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DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 


Generado con IA el 22 de abril de 2024 por Benjamín Viarenghi


DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 

Las hojas del alerce milenario comenzaron a caer en pleno verano sin que hubiera sequía en el bosque. No había explicación para la matizada gama de amarillos y las nervaduras violáceas como venas de manos ancianas. Las ramas de los pinos se quebraban ante cualquier brisa y sus hojas afiladas formaban cúmulos gigantes cerca de los troncos, asemejándose a hormigueros de termitas. Las cortezas de los eucaliptos se desprendieron en forma masiva y cayeron como rígidas cabelleras de madera para liberar a los árboles de los parásitos que los invadían. Los troncos quedaron lisos y cercados por montañas de astillas que daban un aspecto siniestro al ruinoso paisaje forestal. Las hojuelas del estrato de hierbas se habían cubierto de hongos de especies misteriosas que dibujaban manchas amarronadas y verdosas en el pastizal. Las lianas del sotobosque se derrumbaron a los pies de la mayor parte de los árboles en toscas coronas que componían un laberinto intransitable. Asfixiados por nieblas calientes, los arbustos habían podido producir pocos frutos que se habían arrugado como pasas. Las masas forestales quedaron afectadas por la acción de insectos y organismos patógenos hasta extinguirse.

Las consecuencias sobre los animales fueron pavorosas. Los murciélagos huyeron despavoridos por el hambre portando enfermedades. Le siguieron los ciervos, monos y roedores. Los gamos podían saltar los obstáculos en su huida, pero los cervatillos se lastimaban en las trampas naturales y caían moribundos. Los monos contrajeron virus letales y quedaron pocos. Las aves planeaban a baja altura hasta que perturbadas migraron hacia alguna ruta desconocida. Quedaron solo los cuervos con su plumaje negro y lustroso alimentándose de los restos mustios de lo que había sido un bosque verde y lozano.

Los habitantes de la aldea “pachamaya”[1] no querían acercarse a la arboleda enferma, pero necesitaban hacerlo para juntar los frutos y las raíces que acostumbraban comer. Cuando los hombres recolectores se internaron en los restos forestales quedaron atrapados entre lianas espinosas y sus pies sangraban al pisar las ramas desechas de los pinos y las astillas del eucaliptal. Algunos valientes continuaban a pesar de las lastimaduras en la desesperación por conseguir alimentos.

El arroyo que bordeaba la ciudadela tenía cada vez menos caudal y el agua empezaba a escasear en los pozos excavados a mano que abastecían a los clanes. Poco a poco, las chozas de ramas y palos sujetos con tallos retorcidos se transformaron en despojos al no reponer los materiales con los que se construían. Los cerdos salvajes recién domesticados se habían enfermado atacados por los murciélagos rabiosos. Los ratones campestres huyeron hacia la aldea y se comieron los pocos frutos acumulados. Las mujeres no sabían qué hacer con las crías de los ratones que se multiplicaban pese a la escasez de alimentos.

Como nadie leía ni escribía en este pueblo no se podía redactar un edicto para paliar el desastre. Entonces el jefe estableció que las mujeres debían danzar toda la noche alrededor de una fogata de ramas de eucaliptos y pinos. Siempre había ordenado con razón por lo que todas lo obedecieron y bailaron hasta el amanecer cuando cayeron desmayadas por el cansancio. Los hombres pelearon entre sí sumidos en el infortunio y el fracaso. Los niños lloraron sin nadie que los consolara.

El ecosistema estaba casi extinto y con él la vida de todos. No quedaba más que emigrar. Al amanecer todos juntaron las pocas pertenencias en atillos y comenzaron a marchar. En su trasiego, lejos del hábitat enfermo, se encontraron con otros pueblos que vagabundeaban agobiados.

Muchos habían sido advertidos por los chamanes que no debían maltratar al bosque. Pero no les habían hecho caso; continuaron extrayendo los frutos a mayor ritmo que su crecimiento y cazando a los animales al límite de la extinción en su lucha por la subsistencia.

