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HALLAZGO SERRANO

 



Sierra de la Ventana. Foto Durán

HALLAZGO SERRANO

 

La región estaba asolada por la aridez. Poco a poco los habitantes migraban a otros solares mejor provistos.

La escasez de agua se había instalado lentamente en el curso de un año. Al principio pensamos que iba a ser solo de tres meses con lo cual afectaría la floración y los cultivos, pero llegó a un punto en que la falta de lluvias hizo que las napas se secaran y los suelos se resquebrajaran. Había que llevar el ganado a los establos. Las pasturas habían amarillado y decidimos segarlas para guardarlas en los silos. En su lugar solo crecían matorrales espinosos que ni las cabras querían.

Los arroyos que bajaban de las sierras vertían hilos de agua hasta que terminaron secándose y las rocas ya no brillaban como cuando eran torrentosos. Todo se había tornado pajizo y gris. Solo en el fondo de los cauces se pintaba un verde musgo, restante de épocas húmedas. Se había situado un extremo desecamiento hidrológico que había afectado también a otros sitios pampeanos. La provincia había declarado el estado de emergencia.

Mis padres y mi esposo estaban azorados por los hechos. Nunca habíamos tenido una seca tan grave. Vivíamos en una finca que se extendía desde la ladera a la parte más alta de la Sierra de la Ventana. Mis tres hijos, varones pequeños, concurrían a una escuela rural que dada las condiciones ambientales había cerrado temporalmente. Los chicos estaban inquietos y peleadores si bien tenían mucho espacio para jugar. Ahora podían explorar las quebradas pues se lo permitíamos ya que los arroyos no tenían agua. Los tres jugaban como potrillos entre peñascos y cauces secos en la búsqueda afanosa de alguna lagartija u otra alimaña que cazar pues quedaban pocos animales en la zona. ¿Quién sabe dónde habrían migrado las liebres, cervatillos, zorros e incluso algunos jabalíes que solían revolcarse por allí? Las vertientes estaban vacías. Los pájaros se arremolinaban en los bosquecillos. Zorzales, benteveos, calandrias y horneros se avistaban en inciertos vuelos en círculos como queriendo despegar hacia otros lares.

Teníamos miedo de que los pinares se quemaran por las altas temperaturas expandiéndose hacia los pastizales. Esa circunstancia podía provocar una catástrofe. A los álamos y sauces se les caían las hojas fuera de la estación correspondiente.

        Todo estaba trastocado. Veíamos cómo el sacrificio de muchos años se esfumaba. Pensábamos con mi esposo que debíamos irnos, pero nos lo impedía el amor por ese terruño tan nuestro.

Una tarde los chicos nos pidieron explorar por la ladera opuesta a la casa, poco recorrida por todos nosotros. Era una gran aventura para ellos. Como no había peligro lo aceptamos. Llevaron sus mochilas con agua y unos sándwiches especiales preparados por la abuela.


 

Con gran entusiasmo los muchachitos se internaron en una quebrada muy estrecha, cubierta de matas espinosas y se ocultaron de la observación de sus padres. Estaban tan entusiasmados con la aventura que comentaban alborozados sus observaciones. Me parece que los pájaros están cantando en aquel bosquecillo, dijo el más grande. Por aquí se ven revolcaderos de jabalíes húmedos, ¡qué extraño!, le respondió el menor. El del medio les gritó: ¡vengan, miren, encontré agua que sale entre las piedras! Así fue como encontraron entre las rocas de una pequeña garganta un manantial del que escurría agua cristalina a borbotones y luego se volvía a internar en una caverna subterránea. Era un hallazgo asombroso. Como los muchachitos sabían manejarse en las sierras memorizaron la posición y corrieron a avisar la gran noticia a sus padres y abuelos.

 

El descubrimiento permitió realizar un canal desde la fuente descubierta y recuperar agua para nuestra subsistencia, el regadío y el ganado. Fueron nuestros hijos quienes nos salvaron de la migración.


© Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

 


La catástrofe global del planeta y la supercomputadora

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

Él es el logro más reciente de la inteligencia maquinal: el computador HAL
9000, que puede reproducir –aunque algunos expertos prefieren aún usar la
palabra “imitar”– la mayoría de las actividades del cerebro humano, y además
hacerlo con una velocidad y confiabilidad incalculablemente mayores.
Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, 
2001: odisea del espacio

 

        La supercomputadora de última edición se localiza en uno de los miles de satélites que circunvalan la Tierra. Es casi humana en su diseño e inteligencia, comparable a HAL 9000 de "2001: Odisea del Espacio". Se llama WEST y recopila datos terrestres para enfrentar los desafíos de finales de siglo. En una notificación especial envía un diagnóstico de situación a los gobiernos de los países. Los sistemas de información lo analizan, aunque lo que está sucediendo lo corrobora en la Tierra. Las Naciones Unidas determinan un estado de alerta global.

