó y disfrutaron de lo que podían hacer, pero estoy seguro de que el reencuentro familiar fue, finalmente, lo más significativo para ellos. Mucho más para mí.

Desde entonces los veo florecer cada verano sin prisa y sin culpas. También los visito. Lo que había sido escape se transformó en redención.

© Diana Durán, 14 de abril de 2025

 

LA REVANCHA CULINARIA DE DOS PUEBLOS

 







Imágenes generadas por IA



LA REVANCHA CULINARIA DE DOS PUEBLOS

 

Eran dos pueblos lindantes en la llanura entre serranías pampeanas. Uno se llamaba Nueva Sevilla porque sus pobladores habían llegado en el siglo XIX desde las estrechas tierras del Guadalquivir y, si bien se afincaron en el vasto suelo argentino, no renegaban de sus ancestros y habían logrado implantar olivos, además del girasol típico de la zona. El otro se denominaba Torino, como la capital de la región piamontesa italiana. Poseía mayor tradición cerealera y, aunque a sus pobladores les gustaba cultivar la vid, no habían encontrado en la región pampeana condiciones que se igualaran a la llanura del Po.

Las poblaciones tenían no más de cinco mil habitantes cada una. Los andaluces y sus descendientes eran cálidos, alegres y hospitalarios; los piamonteses, conocidos por su carácter laborioso, reservado y perseverante; duros trabajadores.

Los poblados distaban a veinte kilómetros, poco para las distancias de la llanura, lo que los había llevado a una frecuente interacción social a pesar de los distintos orígenes. Muchas familias se relacionaron, fueron integrándose con el correr del tiempo y tuvieron influencia en las costumbres locales.

Una de ellas era el fanatismo por el fútbol. El “Inter Sport” era el equipo principal de Torino y el “Andalucía Fútbol Club” de la Nueva Sevilla. Además de los consabidos campeonatos locales, ambos equipos se enfrentaban al iniciar la primavera durante el Día del Inmigrante, el torneo regional que era la competencia del año. La costumbre local incluía la degustación de comidas propias de cada cultura y el trasiego incesante entre uno y otro lugar. En el caso de la Nueva Sevilla, cocinaban gazpacho[1], pescado frito, guiso de garbanzos y preparaban deliciosos fiambres. Los de Turín cocían bagna cauda[2], exquisitas pastas y el famoso vitel toné de origen piamontés.

Todo era alegría durante esa jornada a la que asistían los hinchas de los equipos y se sumaba gran parte de ambos pueblos. El evento alternaba un año en una localidad y al siguiente en la otra. Fútbol más feria convertían la tranquilidad habitual en una celebración de rivalidades deportivas y culinarias que eran muy esperadas y transcurrían de manera bulliciosa, pero pacífica.

Ese año le había tocado ganar al Inter de Torino en un partido que culminó con el festín consabido en la plaza central.

Durante la temporada siguiente los ánimos estaban bastante caídos. Las magras cosechas por las sequías habían predispuesto mal a las poblaciones de ambas localidades. Nueva Sevilla era el anfitrión. Si bien no había mucho dinero, se destinó lo necesario para concretar la fiesta.

El partido comenzaría a las diez de la mañana con la finalidad de que culminara a la hora del inicio de los festejos y del variado almuerzo en los stands de comidas tradicionales de los que participaban los dos pueblos.

A mitad del primer tiempo se armó la batahola. El centro delantero del Andalucía Fútbol Club en un ataque que iba camino al gol fue cruzado con violencia por un zaguero del Inter, por lo que el primero cayó tan mal que se fracturó el tobillo. La reacción de los sevillanos fue violenta y derivó en empujones e insultos entre ambos equipos. El público que estaba ansioso de que terminara el partido silbaba y vociferaba, pero el asunto no pasó a mayores. El Festival del Inmigrante pudo comenzar con cierta normalidad, aunque los ánimos quedaron caldeados.

Al año siguiente llegó la revancha futbolera. Todo iba bien hasta que el mismo defensor del Inter volvió a agredir, esta vez a un jugador central del Sevilla quien reaccionó a golpes de puño y todo el equipo se trenzó en una riña salvaje. El público local muy exaltado saltó los alambrados y respondió con golpes y patadas. El partido se suspendió, pero las disputas continuaron afuera del estadio.

El evento central empezó cuando los ánimos se sosegaron con los discursos de cortesía de los dos intendentes que anunciaron el fin de la sequía y la promesa de buenas cosechas. Sin embargo, apenas terminó la ceremonia sobrevino la revancha. Los sevillanos comenzaron a lanzar guiso de garbanzos y pescado frito contra los stands de los feriantes y visitantes piamonteses quienes, al mismo tiempo, arrojaban anchoas con verduras y vitel toné a todo descendiente andaluz que encontraban a su paso. No quedó local ni persona limpia. Todo terminó en una masa informe de diversos platos de comidas típicas que habían sido preparadas con afán por los cocineros de los dos pueblos.

Por años no se repitió el Festival del Inmigrante y cuentan que todavía las paredes de Torino muestran los resabios de aquella fiesta inolvidable.

 

 

 



[1] Plato típico como sopa fría cuyo ingrediente principal es el tomate.

[2] Salsa caliente en base de anchoas servidas con verduras.


