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HALLAZGO SERRANO

 



Sierra de la Ventana. Foto Durán

HALLAZGO SERRANO

 

La región estaba asolada por la aridez. Poco a poco los habitantes migraban a otros solares mejor provistos.

La escasez de agua se había instalado lentamente en el curso de un año. Al principio pensamos que iba a ser solo de tres meses con lo cual afectaría la floración y los cultivos, pero llegó a un punto en que la falta de lluvias hizo que las napas se secaran y los suelos se resquebrajaran. Había que llevar el ganado a los establos. Las pasturas habían amarillado y decidimos segarlas para guardarlas en los silos. En su lugar solo crecían matorrales espinosos que ni las cabras querían.

Los arroyos que bajaban de las sierras vertían hilos de agua hasta que terminaron secándose y las rocas ya no brillaban como cuando eran torrentosos. Todo se había tornado pajizo y gris. Solo en el fondo de los cauces se pintaba un verde musgo, restante de épocas húmedas. Se había situado un extremo desecamiento hidrológico que había afectado también a otros sitios pampeanos. La provincia había declarado el estado de emergencia.

Mis padres y mi esposo estaban azorados por los hechos. Nunca habíamos tenido una seca tan grave. Vivíamos en una finca que se extendía desde la ladera a la parte más alta de la Sierra de la Ventana. Mis tres hijos, varones pequeños, concurrían a una escuela rural que dada las condiciones ambientales había cerrado temporalmente. Los chicos estaban inquietos y peleadores si bien tenían mucho espacio para jugar. Ahora podían explorar las quebradas pues se lo permitíamos ya que los arroyos no tenían agua. Los tres jugaban como potrillos entre peñascos y cauces secos en la búsqueda afanosa de alguna lagartija u otra alimaña que cazar pues quedaban pocos animales en la zona. ¿Quién sabe dónde habrían migrado las liebres, cervatillos, zorros e incluso algunos jabalíes que solían revolcarse por allí? Las vertientes estaban vacías. Los pájaros se arremolinaban en los bosquecillos. Zorzales, benteveos, calandrias y horneros se avistaban en inciertos vuelos en círculos como queriendo despegar hacia otros lares.

Teníamos miedo de que los pinares se quemaran por las altas temperaturas expandiéndose hacia los pastizales. Esa circunstancia podía provocar una catástrofe. A los álamos y sauces se les caían las hojas fuera de la estación correspondiente.

        Todo estaba trastocado. Veíamos cómo el sacrificio de muchos años se esfumaba. Pensábamos con mi esposo que debíamos irnos, pero nos lo impedía el amor por ese terruño tan nuestro.

Una tarde los chicos nos pidieron explorar por la ladera opuesta a la casa, poco recorrida por todos nosotros. Era una gran aventura para ellos. Como no había peligro lo aceptamos. Llevaron sus mochilas con agua y unos sándwiches especiales preparados por la abuela.


 

Con gran entusiasmo los muchachitos se internaron en una quebrada muy estrecha, cubierta de matas espinosas y se ocultaron de la observación de sus padres. Estaban tan entusiasmados con la aventura que comentaban alborozados sus observaciones. Me parece que los pájaros están cantando en aquel bosquecillo, dijo el más grande. Por aquí se ven revolcaderos de jabalíes húmedos, ¡qué extraño!, le respondió el menor. El del medio les gritó: ¡vengan, miren, encontré agua que sale entre las piedras! Así fue como encontraron entre las rocas de una pequeña garganta un manantial del que escurría agua cristalina a borbotones y luego se volvía a internar en una caverna subterránea. Era un hallazgo asombroso. Como los muchachitos sabían manejarse en las sierras memorizaron la posición y corrieron a avisar la gran noticia a sus padres y abuelos.

 

El descubrimiento permitió realizar un canal desde la fuente descubierta y recuperar agua para nuestra subsistencia, el regadío y el ganado. Fueron nuestros hijos quienes nos salvaron de la migración.


© Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

 


La catástrofe global del planeta y la supercomputadora

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

Él es el logro más reciente de la inteligencia maquinal: el computador HAL
9000, que puede reproducir –aunque algunos expertos prefieren aún usar la
palabra “imitar”– la mayoría de las actividades del cerebro humano, y además
hacerlo con una velocidad y confiabilidad incalculablemente mayores.
Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, 
2001: odisea del espacio

 

        La supercomputadora de última edición se localiza en uno de los miles de satélites que circunvalan la Tierra. Es casi humana en su diseño e inteligencia, comparable a HAL 9000 de "2001: Odisea del Espacio". Se llama WEST y recopila datos terrestres para enfrentar los desafíos de finales de siglo. En una notificación especial envía un diagnóstico de situación a los gobiernos de los países. Los sistemas de información lo analizan, aunque lo que está sucediendo lo corrobora en la Tierra. Las Naciones Unidas determinan un estado de alerta global.

