LA SELVA SIN MAL


Aldea guaraní en la selva misionera. Google Street View


LA SELVA SIN MAL


Itatí y Luriel vivían en una sinfonía de colores formada por la mixtura de cedros, guatambúes, ceibos, lapachos, laureles, jacarandás, palos rosas y pinos Paraná. Esos grandes árboles eran el techo del bosque de la aldea. Reinaban las aves: los picudos tucanes, los brillantes tordos, las amenazantes harpías y las diminutas mosquetas amarillas. Era el hogar de los mamíferos selváticos: el rojizo y patudo aguará guazú, el lento oso hormiguero, el magnífico yaguareté, el trompudo tapir y variados monos como el carayá o auyador. 

La pareja veneraba ese paradisíaco ambiente húmedo y lluvioso, denso y exuberante. Allí moraban desde su nacimiento donde formaban parte de un grupo mbyá-guaraní compuesto por pocas familias. Los días transcurrían al ritmo de la naturaleza. No se habían alejado mucho más allá de los senderos leñosos que recorrían para su subsistencia. 

La familia conservaba las costumbres heredadas de los indios que habían llegado desde la Amazonia. Como el resto de los jóvenes, Luriel cazaba con arco y flecha a sus presas en movimiento o colocaba pequeñas trampas de ramas en la oscuridad forestal. Itatí preparaba el reviro de harina, agua y huevo y ayudaba a su madre a tejer canastos de caña tacuara que luego venderían a la vera de la ruta en una casilla hecha de ramas y madera y techada con tacuaras, único contacto efímero con los juruas [1]. 

El joven guaraní pescaba con simples cañas en los arroyos torrentosos que bajaban de la sierra. Toda la comunidad sembraba mandioca, melón, porotos, base de una alimentación sana, si bien comían solo dos veces al día. Hacían sus propios cigarros con hojas de tabaco secadas al sol. La madre fumaba en pipa mientras con pocas palabras dirigía a sus diez hijos. Los gurises de la aldea correteaban felices junto a los jaguas [2], entre cultivares y tocones mientras cumplían la tarea de recolectar melones para el desayuno que sabían hacer con gran habilidad. 

La pareja vivía en un rancho de barro y madera de pindó entretejida con caña. La ausencia de luz los obligaba a seguir el ritmo natural, alumbrándose apenas con unas simples velas elaboradas en base a una miel autóctona.

La familia era dueña de la aldea, aunque alguna vez le habían advertido que se trataba de una reserva, pero sabían respetar su kaaguy [3], no la deterioraban. Desconocían las leyes de los blancos sobre bosques nativos, parques, reservas, monumentos naturales o refugios de fauna silvestre. Ellos vivían la selva con respeto y veneración. Su hábitat era esa “tierra sin mal” [4], morada de su dios y de sus prácticas ancestrales. Podían recorrer con entendimiento profundo los valles y se bañaban en los arroyos que bajaban de las serranías. 

Más allá de la aldea, en el norte misionero, los colonos agricultores habían convertido la selva poco a poco en desiertos verdes para producir yerba mate, té y tabaco en las chacras. A su alrededor reinaban los páramos rojizos y áridos. 

Ese otoño las temperaturas disminuyeron mucho y súbitamente los árboles lo sintieron. De un día para el otro las hojas perennes se hicieron caducas. La familia bailó danzas de invocación a la naturaleza para que no llegara el mal. Cuando arreció el invierno seco y extremadamente frío, la leña juntada no alcanzó para calefaccionar a los habitantes de la aldea acostumbrados al calor. Disminuyó drásticamente el número de animales para cazar y la cantidad de peces en los arroyuelos que parecían rajaduras en la tierra yerma. Se había instalado una sequía severa y la familia dependía del suelo, el agua, los animales y las plantas. 

Se reunieron y pensaron en la posibilidad de emigrar. No cabía otro destino frente al hambre. Itatí y Luriel fueron encomendados por la madre a adelantarse al resto. Caminaron más de cinco horas a la vera de la ruta 7 hasta la ciudad más cercana, Jardín de América, para saber qué sucedía. En su recorrido observaron el bosque raleado a ambos lados del camino. Se preguntaron cómo los juruas habían podido destruirlo así. Ya no había árboles de gran porte, solo una mezcla informe de arbustos y enredaderas en la que sobresalía de vez en cuando algún ejemplar aislado. También observaron las plantaciones de té y los yerbatales. No les gustó la uniformidad del paisaje que para otros podía resultar tan atractiva. Qué animal, qué pájaro podría andar por allí, se preguntaron. El pueblo estaba lleno de casas, una al lado de la otra y, si bien reconocieron algunos árboles, estaban demasiado aislados y todos ordenados, como si hubieran sido obligados a disponerse así. La desagradable sorpresa de la pareja fue en aumento. Sus pies desnudos se lastimaron al caminar en el asfalto y tuvieron que sortear asustados los autos que les tocaban bocinas porque andaban por la calle en vez de usar las veredas. Decidieron volver a la aldea. Pasaron hambre. 

En la primavera el tiempo mejoró y la familia se puso manos a la obra con los cultivos, la caza y la pesca. Para el verano volvería a ser un vergel. Sin embargo, ese verano hizo tanto calor que por primera vez no hubo sombra que los protegiera. Obligados, dejaron la aldea y se internaron en la selva. Los animales estaban ocultos, no se los podía cazar. Las aves habían migrado por lo que reinaba un silencio sepulcral. La vida se había modificado totalmente. Durante dos años sufrieron la intemperie del frío o el calor sofocante, además de aguaceros nunca vistos. 

Coincidieron en que el blanco tenía la culpa. La deforestación había llegado a límites que no se debían superar. Habían sometido a los suelos a un gran deterioro para cultivar la yerba mate, el té y el tabaco.

Supieron que otras familias de aldeas cercanas habían partido a las ciudades atraídas por modos de vida aparentemente más promisorios, pero habían quedado hacinadas en pocas hectáreas entre las recientes plantaciones de soja, aserraderos y fábricas papeleras. 

El pueblo guaraní emigró para mejorar, pero en ese trasiego perdió su identidad al vivir mal, hacinado y triste. Habitaba tolderías de materiales de desechos en la periferia de pueblos y ciudades. Los niños y mujeres recorrían el centro mendigando o vendiendo pequeñas artesanías. 

La familia de Itatí y Luriel se quedó en su aldea y resistió hasta que la tierra sin mal volvió a imperar.

  

© Diana Durán, 20 de mayo de 2024


[1] Juruas: blancos en guaraní (despectivo) 
[2] Jaguas: perros flacos 
[3] Kaaguy: selva/monte en guaraní 
[4] Tierra sin mal: discurso mítico que según Clastrès (1989) refiere a una leyenda guaranítica que plantea la búsqueda de un lugar “puro” donde asentarse, permanece latente en las discursividades de los campesinos que han fundado comunidades en el norte de la provincia de Misiones. “La Tierra sin Mal, ese lugar privilegiado, indestructible, donde la tierra produce por sí misma frutos y donde no hay muerte (…) la Tierra sin Mal era igualmente accesible a los vivos donde sin pasar la prueba de la muerte se podía ir en cuerpo y alma” María José Nacci.

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