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PASIÓN FUTBOLERA

 


La Bombonera en su entrada por Brandsen. Street View.


PASIÓN FUTBOLERA

 

¿Cómo explicar tanta pasión? El fútbol capta la esencia de Buenos Aires en la Boca de los techos de zinc y las paredes coloridas. Vestigios de la ciudad de los arrabales y viejas calles, escribió Borges. Hay algo de tango en ese ritual de los hombres, sea cual fuera su condición social y procedencia, porteños o bonaerenses, no importa, el fervor por el deporte los une.


Ricardo, alias el “Bocha”, fanático de Independiente, decidió caminar ese domingo a la cancha de Boca desde su casa en Avellaneda. Le esperaba el día más dichoso de la semana viendo al equipo de sus amores. Estaba seguro de que ganaría. Quería disfrutar paso a paso su itinerario al estadio. En la entrada se encontraría con dos amigos para ir a la popular. Eran parte de la hinchada, no barrabravas, pero sí temerarios cuando peleaban. Un poco más de cincuenta minutos de andar le bastarían para llegar a tiempo para comer un chori, un clásico antes de entrar a la cancha. Necesitaba del relax que significaba la caminata para luego aguantar el tumulto del estadio.


Esa mañana soleada partió a paso tranquilo desde la calle Berutti al cuatrocientos donde residía y cruzó el viejo puente Pueyrredón que atraviesa el Riachuelo. El oscuro río le hacía acordar a su padre, estibador inmortalizado en los cuadros de Berni. Él le había contagiado su fanatismo por el fútbol. Se sentía bien en los suburbios. Le gustaba ir por esos caminos a pesar del olor a desechos que se sentía en el cruce. No le importaba, el paisaje portuario familiar y el destino futbolero le permitían superarlo. Sabía exactamente cuánto demoraría hasta llegar a la Boca porque lo había hecho muchas veces. No le pesaba caminar, al contrario, lo desentumecía del trabajo en el lavadero de autos. Agacharse, fregar y volver a levantarse cientos de veces durante las jornadas laborales. Siempre le dolían el cuerpo, los huesos, las piernas.  


A tres cuadras del estadio apuró el paso al escuchar los cánticos:

Señores yo soy del rojo de Avellaneda. Lo sigo a Independiente de la cabeza. El rojo es un sentimiento, que se lleva en el corazón. Daría toda mi vida por ser campeón. Dale dale ro, dale dale ro. Dale dale ro, dale dale ro.


Se puso a tararear el dale dale ro con todo el fervor de un fanático. Así cambiaba su carácter cuando llegaba a la cancha. Entusiasmado y expectante. Pocos hechos lo excitaban tanto como estar junto a la hinchada del equipo de Avellaneda. Encontró a sus amigos y se ubicaron en la tribuna a un costado de donde estaba la barra brava.


Marcos salió temprano de su departamento de Combate de los Pozos para reunirse con la barra en la Bombonera. Era un médico hecho y derecho, pero se convertía en un hincha, bostero de alma, feliz cantando en la cancha con sus amigos. Partió a media mañana, buscó el Peugeot en el estacionamiento de Moreno, a la vuelta de su casa, y se dirigió al estadio. Era un muchacho de clase media cuya pasión por el fútbol había despertado desde chico cuando su padre lo llevaba a la tribuna. Recordaba al viejo más que nunca al ir tarareando las estrofas zeneizes. Tomaría por Entre Ríos, Independencia y la autopista Frondizi, el trayecto más cómodo, hasta la famosa entrada por Brandsen. Allí lo esperaban sus compinches, compañeros del Normal Mariano Acosta. Los unía infancia y adolescencia compartidas y la pasión por el fútbol. El tránsito era tranquilo por la autovía que accedía al estadio. Estacionó a cinco cuadras de la Bombonera para evitar problemas y caminó por el barrio cantando bajito los estribillos.

