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EL NORTE EN LA PIEL

 


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EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

LA URRACA Y LOS GEÓGRAFOS

 


Paisaje misionero desde la cabaña. Foto: Diana Durán



La urraca. Foto: Diana Durán


LA URRACA Y LOS GEÓGRAFOS

La selva respiraba. Bajo el dosel del Pino Paraná, una urraca bulliciosa de pecho amarillo vibraba como un presagio. Su copete aterciopelado se erizaba con cada ráfaga, y sus cejas liláceas parecían dos arcos suspendidos en el aire. El dorso negro, brillante como azabache, se fundía con las sombras. Volaba bajo, rasante, sobre los yerbatales que tanto amaba, como si vigilara algo más que a los insectos.

Cuatro geógrafos, aún con el polvo rojo en las zapatillas, se instalaron en una encantadora cabaña de madera. Lo hicieron luego de recorrer el conjunto jesuítico guaraní de Santa Ana y el parque temático de La Cruz, donde el eje monumental de ochenta y dos metros les había revelado un tapiz de timboes, cedros y lapachos rosados. Dos de los jóvenes, hijos de Misiones, habían guiado con la naturalidad de quien conoce los secretos del monte. Las otras dos, del sur bonaerense, caminaban con ojos asombrados, como si el verdor les hablara en un idioma nuevo.

La misión de Santa Ana los había envuelto. Las ruinas emergían como esqueletos de piedra entre la vegetación selvática. La historia se filtraba por las grietas, y la atmósfera parecía tener siglos. El sonido envolvente los llevó a imaginar rituales, cantos, fugas. El suelo rojo, húmedo y ancestral, parecía guardar leyendas que aún no se habían contado. Me siento transportada por completo a la época de las misiones, dijo Alejandra, con la voz entrecortada por la emoción. Es lo que ocurre aquí; este lugar no solo conserva piedras, conserva memorias, respondió Luis, bajando el volumen de la música de La Misión. Me imagino los cantos guaraníes mezclándose con los rezos; los silencios también, comentó Lucía. Son los silencios que quedaron cuando todo terminó, replicó Rosa, conocedora de la historia misionera; mi abuela decía que el monte guarda lo que no se puede decir, agregó como si hablara para sí.

Un graznido áspero interrumpió la caminata. ¿Escucharon eso? preguntó Alejandra, deteniéndose súbita. Ese “tcha-tcha-tcha”, parece que nos sigue, dijo Lucía, inquieta; me suena a pájaro de mal agüero. No te preocupes, respondió la geógrafa misionera; en China, su canto anuncia buena fortuna; quizás aquí también. O quizá nos está contando algo que todavía no entendemos, añadió Luis.

El grupo siguió caminando, pero algo había cambiado. La selva ya no era solo belleza: tenía algo de misterio.

Al atardecer, instalados en el balcón de la cabaña, el canto regresó. Esta vez más cerca. Alejandra se levantó, exploró el ramaje y la vio. Creo que es la misma urraca que vimos en la misión; miren qué bella, exclamó, y leyó en su guía: se alimenta de insectos, reptiles, pichones y tiene habilidad para manipular objetos. La última descripción parecía más humana que animal.

La urraca volvió a cantar, esta vez con un tono más agudo, casi metálico. El eco rebotó entre los árboles como una señal cifrada. Lucía expresó ese canto... ahora sí me da miedo. No es miedo, dijo Rosa, sin apartar la vista del follaje; es memoria, la selva recuerda.

La mañana siguiente fue una sucesión de cristalinos saltos de agua que los refrescaron. Los yerbatales evocaron para los cuatro amigos un símbolo de la amistad. El encuentro con mujeres guaraníes bajo techos de ramas les permitió llevarse recuerdos de tradición local hechos en madera: coatíes, yaguaretés, tapires; y hermosos canastos tejidos. Un paisaje inolvidable completó la exuberancia del día anterior.

