EN EL JARDÍN DE SIEMPRE
El jardín era para Josefina especial,
único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego
como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había
tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía
hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado
sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas
de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole
ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con
los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.
Transcurrieron en ese
pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los
más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas
y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama
el cielo” (1).
Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su
vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques
y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos
frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues
al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción
esmeralda donde estar en contacto con la tierra.
Era feliz arreglando el
jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su
abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera
nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado
con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos
valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.
Ella misma creó, en sus días
de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones.
Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían
sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en
príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos
otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos
pues jamás publicó nada.
En los días tristes salió a
ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se
consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y
sencilla.
Una
tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de
mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son,
tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a
la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay
nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus
primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede
contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.
Mira
a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria
en un codo del pino. Está terminado con ramitas y
plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando
sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el
calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su
bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín,
el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.
Esa
mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea
estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los
viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el
sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre,
pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán
al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene
libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita
arrullada por el canto de las calandrias y reposa.
No
volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi
todas las tardes salía a disfrutar del sol.
©
Diana Durán, 28 de octubre de 2024
(1) Jorge
Luis Borges. Un patio.
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