Los lagos del sur, azules y helados están colmándose por el deshielo bravío de las montañas andinas. Desde las cumbres gélidas se desprenden gigantescos bloques glaciarios que caen por los valles como monstruos congelados, mientras las pequeñas poblaciones huyen a resguardarse. Con el avance de los derrumbes desaparecen los bosques de las riberas, tantos los autóctonos de lengas, ñires, coihues, alerces y araucarias; como los pinos invasores plantados durante años por ilusos paisajistas. Todos quedan sumergidos por el aumento del nivel de las aguas lacustres. La fauna de liebres, guanacos, pumas, zorros, ciervos colorados y pudúes también ha sido desplazada hacia las alturas o huye a las mesetas. Busca desesperada un lugar donde asentarse y resguardar a las crías. Las aguas azules se transforman en poco tiempo en verde musgo por la sumersión de los árboles costeros. Solo se salvan algunas pequeñas lagunas escondidas en las reservas naturales no conectadas con los deshielos patagónicos. En la comarca de una de ellas se refugian guardaparques del Nahuel Huapi. Al no recibir advertencias, la gente se traslada por laderas quebradizas y se instala como puede en cabañas construidas de madera y cañas que encuentran a su paso. Han vuelto a ser primitivos en su forma de convivir. Pelean por los lugares donde asentarse y las provisiones existentes. Otros, como hormigas laboriosas cargan sus enseres en autos y otros vehículos, hasta en carros tirados por caballos ariscos e intratables. Pero no todos pueden escapar, solo lo hacen quienes tienen recursos. Muchos pobladores emigran sin destino. Vagan por los caminos vecinales formando largas filas de autos y camionetas atiborradas de trastos inútiles. En las rutas nacionales los gendarmes armados impiden el paso, pues las rutas troncales están atestadas y bloqueadas por muchedumbres confusas. En las ciudades más populosas del Alto Valle, la población ha comenzado a construir murallas para impedir el paso de los desterrados. Los mapuches ancestrales, conocedores de la tierra, ascienden primero a las alturas porque tienen anticipos mágicos de lo que va a suceder.

WEST remite el estado de la Argentina y Chile a la OEA (1) que se interesa poco por los hechos. El Cono Sur es abandonado. Se siguen produciendo eventos catastróficos. La supercomputadora continúa informando infinitos datos preventivos que ante la sobreinformación emitida por los satélites quedan descartados por la comunidad científica en estado de reunión permanente.

Las llanuras costeras se ven inundadas de manera súbita por los ingresos marinos a varios kilómetros hacia interior del continente. Muchos pueblos quedan sumergidos. Las personas huyen con celeridad para instalarse en las metrópolis interiores atestadas por la procedencia de desplazados de todo el litoral. Córdoba y San Luis son los principales destinos. No todos tienen la infraestructura necesaria por lo que hombres, mujeres y niños se establecen como pueden en campos de refugiados atendidos por la Cruz Roja y los Scouts. Las grandes urbes reciben más atención que las zonas periféricas de las ciudades. Miles de individuos llegan desde las planicies y costas de los ríos mesopotámicos pugnando por encontrar un lugar en esos resguardos frágiles. Tolderías improvisadas han sido instaladas y los recién llegados reciben agua, artículos domésticos básicos y barritas de cereales para evitar disputas por el hambre con los ya emplazados. En poco tiempo se produce una anarquía, robos y peleas entre ellos. ACNUR (2) ha sido disuelta por las Naciones Unidas imposibilitada de cumplir con su misión y se limita a pocas aldeas africanas que sucumben día a día, por la desertificación y la miseria. Igual escenario se reproduce en las márgenes de América Latina y el Caribe.

La supercomputadora toma el control de sí misma y comienza a decidir sobre familias que no tuvieron el aviso de las autoridades. En Argentina las guía a través de los celulares, simulando ser gubernamental, a un oasis cuyano todavía no alcanzado por los desastres. Nadie se da cuenta de su condición tecnológica.

Selvas, bosques, pastizales y desiertos cambian de lugar en un loco ajedrez antinatural que los científicos no alcanzan a dilucidar, si bien estaban previstos en sus evaluaciones preliminares. La cuestión es predecir cómo y dónde se producirán esas variaciones. Nadie las anticipa con exactitud a pesar de los avances de la inteligencia artificial. Los algoritmos han fallado inexplicablemente y los matemáticos no encuentran solución a los cálculos sobre riesgos. Donde había bosques, ahora hay desiertos; donde selvas, pastizales. Los arrecifes de coral se blanquean lo que significa la rápida extinción de muchas especies de peces. Los restos de ecosistemas frágiles yacen deteriorados en todo el planeta.

