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DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA

 


Foto: J Wickens, Ecostorm


DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA


Vivíamos en las cercanías de Fortín Cabo Primero Lugones, a pocos kilómetros del divagante río Pilcomayo. El terruño se situaba en los confines fluviales de la Argentina, allende la frontera con Paraguay. Entre riachos temporarios y bosques secos estaba la pequeña finca donde sustentábamos nuestra sencilla vida con cabras y palmares. Convivíamos con mis padres, dueños de casa por herencia aborigen; Poyahen, mi esposo, leñador y ganadero, y los cuatro gurises, dos mayores, varones, y las dos menores, mujeres. Yo estaba a cargo de las tareas domésticas y, a su vez, trabajaba de maestra en la CESEP[1] del pueblo. No me había recibido, pero en estos lugares bastaba con haber terminado la secundaria para ser docente. La escuela y un polideportivo animaban el tórrido paraje, por lo que vivir en el bosque había sido la elección de la familia. Siempre quisimos quedarnos en ese solar acostumbrados a los quehaceres rurales. Poyahen había migrado del Chaco de niño y nos conocimos en el centro educativo. Desde adolescentes afrontamos todo juntos, incluso ser padres muy jóvenes.

Podríamos haber vivido en el pueblo, pero a nosotros nos gustaba el bosque: el horno de barro y los montículos de leña; los extraños y cambiantes madrejones; la luna reflejada en las lagunas. Convivíamos con loros habladores, patos sirirí y garcetas. Los cardenales se apostaban en el patio de tierra con sus penachos rojos, bien domésticos. Nuestros cuatro hijos eran felices jugando con tortugas e iguanas. Hasta solíamos ver lentos osos hormigueros, monos carayá y pasaba a la carrera algún tapir, entre medio de quebrachos colorados y blancos, chañares y vinales. Aquí la caza furtiva era muy frecuente y la policía se encargaba de demorar a los malandras que faenaban animales sin permiso. Era el reino de la palma caranday. De sus dátiles y cogollos comían las cabras y mi madre me había enseñado a hacer sombreros, muñecas y bolsas que a veces llevaba al colegio como premio para los buenos alumnos. Los abanicos de palma aliviaban los días calurosos. Si bien comíamos de todo, mamá y yo sabíamos preparar empanadas de charke[2] y sopa paraguaya con harina de mandioca. Los hombres asaban cabrito para regocijo de la familia. Los chicos se endulzaban con delicias de mamón, zapallo y pastelitos bañados con aloja[3].

La ruta ochenta y seis era el vínculo con el mundo, aunque no salíamos demasiado, salvo para comprar provisiones o hacer algún trámite en la vieja camioneta azul. Fortín tenía comisaría, estafeta postal, hospital y algunos negocios, pero para los trámites de las casas iba con Poyahen a Formosa. No se terminaban las diligencias si no se pasaba por la capital. Allí residía el eterno gobernador.

Éramos gente de frontera, acostumbrada a saber que por allí reinaba el contrabando; más que todo en Clorinda, por eso nos cuidábamos de esos bandidos. Por suerte nuestra finca quedaba en las afueras de la ruta principal.

Nosotros sabíamos de bosques y animales. Ese era nuestro dominio: las cabras, el monte, las lagunas y las abras. El parque chaqueño, hábitat ideal. Por eso nos resultó raro cuando vinieron dos hombres con la propuesta de comprar algunas hectáreas para la explotación forestal. Se hacían los buenos, pero sabíamos lo que eso significaría. Podrían obligarnos a vivir en el pueblo lejos de riachos y animales, del cielo diáfano y los atardeceres únicos.

Los desmontes habían sido suspendidos para proteger la naturaleza, pero las multas no eran suficientes para evitarlos, ni tampoco para frenar los incendios premeditados. Quisimos mantenernos en el lugar. Rogábamos que nadie nos desalojara para cultivar soja. ¿Qué iba a quedar de nuestra tierra si eso pasaba?

Deseamos, pero no pudimos. Ni la ley de bosques nos salvó[4]. La falta de las escrituras que tanto habíamos tramitado sin obtenerlas nos obligó a malvender. No valió ningún viaje a la capital de la provincia. Tampoco que fuéramos los verdaderos dueños. Terminamos viviendo en una casa en Fortín Cabo Primero Lugones. Mis padres murieron de tristeza al tiempo. Desde entonces trabajamos en un pequeño almacén que compramos. Sin cabras. Ni aves, ni yatay, ni cielo, ni tierra. Ni nada.

© Diana Durán, 26 de agosto de 2024



[1] Centros Educativos Secundarios de Educación Permanente de Formosa.

[2] Carne seca.

[3] Bebida hecha con frutos de chañar.

[4] Ley 26.331. Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos. 2007.

 

UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE




Paisaje del Impenetrable en las cercanías de Ingeniero Juárez. Street View


UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE 

    Poyahen era un niño wichi de doce años. Vivía en un rancho a diez kilómetros de Ingeniero Juárez en el Impenetrable de Formosa. Ese territorio polvoriento de bosque chaqueño espinoso marcado por la inundación o la sequía y diezmado por la deforestación. Desde muy pequeño ayudaba a su papá a recoger leña, arrear cabras, pescar y cazar. Era el mayor de seis hermanos. A veces se alimentaban de quirquincho, yacaré, palomas y culebras. Su papá hacía changas en el pueblo. La mamá preparaba dulce de algarroba y tejidos en chaguar. Hablaban una mezcla de español y wichi, si bien en su hogar lo hacían en su idioma. Poyahen, bajito y delgado, estaba mal nutrido, pero era muy inteligente y nada silencioso como otros niños wichi. Los surcos de su carita redonda semejaban el suelo de su tierra. La profundidad de sus ojos negros ocultaba sus tristezas. Amaba la naturaleza del Impenetrable que era su tayhi (1). El agua faltaba cada vez más. Había que buscarla lejos en algún riacho o juntar la de lluvia. Cuando llovía… Su casa tenía paredes de rama y adobe y un techo cubierto de pastos crecidos. El cerco de palos limitaba la tierra, heredad de los abuelos. Baldes, sogas, redes y demás enseres colgaban en desordenada geometría. Dos perros flacos andaban por allí. 

