LA ESPERA

 






Acuarela de Lola Frexas

LA ESPERA


El barrio, la cuadra, la esquina, la casa. La espera. Una mañana luminosa y el farol. Quiosco de toldo raído y paredes blanqueadas que no disimulan el paso del tiempo. Persianas abiertas a un interior cálido y consabido, el del mate amargo y algún tango. Balcones de oscuras rejas y plantas de exterior. Cuelgan enredadas hiedras y geranios enrojecidos. 

    

    Sentada en el sillón del living observo detenidamente la acuarela de Lola Frexas, la coreografía de sus pinceladas[1], las transparencias de las manchas en distintos tonos de verdes, marrones, amarillos, hasta rosados. Enjuagados y difusos. Solo remarcadas con trazo firme, las negras rejas. Cada detalle de esa pintura me transporta a La Boca con sus callejones estrechos y sus casas de zinc multicolores como los cuadros de Lola. Quieta y somnolienta armo la escena. Le agrego a esa esquina un conventillo con escaleras, la ropa colgada y el puente Pueyrredón, testigo del río, límite fluido, oscuro y aceitoso de la ciudad. Recuerdo la obra de Quinquela Martín y lo imagino conversando con Lola. Intercambian las verjas de las casas con los estibadores del Riachuelo. Los pintan cada uno en sus cuadros y luego vuelven a sus escenarios inconfundibles. Lola a San Telmo, La Boca y los edificios emblemáticos de Buenos Aires, su historia. Benito concentrado en el río y los personajes portuarios cargando bolsas, su espíritu.

    Lo cierto es que del cuadro de Frexas se escapa un personaje. Una mujer de mediana edad, cara triste, pollera grisácea y blusa blanca. Minutos antes respaldada por el farol eterno, testigo mudo de tantas lágrimas. Allí es cuando bosquejo unos versos. Siento que ella “espera la vida, convoca la vuelta. Nostalgia el amor”.

 

    La luz tenue y amarilla del cuadro traspasa mi sala y la mujer inicia el diálogo. Me dice que ya no quiere permanecer en esa esquina. Que desea alejarse de allí. Los días, las tardes, las noches la fijaron en la escena, en esa acuarela de fondo blanco en la eterna posición mirando hacia el este desde donde, pese a todo, él no vendrá. Se angustia. Le propongo que no se aflija, que dibuje otra vida, que se aparte de él, que encare un nuevo rumbo, el porvenir. Me mira y sonríe, parece aliviada. Asiente en señal de comprender mi respuesta y regresa a la acuarela, al mismo lugar donde estaba. Levanto la vista y reparo en el acontecimiento. Se acerca un hombre. Un estibador fuerte y encorvado que la abraza, intenso.



[1] A diez años de su muerte, más de cincuenta acuarelas retoman el legado de la artista argentina que retrató con destreza fachadas emblemáticas. La muestra se titula “Coreografía de pinceladas”. La exposición Lola Frexas (1924 – 2011) Pintora de Matices, es un homenaje a la reconocida acuarelista argentina en el décimo aniversario de su fallecimiento. Abre en El Obrador Centro Creativo en la sala La Rueca del 18 de noviembre de 2021 al 31 de marzo de 2022.


                                                                                         © Diana Durán. 28 de febrero de 2022

CORRIENTES EN SOLEDAD

 


Esteros del Iberá cerca de Concepción. Foto: Diana Durán

CORRIENTES EN SOLEDAD


Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la muerte.

 

Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de Concepción de la Virgen María[1], donde había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.

Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta. También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los carpinchos, el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los “chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.

El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.

Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento, la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.

Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho. Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó del caballo.

La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.

En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos. Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la savia, el humo, la brea.

Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar, vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era dantesco. Estaba solo.

Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales, palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].

Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza, Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.



[1] Antes Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.

[2] Emilio White. Fotógrafo de la naturaleza. 

                                                                                    © Diana Durán. 21 de febrero de 2022

1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


La isla de los Robinsones. Club de Niños en Gas del Estado, Tigre. Blog.