WEST ha creado un símil del Arca de Noé en una gigantesca estación espacial abandonada que aterriza en el desierto del Sahara y reserva una a una las especies terrestres y marinas. También a los humanos que quiere.

Los huracanes del Golfo y los tornados de las Great Plains llegan a categorías superiores a las conocidas hasta entonces y retornan con mayor asiduidad obligando a la retirada de los asentamientos de las islas del Caribe y costas del sur de los Estados Unidos. A pesar de los avances en la prevención de los riesgos en estos lugares castigados es continua la migración hacia las cordilleras del Oeste y zonas frías del norte de Canadá. Las autoridades no dan abasto con el control de los traslados y se producen frecuentes reyertas entre los desplazados que se movilizan por las carreteras de los Estados Unidos. Europa sufre constantes deslaves, erupciones volcánicas, terremotos e inundaciones en la mayoría de sus territorios mediterráneos por lo que los habitantes huyen a tierras nórdicas.  

El superprocesador decide no actuar en ambos continentes por ser los causantes de la mayoría de las crisis ambientales y económicas del siglo.

Los suelos se resecan o se inundan de forma alternada y, en consecuencia, los cultivos y cosechas se pierden, excepto los que están bajo riego que en comparación son muy escasos. Nada se sabe en Occidente de las populosas poblaciones asiáticas que dependen del arroz y la soja pues se ha producido una falla mundial de las comunicaciones. Si es como en el oeste, las pérdidas serán más devastadoras aún en función de la cantidad de la cantidad enorme de habitantes.

Los gobiernos de las principales potencias no han cumplido con las advertencias de los científicos y de los organismos no gubernamentales y las reuniones sobre el cambio climático han fracasado estrepitosamente durante décadas. En poco tiempo se produce la catástrofe universal que la misma humanidad ha gestado.

WEST continúa realizando monitoreos y modelos predictivos sobre el calentamiento global que se pierden en el desierto universal, como en el cuento de Borges (3). La computadora casi humana logra gran perfección, pero sus predicciones no satisfacen a los gobiernos del planeta. Las generaciones siguientes deciden que es inútil y la entregan sin piedad a la inclemencia de los fenómenos naturales.

“En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas” (4).



1. Organización de los Estados Americanos.

2. Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados 

3. Del rigor de la ciencia. Jorge Luis Borges

4.  Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes Libro Cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658 De: El hacedor (1960)

 

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 


Fotografía: Mariela Viarenghi

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 

El jardín era para Josefina especial, único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.

Transcurrieron en ese pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama el cielo” (1). Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción esmeralda donde estar en contacto con la tierra.

Era feliz arreglando el jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.

Ella misma creó, en sus días de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones. Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos pues jamás publicó nada.

En los días tristes salió a ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y sencilla.  

 

Una tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son, tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.

Mira a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria en un codo del pino. Está terminado con ramitas y plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín, el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.

Esa mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre, pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita arrullada por el canto de las calandrias y reposa.

No volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi todas las tardes salía a disfrutar del sol.

 

© Diana Durán, 28 de octubre de 2024



(1) Jorge Luis Borges. Un patio.

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 


 Sequía en el río Paraná. BBC Mundo. 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 

Siempre habíamos tenido suerte con el campo. Varias generaciones se habían dedicado a la producción agropecuaria. El abuelo había venido a mediados del siglo XIX desde Grecia donde pertenecía a una familia rural. Ellos vivían en una isla del Egeo y a pesar de la aridez sabían cultivar vid, criar ovejas e hilar capullos de seda. Su vida seguía con tenacidad el ciclo del día y los cambios estacionales. El clima mediterráneo, seco en verano y con lluvias en invierno, gobernaba todas las tareas.

Transcurrieron muchos años hasta que la guerra y el hambre acabaron con las épocas de bonanza. Los más jóvenes tuvieron que emigrar sin saber su destino. Mi abuelo, creyendo que iba a New York, terminó en unas colonias de Entre Ríos, en la Argentina. Todo era nuevo para él, la gente, el idioma, el clima, las costumbres. Sin embargo, se adaptó y logró afincarse, esta vez cultivando cereales y cítricos. Mi padre también lo hizo; siguió las enseñanzas familiares en la propiedad que se amplió gracias al esfuerzo de las dos generaciones. Una geografía generosa, tan fértil como onduladas eran las cuchillas que la surcaban. Solar misterioso de tierras gringas, a la vez pampeano y mesopotámico.