© Diana Durán, 7 de abril de 2025

UN EXTRAÑO VIAJE AL VIEJO MUNDO

 



La Conciergerie. París. Street View



UN EXTRAÑO VIAJE AL VIEJO MUNDO

 

Estudio mucho, demasiado. La materia es “Turismo de Europa”. Menuda cantidad de datos tengo que memorizar: países, capitales, paisajes, ciudades y luego, regiones, transportes, hotelería, itinerarios y atractivos turísticos.

El esfuerzo es supremo, pero “sarna con gusto no pica”, como dice mi abuela Antonieta, mientras me ofrece unas deliciosas croquetas de arroz que yo como con voracidad inusitada; un poco por hambre y otro por la ansiedad ante el examen que se avecina.

Es principios de febrero y la evaluación será los primeros días de marzo. Tengo intenciones de prepararla durante lo que queda del mes. Ya están aprobados el resto de los finales en diciembre y solo resta la asignatura que más me gusta para terminar tercer año. Luego, un año para obtener el título de Guía de Turismo.

Sueño con ser profesional de alguna agencia reconocida y proponer recorridos atrayentes y novedosos a la clientela. Imagino lo que significaría la posibilidad de viajar a los destinos más fascinantes del viejo continente.

El último trabajo consistió en el diseño de un recorrido por países europeos. Según mis propios anhelos proyecté con gran detalle a través de España, Francia y el Reino Unido. Todo va “en coche”, como comenta la abuela que me ahora atiborra de masitas con formas de eses y trenzas.

Son las doce y media de la noche y aunque estoy bastante cansada, puedo seguir un poco más. El examen se iniciará con la exposición de la monografía turística. Decido practicarla ante el gran espejo dorado de la habitación de huéspedes que en realidad es mi habitación en la casa de los abuelos. Yo soy la única que la uso. La abuela se va a dormir.

Comienzo el relato en voz alta con seguridad, lo sé de memoria. Explico a modo de simulación el arribo del grupo de diez turistas de la tercera edad al aeropuerto de Barajas, a doce kilómetros de Madrid; el transporte en minivans al hotel Cortezo, en las cercanías de la estación de Atocha, para luego de tres días de estadía, hacer las excursiones en tren de alta velocidad a Barcelona y Sevilla. Continúo con entusiasmo la narración de la visita al Paseo del Prado y el Museo homónimo que nos llevaría toda la mañana. La caminata posterior al almuerzo consistiría en un paseo de compras por la Gran Vía en el centro de Madrid.

Me siento confundida sobre el itinerario que yo misma diseñé. Súbitamente comienzo a vivenciarlo el relato. Ya no estoy en Madrid sino en Barcelona. A pesar de haber bajado en Barajas, el paisaje me remite a lo que estudié sobre la Rambla, la Pedrera de Gaudí, el Barrio Gótico y la Basílica de la Sagrada Familia. Advierto que la delegación denota nerviosismo pues no entienden por qué yo les relato los atractivos madrileños si, según ellos, estamos en Cataluña. Entonces, se dirigen a mí con ofuscación y me dicen. Señorita, señorita esto no es lo estipulado, nos hemos salteado una ciudad, estamos en Barcelona y usted se está refiriendo a Madrid, que pasamos de largo. No puede engañarnos así. Me refriego los ojos y trato de serenarme, pero continúo la explicación de las obras de Velázquez, el Greco, Goya y Tiziano. Incluso me detengo con detalle sobre la muestra de los bocetos en tinta negra y papel rugoso de Rubens del Museo del Prado.

A través de los resplandores borrosos del espejo de mi habitación puedo ver a los turistas cada vez más alterados. Usted es la guía, no puede confundirnos con lo que contemplamos, ni más ni menos los genios clásicos del Museo del Louvre consagrado a la arqueología y las artes decorativas anteriores al impresionismo, me increpa un señor que parece muy culto y refinado. El contingente está muy molesto con el calor de París, inusual para el mes de febrero. Caminan lento convencidos de que nos acercamos a la aglomeración de visitantes que se apretujan para admirar la célebre Gioconda de Leonardo Da Vinci. Cada vez más confusa, solo deseo que la abuela Antonieta me salve de la situación con alguna de sus frases consabidas, "ay, querida, no te hagas malasangre, todo pasa".

Trato de volver en mí con un esfuerzo sobrehumano para recuperar el raciocinio, pero no lo logro. De golpe y porrazo ya no estamos en el Louvre, sino que nos habíamos trasladado a los Campos Elíseos, mientras yo explico que son el símbolo de la capital francesa, una de las avenidas más famosas del mundo y que nuestro destino es el Arco de Triunfo y la Tour Eiffel. Mientras comento el carácter lujoso de la avenida reparo con gran sorpresa que se aproxima un impresionante desfile militar. Es el del 14 de julio y que, en medio de los fuegos artificiales y de la muchedumbre, se aleja mi grupo de turistas. Queda solo la pareja más añosa quién decide abandonarme, con la excusa de que el resto ya me descartó como guía de turismo. Todo es una locura porque el hombre mayor me advierte que el contingente está de camino al London Bridge sobre el Támesis y que ya ha visitado la Torre de Londres y el complejo de edificios rodeados de muros defensivos y un notable foso.

Todos desaparecen, también el desfile y la muchedumbre. Comienzo a sudar y tener escalofríos. Quedo sola y aterrada en medio de París, cerca de la Conciergerie en la Isla de la Cité. Estoy encerrada en una prisión. Es la época de María Antonieta. Me encuentro en la antecámara de mi propia muerte.

 

© Diana Durán, 29 de marzo de 2025

    

 

 

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