Los lagos del sur, azules y helados están colmándose por el deshielo bravío de las montañas andinas. Desde las cumbres gélidas se desprenden gigantescos bloques glaciarios que caen por los valles como monstruos congelados, mientras las pequeñas poblaciones huyen a resguardarse. Con el avance de los derrumbes desaparecen los bosques de las riberas, tantos los autóctonos de lengas, ñires, coihues, alerces y araucarias; como los pinos invasores plantados durante años por ilusos paisajistas. Todos quedan sumergidos por el aumento del nivel de las aguas lacustres. La fauna de liebres, guanacos, pumas, zorros, ciervos colorados y pudúes también ha sido desplazada hacia las alturas o huye a las mesetas. Busca desesperada un lugar donde asentarse y resguardar a las crías. Las aguas azules se transforman en poco tiempo en verde musgo por la sumersión de los árboles costeros. Solo se salvan algunas pequeñas lagunas escondidas en las reservas naturales no conectadas con los deshielos patagónicos. En la comarca de una de ellas se refugian guardaparques del Nahuel Huapi. Al no recibir advertencias, la gente se traslada por laderas quebradizas y se instala como puede en cabañas construidas de madera y cañas que encuentran a su paso. Han vuelto a ser primitivos en su forma de convivir. Pelean por los lugares donde asentarse y las provisiones existentes. Otros, como hormigas laboriosas cargan sus enseres en autos y otros vehículos, hasta en carros tirados por caballos ariscos e intratables. Pero no todos pueden escapar, solo lo hacen quienes tienen recursos. Muchos pobladores emigran sin destino. Vagan por los caminos vecinales formando largas filas de autos y camionetas atiborradas de trastos inútiles. En las rutas nacionales los gendarmes armados impiden el paso, pues las rutas troncales están atestadas y bloqueadas por muchedumbres confusas. En las ciudades más populosas del Alto Valle, la población ha comenzado a construir murallas para impedir el paso de los desterrados. Los mapuches ancestrales, conocedores de la tierra, ascienden primero a las alturas porque tienen anticipos mágicos de lo que va a suceder.

WEST remite el estado de la Argentina y Chile a la OEA (1) que se interesa poco por los hechos. El Cono Sur es abandonado. Se siguen produciendo eventos catastróficos. La supercomputadora continúa informando infinitos datos preventivos que ante la sobreinformación emitida por los satélites quedan descartados por la comunidad científica en estado de reunión permanente.

Las llanuras costeras se ven inundadas de manera súbita por los ingresos marinos a varios kilómetros hacia interior del continente. Muchos pueblos quedan sumergidos. Las personas huyen con celeridad para instalarse en las metrópolis interiores atestadas por la procedencia de desplazados de todo el litoral. Córdoba y San Luis son los principales destinos. No todos tienen la infraestructura necesaria por lo que hombres, mujeres y niños se establecen como pueden en campos de refugiados atendidos por la Cruz Roja y los Scouts. Las grandes urbes reciben más atención que las zonas periféricas de las ciudades. Miles de individuos llegan desde las planicies y costas de los ríos mesopotámicos pugnando por encontrar un lugar en esos resguardos frágiles. Tolderías improvisadas han sido instaladas y los recién llegados reciben agua, artículos domésticos básicos y barritas de cereales para evitar disputas por el hambre con los ya emplazados. En poco tiempo se produce una anarquía, robos y peleas entre ellos. ACNUR (2) ha sido disuelta por las Naciones Unidas imposibilitada de cumplir con su misión y se limita a pocas aldeas africanas que sucumben día a día, por la desertificación y la miseria. Igual escenario se reproduce en las márgenes de América Latina y el Caribe.

La supercomputadora toma el control de sí misma y comienza a decidir sobre familias que no tuvieron el aviso de las autoridades. En Argentina las guía a través de los celulares, simulando ser gubernamental, a un oasis cuyano todavía no alcanzado por los desastres. Nadie se da cuenta de su condición tecnológica.