Yo me crié entre lagunas y pastizales; sauces y álamos; garzas y carpinchos. Así se formó mi carácter; no podría haber nacido en un ambiente más prolífico.

La naturaleza pródiga y la prosperidad económica nos benefició. Es cierto que durante algunas épocas tuvimos anegamientos y, en otras, períodos de sequía, pero ningún riesgo que produjera una catástrofe como para arruinarnos. Estábamos cerca del anchuroso río Paraná, los suelos eran ricos y las cosechas bastaban para mantener a toda la familia. Nunca olvidaré las manos fuertes y curtidas, el cuerpo algo encorvado y la piel reseca y quemada de ambos: el abuelo y mi padre. Qué decir de mi abuela y de mi madre, tan dedicadas a las tareas en la huerta, la granja, la casa y nuestra crianza.

Mi hermano y yo pudimos disfrutar de una educación universitaria gracias al esfuerzo de nuestros predecesores. Yo fui el que los hice más felices porque estudié agronomía. Para no ir a Buenos Aires, lo hice en Córdoba y en cinco años me recibí.

Justo al terminar la carrera, mi abuelo y mi padre comenzaron a ver que llovía poco, hasta que el cielo se eclipsó por meses. Las lagunas se secaron, los suelos se resquebrajaron, la fauna típica comenzó a emigrar. Hubo que malvender la hacienda escuálida y los pocos frutos que había dado el naranjal. La situación empeoraba día a día y yo con mi título reluciente estaba atado de pies y manos. Lo que había aprendido no servía de nada frente a la devastación y la catástrofe. Poco tiempo después, parte de la buena tierra, los árboles y las praderas sufrieron incendios devastadores.

¿Cuál había sido nuestro crimen para merecer tremendo castigo, como tituló Dostoyevski? (1)

En nuestro caso no hubo crimen, el castigo era ver a nuestro territorio asolado y comprender que solo quedaba volver a migrar como lo había hecho el abuelo un siglo atrás.  



1- Crimen y castigo. Novela de Fiódor Dostoyevski.

 © Diana Durán, 7 de octubre de 2024

DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA

 


Foto: J Wickens, Ecostorm


DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA


Vivíamos en las cercanías de Fortín Cabo Primero Lugones, a pocos kilómetros del divagante río Pilcomayo. El terruño se situaba en los confines fluviales de la Argentina, allende la frontera con Paraguay. Entre riachos temporarios y bosques secos estaba la pequeña finca donde sustentábamos nuestra sencilla vida con cabras y palmares. Convivíamos con mis padres, dueños de casa por herencia aborigen; Poyahen, mi esposo, leñador y ganadero, y los cuatro gurises, dos mayores, varones, y las dos menores, mujeres. Yo estaba a cargo de las tareas domésticas y, a su vez, trabajaba de maestra en la CESEP[1] del pueblo. No me había recibido, pero en estos lugares bastaba con haber terminado la secundaria para ser docente. La escuela y un polideportivo animaban el tórrido paraje, por lo que vivir en el bosque había sido la elección de la familia. Siempre quisimos quedarnos en ese solar acostumbrados a los quehaceres rurales. Poyahen había migrado del Chaco de niño y nos conocimos en el centro educativo. Desde adolescentes afrontamos todo juntos, incluso ser padres muy jóvenes.

Podríamos haber vivido en el pueblo, pero a nosotros nos gustaba el bosque: el horno de barro y los montículos de leña; los extraños y cambiantes madrejones; la luna reflejada en las lagunas. Convivíamos con loros habladores, patos sirirí y garcetas. Los cardenales se apostaban en el patio de tierra con sus penachos rojos, bien domésticos. Nuestros cuatro hijos eran felices jugando con tortugas e iguanas. Hasta solíamos ver lentos osos hormigueros, monos carayá y pasaba a la carrera algún tapir, entre medio de quebrachos colorados y blancos, chañares y vinales. Aquí la caza furtiva era muy frecuente y la policía se encargaba de demorar a los malandras que faenaban animales sin permiso. Era el reino de la palma caranday. De sus dátiles y cogollos comían las cabras y mi madre me había enseñado a hacer sombreros, muñecas y bolsas que a veces llevaba al colegio como premio para los buenos alumnos. Los abanicos de palma aliviaban los días calurosos. Si bien comíamos de todo, mamá y yo sabíamos preparar empanadas de charke[2] y sopa paraguaya con harina de mandioca. Los hombres asaban cabrito para regocijo de la familia. Los chicos se endulzaban con delicias de mamón, zapallo y pastelitos bañados con aloja[3].