Fue tal el destierro de las tribus procedentes de distintos hábitats devastados que, sin comunicación alguna, terminaron convergiendo en un lugar distante, un borde alejado de todo, un limbo. Allí encontraron agua, suelo, pastos, árboles y animales sanos. Un oasis en medio de la nada misma. Entonces tuvieron que organizarse. Quiénes usarían cada recurso, cómo y cuándo lo harían. Algunos comenzaron a plantar las pocas semillas que llevaban de sus huertos originales; otros decidieron domesticar a los chanchos salvajes para tener carne y alimentarse mejor; los más avanzados construyeron viviendas más resistentes que las primitivas. Las mujeres cantaron a los niños consolándolos de su dolor y cansancio hasta que se durmieron confiados. Entonces se pusieron a limpiar y tejer.

Miles de años después los arqueólogos quedaron estupefactos al descubrir en una excavación los restos de comunidades muy disímiles que habían convivido en el mismo lugar en paz y unidad. Había en el yacimiento una mixtura de artefactos culturales como vasijas, ornamentos, dibujos de bosques y esculturas de animales, que configuraban el patrimonio de pueblos que habían vivido en armonía con el ambiente durante muchos siglos.  

 

© Diana Durán, 21 de abril de 2024



[1] Pueblo de ficción

LA RESISTENCIA Y LA MEMORIA. DE LA VIEJA A LA NUEVA FEDERACIÓN

 


Ruinas en bajante de la Vieja Federación. Google Maps


El 25 de marzo de 1979 el dictador Videla inauguró la ciudad a medio terminar. Al mismo tiempo se iniciaba el llenado del embalse. Diez años tardó su construcción, una década de sufrimiento para nuestra población. La resistencia fracasó.

Era el evento deseado por las autoridades que gestaban un proyecto monumental, faraónico, fuera de toda escala. Salto Grande, la represa binacional más importante de América Latina cuya historia había iniciado en el siglo XIX, pero se había decidido en su diseño sin consultar a la población. En el acto había jefes de Estado, gobernadores, militares, profesionales, alumnos, docentes y el pueblo. ¿Qué pueblo? El dividido en dos, uno que se había quedado en la ciudad y otro echado a un nuevo lugar. La Vieja y la Nueva Federación en la provincia de Entre Ríos.

Todos formados en perfecto orden. El orden del rigor, la subordinación y el desconsuelo. Entre los niños firmes y acicalados estaba yo con mis nueve años, de delantal blanco almidonado, flaquito y tieso por el frío, sin entender lo que estaba ocurriendo. Solo sabía que media familia se había quedado en el pueblo inundado y el resto teníamos que emigrar forzadamente al otro lado del embalse sin puente que nos comunicara.  

No sé qué hago aquí. Tengo frío y nos tienen parados toda la mañana para ver ese lago que va a tapar mi casa. Me quiero ir con mi mamá, pero no puedo verla entre tanta gente. Ese señor que cortó las cintas me da miedo.

El lago inundaría más de cien hectáreas cubriéndolo todo a medida que las aguas subieran. Suelo, vegetación, esquinas, calles, casas y sueños sepultados. Hasta los recuerdos de nuestras familias quedarían sumergidos por el espejo del dique.

Antes del llenado del embalse, se demolió el pueblo. Solo quedaron algunos barrios periféricos localizados en la zona más alta. Se denominó tristemente la Vieja Federación.

En 1974 habían comenzado a construir el complejo hidroeléctrico. Llegaban a la ciudad las topadoras y con ellas la partida obligada de nuestras familias. Solo algunas se quedaron en la Federación sumergida poco a poco y sin piedad. Nadie pudo negarse. Verlo era siniestro. La demolición de las casas, la sumersión paulatina del entorno verde a orillas del río Uruguay.

Unas cuatrocientas familias habían quedado en la ciudad vieja y mil quinientas fueron trasladadas a la nueva. La identidad de un pueblo condenado al exilio.

¿Por qué mis primos están del otro lado? Ahora los veo poco. Viven lejos y no hay puente. Me pone triste no jugar en la siesta con ellos. En mi nueva casa hay unos árboles chiquitos, unos palitos recién plantados. No se ve ni un gorrión, ni una paloma. Mi perro está solo como yo. Suerte que lo trajimos, si no se hubiera ahogado. Mi mamá llora en la cocina. La comida no es tan rica como antes. En la escuela nueva hay chicos que no conozco.

El gobierno de facto lo había ordenado. Eran aficionados a las grandes obras de infraestructura sin evaluar sus impactos, especialmente los sociales. El puente entre ambos lugares se construyó diez años más tarde. Nos vimos obligados a bordear kilómetros para comunicarnos. Un verdadero apocalipsis, el entierro de los hogares, la tristeza del desarraigo.