Señores, yo soy de Boca desde la cuna. Que vamo a salir campeones, no tengo duda. Con un poco más de huevos, la vuelta vamo' a dar. Y todos, de la cabeza, vamo' a festejar. ¡Y dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo! ¡Dale, dale, Bo!

Era un día perfecto para disfrutar del fútbol. No pertenecía a La Doce. Iba con sus amigos a la platea, pero igualmente sentía la emoción inigualable de asistir al clásico. Una vez adentro la multitud comenzó el duelo de cánticos de siempre y el estadio empezó a rugir y vibrar. Era la fiesta de fútbol que despertaba pasiones.

El partido se desarrolló con la intensidad acostumbrada y las hinchadas empezaron a elevar el duelo hasta alcanzar estribillos amenazantes e insultos feroces. La provocación iba in crecendo. El clima se enrareció aún más cuando el silbato final definió ganador a Boca por un gol de penal en el último minuto. La Doce estaba enfervorizada y se burlaba de los Diablos Rojos rabiosos con el árbitro.

A la salida comenzaron las escaramuzas pese a los intentos de la policía de evitar el cruce de las barras. Sucedieron las corridas. Marcos se había separado una cuadra de sus amigos en el apuro por alcanzar el auto estacionado conque los iba a llevar al centro. Ricardo iba caminando sin rumbo fijo, rojo de odio por el fracaso de su equipo. Cuando se topó con Marcos se dio cuenta de que era bostero por la camiseta y su bronca escaló. El muchacho lo miró y dijo sin pensar, de puro pendenciero, ¡qué te pasa, pobre Diablo! El Bocha sacó la punta rota de un taladro del trabajo que tanteó en su pantalón y lo punzó en el abdomen. Marcos cayó al suelo y gritó desesperado, ¿qué me hiciste, loco? Ricardo no pudo ni mirarlo y huyó. Corrió agobiado hacia la avenida Almirante Brown para llegar a Puente Avellaneda. A pocas cuadras lo alcanzó la policía, advertida por los amigos de Marcos. Ante su resistencia le asestaron un tiro de goma en las piernas.

La calle se había convertido en tierra de malevaje como en aquellos callejones de la secta del cuchillo y del coraje. De aquellos que pasaron, dejando a la epopeya un episodio, una fábula al tiempo, y que sin odio, lucro o pasión de amor se acuchillaron [1]. Así fue el desenlace de la vana pelea entre los dos jóvenes; un porteño y un bonaerense; un profesional y un obrero; uno de Boca y otro de Independiente, por un instante convertidos en malevos.

© Diana Durán, 15 de abril de 2024 




[1] El Tango. Poesía de Jorge Luis Borges.

MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

 


Fuente de las Cibeles. Madrid. Street View.


MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

Estaba sola, melancólica y dubitativa en esa tarde gris. Tirada en el sofá miraba la gente pasar a través de la ventana. No sabía qué hacer de su vida. El tiempo le pesaba vacío. Sufría la ausencia de un amor duradero. Estaba sumida en un estado de inercia afectiva. La carencia de una familia contenedora había sido su destino. Los padres ya no estaban y la hermana vivía en Brasil con su pareja. No se hablaban, alejadas por el cambio de residencia y la falta de afinidad. No tenía sobrinos ni tíos. Solo algunas compañeras del colegio que veía muy de vez en cuando y unos pocos colegas. No eran verdaderos amigos, sino conocidos que frecuentaba en las consabidas reuniones de días festivos. El trabajo, una insulsa labor que la aburría infinitamente. Veinte años de la misma rutina, sumida en expedientes y formularios de personal. Un profundo desgano la paralizaba. Hasta los sueños la habían abandonado. Sabía que tenía que buscar otro camino. Faltaba poco para jubilarse y había acumulado vacaciones y algunos ahorros.

Adriana tenía cincuenta y cinco años. Por alguna razón sentía que se iba apagando a pesar de que se mantenía lozana y activa físicamente. Podía hacer lo que quisiera, pero no sabía bien qué.