La ruta ochenta y seis era el vínculo con el mundo, aunque no salíamos demasiado, salvo para comprar provisiones o hacer algún trámite en la vieja camioneta azul. Fortín tenía comisaría, estafeta postal, hospital y algunos negocios, pero para los trámites de las casas iba con Poyahen a Formosa. No se terminaban las diligencias si no se pasaba por la capital. Allí residía el eterno gobernador.

Éramos gente de frontera, acostumbrada a saber que por allí reinaba el contrabando; más que todo en Clorinda, por eso nos cuidábamos de esos bandidos. Por suerte nuestra finca quedaba en las afueras de la ruta principal.

Nosotros sabíamos de bosques y animales. Ese era nuestro dominio: las cabras, el monte, las lagunas y las abras. El parque chaqueño, hábitat ideal. Por eso nos resultó raro cuando vinieron dos hombres con la propuesta de comprar algunas hectáreas para la explotación forestal. Se hacían los buenos, pero sabíamos lo que eso significaría. Podrían obligarnos a vivir en el pueblo lejos de riachos y animales, del cielo diáfano y los atardeceres únicos.

Los desmontes habían sido suspendidos para proteger la naturaleza, pero las multas no eran suficientes para evitarlos, ni tampoco para frenar los incendios premeditados. Quisimos mantenernos en el lugar. Rogábamos que nadie nos desalojara para cultivar soja. ¿Qué iba a quedar de nuestra tierra si eso pasaba?

Deseamos, pero no pudimos. Ni la ley de bosques nos salvó[4]. La falta de las escrituras que tanto habíamos tramitado sin obtenerlas nos obligó a malvender. No valió ningún viaje a la capital de la provincia. Tampoco que fuéramos los verdaderos dueños. Terminamos viviendo en una casa en Fortín Cabo Primero Lugones. Mis padres murieron de tristeza al tiempo. Desde entonces trabajamos en un pequeño almacén que compramos. Sin cabras. Ni aves, ni yatay, ni cielo, ni tierra. Ni nada.

© Diana Durán, 26 de agosto de 2024



[1] Centros Educativos Secundarios de Educación Permanente de Formosa.

[2] Carne seca.

[3] Bebida hecha con frutos de chañar.

[4] Ley 26.331. Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos. 2007.

 

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 


Diseño realizado con IA 5 de agosto de 2024

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 

“Los castillos se quedaron solos. Sin princesas ni caballeros. Solos a la orilla de un río. Vestidos de musgo y silencio. A las altas ventanas suben. Los pájaros muertos de miedo. Espían salones vacíos. Abandonados terciopelos” (María Elena Walsh).

 

La congestión del tránsito era cada día peor. Se había llegado al límite de la circulación. Ni los semáforos andaban. Ya no se podía transitar por el centro ni por los barrios. A veces los autos quedaban varados por horas en algunas esquinas y la gente no llegaba a destino.

Riverside, San Martín y Estudiantes[i] que, según las estadísticas de 2022, eran las barriadas más pobladas, se empezaron a deshabitar. Imposible vivir en ellas. Faltaba el agua potable, la basura se acumulaba, había temibles robos a mano armada.

Mi esposo y yo residíamos en San Martín en un departamento de tres ambientes situado en una esquina soleada y tranquila. Sin embargo, día a día mermaba nuestra calidad de vida. Desde hacía cinco años el barrio se hundía en la dejadez. No se salvaban ni los edificios más elegantes, ni las casas de estilo inglés, antes símbolo de opulencia y prosperidad, ahora deterioradas. Nadie cuidaba las plazas, el pavimento, ni el alumbrado. Los vecinos se mudaban. Nosotros queríamos trasladarnos, pero no sabíamos adónde.

El Soho y Los Ángeles[ii], antes residenciales y modernos, plenos de restaurantes temáticos, bares sofisticados y tiendas de autor, sufrían ataques de pandillas y se iban cerrando. Quedaban solo rastros cubiertos de musgos y hiedras.

En el sur, Los Cobertizos, La Ría, Parque Hidalgo y Vieja Roma[iii], renovados en la década del 2020, iniciaron su decadencia con la expansión de los asentamientos precarios dominados por narcos y bandas que copaban los edificios públicos a los que ya no concurrían los empleados. Los extranjeros no visitaban las callejuelas de artistas ni tampoco el estadio de la Ría. Los circuitos turísticos habían desaparecido.