Selvas, bosques, pastizales y desiertos cambian de lugar en un loco ajedrez antinatural que los científicos no alcanzan a dilucidar, si bien estaban previstos en sus evaluaciones preliminares. La cuestión es predecir cómo y dónde se producirán esas variaciones. Nadie las anticipa con exactitud a pesar de los avances de la inteligencia artificial. Los algoritmos han fallado inexplicablemente y los matemáticos no encuentran solución a los cálculos sobre riesgos. Donde había bosques, ahora hay desiertos; donde selvas, pastizales. Los arrecifes de coral se blanquean lo que significa la rápida extinción de muchas especies de peces. Los restos de ecosistemas frágiles yacen deteriorados en todo el planeta.

WEST ha creado un símil del Arca de Noé en una gigantesca estación espacial abandonada que aterriza en el desierto del Sahara y reserva una a una las especies terrestres y marinas. También a los humanos que quiere.

Los huracanes del Golfo y los tornados de las Great Plains llegan a categorías superiores a las conocidas hasta entonces y retornan con mayor asiduidad obligando a la retirada de los asentamientos de las islas del Caribe y costas del sur de los Estados Unidos. A pesar de los avances en la prevención de los riesgos en estos lugares castigados es continua la migración hacia las cordilleras del Oeste y zonas frías del norte de Canadá. Las autoridades no dan abasto con el control de los traslados y se producen frecuentes reyertas entre los desplazados que se movilizan por las carreteras de los Estados Unidos. Europa sufre constantes deslaves, erupciones volcánicas, terremotos e inundaciones en la mayoría de sus territorios mediterráneos por lo que los habitantes huyen a tierras nórdicas.  

El superprocesador decide no actuar en ambos continentes por ser los causantes de la mayoría de las crisis ambientales y económicas del siglo.

Los suelos se resecan o se inundan de forma alternada y, en consecuencia, los cultivos y cosechas se pierden, excepto los que están bajo riego que en comparación son muy escasos. Nada se sabe en Occidente de las populosas poblaciones asiáticas que dependen del arroz y la soja pues se ha producido una falla mundial de las comunicaciones. Si es como en el oeste, las pérdidas serán más devastadoras aún en función de la cantidad de la cantidad enorme de habitantes.

Los gobiernos de las principales potencias no han cumplido con las advertencias de los científicos y de los organismos no gubernamentales y las reuniones sobre el cambio climático han fracasado estrepitosamente durante décadas. En poco tiempo se produce la catástrofe universal que la misma humanidad ha gestado.

WEST continúa realizando monitoreos y modelos predictivos sobre el calentamiento global que se pierden en el desierto universal, como en el cuento de Borges (3). La computadora casi humana logra gran perfección, pero sus predicciones no satisfacen a los gobiernos del planeta. Las generaciones siguientes deciden que es inútil y la entregan sin piedad a la inclemencia de los fenómenos naturales.

“En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas” (4).



1. Organización de los Estados Americanos.

2. Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados 

3. Del rigor de la ciencia. Jorge Luis Borges

4.  Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes Libro Cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658 De: El hacedor (1960)

 

FRENTE A LA CATÁSTROFE

 


Fuente: FM Alba. Salta.

FRENTE A LA CATÁSTROFE

Después de aquellos terribles hechos no quise volver a la facultad. Mejor dicho, no pude volver por un tiempo porque la ciudad quedó dividida en dos. El aluvión me había doblegado. Una masa de agua barrosa, que transportaba árboles arrancados a las orillas y rocas de todos tamaños, había bajado por el cauce del río Tartagal destruyendo todo a su paso.

Todo se lo había llevado el torrente en pocos minutos. La naturaleza había vencido al hombre no solo por las lluvias torrenciales, sino por una causa precedente: la deforestación aguas arriba de las laderas de las sierras Subandinas, con el fin económico de obtener más campos para el cultivo.

Mi espíritu quedó abatido por el recuerdo imborrable del desastre. No podía olvidarme de los muertos y desaparecidos; la destrucción de viviendas; la experiencia de extrema vulnerabilidad de la vida. Mi familia, productora de maíz, zapallo, sandía y poroto, no había sufrido el devastador fenómeno en el pequeño terruño que habitaba en las afueras de la ciudad del lado opuesto a las serranías. Sin embargo, compartía el consternado sentir de los habitantes locales, destruido como los hierros retorcidos del antiguo puente ferroviario que cruzaba el río. Se temía por nuevas lluvias y sus consecuencias. Tartagal había quedado sesgada por un acantilado construido por el alud desbocado que la había cortado como si fuera una masa delgada y blanda de harina y agua.

 

El día de la catástrofe me desperté como siempre, me arreglé bien, le di agua y comida al gatito y partí. En el momento del alud yo caminaba por la diagonal Moreno hacia la ruta treinta y cuatro para tomar el micro que me llevaría al sector norte donde estaba la facultad. Había empezado hacía poco la carrera de enfermería, orgullosa de ser la primera universitaria de la familia.