Lo decidió durante esa tarde lluviosa de octubre entre destellos del atardecer que se filtraban por la ventana aún mojada. Cumpliría el deseo de toda su vida. Se daría el gusto de viajar a Europa. Gastaría sus ahorros. Después vería qué hacer. Sabía que no era bueno tomar decisiones en una situación de apatía. No le importaba. Deseaba cambiar, tener una aventura.

Al día siguiente, volvió presurosa del trabajo para planear el recorrido. Iría a España, solo a ese país, la tierra de sus ancestros. Desde Madrid a Toledo y Segovia y en tren a Barcelona. Vuelta a Madrid. Después viajaría al sur andaluz, a Granada y la medieval Alhambra con sus castillos y fuentes; a Sevilla de tapas y a conocer la barroca Giralda. Había soñado muchas veces ese viaje. Pensó en el trayecto elegido, no demasiado extenso, acorde a sus posibilidades.   

Sacó los pasajes a Madrid. No le importaba su soledad, sabía que podía manejarse como lo había hecho siempre.

Residiría en el barrio de la estación de Atocha. Sería su centro de acción desde donde iría y vendría a los puntos elegidos. Alquiló un pequeño estudio de un solo ambiente. El breve balcón daba a la calle de Argumosa frente al Museo de la Reina Sofía. Fue lo más barato que encontró, pero era un punto accesible para caminar hacia el centro de Madrid por el Paseo del Prado. Desde la calle de Alcalá alcanzaría la Gran Vía, la Plaza Mayor y la Puerta del Sol que había visto en documentales y guías de turismo.

Casi de noche llegó a Barajas y se desplomó de cansancio en su diminuta residencia esperando con ansias el día siguiente para empezar la aventura.

A la mañana se despertó con desacostumbrada energía. Tomó un café con tostadas en una de las confiterías cercanas al museo y echó a andar por el paseo del Prado. La maravillaban los floridos jardines; los cedros, cipreses y eucaliptos de la avenida; y los estanques de nombres griegos que encontraba a su paso. Rodeó lentamente la fuente de las Cibeles. Quedó deslumbrada por la belleza de la diosa y los leones. Se detuvo a tomar fotos y súbitamente lo enfocó. El hombre que también estaba con su cámara en el borde de la plazoleta le resultaba conocido. Era un vecino de la infancia. Estaba segura de haberlo identificado. Intentó distraerse leyendo en su celular que los leones de las Cibeles representaban a los personajes mitológicos Hipómenes y Atalanta [1], quienes enamorados fueron convertidos por Zeus en metálicas fieras. No consiguió concentrarse en detalles. Cuando levantó la vista el hombre había desaparecido. Extraño y súbito encuentro. De Buenos Aires a Madrid después de tantos años. Recordó su nombre, Francisco. Había sido su vecino en la calle Terradas. Al instante surgieron los recuerdos de la infancia compartida, compañero de juegos y risas en la terraza, la vereda y la plaza. Añoró algunas complicidades con ese niño alegre que siempre la esperaba para jugar. No volveré a verlo, pensó, y siguió su camino. Durante todo el día sintió que regresaba a su niñez feliz en Villa del Parque. No había olvidado el rubor de sus mejillas cuando correteaba con Francisco.

Ese primer día deambuló por Madrid envuelta en sueños, bruma y ficción. Durante la noche en vez de pensar en todo lo bello que había visto soñó con vagas ausencias y con ese caballero de fantasía. ¿Lo había inventado? Lo presentía, sabía que existía, lo invocaba cada vez más. Su presencia era cercana y a la vez ajena, imprevisible, exacta, cautiva. ¿Volvería a verlo? ¿La recordaría? No lo sabía. No habían cruzado ni una mirada.