Ni qué decir de los barrios Clausura, Puerto Leño, Antique y Monte Aserrado[iv], antes dinámicos y céntricos, la city de los negocios y las grandes firmas. Se habían arruinado por la caída de la bolsa y el deterioro ambiental, ahora eran ciudadelas fantasmas.

Las personas se encerraban en sus viviendas y pedían las provisiones como en la época de la pandemia sufrida dos décadas atrás. Preferían no salir de sus casas antes de ser atacadas por bandidos que robaban y lastimaban. La ciudad era una ruina.

Deseábamos irnos a un distrito del oeste del país, pero había que pensarlo bien. Primero había que buscar un lugar donde vivir y un trabajo. Nuestros sueldos estaban menguados por la inflación. Nos quedaba invertir los ahorros en un emprendimiento en alguno de los pocos sitios que reconocíamos como tranquilos. Queríamos un pueblo aislado, alejado de toda interacción con la metrópolis. Averiguamos sobre Los Cerrillos, Desaguadero y Villa La Paz. No nos importaba la lejanía. Solo que el lugar fuera limpio, tranquilo y libre de malhechores.

Con el tiempo en la Gran Ciudad se produjo la disminución del tránsito porque, ante la crisis energética, las familias ya no conseguían combustible. La acumulación de residuos en los contenedores desbordados por la escasa recolección era pavorosa. Los olores, nauseabundos. Las ratas circulaban por todas partes. Las personas en situación de calle que solían dormir en las entradas de edificios huían hacia la periferia adonde podían conseguir comida. La mayoría fue diezmada por las enfermedades. En cambio, se veían depositados en las aceras: muebles nuevos, bibliotecas colmadas de libros, computadoras de última generación, colchones King Size y enseres de cocina relucientes. La clase media, humillada por la pobreza, vivía en la calle.

Nosotros partimos con lo que pudimos a Los Cerrillos, en el centro de las travesías llanas. Nada nos importaba, queríamos alejarnos de la tristeza y la decadencia de la Gran Ciudad. Nos instalamos en una pequeña pero cálida cabaña y abrimos un comedor de cocina casera para lugareños y forasteros. Intentábamos olvidar lo que sucedía en nuestro lugar de origen.

Mientras tanto, en la metrópolis, la mayor parte de los edificios de oficinas se había enfermado con síntomas de contaminación del aire en los espacios cerrados que provocaban náuseas, mareos y jaquecas a quienes todavía trabajaban. En un principio la Sociedad de Arquitectos recomendó tener las ventanas abiertas en forma permanente y cambiar los sistemas de ventilación, pero luego advirtió que el mal era interno. No se los podían sanar y, en consecuencia, había que demolerlos. Las compañías de derrumbe estaban a la orden del día. Otras construcciones que tenían fallas estructurales también debían ser destruidas a través de la implosión. Era un espectáculo dantesco para los ciudadanos escuchar las detonaciones y ver que la onda expansiva se movía hacia adentro de los edificios que caían como si fueran de arena. Ya ni pájaros había porque hacía mucho tiempo los gorriones y palomas habían migrado hacia los campos en busca de comida saludable.

Supimos por las redes que, frente al caos y el desorden, el Jefe De Gobierno había impartido el toque de queda. Desde las nueve de la noche nadie podía salir de sus casas y menos aún circular. Los negocios debían cerrarse a las siete de la tarde. La capital de la vida nocturna se moría antes del anochecer. Nosotros, en cambio, podíamos escuchar música con los nuevos vecinos en el Centro Comunitario del pueblo.

Por último, y sin saber por qué los edificios comenzaron a caer solos, mientras hombres, mujeres y niños huían despavoridos hacia las zonas rurales. Supimos que los puentes y avenidas de salida estaban abarrotados y los autos chocaban entre sí en la carrera desesperada por huir de la ciudad.

Nosotros empezamos una nueva vida, tranquilos y esperanzados, lejos del desastre urbano. Sin embargo, temíamos cuando llegaba alguna familia a instalarse en el poblado. La huella del pasado envolvía nuestras entrañas. Habíamos dejado atrás el infierno y no queríamos que nadie nos los recordara.

© Diana Durán, 5 de agosto de 2024



[i] Nuñez, Belgrano y Colegiales

[ii] Palermo Soho y Palermo Hollywood

[iii] Barracas, la Boca, Parque Patricios y Nueva Pompeya

[iv] Retiro, Puerto Madero, San Telmo, Montserrat

FRENTE A LA CATÁSTROFE

 


Fuente: FM Alba. Salta.