En unos minutos más debería cruzar el puente para alcanzar la zona septentrional de la ciudad. En cambio, al escuchar el estruendo, volví sobre mis pasos y comencé a correr con desesperación hacia el albergue juvenil donde residía. Esperaba lo peor. No recabé en que el siniestro se canalizaría como una cuña a lo largo del lecho fluvial unas cuadras arriba. Había escuchado una especie de trueno que me condujo a huir en sentido contrario al que me dirigía. La gente corría y gritaba con desesperación al presenciar el desastre. Ya había sucedido en 2006.

Llegué al hospedaje con el corazón en la boca y advertí que no había nadie. Mis compañeros de residencia se habían ido seguramente a ver qué pasaba a pocas cuadras.

Yo me quedé sola con mi desesperación a cuestas. Entonces solo atiné a pensar en lo más cercano, en la criatura más frágil: el pequeño gatito que se había instalado en la residencia hacía unos meses, cruzando la tapia de la casa vecina. Cuando llegué no pensé en nada más. Lo busqué por todos lados. En la cocina, en el baño, en todas las habitaciones, en cada rincón. Llorando lo buscaba. En ese instante pensé en el gato más que en toda la desgracia que estaba ocurriendo. Así fue como me concentré caprichosamente en el ser más débil en las circunstancias que se estaban viviendo.

Lo encontré en mi habitación, debajo de la cama. Lo agarré con delicadeza y me quedé abrazada a él. Sentí su pelaje suave hasta que un tibio ronroneo terminó por contener mi corazón que minutos antes latía con una fuerza descomunal.

Al día siguiente supe con detalle las tremendas circunstancias sucedidas durante el aluvión del 9 de febrero de 2009 en mi querida Tartagal.

© Diana Durán, 29 de julio de 2024

LA SELVA SIN MAL


Aldea guaraní en la selva misionera. Google Street View


LA SELVA SIN MAL


Itatí y Luriel vivían en una sinfonía de colores formada por la mixtura de cedros, guatambúes, ceibos, lapachos, laureles, jacarandás, palos rosas y pinos Paraná. Esos grandes árboles eran el techo del bosque de la aldea. Reinaban las aves: los picudos tucanes, los brillantes tordos, las amenazantes harpías y las diminutas mosquetas amarillas. Era el hogar de los mamíferos selváticos: el rojizo y patudo aguará guazú, el lento oso hormiguero, el magnífico yaguareté, el trompudo tapir y variados monos como el carayá o auyador. 

La pareja veneraba ese paradisíaco ambiente húmedo y lluvioso, denso y exuberante. Allí moraban desde su nacimiento donde formaban parte de un grupo mbyá-guaraní compuesto por pocas familias. Los días transcurrían al ritmo de la naturaleza. No se habían alejado mucho más allá de los senderos leñosos que recorrían para su subsistencia. 

La familia conservaba las costumbres heredadas de los indios que habían llegado desde la Amazonia. Como el resto de los jóvenes, Luriel cazaba con arco y flecha a sus presas en movimiento o colocaba pequeñas trampas de ramas en la oscuridad forestal. Itatí preparaba el reviro de harina, agua y huevo y ayudaba a su madre a tejer canastos de caña tacuara que luego venderían a la vera de la ruta en una casilla hecha de ramas y madera y techada con tacuaras, único contacto efímero con los juruas [1]. 

El joven guaraní pescaba con simples cañas en los arroyos torrentosos que bajaban de la sierra. Toda la comunidad sembraba mandioca, melón, porotos, base de una alimentación sana, si bien comían solo dos veces al día. Hacían sus propios cigarros con hojas de tabaco secadas al sol. La madre fumaba en pipa mientras con pocas palabras dirigía a sus diez hijos. Los gurises de la aldea correteaban felices junto a los jaguas [2], entre cultivares y tocones mientras cumplían la tarea de recolectar melones para el desayuno que sabían hacer con gran habilidad. 

La pareja vivía en un rancho de barro y madera de pindó entretejida con caña. La ausencia de luz los obligaba a seguir el ritmo natural, alumbrándose apenas con unas simples velas elaboradas en base a una miel autóctona.

La familia era dueña de la aldea, aunque alguna vez le habían advertido que se trataba de una reserva, pero sabían respetar su kaaguy [3], no la deterioraban. Desconocían las leyes de los blancos sobre bosques nativos, parques, reservas, monumentos naturales o refugios de fauna silvestre. Ellos vivían la selva con respeto y veneración. Su hábitat era esa “tierra sin mal” [4], morada de su dios y de sus prácticas ancestrales. Podían recorrer con entendimiento profundo los valles y se bañaban en los arroyos que bajaban de las serranías. 

