SOBREVIVIENTE
Era
la noche previa a la operación. Alguien a quien alguna vez quise vino a
visitarme. Me miró con la ternura que yo también había sentido por él, aunque
ahora se había disuelto en un mar de dudas y oscuridad.
Esperar
fue largo. Cuando logré dormirme, cerca de las cuatro de la mañana, lo hice
inquieta y sobresaltada. A las seis irrumpió un ejército de enfermeras,
lanzando órdenes a diestra y siniestra. Desvístase. Vaya al
baño. Aséese. Póngase este camisolín. Le vamos a rasurar las axilas.
Entre
tantos mandatos, me sentí confundida. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué me iba a
suceder? Tenía hambre y sed. Alargué la mano hacia el vaso de agua, pero una
voz severa me detuvo: no, no debe tomar nada. Cumpla las
órdenes. Nada más.
Me
subieron a una camilla fría, casi desnuda, con solo el camisolín. Me pusieron
una cofia en la cabeza y me cubrieron con una frazada típica de hospital.
Surcamos los pasillos a toda velocidad hasta llegar a una sala amplia y gris.
Allí, recuerdo una voz cálida que me susurró: hasta
con la cabeza cubierta sos hermosa. Supe quién era y
esbocé una leve sonrisa.
Crucé
la puerta de la sala preoperatoria. Me esperaba un médico amigo. Me dejaron a
su lado, junto a una ventana desde la cual podía ver el cielo; nubes blancas
flotaban sobre un telón celeste. El hombre, casi un anciano, comenzó a hablarme
con voz tranquila y parsimoniosa. Tan apacible era que terminé adormilada,
hasta que escuché: llévenla a la sala de operaciones. En
ese momento no sentí miedo. Solo un deseo imperioso: que todo terminara.
En
el quirófano me ataron a una cama helada de metal. Ahora
la vamos a anestesiar. No va a sentir nada más. Todo va a salir bien, dijo
el cirujano con una frialdad semejante al acero. Un ejército de personas de
blanco me rodeaba. Fue lo último que vi antes de dormirme profundamente.
Cuando
desperté, estaba de nuevo en la habitación. Mis pechos y un brazo envueltos en
vendas. No sentía dolor, solo un aturdimiento indefinido. El sufrimiento
vendría después.
La
vi junto a la cama. Me dijo que todo había salido muy bien y que ahora todo
dependía de mí. ¿Qué quería decir con eso? No podía salir de mi confusión
cuando empecé a sentir un dolor agudo y punzante en el pecho derecho que se
extendía por todo el brazo. Era tan intenso que empecé a gritar. Ella llamó a
las enfermeras. Por favor, denle algo para calmarla, dijo
alterada. Se ve que aumentaron los calmantes del suero que colgaba de un barral
metálico, porque volví a dormirme. Dormir era no pensar. No sentir.
Llegaron
familiares y amigos a visitarme. Yo, en realidad, no quería ver a nadie. Solo
esperaba que se disipara ese sufrimiento terrible que me perturbaba hasta lo
indecible.
Pasó
otra noche. Pude dormitar gracias a los calmantes. Recuerdo que alguien se
quedó a mi lado y me hablaba dulcemente. Era una persona muy querida, pero
entre sueños no podía reconocerla. También sé que durante la tarde se había
cruzado con otro a quien no quería ver, pero que era muy importante en mi vida.
Había llegado con mis dos pequeños. No pude sostenerlos ni abrazarlos. Solo les
sonreí, para que no se asustaran. Pensé que no debía haberlos traído.
A
la tarde siguiente, ella volvió. Me obligó a poner un camisón de organza
ridículo para mi situación. Me lavó el cabello y me exigió maquillarme. En ese
estado, era absurdo. Pero tenía que hacerlo: llegarían visitas.
Cuando
logré incorporarme, caminé por los pasillos del hospital junto a quien me había
hablado la noche anterior. Su voz me había serenado. Evidentemente, era la
persona a quien amaba. Lo sentía en el alma. Pero tenía que irse: me visitaría
aquel otro, a quien no quería ver.
No
quería pensar. Desde una ventana del pasillo, divisé la plaza de Almagro. Allí
estaba, intacta, como si nada hubiera cambiado. Los árboles altos, las hojas
otoñales en el césped, los niños corriendo alrededor de la laguna. Los
artesanos desplegaban sus mantas de colores, sus obras de arcilla, sus tallas
de madera, sus tejidos. Y, sobre todo, estaban los stands de libros que tanto
me gustaban. Una mujer reía mientras un niño le ofrecía una flor arrancada del
césped. La vida seguía. Y yo, desde este lado del vidrio, era apenas una
sombra. Me quedé mirando esa escena como si fuera un recuerdo prestado. Como si
no me perteneciera. Yo estaba en pausa. En un paréntesis que recién comenzaba.
Los
días que siguieron a mi salida del hospital fueron una tortura. Más de ocho
meses de dolor, mareos, vómitos a causa del tratamiento. Me convertí en una
mujer expectante, que solo veía pasar a quienes vivían. Yo solo resistía. Recuerdo
cuánto intentaba recuperarme del infierno vivido. No sé de dónde saqué la
fuerza interna para hacerlo.
Muchos
años después, rememoro esos días muy pocas veces. Como si hubieran sido una
pesadilla. Como si, en realidad, no los hubiera vivido. A veces me pregunto si
todo ocurrió como lo recuerdo. Si mi amado estuvo, o si fue parte de un sueño, de
una sombra que me atravesó y se fue. Me siento una sobreviviente. O tal vez
solo alguien que aprendió a narrarse para no desaparecer.
Diana Durán, 8 de julio de 2025
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