Al atardecer comenzó el regreso a Posadas. El auto aceleró su marcha más de lo debido. No vayas tan rápido, rogó Alejandra, mientras los cuatro saltaron bruscamente por culpa de un lomo de burro que el conductor no llegó a ver. Las bandas amarillas dobles se sobrepasaron sin ser advertidas. Apenas cruzaron la rotonda, la policía los detuvo en plena ruta, pero pudieron seguir luego de convincentes súplicas. 

Es culpa de la urraca, aseveró en el tramo final Lucía. No; nos salvó; nos advirtió, corrigió Rosa. O nos puso a prueba, agregó Luis, encendiendo el GPS. Y nos dejó su canto como señal, cerró Alejandra, mientras la noche envolvía el camino. Los amigos volvieron sanos y salvos.

La urraca no volvió a cantar, pero su eco quedó suspendido, como una nota final de advertencia.


© Diana Durán, 8 de setiembre de 2025

Dedicado a mis queridos colegas que nos acompañaron por tierra misionera (Sergio, Rosana y Albina)

EL BOSQUE NOS HABLÓ

 


EL BOSQUE NOS HABLÓ

    Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. No lo entiendo. ¿Dónde empezó el calvario?

 

    Cañas colihues, lianas, bosques de pehuenes. La nieve coronaba las cumbres y el camino se volvía acantilado. Las araucarias se aferraban a las rocas en los lugares más inconcebibles, como vigías silenciosos. El paisaje era único: manchones de nieve, lengas retorcidas en banderita, los Andes marcando el límite con el angosto Chile.

  Podríamos cruzar por el paso de Pino Hachado, le propuse. Y encontrarnos con los volcanes simétricos que tanto te gustan, me respondió Mateo, con sonrisa cómplice. Mejor sigamos nuestro itinerario inicial, es más seguro, agregó mi querido.

  Después de explorar el espectáculo ruinoso, partimos hacia Villa Pehuenia. Nos instalamos en la Posada La Escondida, con vistas al lago Aluminé. Cada mañana caminábamos por el sendero Los Coihues hasta la punta de la península, admirados de tanta belleza. Fotografiábamos gaviotas capuchinas, el agua quieta, el cielo abierto.

    Al tercer día decidimos subir al volcán Batea Mahuida. Queríamos ver la laguna que lo cubre desde la cima. El jeep de la excursión se empinó casi vertical. ¡Agarrate fuerte!, me dijo Mateo. Me da vértigo, pero también emoción, le respondí abrazándolo. Bajamos en el último tramo más difícil. Con esfuerzo subimos por la ladera hasta el borde del cráter. El volcán parecía rugir, la laguna burbujear. No estaba apagado. ¿Puede hacer erupción?, pregunté inquieta. No lo creo... pero no yace dormido, nos explicó el guía, atisbando el cráter. Durante el descenso, nos señaló las vertientes que serpenteaban en la aridez. Son arroyuelos nacientes que confluyen en el Aluminé, explicó. De noche ya en el hotel reflexionamos sobre la potencia y los contrastes de la naturaleza. También sobre sus peligros, pero nuestra juventud nos tornaba aventureros.

    Al día siguiente salimos solos. Queríamos sumergirnos en el bosque y fotografiar aves. Llevábamos largavistas y cámara. Caminábamos lento y oteábamos curiosos el paisaje de la península, el lago a ambos lados y pequeñas playas rocosas en las escotaduras. Este lugar parece inventado, una pintura, le dije a Mateo quien apenas asintió, concentrado en el avistaje.

    Armamos un pequeño campamento. Antes, habíamos atravesado un cañaveral florecido, raro de ver, mezclado con los alerces y coihues. La fiesta fue divisar aves de todo tipo, hasta un carpintero gigante negro con cabeza roja. Al volver entre las cañas, sentimos un olor fuerte y penetrante. ¡Corré, vi la sombra de un ratón, puede haber muchos!, advirtió Mateo. Nos apresuramos hasta que el aire se tornó limpio.

