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DE BUENOS AIRES A YOKOHAMA

 


Sakura Gaoka. Yokohama    

De Buenos Aires a Yokohama

La verdad es que nací por casualidad o por magia. Ya tengo doce años, pero todavía no lo sé. Es una historia genial, aunque a veces me ponga triste. Mi mamá es argentina y mi papá japonés.

Las redes sociales tuvieron mucho que ver. Papá era tan buen jugador que un día lo llamaron para formar la selección japonesa. Hizo un gol olímpico que se vio por televisión en el mundial de fútbol que se jugó en Alemania en 2006. Entonces millones de grupos de Facebook y Youtube de todos lados repitieron el video del gol famoso, aunque el equipo japonés cayó en primera ronda. Mi mamá, hincha fanática de fútbol y periodista deportiva, quiso hacerle una nota y tanto insistió que le dieron el número de su celular. Entonces lo llamó y él le respondió en español porque sus padres, o sea mis abuelos, eran argentinos y aunque hablaba un poco mal, porque se había olvidado el idioma, le contó su vida. Kichiro, que así se llama mi papá, tenía un papá tintorero y una mamá ama de casa. Fue muy simpático y se hizo amigo de mi mamá, tanto que la invitó a Japón. Ese viaje debe haber salido millones, pero cuando a mi mamá se le pone algo en la cabeza… Además, mi bisabuelo siempre le daba todos los gustos.

Kichiro le contó a mamá que había vivido en la Argentina, en Boulogne, del otro lado de la autopista, y que por algo feo que había pasado en el 2001 sus padres lo habían llevado de vuelta a Japón. Acá no se podía vivir. En cambio, se ve que mamá sí pudo. ¿A dónde iba a ir?

Mamá que siempre fue muy valiente se tomó un avión que primero paró en Australia y después voló a Japón. Fueron veintiséis horas de viaje. Más que un día. Dicen que mi abuela lloró mucho porque ella se iba, pero igual le hizo a mi mami una torta con los colores de la bandera de Japón, roja y blanca, con una japonesita y una valija de adornos, creo que para que nunca se olvidara de ella. En Japón mamá encontró un mundo fabuloso. La gente usaba guantes y barbijos, sí, barbijos antes de la pandemia, solo para cuidar a las otras personas. Los subtes llegaban a horario a todos lados y las plazas eran muy lindas con juegos que nunca se rompían. Mi papá y mi mamá vivieron en un departamento chiquito que era a prueba de los terremotos que hay en Japón y estaban contentos, pero un día se pelearon mucho y mamá se fue a un ciber de esos donde te podés quedar a dormir. La abuela y mis tíos hablaban con ella todo el tiempo hasta que consiguieron que volviera. Todo esto me contó mamá ahora que soy grande.

Mi mamá antes vivía en Buenos Aires, pero yo nací en un pueblo más chico donde fuimos a vivir con la abuela. Aquí soy muy feliz y juego a la pelota mejor que mi papá, según me dice mi mamá, porque con él jamás jugué y tampoco lo conocí.

    

© Diana Durán, 3 de octubre de 2022

 

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

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