EN BICICLETA CON EL ABUELO
La abuela preparaba unos sándwiches de pan
francés con sus deliciosas milanesas que olían a domingo y afecto. Alistaba,
junto al abuelo, las dos Bianchi negras rodado veintinueve. Yo, pequeña, como
una equilibrista sobre un caballo metálico. Me ponía el gorro blanco con
visera y partíamos rumbo a nuestra excursión desde Soldado de la Independencia
hacia el golf.
No había mucho tránsito. El abuelo sabía
encontrar rutas que parecían dibujadas por él mismo en su mapa mental. Yo lo
admiraba profundamente. Su andar era tan preciso que parecía que la bicicleta
obedecía a su pensamiento. Mientras pedaleábamos, entonábamos una canción
escolar en griego, que aún resuena como un eco en mi memoria.
Pasábamos por la plaza, esa que hoy está
enrejada, estridente, pero que entonces tenía juegos que crujían de alegría,
árboles como centinelas verdes, y un tapiz vegetal que parecía hilvanar la
sombra. Allí hacíamos una posta breve, como si el césped nos invitara a
descansar.
La estación Lisandro de la Torre, antes
pequeña y amigable, ahora es un coloso de cemento. Ya no se ve desde allí el
“Buenos Aires Lawn Tennis Club”. Desde la plaza, el contraste con las canchas
naranjas era una paleta que hoy el cemento borró sin permiso. Donde había juego
y sombra, hoy queda ruido y geometría.
Volvíamos a montar las bicis, doblábamos por
Olleros hacia la avenida Valentín Alsina, y bordeábamos el Golf de Palermo.
Nunca accedíamos. Ese juego de palos brillosos y caddies esclavizados, como
decía el abuelo, pertenecía a otra historia, una que no era la nuestra.
Observábamos desde afuera, bajo los eucaliptos, buscando entre el pasto alguna
pelotita fugitiva. Las encontradas eran guardadas con sigilo, como quien
protege un tesoro.
Seguíamos hasta el lago de Palermo, pulmón
vivo entre avenidas. La isla del centro me parecía inmensa; imaginaba que
Robinson Crusoe se había instalado ahí, rodeado de jacarandás que explotaban en
lavanda, y ceibos que ofrecían su rojo en flor. La abuela nos pedía recolectar
cápsulas del eucaliptus: pequeños conos leñosos que aromatizaban los inviernos.
Los árboles, comprendo ahora, fueron testigo y abrigo de mi infancia.
Nos sentábamos en el césped, extendíamos el
mantelito a cuadros que la abuela había preparado en la canasta, y comenzaba el
ritual del picnic. Mientras saboreábamos los sándwiches, yo también saboreaba
las anécdotas del abuelo, narradas con ese ritmo que hacía del pasado un teatro
vivo. Yo tenía unos diez años. Me enseñó el alfabeto griego como si fuera un
conjuro: alfa, beta, gama… hasta llegar a omega, la letra final, no sin
antes pasar por las graciosas phi, chi, psi, mientras asomaba mi risa.
El abuelo contaba historias. Su infancia en
Lesbos, su madre hilando seda a orillas del Mediterráneo, la guerra en Egipto,
el barco hacia la Argentina, su encuentro con la abuela en la plaza Garibaldi
frente a la Rural. Yo lo escuchaba como quien guarda un mapa, repitiendo cada
coordenada de sus memorias. En esa estación Lisandro de la Torre lo imaginaba
partir hacia tierras lejanas, y fusionaba mis juegos con sus recuerdos.
El abuelo me acompañaba en los actos
escolares, paseábamos por la calle Florida, me compraba vestidos y zapatos. Su
traje gris parecía tener memoria propia. Reía fuerte cuando le narraba mis aventuras
escolares, y yo pensaba que sus carcajadas podían retumbar en toda la casa.
El abuelo contaba, el abuelo reía, el abuelo
me llevaba de la mano.
Hoy, mientras escribo, el nudo en la garganta
se transforma en un lazo invisible. Belgrano no es solo un barrio; es el mapa
emocional de nuestros vagabundeos. Cada rincón conserva algo de su voz, algo de
su risa. Algo de mí.
Diana Durán, 21 de julio de 2025
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