SOBREVIVIENTE

 


Imagen generada por IA. 8 de julio

SOBREVIVIENTE

Era la noche previa a la operación. Alguien a quien alguna vez quise vino a visitarme. Me miró con la ternura que yo también había sentido por él, aunque ahora se había disuelto en un mar de dudas y oscuridad.

Esperar fue largo. Cuando logré dormirme, cerca de las cuatro de la mañana, lo hice inquieta y sobresaltada. A las seis irrumpió un ejército de enfermeras, lanzando órdenes a diestra y siniestra. Desvístase. Vaya al baño. Aséese. Póngase este camisolín. Le vamos a rasurar las axilas.

Entre tantos mandatos, me sentí confundida. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué me iba a suceder? Tenía hambre y sed. Alargué la mano hacia el vaso de agua, pero una voz severa me detuvo: no, no debe tomar nada. Cumpla las órdenes. Nada más.

Me subieron a una camilla fría, casi desnuda, con solo el camisolín. Me pusieron una cofia en la cabeza y me cubrieron con una frazada típica de hospital. Surcamos los pasillos a toda velocidad hasta llegar a una sala amplia y gris. Allí, recuerdo una voz cálida que me susurró: hasta con la cabeza cubierta sos hermosa. Supe quién era y esbocé una leve sonrisa.

Crucé la puerta de la sala preoperatoria. Me esperaba un médico amigo. Me dejaron a su lado, junto a una ventana desde la cual podía ver el cielo; nubes blancas flotaban sobre un telón celeste. El hombre, casi un anciano, comenzó a hablarme con voz tranquila y parsimoniosa. Tan apacible era que terminé adormilada, hasta que escuché: llévenla a la sala de operaciones. En ese momento no sentí miedo. Solo un deseo imperioso: que todo terminara.

En el quirófano me ataron a una cama helada de metal. Ahora la vamos a anestesiar. No va a sentir nada más. Todo va a salir bien, dijo el cirujano con una frialdad semejante al acero. Un ejército de personas de blanco me rodeaba. Fue lo último que vi antes de dormirme profundamente.

Cuando desperté, estaba de nuevo en la habitación. Mis pechos y un brazo envueltos en vendas. No sentía dolor, solo un aturdimiento indefinido. El sufrimiento vendría después.

La vi junto a la cama. Me dijo que todo había salido muy bien y que ahora todo dependía de mí. ¿Qué quería decir con eso? No podía salir de mi confusión cuando empecé a sentir un dolor agudo y punzante en el pecho derecho que se extendía por todo el brazo. Era tan intenso que empecé a gritar. Ella llamó a las enfermeras. Por favor, denle algo para calmarla, dijo alterada. Se ve que aumentaron los calmantes del suero que colgaba de un barral metálico, porque volví a dormirme. Dormir era no pensar. No sentir.

Llegaron familiares y amigos a visitarme. Yo, en realidad, no quería ver a nadie. Solo esperaba que se disipara ese sufrimiento terrible que me perturbaba hasta lo indecible.

Pasó otra noche. Pude dormitar gracias a los calmantes. Recuerdo que alguien se quedó a mi lado y me hablaba dulcemente. Era una persona muy querida, pero entre sueños no podía reconocerla. También sé que durante la tarde se había cruzado con otro a quien no quería ver, pero que era muy importante en mi vida. Había llegado con mis dos pequeños. No pude sostenerlos ni abrazarlos. Solo les sonreí, para que no se asustaran. Pensé que no debía haberlos traído.

A la tarde siguiente, ella volvió. Me obligó a poner un camisón de organza ridículo para mi situación. Me lavó el cabello y me exigió maquillarme. En ese estado, era absurdo. Pero tenía que hacerlo: llegarían visitas.

Cuando logré incorporarme, caminé por los pasillos del hospital junto a quien me había hablado la noche anterior. Su voz me había serenado. Evidentemente, era la persona a quien amaba. Lo sentía en el alma. Pero tenía que irse: me visitaría aquel otro, a quien no quería ver.

No quería pensar. Desde una ventana del pasillo, divisé la plaza de Almagro. Allí estaba, intacta, como si nada hubiera cambiado. Los árboles altos, las hojas otoñales en el césped, los niños corriendo alrededor de la laguna. Los artesanos desplegaban sus mantas de colores, sus obras de arcilla, sus tallas de madera, sus tejidos. Y, sobre todo, estaban los stands de libros que tanto me gustaban. Una mujer reía mientras un niño le ofrecía una flor arrancada del césped. La vida seguía. Y yo, desde este lado del vidrio, era apenas una sombra. Me quedé mirando esa escena como si fuera un recuerdo prestado. Como si no me perteneciera. Yo estaba en pausa. En un paréntesis que recién comenzaba.

Los días que siguieron a mi salida del hospital fueron una tortura. Más de ocho meses de dolor, mareos, vómitos a causa del tratamiento. Me convertí en una mujer expectante, que solo veía pasar a quienes vivían. Yo solo resistía. Recuerdo cuánto intentaba recuperarme del infierno vivido. No sé de dónde saqué la fuerza interna para hacerlo.

 

 

Muchos años después, rememoro esos días muy pocas veces. Como si hubieran sido una pesadilla. Como si, en realidad, no los hubiera vivido. A veces me pregunto si todo ocurrió como lo recuerdo. Si mi amado estuvo, o si fue parte de un sueño, de una sombra que me atravesó y se fue. Me siento una sobreviviente. O tal vez solo alguien que aprendió a narrarse para no desaparecer.


Diana Durán, 8 de julio de 2025

 

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