Dimitri, el griego
En memoria de mi abuelo, John
Papadópulos
Dimitri no quería ir a la guerra. No
deseaba abandonar a su mamá Delfina. Tampoco a sus hermanos. Bastante habían
sufrido cuatro años atrás con la muerte súbita de su padre cuando acarreaba el
arado entre los surcos áridos del suelo rocoso. No quería partir de su patria.
Tenía solo diecisiete años y miedo, mucho miedo. Quizás fuera a la retaguardia,
no lo sabía, pero sí que era demasiado joven para morir. No podía dormir, se
despertaba sobresaltado antes de que saliera el sol imaginando empuñar un
rifle.
La carta podía llegar en cualquier
momento, como les había ocurrido a otros jóvenes. Grecia sufría un bloqueo. En
el pueblo se hablaba de la Triple Entente, pero él no sabía qué era. Pertenecía
a una familia de granjeros que ignoraba las guerras. La vida transcurría según
los ritmos de la naturaleza. En función del día y la noche pues carecían de
luz. Las lluvias invernales y la sequía estival guiaban siembras y cosechas.
Como todos en el pueblo, estaban a favor del rey Constantino, pero se decía que
lo iban a destituir.
Corría el año 1917 y vivían en la isla
de Lemnos, en el norte del azul y transparente Egeo. Amaban ese mar límpido que
rodeaba su Oikos. Dimitri pensaba que ante su ausencia la mamá tendría
que hilar la seda, esquilar las ovejas y cosechar las mieses para hacer el pan.
Ya no la podría ayudar. La venta de aceitunas no alcanzaba para nada. En el
hinterland de Mirina, capital de Lemnos, la mayoría eran pobres y los granjeros
aún más. Desde que había muerto el padre, Delfina se esforzaba en mantener a
sus hijos a través de la subsistencia agraria. Los más chicos estaban en la
primaria. No podían ir a la guerra. En cambio, él sí. No le quedaba más
remedio. Cuando le llegó la carta partió sin protestar.
Estuvo sólo dos meses en la retaguardia.
Francia, el Reino Unido y los aliados vencieron con la entrada de Estados Unidos. Dimitri aprendió a cargar un rifle, también vio escenas horribles, los heridos, los muertos, además de vivir el terror de que lo
mandaran al frente en cualquier momento. Cuando la guerra terminó lo enviaron a
Constantinopla. Allí quedó al cuidado de su tío Taso. No podía regresar a su
tierra por falta de dinero. Su tío era un buen hombre, pero no lo mantendría.
Grecia había quedado devastada. Taso le indicó a Dimitri que debía tomar un
barco para encontrar trabajo en el extranjero. Muchos jóvenes griegos se
estaban yendo a Estados Unidos. Desde allí enviaban dinero a sus familias. No
quedaba otro camino que emigrar. A pesar de todos los males, Dimitri con sus
dieciocho años estaba seguro de que haría fortuna y volvería a ver a su mamá y
a sus hermanos. Estaba triste pero no tanto como cuando se había ido a la
guerra. Ahora no tenía miedo de morir.
Hizo una larga cola para subir a un
barco llamado Sienna junto a otros jóvenes griegos y turcos. Fue anotado con el
nombre Demetris, aunque se llamaba Dimitri y registrado como obrero, si bien
había sido soldado. Reinaba la confusión. Le dijeron que viajarían al puerto de
Génova y desde allí a Estados Unidos. Supuso que a Nueva York. Según sus
conocimientos era la ciudad más importante del mundo después de Londres. Le
hubiera gustado ir a Londres. Sin embargo, también supo que en América había
más trabajo que en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. Le informaron que
iban a tardar cincuenta días. Demasiados para cruzar el Atlántico Norte. No
entendía por qué tanto tiempo de viaje. Lo único que sabía con seguridad era
que quería trabajar para que su familia viviera mejor después de la miseria
atravesada durante la guerra. No podía olvidar que sus hermanos habían comido
algunos terrones de azúcar como única golosina, según le había relatado su
madre por carta.
El tío Taso le había conseguido un
pasaporte otomano en Constantinopla. Desde allí había viajado a Atenas. Pero el
destino de Dimitri no fue Estados Unidos, sino que finalmente recaló en la
Argentina. Supo el rumbo durante el viaje. No tenía la menor idea sobre ese
país tan remoto y desconocido del extremo sur de América cuyo nombre le costaba
pronunciar. Más lejos imposible. ¡Adiós, querida mamá!, ¡adiós patria! pensó
para sí cuando el barco se alejaba del puerto mientras se prometía regresar
algún día. El único tesoro que llevaba era una biblia griega que había heredado
de su papá, que además de agricultor había sido pastor ortodoxo y le había
enseñado el Antiguo y Nuevo Testamento. Había aprendido de memoria muchos
salmos que lo guiaban.
Pasaron cinco años. A Dimitri le agradó
Buenos Aires si bien recordaba con emoción su nativa Lemnos. Vivía en una
pensión barata que quedaba cerca de los bosques de Palermo y ganaba un magro
sueldo cosiendo para un peletero griego. El Río de la Plata no era el
Mediterráneo. Sus aguas rojizas y turbias no tenían comparación con las
cristalinas de su mar, donde había nadado y pescado.
A pesar de las dificultades aprendió
bastante rápido el español y su escritura. La educación básica griega le había
servido con creces. Lo primero que hizo cuando le sobraron unos pesos fue
comprarse un saco azul y un sombrero. Un domingo paseaba por el Rosedal cuando
conoció a la joven Aída con quien al poco tiempo se puso de novio. Dimitri
ascendió en la escala social por recomendación del hermano de su prometida,
quien lo hizo ingresar al Banco Hipotecario. Eso sí, nunca dejó de sumar,
restar, multiplicar y dividir en griego. Nadie se daba cuenta porque lo hacía
mentalmente.
Todos los meses mientras su madre vivía, Dimitri le enviaba dinero junto a una carta
en la que le contaba su vida y recibía de vuelta misivas en la que ella le
escribía sobre sus hermanos, la seda, las ovejas y los olivares. No hizo gran
fortuna, tampoco volvió a Lemnos, pero jamás dejó de cumplir su promesa.
Oikos, en griego
antiguo se escribe οἶκος (oíkos),
significa casa.
© Diana Durán, 20 de octubre de
2022