    A la mañana siguiente decidimos quedarnos cerca del hotel. Nos esperaba un regreso largo: más de mil kilómetros atravesando los arcos de Patagónides[1], el Alto Valle frutal y, finalmente, las rectas interminables hacia la ciudad.

    Pasaron dos semanas. Mateo empezó a sentirse engripado: fiebre, dolores musculares, fatiga. Lo atribuimos al esfuerzo, al viento del cráter. Pero los días avanzaron y su respiración se volvió pesada, como si algo raro lo invadiera por dentro. Mateo jadeaba. La fiebre no disminuía. Concurrimos al hospital de urgencia. En la sala blanca, el bosque parecía un recuerdo lejano. Pensé que había sido el volcán que emitía gases contaminantes.

 

    Los médicos me dicen que tiene hantavirus. No les creo. Me hablan de una infección que podía incubarse durante ocho semanas. Recuerdo el cañaveral. Entonces pienso. ¿Dónde fue? ¿El bosque nos engañó con su belleza maldita? ¿Dónde empezó? ¿Fue el olor que nos hizo correr?

  Miro las fotos del carpintero gigante, las lengas en banderita, las araucarias aferradas a la roca. Todo parece lejano y armónico, pero también peligroso. Me pregunto si la belleza puede esconder veneno.

   Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. El bosque nos habló y no lo supimos escuchar. Nadie nos advirtió el significado del cañaveral florecido y los ratones colilargos.

 

© Diana Durán, 18 de agosto de 2025


 



[1] El sistema de los Patagónides, sierras de los Patagónides o simplemente Patagónides, es un conjunto montañoso del sur formado por sierras aisladas que superan la altura de las mesetas, desde Mendoza hasta Chubut. Recorre más de 1000 km. Fueron plegadas en el Mesozoico.

 

FRAGMENTOS DEL DIARIO DE MARCELA

 




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FRAGMENTOS DEL DIARIO DE MARCELA

3 de marzo de 1965

Hoy me peleé con Eduardo. Otra vez. Él tiene once, yo doce. Soy la mayor, pero eso no sirve para nada. A él lo felicitan. A mí me retan. Por cómo hablo, por cómo me río. Papá dice que soy distraída. Mamá dice que soy caprichosa. Yo digo: soy Marcela; por lo bajo, para que no me critiquen.

En la escuela le va bien. A mí no. No me gustan las cuentas, ni el dibujo, ni la educación física. A mí me gusta escribir. Mi hermano confunde la be con la ve, la ce con la ese, la hache aparece donde no va. La maestra lo corrige, pero mis papás no le dicen nada.

Soy la más linda de la clase. Tengo los ojos grandes y el pelo negro, re negro. Por eso tengo pocas amigas. Dos. Son buenas. Así que no me quejo. Eduardo es flaquito y medio feo. Tiene ojos celestes, pero chiquitos. Ni se le notan.

15 de abril

Vivimos en Necochea. Nos mudamos desde Buenos Aires porque a papá lo cambiaron de sucursal en el banco. Ahora estamos lejos de todo. La primavera y el verano acá son lindos. El invierno no. El viento sopla muy fuerte. Vivimos frente al mar. La playa es enorme. El Parque tiene árboles que parecen de cuento.

Acá hacen un Festival de Niños justo el Día de Reyes. Yo ya no soy tan niña, pero igual me gusta. Vienen teatros, títeres, magos, marionetas. Hasta carrozas. Es la única fiesta que vale la pena. Todos están contentos. Yo también. A veces. Otras me ponen triste los payasos y las marionetas.

Pero el invierno. El invierno es horrible. Las olas golpean fuerte y el viento del mar da miedo. Me escondo cuando hay tormenta. No me acostumbro. Lloro sin saber por qué.

