El Patronato cerca de Calderón. Fotografía: Héctor Correa
ESTACIÓN
FANTASMA
Cuando volví a Calderón, después
de veinte años, el silencio me recibió junto a la atmósfera del pasado. La
estación seguía ahí, muda, con los rieles oxidados, sucia y olvidada. Hasta
había una familia que la había ocupado y una chanchería en una especie de
galpón. El paisaje daba lástima.
Caminé hasta la laguna. Las
copetonas se espantaron a mi paso. El edificio del Patronato emergía en el
campo como un recuerdo desdichado. Las paredes de ladrillo, resquebrajadas,
casi demolidas por el abandono y la desidia, aún guardaban el eco de ochenta y
cinco voces infantiles. Un pasado triste sobre el que los chicos escribían
cartas nunca enviadas, con dibujos de trenes que los sacaran de ahí, del
maldito encierro.
Desolado, caminé hacia la Escuela
N° 6, donde aprendí a leer y escribir. Sabía por las noticias locales que allí quedaban
solo nueve alumnos. Los vi salir al recreo como si fueran los últimos
habitantes de un lugar condenado a desaparecer.
Calderón había tenido una planta
de agua mineral, una estafeta postal, varios almacenes y muchas casas. Ahora solo
soportaban el paso del tiempo un criadero de pollos, una siembra de champiñones
y veinte almas que aún resistían la decadencia y el olvido. Leí en un diario digital
que el intendente de Rosales iba cada tanto para inaugurar el ciclo lectivo y,
en esas ocasiones, plantaba acacias y promesas. Pero las acacias no crecían, y
las promesas se olvidaban.
Yo también me había ido junto a
mi familia. Sin embargo, esta vez había vuelto para conservar mi memoria. Porque hay
estaciones que, aunque nadie las nombre, siguen allí, a la espera de que
alguien regrese a visitarlas.
Volví para recordar las épocas cuando
los tres vivíamos en Calderón: mi papá, mi mamá y yo, en una vivienda
perteneciente a la estación del ferrocarril. Era una casa
modesta, pero allí había pasado una infancia feliz. Desde la ventana del
comedor se divisaba la vía, y cada vez que el tren asomaba por el horizonte, mi
papá se ponía su gorra y salía a recibirlo. Era el jefe de estación. Llevaba el
uniforme con una dignidad que yo no entendía del todo, aunque me llenaba de
orgullo. Mi mamá preparaba el mate mientras él se ajustaba la gorra y revisaba
el reloj de bolsillo. El tren no esperaba a nadie, decía, pero él siempre
esperaba al tren. Evoqué el techo al crujir cuando arreciaba el pampero.
Yo
jugaba entre los durmientes, recogía piedras y soñaba con viajar. A veces me
dejaban subir a la cabina y saludaba con orgullo a los pasajeros. Me sentía
parte, lo era…
Cuando
cerraron la estación fue como si nos hubieran arrancado el alma. Mi papá no
dijo nada. Guardó el uniforme, cerró la persiana del comedor y dejó de mirar
por la ventana.
Nos
fuimos poco después. Como tantos. Como todas las familias ferroviarias de las
estaciones donde no pasaba más el tren. No hubo resistencia. “Ramal que para,
ramal que cierra”, había dicho un presidente. Pero hay trenes y estaciones que
no se olvidan; y pueblos que, aunque parezcan fantasmas, siguen esperando que
alguien los visite o al menos los nombre.
Durante
mucho tiempo escuché el silbato en las noches ventosas, continué viendo la luz
del tren cuando arribaba a la estación y recordé mi escuela. Supe que todavía tenía
alumnos, muy pocos, pero los había.
Entré
a la escuela como quien vuelve a una casa que fue suya. El pasillo olía a tiza
y humedad. En el aula multigrado, una mujer de pelo blanco acomodaba cuadernos
en una estantería de metal. ¿Usted es…? preguntó, sin levantar la vista.
El hijo del jefe de la estación, respondí con melancolía. Entonces se
volvió hacia mí muy despacio, como si el tiempo le pesara. Su papá era el
alma de la estación; siempre llegaba unos minutos antes que el tren. Me
ofreció un mate y me hizo sentar en el viejo pupitre de madera. Cuando
cerraron la estación fue como si nos pararan el reloj del pueblo; ya no
sabíamos si era lunes o domingo; su padre dejó de venir; y su mamá, que traía
tortas para los actos, tampoco volvió. Nos fuimos como tantos. Sí como tantos,
pero su padre dejó algo; déjeme que lo busque. La maestra se levantó y
caminó lento hacia el armario de metal de donde sacó una caja de cartón. Esto
es muy importante; la encontró un alumno en el galpón de la estación. La
abrí despacio. Adentro había un silbato, una gorra azul marino y un
cuaderno con anotaciones de horarios; nombres de trenes, fechas; hasta puntillosos
datos meteorológicos. Según mi padre cada tren traía historias y había que
anotarlas para que no se perdieran. Me quedé en silencio. En el patio, el
bullicio de unos pocos chicos que correteaban. ¿Y usted, qué vino a buscar?
Vine a recordar, respondí bajito; entonces, llevé la caja, continente de
recuerdos.
Esa
noche me quedé en un hotel de Punta Alta, cabecera del partido de Coronel
Rosales al que pertenece Calderón. La caja con los recuerdos estaba sobre la
mesa. Afuera, el viento soplaba como siempre y hacía crujir los techos.
Entonces
escuché el silbato, primero fue un rumor lejano; después, claro, agudo, hasta
estridente. Cerré los ojos. Imaginé a mi padre ajustándose la gorra, a mi madre
cebando el mate y a mí saludando desde la cabina. El tren pasó. No lo vi, pero
lo sentí, como si no hiciera falta verlo para saber que todavía recorría los
rieles abandonados.
Saqué
el viejo cuaderno de la caja y escribí en la última hoja amarillenta. “Fecha: 9
de noviembre. Tren: fantasma. Hora: 3:17. Tiempo: viento del sur”. Escribí
debajo de mi firma, “hijo del jefe de la estación Calderón”. Porque hay estaciones
que no se olvidan e hijos que vuelven para evocarlas.
©
Diana Durán, 9 de noviembre de 2025
Copetonas en Calderón. Héctor Correa