 1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


Daniel y Oscar cruzaron el arroyuelo camino a la casona de los más pequeños del Club de Niños. Eran compañeros de la colonia y disfrutaban el campamento nocturno que se realizaba todos los sábados en el predio de Tigre. La segunda guardia transcurría durante la “hora de las brujas”, entre las dos y cuatro de la mañana. Su función era registrar en unas planillas si todos dormían bien, si las luces estaban apagadas, si tenían espirales y otros temas semejantes. Debían indicar el estado de las aguas del arroyo, si habían bajado, su temperatura, si el caudal escurría tranquilo o, por el contrario, turbulento. Luces y sombras, oscuros y claros, lejanas estrellas titilantes y planetas luminosos. La luna creciente todavía iluminaba el puentecito y el predio, pero pronto se iba a ocultar. No veo nada, dijo Oscar, mi linterna no funciona. La mía tampoco, contestó Daniel. ¿Y si usamos los frascos que trajimos y los llenamos de luciérnagas? Tendríamos las linternas más geniales del mundo, propuso Oscar. Así lo hicieron estos muchachitos que ya eran Robinsones. Tenían doce años y estaban acostumbrados a las guardias durante los campamentos. Habían pasado la etapa de Pulgarcitos y Pinochos que, según la edad, establecía el reglamento de la colonia. 

Mientras tanto, Liliana y Valentina caminaban a paso firme hacia las cabañas de la isla de los Robinsones en el extremo norte del predio del club. Tenían que bordear un bosque de sauces llorones bastante oscuro y luego cruzar en diagonal la cancha de fútbol, campo abierto para llegar a la isla. No les gustaba mucho porque en el trayecto solían cruzarse con murciélagos en vuelo rasante. Espero que hoy no los veamos, dijo Liliana. ¡Ay, ya me pasó uno cerca!, reveló Valentina. Llevaban las mismas planillas que los varones solo que ellas debían revisar las cabañas que estaban en la ribera de la pequeña isla. Tenían que vigilar adentro de cada una abriendo un poco la puerta para controlar a los cuatro colonos durmientes en cada choza. Por suerte era la segunda guardia de manera que todos estarían bien dormidos. Si hubiera sido la primera encontrarían algunos chicos todavía despiertos y haciendo de las suyas. Los tendrían que anotar en las planillas lo que al día siguiente podría significar un reto para ellos. No querían que pasara.

Los cuatro cumplieron con sus tareas de registro. Habían decidido encontrarse antes de llegar al puentecito y desde allí regresar juntos al campamento. Los esperaba la recompensa, unos jarros de mate cocido y unas tostadas calientes sentados junto al fogón del campamento y luego, a dormir previo cambio de guardia.

Pero no fue tan fácil. Los chicos escucharon de lejos a Liliana gritar en busca de auxilio y viraron el rumbo para ver qué pasaba. Cuando llegaron al sauzal encontraron una situación extrañísima, digna de una película de terror. Valentina estaba enredada por un conjunto de ramas que no la dejaba salir. Ni siquiera podía moverse y hacía el gesto de que tampoco podía hablar. Liliana les contó angustiada que estaban cruzando el borde del bosquecillo cuando Valentina se adentró un poco para cortar alguna rama que usaría para espantar murciélagos. Entonces empezó a entramparse en uno de los árboles más grandes. A medida que intentaba desenredarse era peor. Oscar se acercó para ayudarla, pero cuando estuvo al lado del sauce largas ramas del árbol contiguo al de Valentina lo liaron fuertemente. Quedaban Liliana y Daniel libres que, sin embargo, se daban cuenta de que cualquier acercamiento a los árboles podía ser fatal. Permanecieron algo alejados de los sauces llorones. Liliana le dijo a Daniel que había que ir a pedir auxilio al campamento o al sereno del club. Uno tenía que quedarse para acompañar a los chicos. Mientras tanto, cada minuto que pasaba Valentina y Oscar se notaban más enredados y por alguna razón habían rotado de manera que yacían cabeza abajo. La escena se tornaba espeluznante. Las ramas parecían tener vida como si fueran brazos. Ambos permanecían a pocos metros uno del otro y no podían moverse por el apretón que significaba estar atrapados de esa manera.