22 de mayo

Extraño a la abuela. Ella sí me quiere. Me enseña a coser botones, a hacer bizcochos, a decir palabras en genovés. Jugamos a las visitas. Me dice “baxin” cuando me voy a dormir. Significa besito. En casa nadie me dice baxin.

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7 de marzo de 1966

Decido ponerles títulos a mis escritos en el diario. El primero será: Delantal blanco, corazón arrugado.

Estamos de vuelta en Buenos Aires. Hace poco. Me cambiaron de colegio. Ya no voy al San Patricio. Extraño el jumper azul y a mis compañeras finas. Ahora voy a una escuela normal. No sé por qué. Me hacen usar un delantal blanco horrible. Me queda grande. Me pica en el cuello, le ponen mucho almidón. El uniforme me hace sentir invisible. Me entristece. Creo que las chicas me miran como si yo fuera de otro planeta. Soy la única nueva.

Mi felicidad es que aquí vive la abuela y hacemos todo lo que nos gusta. A veces pienso que, si dijera fugassa, nadie entendería. Pero yo sí. La abuela me lo dice cuando cocinamos juntas. Fugassa bien dorada, como el sol de la tarde.

15 de agosto

El chico que me gusta

Eduardo va a un colegio con uniforme azul. Eso sí que está bien. Él se ríe de mí y de mis compañeras de delantal blanco. A veces nos cruzamos con sus amigos. Uno me gusta. Es alto. Tiene una cara hermosa. Me mira. Me sonríe. Yo me hago la que no lo veo. Pero sí lo veo. Sé que algún día va a hablarme. Sé que pronto me va a decir de acompañarme. No sé qué voy a hacer. Capaz me quedo muda. Capaz le digo baxin y me escapo corriendo. Hasta ahora nunca me habló y eso me pone triste.

2 de noviembre

Otra vez el mar. Otra vez sin saber

Hoy mis papás nos dijeron que volvemos a Necochea. Otra vez. Voy a perder a la abuela y al chico que me gusta. Hace mucho que no escribo. Pero ahora vuelvo a mi diario y pienso: el mar de nuevo. Y yo, sin saber qué hacer con tanto adiós. Me había acostumbrado, un poco, al colegio.

Mi diario está lleno de arrugas por las lágrimas. Las hojas se ondulan como las olas. Escribo: no sé qué va a ser de mí.

Volví al San Patricio. Mis dos amigas no me hablan mucho. Estoy nuevamente triste. Solamente cuando escribo me siento acompañada.

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15 de mayo de 1967

El mar no responde

Traje mi diario para escribir aquí. Me siento en la arena muy cerca de la orilla. El mar está gris. No hay nadie. Sola con el viento que me despeina. Le hablo al mar como si fuera a él. Como si el chico que me gusta pudiera escucharme desde acá. Le digo que lo extraño. Que me acuerdo de su sonrisa. Que me acuerdo cómo me miraba. Pero el mar no responde. ¿Me vas a contestar?, le digo al mar. El mar no dice nada. Solo me moja los pies. Solo hace ruido. Está bien, igual te entiendo. Como si no me escuchara. Así me siento en el mundo, como si nadie supiera de mí, como si fuera invisible.

Cierro el diario. Lo entierro en la arena. No quiero que nadie lo lea. No quiero que nadie sepa que fui esta Marcela. Me despido de la abuela. Así es mejor.

 

© Diana Durán,11 de agosto de 2025

VIAJARÁS A JAPÓN

 


Fotografía: Constanza Viarenghi

VIAJARÁS A JAPÓN

Viajarás a Japón, invitada por una familia que la tuya desconoce. Tan joven, tan soñadora, tan avispada: creerás que estás lista para cruzar hacia la tierra del sol naciente. Aprendiste el idioma que siempre te gustó y el intercambio será un deseo cumplido. Pero te sentirás como Pulgarcita viajando en avión, no más larga que un dedo, acurrucada en la cáscara de nuez vibrando con cada turbina.