Durante la mañana siguiente había planificado visitar el Museo del Prado, pero al comenzar el recorrido se encontró enfilando hacia la Fuente de las Cibeles. Caminó recordando los versos que alguna vez había escrito:

A pesar de los pesares, frente a toda circunstancia, el ahora se me va siendo mañana y quiero mi destino, quiero vencer las barreras. Te estoy previendo, hombre, ya lo sabes, no en vano sos utopía.

Al llegar a la rotonda miró para todos lados y no lo encontró. Sintió que su espíritu se desmoronaba. Dio una segunda vuelta por la calle de Alcalá. Difícil recorrido, había turistas por todos lados. Estaba por dejar de soñar naderías y continuar hacia el punto de encuentro camino a Toledo y Segovia, cuando escuchó una voz clara y varonil detrás de sí. Adriana, Adriana, ¿te acordás de mí? Soy Francisco. ¡Qué alegría reencontrarte! Estás igual que siempre, bella, como cuando tenías diez años y tu infancia era mía.

 

© Diana Durán, 16 de enero de 2024

 



[1] Los leones representan a los personajes mitológicos Hipómenes (o Melanión) y Atalanta, la gran cazadora del grupo de Artemisa. Hipómenes se enamoró de ella y consiguió sus favores con la ayuda de Afrodita y del truco de las manzanas de oro, pero al cometer los amantes sacrilegio cuando se unieron en un templo de Cibeles, Zeus se enfureció y les convirtió en leones condenándoles a tirar eternamente del carro de la gran diosa.

VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

LOS CUENTOS TERRITORIALES MÁS LEÍDOS DE 2023

 



Incluimos aquí los links a los Cuentos Territoriales más leídos de 2023. 

¡Nos volvemos a ver en febrero de 2024!


Be´eri. Imagen satelital

Un lugar llamado Be´eri

🇮🇱🇮🇱🇮🇱 Cuento para enseñar conflictos geopolíticos recientes.



El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba

🌎🌄 Cuentos para enseñar: el calentamiento global.


                                                Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol




                                                    Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

El arduo camino a la democracia

Cuento para enseñar a cuarenta años del inicio de nuestra democracia contemporánea.



Nevado de Famatina

Una lucha a cielo abierto

Cuento para enseñar megaminería y conflictos sociales desde la mujer como protagonista.


UN VIAJE DECISIVO A LA PATAGONIA

 


Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut

Un viaje decisivo a la Patagonia

Elegir una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros cortos dieciocho años.

Yo quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir. La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.

Mientras tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias. No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros. El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del colegio que compartíamos.

Horacio dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.

Llegué a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los deseos de libertad.

Logré convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.

Empezamos el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.

Decidimos emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar. Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y, luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de la próxima etapa.


                                                                        Paso de los Indios. Street View

Al día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima etapa, la esperada llegada a la zona andina.

El sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.

Desde Esquel continuamos al Bolsón, la famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes. Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.

Seguimos a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a esa altura del partido.     

Seguimos por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables. Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo relativo a su ingreso universitario.

Finalmente, cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los contrastes regionales.  

En marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.

Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.  

© Diana Durán, 27 de noviembre de 2023

UN LUGAR LLAMADO BE´ERI

 



Imágenes de Be´eri del Google Earth

Un lugar llamado Be´eri

Me llamo Débora y tengo doble nacionalidad. Elegimos con mi pareja, Levi, emigrar de la Argentina. La idea de cambiar de vida es nuestro máximo deseo. La situación en nuestro país no da para más en lo económico y lo político. No concordamos con las ideas reinantes y encontramos un techo muy bajo para mejorar la calidad de vida. Además, deseamos probar cómo es habitar en comunidad. Una existencia idílica en un kibutz, nuestra máxima aspiración. Leemos mucho sobre el tema del trabajo rural y comunitario y comentamos con amistades lo que implica.

Viajamos a Israel durante un lluvioso mayo de 2023, extraño para la aridez que domina las tierras hacia donde partimos. Levi y yo recibimos vivienda, salario y servicios previa tramitación en la “Agencia Judía para Israel. Esta es una sociedad igualitaria y cooperativa, qué más podemos pretender. Nuestro sueño por cumplir.