Aunque temerosa, Liliana salió corriendo. Entonces Daniel quiso ver mejor la escena y utilizó los dos frascos llenos de luciérnagas que habían dejado en el suelo. Apenas enfocó a los chicos apresados, los bichos salieron de los tarros y comenzaron a volar en forma de un baile mágico que se mezcló con ramas, hojas, tallos y cuerpos en un extraordinario conjunto de haces de colores. Un verdadero arco iris danzante acompañó el zumbido de los insectos mientras todo se movía al compás. Valentina y Oscar pudieron primero enderezarse y luego desprenderse poco a poco de sus cepos al ritmo del baile de las luciérnagas. Escaparon abrazados ante la cara boquiabierta de Daniel, estupefacto por la escena. Los chicos no tenían ni un rasguño. Se estrecharon en un abrazo con el amigo hipnotizados por el fantástico espectáculo de la danza de las luciérnagas que, por último, se elevaron por encima del bosquecillo hasta desaparecer en la noche oscura.


                                                                           © Diana Durán. 14 de febrero de 2022

 

 

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 




Estación Retiro

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 

Beatriz y yo dábamos cursos en Vicente López y San Isidro. No era nuestra vocación, pero faltaba trabajo luego de la crisis del 2001. Habíamos creado una capacitación sobre microemprendimientos para las mujeres que tomaban clases de cerámica, tejido, bordado y otras artesanías. Eran unos pesos más para nuestras débiles economías de docentes jóvenes y solteras. Íbamos tres veces por semana a distintas localidades. 

 

Bea debía llegar a la zona norte del Gran Buenos Aires desde su casa en Moreno. Tenía que tomar el tren Sarmiento hasta Once y desde allí combinar con el subte a Retiro para abordar la línea Mitre hasta la estación acordada. Por último, ir en colectivo o caminando hasta las casas de cultura para iniciar el circuito de los talleres del día. Yo vivía en Congreso por lo que mi derrotero era menor. Tomaba un solo colectivo hasta Retiro y desde allí el mismo tren. No coincidíamos a la ida, pero hacíamos juntas los tortuosos recorridos en colectivo y, además, el viaje de vuelta a Retiro a última hora de la tarde. Para mantenernos en pie comíamos un sándwich y un café en algún barsucho de las estaciones ferroviarias. El cobro mensual que nos pagaban en las oficinas municipales era de acuerdo a la cantidad de horas dictadas. Miserable resultado frente al gran esfuerzo que significaba el traslado.

 

Un viernes de agosto acordamos encontrarnos en la estación de Olivos para tomar un café antes de empezar el largo día. Hacía frío, mucho frío. La esperé media hora. No llegaba. Habíamos hablado antes de salir de nuestros hogares. Decidí hacer tiempo en el bar de siempre y miré el reloj cientos de veces. Teníamos unos celulares gigantes y poco funcionales. No lograba que me contestara. Beatriz era tan cumplidora como yo. Me extrañaba muchísimo su ausencia. Pensé en un retraso del tren. Al cabo de media hora fui a dar clase. No quedaba otro remedio porque comenzaba el horario del primer curso. Cuando terminé estaba más preocupada que cansada. A la salida volví a llamarla sin suerte. Caminaba para tomar el colectivo a Carapachay cuando vi llegar a Beatriz alterada y con una profunda cara de susto. Me dijo que tomáramos un café y me contó. 

