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UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

SENDEROS QUEBRADOS. UNA EXPERIENCIA MÁGICA


Inicio de un sendero. Foto Diana Durán


SENDEROS QUEBRADOS. Una experiencia mágica

La cabaña “El Zorzal” estaba enclavada en una colina baja a solo un kilómetro de la villa serrana. Rodeada de aromos, sauces, álamos, eucaliptos, pinos y un pastizal de hierbas nativas. La habían elegido para estar solos y disfrutar de la naturaleza. Alejarse de los respectivos trabajos, de la rutina urbana, de los desconocidos y de los no tanto. Querían complacerse uno al otro e integrarse al paisaje. Dos senderos, a pocos metros de la entrada, incitaban a caminar. Podían elegir cualquiera de ellos. El primero que recorrieron estaba oscuro y cerrado, parecía un túnel por el exceso de árboles que lo coronaban y el sotobosque de enredaderas que cubrían el suelo húmedo por la hojarasca. El camino era sinuoso, pero de vez en cuando aparecía un abra que les devolvía el cielo. El resto estaba cubierto por las copas unidas entre sí y atravesadas por tenues haces de luz. Guiaban la caminata unas flechas de madera con la inscripción “sendero”. No se hubiera requerido ese cartel. Sin duda era un sendero. La frecuencia de señales redundaba en el entorno. Para animar el trasiego paisajístico aparecían unas esculturas rústicas hechas de ramas entretejidas de múltiples grosores, colores y tamaños. Un perro y su cachorro, una pareja de caballos, unos teros inmensos y desproporcionados y hasta la figura de un espantapájaros. No era de paja sino de ramas. Bastante extraño también. Entre tanta naturaleza esas extravagantes figuras parecían mágicas, por lo que ellos esperaban la siguiente con ansiedad. Mientras caminaban se escuchaban los trinos de inquietas calandrias, rojizos zorzales, laboriosos horneros, renegridos tordos, inconstantes cabecitas negras. Esa orquesta alada los acompañaba. Ellos estaban felices, seguros de que la mayoría de los paseantes no se darían cuenta de la diversidad de aves. Ellos sí, sentían la compañía armónica del montaraz canto y avistaban cada una de las especies con detenimiento. El otro sendero era más abierto y luminoso. Se extendía a lo largo del alambrado que deslindaba el predio. Tras de él, una cortina de álamos y luego el terraplén del tren de carga que pasaba solo dos veces por día. No lo habían visto, solo lo escuchaban en su lejano pero fuerte y rítmico retumbar. En ese segundo sendero encontraron bandadas de tordos músicos y revoltosos chingolos. La mayor luminosidad les permitía avistar mejor los pájaros y transitar con pericia. Solo había que cuidarse de los pozos de los topos que aparecían de vez en cuando y podían hacerlos trastabillar.

En esa cotidiana aventura matinal ocupaban día tras día de sus largas vacaciones. Una mañana bastante nublada se internaron en el primer sendero. A pesar de la oscuridad ella usaba sus binoculares para indicar a su esposo una posible presa fotográfica. Él la ubicaba pausadamente para evitar perderla en fugaz vuelo. Luego continuaban la marcha serenos avanzando en su diario vagar. 

Había transcurrido media hora cuando escucharon un ruido ensordecedor. Un feroz trueno metálico que parecía que iba a arrollarlo todo. Aterrados por la cercanía de la estridencia corrieron desviándose del sendero como pudieron hasta estar a salvo en la cabaña donde se abrazaron consternados. Entonces sintieron el estruendo, el fragor, el rugido del tren descarrilando. También oyeron clamores indescifrables. Pasado un tiempo prudencial acudieron para ayudar. Dos vagones yacían tirados sobre el sendero. En su brutal marcha habían dejado una grieta enorme y profunda donde estaba la senda oscura. Fueron los primeros en llegar, revisaron todo el perímetro de la brecha que había horadado la máquina en su furioso recorrido. No encontraron a nadie. Se acercaron los bomberos de la villa. Tampoco hallaron víctimas. ¿Sería porque era un tren de carga?, ¿se habrían desintegrado los cuerpos de los maquinistas? ¿Habría algún cadáver? Nadie pudo resolver la incógnita del misterioso y brutal accidente. Montañas de canto rodado, piedras de distintos tamaños y hierros retorcidos de la carga estaban esparcidos por doquier. No había quedado nada del sendero, ni álamos, ni eucaliptos. Los aromos estaban arrasados. Solo permanecían en pie los esqueletos de algunos pinos y unos pocos sauces más lejos. El silencio luego de la explosión ferroviaria era sepulcral. ¿Habrían huido todos los pájaros?, se preguntaron. 

Esa noche durmieron abrazados en la cabaña y de vez en cuando les parecía escuchar los gritos errantes de los teros, el quejoso relincho de los caballos, el ladrido quimérico del perro junto a su cachorro y hasta el sollozo final del espantapájaros.

                                                                                          © Diana Durán, 2 de mayo de 2022

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