FRENTE A LA CATÁSTROFE

Después de aquellos terribles hechos no quise volver a la facultad. Mejor dicho, no pude volver por un tiempo porque la ciudad quedó dividida en dos. El aluvión me había doblegado. Una masa de agua barrosa, que transportaba árboles arrancados a las orillas y rocas de todos tamaños, había bajado por el cauce del río Tartagal destruyendo todo a su paso.

Todo se lo había llevado el torrente en pocos minutos. La naturaleza había vencido al hombre no solo por las lluvias torrenciales, sino por una causa precedente: la deforestación aguas arriba de las laderas de las sierras Subandinas, con el fin económico de obtener más campos para el cultivo.

Mi espíritu quedó abatido por el recuerdo imborrable del desastre. No podía olvidarme de los muertos y desaparecidos; la destrucción de viviendas; la experiencia de extrema vulnerabilidad de la vida. Mi familia, productora de maíz, zapallo, sandía y poroto, no había sufrido el devastador fenómeno en el pequeño terruño que habitaba en las afueras de la ciudad del lado opuesto a las serranías. Sin embargo, compartía el consternado sentir de los habitantes locales, destruido como los hierros retorcidos del antiguo puente ferroviario que cruzaba el río. Se temía por nuevas lluvias y sus consecuencias. Tartagal había quedado sesgada por un acantilado construido por el alud desbocado que la había cortado como si fuera una masa delgada y blanda de harina y agua.

 

El día de la catástrofe me desperté como siempre, me arreglé bien, le di agua y comida al gatito y partí. En el momento del alud yo caminaba por la diagonal Moreno hacia la ruta treinta y cuatro para tomar el micro que me llevaría al sector norte donde estaba la facultad. Había empezado hacía poco la carrera de enfermería, orgullosa de ser la primera universitaria de la familia.

En unos minutos más debería cruzar el puente para alcanzar la zona septentrional de la ciudad. En cambio, al escuchar el estruendo, volví sobre mis pasos y comencé a correr con desesperación hacia el albergue juvenil donde residía. Esperaba lo peor. No recabé en que el siniestro se canalizaría como una cuña a lo largo del lecho fluvial unas cuadras arriba. Había escuchado una especie de trueno que me condujo a huir en sentido contrario al que me dirigía. La gente corría y gritaba con desesperación al presenciar el desastre. Ya había sucedido en 2006.

Llegué al hospedaje con el corazón en la boca y advertí que no había nadie. Mis compañeros de residencia se habían ido seguramente a ver qué pasaba a pocas cuadras.

Yo me quedé sola con mi desesperación a cuestas. Entonces solo atiné a pensar en lo más cercano, en la criatura más frágil: el pequeño gatito que se había instalado en la residencia hacía unos meses, cruzando la tapia de la casa vecina. Cuando llegué no pensé en nada más. Lo busqué por todos lados. En la cocina, en el baño, en todas las habitaciones, en cada rincón. Llorando lo buscaba. En ese instante pensé en el gato más que en toda la desgracia que estaba ocurriendo. Así fue como me concentré caprichosamente en el ser más débil en las circunstancias que se estaban viviendo.

Lo encontré en mi habitación, debajo de la cama. Lo agarré con delicadeza y me quedé abrazada a él. Sentí su pelaje suave hasta que un tibio ronroneo terminó por contener mi corazón que minutos antes latía con una fuerza descomunal.

Al día siguiente supe con detalle las tremendas circunstancias sucedidas durante el aluvión del 9 de febrero de 2009 en mi querida Tartagal.

© Diana Durán, 29 de julio de 2024

MI LUGAR EN EL MUNDO

 




Foto: Santiago Durán

MI LUGAR EN EL MUNDO

No sé por qué tantas mudanzas o sí lo sé: deseo de conocer lugares, amor por la naturaleza, sabor de barrios urbanos y suburbanos, impulso de cambio. En suma, espíritu migratorio.

Me mudé de domicilio más de veinte veces. Una asombrosa suma para quien no es un militar o ejerce alguna otra profesión que demande el traslado continuo: viajante, visitador médico, profesor itinerante, camionero. Hay muchas actividades que exigen andar, pero mudarse, no tantas.

En mi niñez y adolescencia tuve tres domicilios, no muchos para mi espíritu de trasiego, claro que no eran mis decisiones en ese entonces. No recuerdo en detalle porque por ser chico no participaba de armar y desarmar canastos. Sí sé que tuve una niñez muy feliz en Villa Urquiza, ese barrio tranquilo y arbolado, un jardín en la ciudad, algo lejano del centro y de los colegios decididos por mis padres. Allí fui dichoso en la vereda, la plaza y la cortada. Hasta en la terraza de una casa sencilla de dos pisos donde tenía muy buenos vecinos y residían muchos niños con los que jugaba.

