KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA



                                    Foto: elmundo.es

KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA


Cumplí con mi deseo de quedarme en Leópolis (LVIV) para ayudar a mis compatriotas ucranianos, comprometida con la tierra de mis ancestros y las vivencias del sufrimiento humano. De nada habían valido los ruegos de mis padres para que volviera a Posadas. Tíos y primas me habían pedido que partiera con ellos a Varsovia días antes de la invasión rusa. Mi negativa fue total. Ellos estaban de camino a Madrid esperanzados en un final rápido de la guerra. Inútil poder hablar con mis primos Yuri y Damián después de que se marcharan a alistarse. Estarían luchando en las cercanías de Kiev o en algún otro lugar hostil. Quizás en Hostoniek o Vasilkov, bombardeados recientemente. Hasta la planta nuclear de Chernobyl había sido atacada, aunque solo se produjo un incendio en las instalaciones aledañas. Las noticias eran confusas y contradictorias.

Lo primero fue comprar elementos básicos de enfermería, mi profesión, antes de que hubiera desabastecimiento. Me aceptaron en un centro de los refugiados que procedían del este del país, de las costas del mar de Azov y del mar Negro, como Odessa y NIkolaev. Todavía no habían llegado muchos de Konotop y de Jarkov que quedaban más al noroeste en la frontera con Rusia. Verlos estremecía. Habían dejado todo lo propio huyendo despavoridos para salvarse de la muerte.

Me di cuenta de que la invasión en pinzas del ejército ruso era apabullante desde todos los frentes salvo en los territorios cercanos a los países de la Unión Europea aliados a la OTAN. Todavía no habían llegado a la Ucrania más europea, la occidental, ni habían invadido ningún país ex soviético como Letonia, Lituana, Letonia, Polonia o Moldavia. La resistencia de mi pueblo era enorme a pesar de los furibundos ataques del país de mayor poderío militar mundial después de Estados Unidos. Estas disquisiciones no me dejaban dormir, prefería no ahondar en ellas.  

A los tres días de trabajar en el centro comenzaron a llegar más y más mujeres con sus hijos, niños solos separados de sus padres y ancianos, algunos en buen estado de salud, otros enfermos. Los veía bajar del tren con sus valijas colmadas de ropa y documentación. Los pequeños con algún juguete entrañable, un osito, una muñeca, un autito apretados bajo sus brazos como única posesión. El frío iba en aumento e incluso hubo días de fuertes nevadas. Yo me había puesto capas y capas de ropa, pero solo lograba entrar en calor con el trabajo. Los refugiados estaban abrigados con camperas, gorros, botas y mantas de calidad. Se notaba que antes de este drama habían tenido un buen nivel de vida. No eran las migraciones forzadas de las guerras de Medio Oriente o las hambrunas de África ecuatorial que uno podía imaginar muy trágicas, consciente del horror que significaban, pero algo lejanas. Estas me dolían en el alma, eran propias. En cada migrante veía un familiar o un amigo. Solo quería actuar, eso aliviaba mi congoja. Escuchaba llantos, desesperanza, desasosiego. 

Pensé que los bombardeos nunca llegarían a Leópolis. Pero escuchando lo que sucedía en Kiev, los ataques de la artillería, las bombas, los misiles y el asedio de un convoy gigantesco de tanques rusos, todo podía suceder. Así fue, el doce de marzo Rusia bombardeó a Yavorov, el Centro Internacional de Mantenimiento de Paz y Seguridad de Leópolis, un lugar de entrenamiento que quedaba a cuarenta kilómetros al noroeste, justo en el camino transitado por mi familia para viajar a Varsovia. No podía creer lo que estaba sucediendo. La guerra se acercaba más y más. Mientras tanto solo escuchaba de quienes estaban a cargo del campo, Kalina te necesito, Kalina recibí el siguiente convoy, cuando bajen, arropalos y dales sopa caliente, Kalina buscá más ayuda. Kalina, Kalina, Kalina…

Me tuve que acostumbrar a las sirenas y a los refugios, a dormir poco y comer mal. Al frío intenso que calaba los huesos. Bajaba como un autómata cuando sonaba la señal y circulaba por pasillos, túneles helados, espacios oscuros separados por cortinas raídas, esperaba en asientos rígidos de madera o descansaba brevemente en colchones tirados en el suelo. Se sentía un fuerte olor a orín. Al salir miraba sin ver los edificios humeantes. Atendí como podía alguna noticia que me relataban. Un millón de niños necesitaban ayuda. Los muertos, un capítulo aparte, inenarrable. Nunca pensé en presenciar escenas de tanto dramatismo. Sabía de la separación de los niños de sus padres. Lloré en silencio, no tenía derecho a gritar. Pero no podía acostumbrarme a los ojos vidriosos y tristes, a las caras enrojecidas por el frío y llenas de preguntas de los más pequeños. 

Uno de ellos me había conmovido especialmente. Era un pequeño de no más de cinco años que se notaba aturdido y confuso. Sus padres habían muerto en un bombardeo. Alguien lo había subido al tren. Solo y desamparado había llegado al centro de refugiados. Nadie sabía su origen. Fui su primer contacto al bajar del tren. Repetía entre sollozos soy Dimitri, soy Dimitri y seguía llorando aferrado a mi pollera y a su peluche polvoriento. Me ocupé de él durante los días siguientes. Me seguía a todos lados. Su calor era la única fuente de humanidad para mi corazón. Estaba casi al límite de mis fuerzas. En realidad seguía por el pequeño. En su mochila encontré un pequeño ovillo de lana celeste. Cuando comparé con el pulovercito de la misma lana y color que llevaba pensé en la madre. Dimitri me contó entre llantos y sonrisas que su mamá siempre tejía. Era el único recuerdo que traía de ella. Me estrujó el corazón. Durante esos días lo arropé, jugué con él, le conté cuentos, lo acaricié hasta que se durmiera. 

Entonces tomé la decisión. Me iba a ocupar de Dimitri, mi pequeño acompañante. Aún no sabía cómo, pero sentí un deseo profundo e irrenunciable. Un llamado de mis entrañas.

La guerra continuaba. Rusia había ocupado gran parte de la periferia ucraniana, el oeste, el norte y el sur. La resistencia del ejército y la milicia eran feroces pero no alcanzaban. 

Entonces lo supe. Salvaría a ese único ser humano, a mi pequeño niño. Cruzaría la frontera con él y me encargaría de conocer con certeza su identidad. Haría todos los trámites necesarios en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Necesitaba volver a la Argentina, a mi Posadas natal. No veía la hora de ver la tierra roja, la selva, de sentir el calor subtropical. Abrazar a mi madre, a mi padre y a mis hermanos. Sin embargo, mi universo había cambiado. Todo esto pensaba y deseaba hasta que llegó al campamento la tía de Dimitri. Comprendí que mi destino no estaba a su lado. Volví a llorar por eso. Desconsoladamente.

Partí una fría mañana de marzo en un micro que llevaba refugiados a Varsovia y de allí a Madrid. La guerra y la experiencia materna habían culminado para mí. 

                                                 ©  Diana Durán. 26 de marzo de 2022


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