Be´eri se llama el kibutz elegido. Es un hogar colectivo de solo mil habitantes. Está enclavado en el desierto del Nejev que a pesar de la sequedad reinante se ha convertido en un auténtico vergel. Nos rodean plantaciones de girasol, flores y bosques. Lonjas verdes confinan la trama circular de casas con techos rojos rodeadas de jardines. También hay granjas lecheras que nos proveen. Una gran diversidad de actividades en el medio de la nada. Un edén en el páramo.

Desde que llegamos nuestra vida es bucólica. Nos levantamos muy temprano y luego de desayunar nos encaminamos a labrar la porción de tierra que nos toca. Almorzamos en comunidad y al atardecer volvemos a casa cansados pero felices. Conversamos, cenamos temprano, leemos y nos amamos más que nunca. El cambio nos sienta como pareja. En Buenos Aires no hay más expectativas, aquí renovamos la vida en común y tenemos un futuro.

Nuestro paraíso se encuentra a veinte minutos de la estrecha Franja de Gaza, pequeño país con sus cuarenta y un kilómetros de largo y seis a once de ancho. Es un territorio costero al Mediterráneo donde viven más de dos millones de habitantes. Un enjambre tan denso como Singapur o Hong Kong. La comparación con el pacífico solar donde residimos es contrastante. Sabemos que la franja es una zona violenta, pero nada hace prever hostilidades próximas.

Nos sentimos más seguros aquí que en el barrio de la Paternal donde vivíamos en la Capital. Allí los robos están a la orden del día. En cambio, aquí Israel controla tierra, cielo y mar. Un muro de hierro de sesenta y cinco kilómetros de altísima tecnología separa la franja de Gaza de nuestro país por adopción. Nos preguntamos por qué hay barreras si en otros lugares conviven musulmanes, judíos y cristianos. Tan cerca de Be´eri existen esas defensas turbadoras. También sabemos del odio contra la comunidad LGBT y de la falta de respeto por los derechos de las mujeres, pero estamos con Levi muy lejos de esas costumbres culturales abominables como cerca en lo territorial. Siempre lo conversamos y si bien la cuestión de los refugiados palestinos es compleja e injusta, no apoyamos la violencia existente en ese lugar.

Sabemos que Gaza y Cisjordania son territorios palestinos. Mientras en Cisjordania conviven distintos pueblos y religiones; la franja, en cambio, está regida por Hamás, un gobierno terrorista. No nos preocupa. Israel nos custodia y nos sentimos seguros.

Hoy nos levantamos más temprano que de costumbre. Nos despiertan ruidos ensordecedores. No sabemos de qué se trata, nos abrazamos aturdidos. Nos damos cuenta de que son bombas. Un ataque feroz y gritos desgarradores acompañan el terror que sentimos. Levi me dice, Débora, tenemos que huir. Le respondo dudosa, ¿qué está pasando? ¿será mejor escapar? ¿no será más prudente refugiarnos en la casa? Escuchamos hablar en un idioma desconocido.

Embisten en las cercanías cientos de proyectiles. Nos convertimos en escudos humanos. Han fallado todos los controles y las alarmas. Escuchamos más estruendos. No sabemos dónde guarecernos.

 Primero resistimos casi una hora en nuestro hogar, pero luego aterrados y con algunas vituallas corremos hacia un bosquecillo cercano donde nos quedamos todo el día esperando lo peor.

El asalto es masivo, vemos cómo secuestran a mujeres y niños. Otras personas mueren bajo las bombas y fusiles. Pasamos de la paz de nuestro kibutz a la tragedia y la desolación. Nos salvamos de milagro escondidos entre matorrales dentro del bosque.

Nos rescatan soldados israelíes. Nos dicen que van a defender la zona de kibutz donde florece el desierto, pero en realidad no hay control de la situación. Domina la confusión y el desmadre.  