A mis once años nos mudamos a la avenida Libertador en Belgrano donde estuvimos poco tiempo, menos de un año. Era el conocido barrio de mis abuelos, luminoso y apacible. Allí coexistían enclaves residenciales lujosos con casas antiguas que con el tiempo serían derribadas por la modernidad y el lucro inmobiliario, entre ellas, la de mis queridos viejitos. Entrañable la banda de adolescentes en bicicletas que dábamos la vuelta manzana por la vereda para horror de los porteros. En ese departamento, de hermosa vista a la avenida y cercano a las Barrancas de Belgrano, me divertía mucho con mi hermana. Recuerdo el juego de la librería en el que envolvíamos los libros de la biblioteca familiar con papeles de diario y hasta hacíamos fichas para su simulada venta. También las casas de fantasía construidas alrededor de una vieja cocina sobre el piso de alquitrán de la terraza. Jugábamos mucho a la pelota con la pandilla de varones perseguidos por las vecinas que barrían la vereda o algún comerciante que veía peligrar sus ventanales.

Cuando murió mi abuela paterna, nos mudamos a su departamento en Combate de los Pozos, calle tradicional del barrio Balvanera: céntrico, histórico, kilómetro cero de la historia argentina y localización del Congreso Nacional. En ese tiempo cursé la secundaria y atesoré las amistades esenciales que aún conservo. También allí cometí las peores fechorías junto a mis compañeros del Salvador, colegio no por religioso menos fuente de atorrantes que de día combatían con los portafolios en la esquina y de noche vestían de smoking en las fiestas de quince. Viví en el mismo barrio cuando cursé la carrera de medicina en tiempos políticos fluctuantes entre dictaduras y gobiernos democráticos. Si habré corrido desde la facultad a mi casa luego de tomas o marchas estudiantiles.

Durante la etapa universitaria afloró en mí la idea de residir en el sur. Por aquellas épocas se consideraba un destino relevante para los jóvenes. Probé en Neuquén donde se presentó la oportunidad de una residencia en cirugía. Viré mi destino diametralmente a gran distancia de mis afectos. Sin demasiada conciencia dejé un tendal de nostalgias familiares. Durante un lustro me fui mudando por etapas a distintas localidades del rosario urbano del Alto Valle. Ninguna me convencía. Volví a Buenos Aires por un corto período, pero no me atrajo residir nuevamente en la gran urbe. No me conformaba el ser porteño, me sentía limitado por el gris urbano, el anonimato y la ciudad de la furia (1).

Entonces encaré el gran cambio de mi historia. Fue cuando resolví probar en San Carlos de Bariloche, tierra de turismo y aventura, algo banal, pero prometedora y pujante. Allí tuve que crearme un sentido diferente al vivido hasta entonces, una existencia adaptada a un medio contrastado a la gran ciudad. Busqué disfrutar del paisaje potente de la cordillera andina, las nieves eternas, los lagos cristalinos, los bosques selváticos. Así fue como gocé de cada rincón del terruño, tanto que pude conocerlo como la palma de mi mano. Cada playa rocosa, cada sendero de ascenso a un refugio, cada circuito grande o chico, cada brazo del gran Lago Nahuel Huapi, el perfil de los cerros, las cascadas escondidas y los arroyuelos sinuosos. Terminé dominando al dedillo mi entorno local. Poco a poco me fui construyendo una identidad barilochense, a pesar de que se tratara de una comunidad cerrada y heterogénea.

Logré pertenecer gracias a mi profesión y a mi espíritu aventurero. Lo cierto fue que cuando recalé en Bariloche culminó la búsqueda. Me acostumbré al frío invernal; a los aislamientos por la nieve residiendo en los kilómetros (2); a la necesidad de acumular víveres y tener un grupo electrógeno para cuando se corta la luz por los cables truncados en épocas de nevadas severas. Pero también a disfrutar de los maravillosos colores estacionales del jardín; a los zorzales de pico naranja, las bandurrias de puntas corvas y los cauquenes reales de torsos rojizos. Pude integrarme tanto a los compañeros adinerados de golf y la clase media del ámbito médico, como a mis pacientes mapuches. Y, por si todo esto fuera poco, aquí formé una familia. Nacieron y fueron criados mis hijos.

Supe finalmente que no iba a mudarme más, al menos fuera de esta ciudad. Había encontrado mi lugar en el mundo.

© Diana Durán, 22 de julio de 2024



Canción de Gustavo Ceratti.

2 Se dice “los kilómetros” a la distancia entre el kilómetro cero de Bariloche y los kilómetros de la ruta al Llao Llao.

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...