Más allá de la aldea, en el norte misionero, los colonos agricultores habían convertido la selva poco a poco en desiertos verdes para producir yerba mate, té y tabaco en las chacras. A su alrededor reinaban los páramos rojizos y áridos. 

Ese otoño las temperaturas disminuyeron mucho y súbitamente los árboles lo sintieron. De un día para el otro las hojas perennes se hicieron caducas. La familia bailó danzas de invocación a la naturaleza para que no llegara el mal. Cuando arreció el invierno seco y extremadamente frío, la leña juntada no alcanzó para calefaccionar a los habitantes de la aldea acostumbrados al calor. Disminuyó drásticamente el número de animales para cazar y la cantidad de peces en los arroyuelos que parecían rajaduras en la tierra yerma. Se había instalado una sequía severa y la familia dependía del suelo, el agua, los animales y las plantas. 

Se reunieron y pensaron en la posibilidad de emigrar. No cabía otro destino frente al hambre. Itatí y Luriel fueron encomendados por la madre a adelantarse al resto. Caminaron más de cinco horas a la vera de la ruta 7 hasta la ciudad más cercana, Jardín de América, para saber qué sucedía. En su recorrido observaron el bosque raleado a ambos lados del camino. Se preguntaron cómo los juruas habían podido destruirlo así. Ya no había árboles de gran porte, solo una mezcla informe de arbustos y enredaderas en la que sobresalía de vez en cuando algún ejemplar aislado. También observaron las plantaciones de té y los yerbatales. No les gustó la uniformidad del paisaje que para otros podía resultar tan atractiva. Qué animal, qué pájaro podría andar por allí, se preguntaron. El pueblo estaba lleno de casas, una al lado de la otra y, si bien reconocieron algunos árboles, estaban demasiado aislados y todos ordenados, como si hubieran sido obligados a disponerse así. La desagradable sorpresa de la pareja fue en aumento. Sus pies desnudos se lastimaron al caminar en el asfalto y tuvieron que sortear asustados los autos que les tocaban bocinas porque andaban por la calle en vez de usar las veredas. Decidieron volver a la aldea. Pasaron hambre. 

En la primavera el tiempo mejoró y la familia se puso manos a la obra con los cultivos, la caza y la pesca. Para el verano volvería a ser un vergel. Sin embargo, ese verano hizo tanto calor que por primera vez no hubo sombra que los protegiera. Obligados, dejaron la aldea y se internaron en la selva. Los animales estaban ocultos, no se los podía cazar. Las aves habían migrado por lo que reinaba un silencio sepulcral. La vida se había modificado totalmente. Durante dos años sufrieron la intemperie del frío o el calor sofocante, además de aguaceros nunca vistos. 

Coincidieron en que el blanco tenía la culpa. La deforestación había llegado a límites que no se debían superar. Habían sometido a los suelos a un gran deterioro para cultivar la yerba mate, el té y el tabaco.

Supieron que otras familias de aldeas cercanas habían partido a las ciudades atraídas por modos de vida aparentemente más promisorios, pero habían quedado hacinadas en pocas hectáreas entre las recientes plantaciones de soja, aserraderos y fábricas papeleras. 

El pueblo guaraní emigró para mejorar, pero en ese trasiego perdió su identidad al vivir mal, hacinado y triste. Habitaba tolderías de materiales de desechos en la periferia de pueblos y ciudades. Los niños y mujeres recorrían el centro mendigando o vendiendo pequeñas artesanías. 

La familia de Itatí y Luriel se quedó en su aldea y resistió hasta que la tierra sin mal volvió a imperar.

  

© Diana Durán, 20 de mayo de 2024


[1] Juruas: blancos en guaraní (despectivo) 
[2] Jaguas: perros flacos 
[3] Kaaguy: selva/monte en guaraní 
[4] Tierra sin mal: discurso mítico que según Clastrès (1989) refiere a una leyenda guaranítica que plantea la búsqueda de un lugar “puro” donde asentarse, permanece latente en las discursividades de los campesinos que han fundado comunidades en el norte de la provincia de Misiones. “La Tierra sin Mal, ese lugar privilegiado, indestructible, donde la tierra produce por sí misma frutos y donde no hay muerte (…) la Tierra sin Mal era igualmente accesible a los vivos donde sin pasar la prueba de la muerte se podía ir en cuerpo y alma” María José Nacci.

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EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

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