 

El asunto había ocurrido en la estación del ferrocarril en Retiro. Mi amiga iba comiendo un huevo duro porque se le hacía tarde y no había almorzado. Era fin de mes y casi no le quedaba un mísero peso, solo tenía para viajar y llevar un tentempié de la casa. Mientras se acercaba presurosa a la entrada del andén vio a una mujer de mediana edad que parecía descompuesta. Estaba apoyada en una de las marmóreas columnas de la oscura terminal cerca de los molinetes. Se deslizaba lentamente hacia abajo, parecía que se iba a caer. El gentío cruzaba presuroso y ausente sin mirarla. Beatriz aminoró la marcha y la mujer le rogó ayuda. No pudo resistirse. Le preguntó qué le ocurría y respondió gimiendo que se sentía muy mal. No vio a nadie que la pudiera auxiliar. Sonó el silbato del tren y la muchedumbre se desplazó como una marea ante la salida del próximo tren. Entonces aferró a la pobre mujer del brazo, la enderezó y sujetándola cruzó el anchuroso vestíbulo de la estación hasta llegar al baño. Beatriz sabía que se le hacía tarde, pero su compasión superó al retraso. Apenas entraron sintió un olor a orín horrible. La enferma imaginaria se enderezó rápidamente. No dijo nada y de pronto dos hombres jóvenes abordaban a mi amiga con armas blancas acarreándola sin piedad hasta un cajero muy cercano para robarle. Ella no tenía un solo peso ahorrado. Lo poco que ganaba se iba en gastos diarios o en pagar cuentas. Era ostensible que la habían fichado por estar bien vestida, como docente de zona norte. Beatriz demostró que su caja de ahorro estaba vacía y suplicó que la liberaran. Los malhechores la insultaron al robarle el viejo celular y le arrancaron una medallita de oro, atemorizándola con sombrías venganzas si los denunciaba. Beatriz se acomodó como pudo, enjugó lágrimas y se encaminó hacia la plataforma. Sentía que los hierros y vidrios del techo curvo de la estación se le venían encima y la sofocaban. Tomó el tren como pudo con el abono que le había quedado en el bolsillo del tapado. Llegó a Vicente López con el corazón en la boca.

 

Quedé atónita ante semejante relato. No sabía cómo consolarla. Lo único que se me ocurrió fue invitarla a tomar dos cafés cada una en una confitería algo mejor que los bares acostumbrados para que se tranquilizara y enfrentar lo que restaba del día. Pensar en un viaje de vuelta era impracticable. Bea de a ratos temblaba como una hoja. Yo intentaba calmarla.

 

Transcurrió la jornada. Dimos los cursos como siempre. Ella insistía en exponer para apaciguarse y olvidar lo ocurrido. Por fin llegó el momento de volver. Subimos al tren y comentamos más calmadas los sucesos dramáticos del día. Al parar en Lisandro de la Torre, última estación antes de Retiro, Bea apretó mi brazo a más no poder. Habían subido los tres delincuentes de la mañana. Me balbució espantada lo que ocurría y rogó que fuéramos al vagón contiguo. Con frialdad le contesté que no. El tren estaba lleno y convenía quedarnos en los asientos mirando con disimulo hacia la ventana. Los hombres extrajeron de sus estuches unas guitarras y la mujer comenzó a cantar un tema melodioso y sereno. El contraste con su actitud en Retiro era sorprendente e insólita. Minutos antes de que pasaran la gorra nos levantamos y caminamos presurosas al siguiente coche a sabiendas de que ya llegábamos a Retiro. Cuando se abrieron las puertas corrimos como si hubiéramos visto al diablo hasta salir de la estación y subir al colectivo donde nos abrazamos, lloramos y reímos a la vez. Nos sentíamos a salvo. Esa noche Bea durmió en casa. No podía desandar sola la vuelta a Moreno

 

Decidimos abandonar los talleres. Ninguna deseaba arriesgarse más en periplos desapacibles y lejanos. A mediados de 2002 concursamos en la universidad con la propuesta de capacitación “Microemprendimientos productivos, del desempleo a la ocupación”. Nunca más volvimos a dar clase en zona norte.


                                                                          © Diana Durán. 7 de febrero de 2022


 

 

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