Nos trasladan a una zona donde nos explican que se trata de un ataque sorpresivo a las torres de vigilancia y que el muro de la Franja de Gaza fue volado en varios puntos. Hay fallas de inteligencia. Caemos en cuenta de que Israel está en guerra.

Tenemos que tomar una decisión. Volver a la Argentina significa un largo trajinar por distintas ciudades y aeropuertos europeos. Decidimos que es lo mejor. Dejamos atrás repentinamente nuestro sueño de una vida idílica.

Be´eri se había convertido en una sombra desolada del kibutz que fue y nosotros en fantasmales exiliados intentando volver a la Argentina.

© Diana Durán, 24 de octubre de 2023


VIAJE A LAS ALTURAS INCAICAS

 


Foto de Machu Picchu: La Vanguardia.com

VIAJE A LAS ALTURAS INCAICAS

Mateo estaba pronto a casarse con su novia de siempre. La adoraba. Martina era una joven vivaz, atractiva, inteligente. Única. Nunca manifestaba celos sobre las actividades y relaciones de su novio. Estaban juntos desde los quince años y no se obligaban ni limitaban en sus deseos y ocupaciones individuales.

Él quería cumplir un sueño adolescente. Una aventura en su vida tan metódica. Anticipaba que después vendrían el casamiento, los hijos y, con ellos, el trabajo más intenso. Ya no habría otra oportunidad. Bastante había tenido con seguir Derecho según las aspiraciones de sus padres. Es cierto que de esa manera había obtenido un trabajo seguro en el estudio paterno, pero sus ilusiones habían quedado truncas. La máxima, conocer las ruinas de Machu Picchu.

Mateo había viajado mucho con Martina por la Argentina e incluso por Europa, pero no por la América Andina. Esta vez quería cumplir con su propio deseo. Se lo merecía, aunque en esta ocasión no pensó en los de su novia.

El joven organizó el itinerario hasta el último detalle. Lo lógico era volar de Buenos Aires a Lima y luego hacer la conexión a Cusco y un autobús hasta Aguas Calientes, la entrada a la ciudad incaica. Sin embargo, Mateo quería ir por tierra para vivir el norte argentino y luego cruzar a Bolivia para llegar al Perú. Su entusiasmo era tal que la contagió a Martina, siempre compinche, con quien calculó un viaje total de cincuenta y tres horas, sin contar las estadías cortas en las distintas etapas. Dividió el trayecto en tramos durante el otoño pues debía evitar las lluvias torrenciales del verano. Sabía que se trataba de un clima de montaña tropical al que había que tener respeto. Planeó cada aspecto de la travesía en detalle. Acompañado por su novia compró zapatillas para trekking, pantalones desmontables y la vestimenta recomendada. De las guías se ocupó ella que lo había hecho para otras excursiones compartidas.

Llegado el día de la partida se despidió de Martina en la estación de micros de Retiro. La vio lagrimear a último momento. Se sorprendió, entonces la abrazó fuerte reconociéndole cómo lo había ayudado con los preparativos. ¡Gracias, gracias por todo!, le dijo. Sin embargo, estaba más imbuido en la próxima aventura que en un adiós amoroso. No lo hubo.

Después de visitar el valle de Lerma y los viñedos de Cafayate en Salta, viajó a la imponente quebrada de Humahuaca en Jujuy. Estaba deslumbrado, pero reconocía que su objetivo estaba más al norte. Transcurrieron once horas en micro hasta La Paz, la ciudad capital más alta del mundo a más de tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el altiplano andino de Bolivia. Desde allí se dio un tiempo para visitar el Lago Titicaca. Su entusiasmo iba en aumento y lo compartía con Martina a quien le enviaba frecuentes mensajes, fotos y videos pródigos en impresiones y relatos. Ella siempre le respondía compartiendo su felicidad. 