Serás una argentina en Shonandai, suburbio prolijo de Yokohama, donde los trenes respiran puntualidad y el volcán Fuji es un coloso que asoma en el horizonte. Allí, la cultura japonesa se te hará carne: en el arroz, los fideos y el pescado; en la pulcritud de las calles; en los departamentos estrechos que parecen cajas de cartón. En los parques con árboles tan simétricos que te inquietan, salvo los cerezos: esos sí parecen recordarte algo de vos.

En ese país todo estará previsto, incluso tu manera de extrañar. Después de veintiséis horas de viaje, doce a Sydney, cuatro de espera, diez hasta Tokio, llegarás al metro que te llevará a Shonandai, como si el camino fuera una madriguera y vos el personaje diminuto que no sabe dónde termina.

Te asombrará que todos usen barbijo. ¿Hay tantos enfermos?, preguntarás. Te responderán: prevención e higiene. Verás cómo separan la basura en plásticos, vidrios, alimentos y papel. Te hablarán de plantas de reciclaje, rampas en las veredas, semáforos que cantan para los ciegos. Te maravillará el orden, y a la vez te inquietarás con él.

En un paseo, descubrirás un jardín secreto donde desearás esconderte. Sentirás que ese es el lugar que no sabías que buscabas. Querrás refugiarte en él.

Vivirás en un departamento pequeño, de paredes delgadas por prevención sísmica. Y ahí, el símbolo florecerá: la cáscara de nuez como casa, como refugio, como piel que vibra y escucha.

Te sentirás como Pulgarcita en el bosque encantado de edificios gigantescos y costumbres regladas. Llegarán el sapo, el abejorro y el topo. El sapo será el aburrimiento ante la ausencia de una actividad intensa. El abejorro, un instante de ternura pasajera, en el encuentro con tus compañeros de intercambio. El topo, ese joven que querrá conquistarte sin saber si tu flor desea abrirse.  

El topo parecerá perfecto, pero no sabrá cómo hacer sentir a tu corazón. Te querrán casar con él. Pero vos dormirás en tu cáscara de nuez, temblando junto al tatami[1], y aprenderás a flotar sin hundirte.

Extrañarás el amor de tus padres; el tango que no se baila en los parques; la tenacidad de tus hermanas en el trabajo. Todo estará resuelto, pero nadie preguntará si querrás llorar en voz alta.

Entonces huirás. No por desprecio a la cultura japonesa. Sino porque en ella tu alma se ahoga. Concluirás que la convivencia perfecta es posible, pero te faltará el desorden donde la vida late.

Te escaparás como Pulgarcita: con la flor en la mano, cruzando las fronteras del país perfecto. Para volver al sur. A tu tierra. A tu gente.

 

© Diana Durán, 28 de julio de 2025

 



[1] Estera tradicional japonesa, típicamente hecha de paja de arroz tejida, que se utiliza como piso en casas y edificios japoneses, así como en la práctica de artes marciales como el judo y el karate. 

EN BICICLETA CON EL ABUELO

 


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EN BICICLETA CON EL ABUELO

La abuela preparaba unos sándwiches de pan francés con sus deliciosas milanesas que olían a domingo y afecto. Alistaba, junto al abuelo, las dos Bianchi negras rodado veintinueve. Yo, pequeña, como una equilibrista sobre un caballo metálico. Me ponía el gorro blanco con visera y partíamos rumbo a nuestra excursión desde Soldado de la Independencia hacia el golf.

No había mucho tránsito. El abuelo sabía encontrar rutas que parecían dibujadas por él mismo en su mapa mental. Yo lo admiraba profundamente. Su andar era tan preciso que parecía que la bicicleta obedecía a su pensamiento. Mientras pedaleábamos, entonábamos una canción escolar en griego, que aún resuena como un eco en mi memoria.

