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EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS
Verónica ordenaba
el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar
allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que
el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca
quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.
La joven tenía
dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la
caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora,
así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas
desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar
inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo
y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara
flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que
tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al
espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el
mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.
En lo más
alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que
no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó
una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja
subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas
consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo,
se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y
negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un
caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas
repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica
pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para
observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era
un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la
cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una
mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a
orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la
fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó
en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo
paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda
mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el
abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy
enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del
casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum
de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían
sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos
personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una
princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la
tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus
hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e
pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de
niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el
cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón
corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de
cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían
en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de
colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las
que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas.
Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos
parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en
paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados
de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció
en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en
ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos,
azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes
eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas
de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?
Todo era muy
misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió
miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa
ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos.
Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron
moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron
a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.
Con
extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido.
No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada
tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la
cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con
lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes
ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven
insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó,
tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y
volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.
En un rincón
del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio,
habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por
arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció
y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó
para otro momento la tarea de armar su atelier.
A la noche,
todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había
tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban
rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos
y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.
© Diana Durán, 2
de junio de 2025