El destino principal estaba próximo. No imaginaba cómo sería transitar esos últimos seiscientos kilómetros hasta llegar al Cusco, capital del Imperio Inca, donde haría una parada luego de quince horas de recorrido. Pero en realidad su meta suprema era Machu Picchu. En su largo itinerario pensó mucho en Martina imaginando lo que hubieran hecho juntos. Cómo se hubieran divertido. Le esperaba todavía el tren desde Cusco a Aguas Calientes y más tarde dos opciones hasta el destino final. Un viaje en bus de treinta minutos o una caminata de dos horas, aproximadamente. Eligió el micro por su continua frecuencia. Se sentía esperanzado en el último camino a la meta. Sin embargo, a la vez estaba ansioso y nostálgico.

El recuerdo de Martina se le cruzaba a cada rato. Ya en el micro la extrañó más. No había podido comunicarse en los últimos días con la asiduidad habitual. Era imposible hacerlo por la interrupción de internet en su celular. Ella tampoco enviaba un mail siquiera. Eso le preocupaba más. La ruta sinuosa por la carretera selvática lo mareó. Apunado como se sentía supo que su mayor pesadumbre era la ausencia de su novia. Veía a otras parejas disfrutar. Comenzó a cuestionarse la razón de su plan solitario.

Cuando llegó a destino pudo apreciar un escenario sublime más allá de si se tratara de santuario, palacio, fortaleza o ciudadela. Machu Picchu estaba inserta en la quebrada cordillera andina en medio de una densa floresta amazónica, contrastada por los azules del cielo diáfano y los marrones montanos. Parecía un autómata al recorrer la zona agrícola de terrazas de cultivo y la zona urbana, separadas por un muro[1], un foso y una escalinata. Visitó los templos del Sol[2] y de las Tres Ventanas[3], el ave esculpida[4] y la roca sagrada[5]. A medida que avanzaba en semejante magnificencia el escenario se iba tornando gris, no por las nubes como plumas que se intercalaban en el paisaje, sino por su creciente melancolía. Ese abatimiento le impidió subir a la montaña Huayna Picchu, el atractivo mayor desde donde se toman las fotos clásicas de Machu Picchu. Se sentía agotado. Pasó un día contradictorio admirando lo que había deseado tanto, pero cada vez más agobiado por su egoísmo incalificable.

Emprendió el regreso antes de lo previsto. Uno tras otro los autobuses recorrían como filas de hormigas las curvas y contracurvas en medio de la selva, los acantilados y los precipicios. Imaginaba el rostro de Martina entre las nubes con formas raras y también la soñaba adormilado por el vaivén del transporte. Ya no disfrutaba del paisaje.

En un zig zag de la carretera Hiran Binghan se produjo el accidente. El vehículo se desbarrancó con sus treinta pasajeros. Mateo escuchó gritos ensordecedores y un fuerte impacto hasta que no sintió nada más.

Se despertó luego de veinte días de conmoción cerebral en el hospital de Cusco con Martina a su lado. Su deseo de tenerla cerca se había cumplido. En las peores circunstancias.

© Diana Durán, 2 de octubre de 2023



[1] Un muro de cuatrocientos metros de largo divide la ciudad del área agrícola. Paralelo corre un foso usado como el principal drenaje de la ciudad. En lo alto del muro está la puerta de Machu Picchu.

[2] Torreón de bloques finamente labrados. Fue usado para ceremonias relacionadas con el solsticio de junio.

[3] Antiguo templo de piedra en Machu Picchu conocido por sus tres ventanas que ofrece vistas espectaculares en la Plaza Sagrada.

[4] El Templo del Cóndor es una construcción inca de Machu Picchu separada en tres bloques de piedra que, al ser unidos de forma tridimensional, forman la figura del cóndor andino, ave sagrada de los incas.

[5] Es un amplio conjunto arquitectónico dominado por tres grandes kanchas dispuestas simétricamente y comunicadas entre sí. Sus portadas dan a la plaza principal de Machu Picchu. Incluye viviendas y talleres.

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