Los federaenses debimos renunciar a nuestro lugar de origen. De nada servía la corta distancia que nos separaba de la Vieja Federación. No habíamos sido consultados. Oprimían la anomia y la ausencia de identidad.

Pasaron años de adaptación y resistencia al olvido. El pueblo se fue reconstruyendo en su interior, adecuándonos a las nuevas circunstancias, a la pérdida del terruño anterior. Algunos pocos olvidaron, otros como yo, no pudimos hacerlo nunca.

Hijo, ¿te vas a ir? Pero si ahora la ciudad está como a vos te gustaba la vieja. Los árboles crecieron, hay zorzales y calandrias, podemos visitar a nuestra familia cuantas veces queramos. Se hizo el puente entre los dos pueblos. Las cosas están mejorando y se encontraron aguas termales que traerán al turismo.

No, mamá, todo eso que decís no borra el pasado. No me voy a olvidar del día de la inauguración de la ciudad. Lo que provocó en mí está firme en mis recuerdos. Destrozaron nuestro lugar. ¿No viste cómo quedó la Vieja Federación? ¿No viste que los aserraderos están vacíos allí? ¿No conocés la historia del hombre que aún se resiste a ser mudado? Me voy a Buenos Aires, me voy a estudiar.

Cuando me recibí de abogado volví a Federación. Me dediqué a la política. Persistí en mis ideas. Como concejal escribí la ordenanza que determinó sacar la fotografía en la que se veía a Videla cortando las cintas en la inauguración de la nueva ciudad. Una rémora de los primeros tiempos. Todavía me daban escalofríos al recordar esa mañana helada.

Tuve la oportunidad de visitar muchas veces las ruinas que emergían en tiempos de bajante del río Uruguay. Cuando esto sucedía quedaban a la vista los cimientos erosionados y pedregosos de las casas derruidas y los bosques ahogados transformados en un conjunto de tocones grises y desérticos. Frente a esa desolación me parecía sentir las voces de mis primos jugando a la pelota y hasta olía la exquisita comida de mamá. Fantasmales resabios de mi niñez que nunca olvidaría.

© Diana Durán, 7 de abril de 2024 

UN LUGAR LLAMADO BE´ERI

 



Imágenes de Be´eri del Google Earth

Un lugar llamado Be´eri

Me llamo Débora y tengo doble nacionalidad. Elegimos con mi pareja, Levi, emigrar de la Argentina. La idea de cambiar de vida es nuestro máximo deseo. La situación en nuestro país no da para más en lo económico y lo político. No concordamos con las ideas reinantes y encontramos un techo muy bajo para mejorar la calidad de vida. Además, deseamos probar cómo es habitar en comunidad. Una existencia idílica en un kibutz, nuestra máxima aspiración. Leemos mucho sobre el tema del trabajo rural y comunitario y comentamos con amistades lo que implica.

Viajamos a Israel durante un lluvioso mayo de 2023, extraño para la aridez que domina las tierras hacia donde partimos. Levi y yo recibimos vivienda, salario y servicios previa tramitación en la “Agencia Judía para Israel. Esta es una sociedad igualitaria y cooperativa, qué más podemos pretender. Nuestro sueño por cumplir.

Be´eri se llama el kibutz elegido. Es un hogar colectivo de solo mil habitantes. Está enclavado en el desierto del Nejev que a pesar de la sequedad reinante se ha convertido en un auténtico vergel. Nos rodean plantaciones de girasol, flores y bosques. Lonjas verdes confinan la trama circular de casas con techos rojos rodeadas de jardines. También hay granjas lecheras que nos proveen. Una gran diversidad de actividades en el medio de la nada. Un edén en el páramo.

Desde que llegamos nuestra vida es bucólica. Nos levantamos muy temprano y luego de desayunar nos encaminamos a labrar la porción de tierra que nos toca. Almorzamos en comunidad y al atardecer volvemos a casa cansados pero felices. Conversamos, cenamos temprano, leemos y nos amamos más que nunca. El cambio nos sienta como pareja. En Buenos Aires no hay más expectativas, aquí renovamos la vida en común y tenemos un futuro.

Nuestro paraíso se encuentra a veinte minutos de la estrecha Franja de Gaza, pequeño país con sus cuarenta y un kilómetros de largo y seis a once de ancho. Es un territorio costero al Mediterráneo donde viven más de dos millones de habitantes. Un enjambre tan denso como Singapur o Hong Kong. La comparación con el pacífico solar donde residimos es contrastante. Sabemos que la franja es una zona violenta, pero nada hace prever hostilidades próximas.