Pasábamos por la plaza, esa que hoy está enrejada, estridente, pero que entonces tenía juegos que crujían de alegría, árboles como centinelas verdes, y un tapiz vegetal que parecía hilvanar la sombra. Allí hacíamos una posta breve, como si el césped nos invitara a descansar.

La estación Lisandro de la Torre, antes pequeña y amigable, ahora es un coloso de cemento. Ya no se ve desde allí el “Buenos Aires Lawn Tennis Club”. Desde la plaza, el contraste con las canchas naranjas era una paleta que hoy el cemento borró sin permiso. Donde había juego y sombra, hoy queda ruido y geometría.

Volvíamos a montar las bicis, doblábamos por Olleros hacia la avenida Valentín Alsina, y bordeábamos el Golf de Palermo. Nunca accedíamos. Ese juego de palos brillosos y caddies esclavizados, como decía el abuelo, pertenecía a otra historia, una que no era la nuestra. Observábamos desde afuera, bajo los eucaliptos, buscando entre el pasto alguna pelotita fugitiva. Las encontradas eran guardadas con sigilo, como quien protege un tesoro.

Seguíamos hasta el lago de Palermo, pulmón vivo entre avenidas. La isla del centro me parecía inmensa; imaginaba que Robinson Crusoe se había instalado ahí, rodeado de jacarandás que explotaban en lavanda, y ceibos que ofrecían su rojo en flor. La abuela nos pedía recolectar cápsulas del eucaliptus: pequeños conos leñosos que aromatizaban los inviernos. Los árboles, comprendo ahora, fueron testigo y abrigo de mi infancia.

Nos sentábamos en el césped, extendíamos el mantelito a cuadros que la abuela había preparado en la canasta, y comenzaba el ritual del picnic. Mientras saboreábamos los sándwiches, yo también saboreaba las anécdotas del abuelo, narradas con ese ritmo que hacía del pasado un teatro vivo. Yo tenía unos diez años. Me enseñó el alfabeto griego como si fuera un conjuro: alfa, beta, gama… hasta llegar a omega, la letra final, no sin antes pasar por las graciosas phi, chi, psi, mientras asomaba mi risa.

El abuelo contaba historias. Su infancia en Lesbos, su madre hilando seda a orillas del Mediterráneo, la guerra en Egipto, el barco hacia la Argentina, su encuentro con la abuela en la plaza Garibaldi frente a la Rural. Yo lo escuchaba como quien guarda un mapa, repitiendo cada coordenada de sus memorias. En esa estación Lisandro de la Torre lo imaginaba partir hacia tierras lejanas, y fusionaba mis juegos con sus recuerdos.

El abuelo me acompañaba en los actos escolares, paseábamos por la calle Florida, me compraba vestidos y zapatos. Su traje gris parecía tener memoria propia. Reía fuerte cuando le narraba mis aventuras escolares, y yo pensaba que sus carcajadas podían retumbar en toda la casa.

El abuelo contaba, el abuelo reía, el abuelo me llevaba de la mano.

 

Hoy, mientras escribo, el nudo en la garganta se transforma en un lazo invisible. Belgrano no es solo un barrio; es el mapa emocional de nuestros vagabundeos. Cada rincón conserva algo de su voz, algo de su risa. Algo de mí.


Diana Durán, 21 de julio de 2025

 

 

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

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UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida familiar.

Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y, entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado, galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones, un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia. Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón, donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de sus largos viajes, explicó uno de los padres más interesado por el tema.

El balneario ofrecía un paisaje ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario, ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.

Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates, mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.

Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a su merced. Todo marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.

Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón, dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.

Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos, dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos dónde se metió.

Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró, a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.

La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.

Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron volver a la casa para dar parte a la policía.

Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba, acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez, feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.

Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días recuperándose de la insolación sufrida.

 

 

Mientras Mateo leía las aventuras de Tom Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él, como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.

 

© Diana Durán, 14 de julio de 2025

ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

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