    Como todos los años la maestra cumplió con el diagnóstico inicial en la escuela que no era de educación bilingüe como otras de la zona. Poyahen contestó cada pregunta con esa voz suave tan peculiar de los wichis. Explicó que le gustaba  escuela porque leían cuentos, escribían en hojas blancas y dibujaban con lápices de colores. Contó que iba con su mamá y hermanos cuando podían. Ella limpiaba en el hotel “Parador” a la entrada del pueblo. Caminaban más de una hora por el borde de la ruta. Sobre qué quería ser cuando fuera grande aclaró, sabe, yo quiero aprender a leer “de corrido”. Quiero ser médico para curar a mis hermanos, mi mamá y mi papá. Los chicos andan siempre con mocos o les duele la panza. Los remedios de mamá no los curan. Sanan los de la farmacia. El informe de la maestra quedó archivado y no produjo ningún aporte para el niño. 

    El viento caliente silbaba como siempre y se colaba entre las ramas del rancho. El verano hacía crujir el suelo yermo. El polvo volaba y lo invadía todo. A pesar del calor crepitaba el fuego en el horno de barro. Los pájaros cantaban de día y las bestias gruñían de noche. 

    La asistente social de la intendencia de Ingeniero Juárez fue a hacerle una entrevista a la familia. Poyahen respondió cómo se alimentaban mientras la funcionaria escribía en sus fichas sin mirarlo. Mamá planta zapallo y maíz, hay poca “waj” (2) pa regar. Los zapallos mueren y los choclos no crecen. La ayudo a carpir, pero la tierra es dura, susurró. Dijo que la mamá cocinaba unas tortillas que vendía en la ruta. A veces la panza duele de noche. Mamá y papá no comen pa darnos a nosotros, agregó triste Poyahen. Para cambiar de tema expresó orgulloso, hace poco mi kalayi (3) Aarón me invitó a su cumple. No sabía si iba a ir. Comprar el regalo sería muy difícil. La asistente social partió sin decir nada. 

    El viento helado silbaba y atravesaba como siempre las ramas del rancho. El invierno frío penetraba en los huesos sin más protección que unas pocas mantas. A pesar del fuego en el horno de barro. Se escuchaban menos pájaros cantar de día y los gruñidos de noche. 

    Un etnobotánico y un antropólogo visitaron a la familia para investigar su cultura y modo de vida. Los padres se rehusaron a hablar, pero el niño sí lo hizo. Ando en el monte y el río. Cerca de las casas un “fwa’ayukw” (4) me da sombra si hace mucho calor. Poyahen les relató que conocía el quebracho, las tunas y el palo santo y que cuando salían con el padre a cazar vizcachas veían zorros y garzas. Agregó que le gustaba buscar nidos de pájaros y mojarritas en la laguna. Su carita se entristeció al describir que cada vez había menos animales en su tierra. Los tshowet (5) se van muy lejos de tanto que los ahatay (6) cortan los árboles para plantar ese pataj (7) que se llama soja. Los investigadores no volvieron más. 
     El viento de la primavera silbaba y se colaba como siempre a través de las paredes entrelazadas del rancho. El frío se atemperaba. Los árboles brotaban y las yucas florecían. El polvo volaba como siempre. Crepitaba el fuego en el horno de barro. Se escuchaban más pájaros cantar de día y más gruñidos de noche. 

    Un año de mucha sequía se bajaron de una camioneta unos jóvenes. Les llevaron agua y comida. Poyahen les agradeció y conversó con ellos. Contó que le gustaba cuando llovía, pero no cuando se inundaba porque perdían todas sus posesiones. No sabía qué era peor, si la arroyada o cuando no había agua como en ese momento. Durante las siguientes sequías los miembros de la organización no regresaron. 

   Una mañana dos fotógrafos quisieron que él y sus hermanos fueran retratados para formar parte de un proyecto sobre la niñez en el Impenetrable. Los padres se negaron rotundamente. No querían que sus hijos hicieran de modelos para los blancos. El niño también los escuchó renegar con los ingenieros del INTA porque rechazaron las técnicas de agricultura familiar. No es lo que querían hacer. 

    Todo esto explicó Poyahen a la maestra, a la asistente social, a los estudiosos de la cultura wichi, a los miembros de la ONG. También los padres a los fotógrafos y a los ingenieros que pasaron por su casa. Todos ellos centrados en sus propios intereses y ocupaciones. La familia no necesitaba ser objeto de estudio. Querían el reconocimiento de sus costumbres. Pretendían trabajo y educación. 

    El choque fue la consecuencia. Uno invisible y artero a la vida y al corazón wichi. El del anonimato y la indiferencia. 

    Con los años Poyahen no se recibió de médico. En cambio, se convirtió en el líder de la resistencia por los derechos ancestrales de las comunidades sobre las tierras que habitaban en el oeste de Formosa. 

(1) Tayhi: monte en wichi. 
(2) Way: agua en wichi. 
(3) Kalayi: amigo en wichi. 
(4) Fwa’ayukw: algarrobo en wichi. 
(5) Tshowet: animal en wichi. 
(6) Ahatay: hombre blanco en wichi. 
(7) Pataj: pasto en wichi.

© Diana Durán. 31 de enero de 2022

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