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EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 


Olivos en los años 70. Instagram. Los rincones de Olivos

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 

Olivos sobre Libertador cerca de la quinta presidencial. Un barrio mixto residencial, comercial y portuario, donde se mezclan petit hoteles, chalets ultramodernos y altos departamentos suntuosos a la vera de la hermosa avenida donde los jacarandás florecen en primavera que tiñen las calles de lila. También hay cuadras transversales, oscuras y estrechas con lugares extraños y sombríos, como si fuera el patio trasero de la ciudad. Allí se combinan peluquerías de barrio, boliches de dudosas prácticas y casas semiabandonadas cubiertas de hiedras. Algunas callejuelas terminan en un cul-de-sac de irremediable tortuosidad. El paisaje del puerto de Olivos es otro mundo donde emergen yates, veleros, prefectura y demás instalaciones relacionadas con las clases altas que van a los clubes de yacht y, también, con quienes solo son paseantes domingueros. Un lugar apacible, a pesar de que a finales de los años setenta nadie podía sentirse seguro en ningún lugar.

 

 

Matilde viajaba todos los días desde su modesta casa de chapas en la Isla Maciel para cuidar a los niños Echevarría en ese sector de Olivos. Dos horas de viaje que incluían cruzar el Riachuelo y trasbordar varios colectivos hasta alcanzar el lugar donde vivía la familia, en Libertador al dos mil. Los padres, ambos ejecutivos, trabajaban mucho así que todas las mañanas esperaban al servicio doméstico para salir . La pequeña Sofía tenía solo tres años y Leandro recién comenzaba el jardín. Matilde no se quejaba. Adoraba a esos niños a quienes había visto nacer y criaba desde entonces. No había tenido hijos, por lo que ellos eran como suyos.

Los chicos la querían muchísimo y esperaban su llegada con ansiedad pues vivían con angustia el hecho de que sus padres partieran todos los días para volver casi de noche. Siempre subyacía el miedo a quedarse solos. La vecina era muy agradable y cuando Matilde se retrasaba, cruzaba generosamente el pasillo, a pedido de la madre, para quedarse con ellos contándole cuentos mientras llegaba “Mati”, como le decían, que siempre aparecía con su sonrisa cándida y gesto maternal. El tono paraguayo se le percibía en la manera de hablar y en las costumbres que se le habían “pegado” a los niños de tanto estar con ella, como tomar mate o comer chipá.

La empleada se ocupaba de todo. Llevaba al mayor al jardín de infantes acompañada de Sofi; hacía las compras diarias; realizaba habituales paseos con la pequeña por las calles soleadas; preparaba el almuerzo y, después del mediodía, retiraba al niño. El pobre concurría a doble escolaridad en una escuela bilingüe cercana. Todavía no sabía leer y escribir, solo su nombre, pero repetía “hello”, “hi”, “good morning”, “how are you”, y demás frases previas a la alfabetización en su propia lengua.

Matilde discrepaba de los padres en muchos aspectos, pero se guardaba muy bien de decirlo. No quería enfrentarlos y cuidaba su trabajo tan imprescindible dado que su marido solo hacía changas. Era una mujer sencilla, cariñosa y tranquila. Una típica matrona paraguaya regordeta y sonriente.

Una mañana primaveral, de vuelta de buscar a Leandro, Mati decidió cambiar el rumbo hacia la calle Manuel de Uribelarrea para comprar un poco de fruta en la vieja verdulería que quedaba a una cuadra. Con manzanas y peras en el bolso, sorprendió a los chicos al decir, qué les parece si visitamos el puerto un ratito. Total, es temprano. Ambos saltaron de alegría como hacían cuando se salían un poco del itinerario habitual para ir a la plaza o la heladería. Nunca habían ido tan lejos, pero el puerto quedaba solo a cinco cuadras de dónde estaban. Podrían contemplar los veleros y yates, y disfrutar de vistas distintas a las cotidianas. Como nunca habían ido por ese camino y con mucha precaución, la muchacha tomó bien fuerte de la mano a los niños. Cuando los chicos llegaron al puerto sintieron el aire fresco y gritaron sorprendidos al ver los triángulos blancos de las velas en los mástiles y las maderas lustradas de los yates. Les parecía un dibujo de los cuentos del “Pirata Malapata” o el “Barco del Abuelo” que Mati les solía leer. Disfrutaron del aire y del horizonte. No estaban acostumbrados más que ir a la quinta el fin de semana y a Pinamar durante las vacaciones. Qué lindo, exclamó Leandro. Cuando sea grande voy a ser capitán, siguió entusiasmado. La carita de Sofi se había iluminado con una gran sonrisa y saltaba de alegría. Al avanzar la tarde se veía más gente en los alrededores, quizá por el día tibio y soleado. En un momento Matilde advirtió que algunas personas los miraban con cierto recelo e, incluso, sintió murmullos de desagrado. ¿Tal vez por mi apariencia diferente a la de los niños? pensó.

Pasada una hora, la muchacha se dio cuenta de que se había hecho tarde. Propuso entonces, regresemos, pequeños, ya es hora. Lea y Sofi se negaron y empezaron a protestar, primero, y a gritar y llorar, después. Así ocurre cuando están cansados, asumió Mati.

Fue entonces cuando sucedió. Un oficial de la policía portuaria se les acercó y preguntó con clara desconfianza, ¿por qué lloran estos niños? Usted, ¿quién es, señora? Soy Matilde Giménez, la persona encargada de cuidarlos, dijo un poco humillada. Muéstreme sus documentos, espetó el oficial. Matilde no llevaba ningún documento. A esa altura estaba asustada, pero también indignada. Pe nĩ nokuapĩ (1), expresó por los nervios que la sobrepasaron en ese momento.

En pocos minutos, una gran cantidad de individuos rodearon a la mujer y los dos pequeños. Siguió una escena de cuchicheos y menosprecios de toda índole. Los pobres terminaron demorados en la policía del puerto para averiguación de antecedentes de la mujer. Al cabo de largo rato, pudo Matilde, entre nervios y llantos, comunicarse con los papás de los niños que aparecieron bastante ofuscados por la imprudencia de su empleada. Desde entonces, no volvieron a tenerle la confianza que habían depositado en ella. Se notaba en el trato y en un pedido de anticipación permanente de sus movimientos con los chicos.

La ida y vuelta de la muchacha de su casa a la de los Echeverría se transformó en una larga travesía poco feliz. Se sentía apenada por la desconfianza de los padres. Estos volvieron a tratarla bien, más por necesidad que por respeto. Matilde no volvió a ser la misma. Una sombra había cubierto la relación que tenían. Pensaba en otro trabajo más cercano. No tanto sacrificio. Lo único que la frenaba era el amor por sus “hijitos”, como ella les decía: “kunumi” (2). 

 



(1) Por favor, no me detenga: Esta es la frase más normal en guaraní y se utiliza para pedir a alguien que no interrumpa o detenga lo que uno está haciendo.

(2) Kunumi: significa "muchacho" o "joven" en guaraní y se usa para referirse a los niños con cariño.

 

© Diana Durán, 26 de mayo de 2025

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