Nos sentimos más seguros aquí que en el barrio de la Paternal donde vivíamos en la Capital. Allí los robos están a la orden del día. En cambio, aquí Israel controla tierra, cielo y mar. Un muro de hierro de sesenta y cinco kilómetros de altísima tecnología separa la franja de Gaza de nuestro país por adopción. Nos preguntamos por qué hay barreras si en otros lugares conviven musulmanes, judíos y cristianos. Tan cerca de Be´eri existen esas defensas turbadoras. También sabemos del odio contra la comunidad LGBT y de la falta de respeto por los derechos de las mujeres, pero estamos con Levi muy lejos de esas costumbres culturales abominables como cerca en lo territorial. Siempre lo conversamos y si bien la cuestión de los refugiados palestinos es compleja e injusta, no apoyamos la violencia existente en ese lugar.

Sabemos que Gaza y Cisjordania son territorios palestinos. Mientras en Cisjordania conviven distintos pueblos y religiones; la franja, en cambio, está regida por Hamás, un gobierno terrorista. No nos preocupa. Israel nos custodia y nos sentimos seguros.

Hoy nos levantamos más temprano que de costumbre. Nos despiertan ruidos ensordecedores. No sabemos de qué se trata, nos abrazamos aturdidos. Nos damos cuenta de que son bombas. Un ataque feroz y gritos desgarradores acompañan el terror que sentimos. Levi me dice, Débora, tenemos que huir. Le respondo dudosa, ¿qué está pasando? ¿será mejor escapar? ¿no será más prudente refugiarnos en la casa? Escuchamos hablar en un idioma desconocido.

Embisten en las cercanías cientos de proyectiles. Nos convertimos en escudos humanos. Han fallado todos los controles y las alarmas. Escuchamos más estruendos. No sabemos dónde guarecernos.

 Primero resistimos casi una hora en nuestro hogar, pero luego aterrados y con algunas vituallas corremos hacia un bosquecillo cercano donde nos quedamos todo el día esperando lo peor.

El asalto es masivo, vemos cómo secuestran a mujeres y niños. Otras personas mueren bajo las bombas y fusiles. Pasamos de la paz de nuestro kibutz a la tragedia y la desolación. Nos salvamos de milagro escondidos entre matorrales dentro del bosque.

Nos rescatan soldados israelíes. Nos dicen que van a defender la zona de kibutz donde florece el desierto, pero en realidad no hay control de la situación. Domina la confusión y el desmadre.  

Nos trasladan a una zona donde nos explican que se trata de un ataque sorpresivo a las torres de vigilancia y que el muro de la Franja de Gaza fue volado en varios puntos. Hay fallas de inteligencia. Caemos en cuenta de que Israel está en guerra.

Tenemos que tomar una decisión. Volver a la Argentina significa un largo trajinar por distintas ciudades y aeropuertos europeos. Decidimos que es lo mejor. Dejamos atrás repentinamente nuestro sueño de una vida idílica.

Be´eri se había convertido en una sombra desolada del kibutz que fue y nosotros en fantasmales exiliados intentando volver a la Argentina.

© Diana Durán, 24 de octubre de 2023


EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

DIMITRI, EL GRIEGO

 


Isla de Lemnos. Grecia


Dimitri, el griego

En memoria de mi abuelo, John Papadópulos

 

Dimitri no quería ir a la guerra. No deseaba abandonar a su mamá Delfina. Tampoco a sus hermanos. Bastante habían sufrido cuatro años atrás con la muerte súbita de su padre cuando acarreaba el arado entre los surcos áridos del suelo rocoso. No quería partir de su patria. Tenía solo diecisiete años y miedo, mucho miedo. Quizás fuera a la retaguardia, no lo sabía, pero sí que era demasiado joven para morir. No podía dormir, se despertaba sobresaltado antes de que saliera el sol imaginando empuñar un rifle.

La carta podía llegar en cualquier momento, como les había ocurrido a otros jóvenes. Grecia sufría un bloqueo. En el pueblo se hablaba de la Triple Entente, pero él no sabía qué era. Pertenecía a una familia de granjeros que ignoraba las guerras. La vida transcurría según los ritmos de la naturaleza. En función del día y la noche pues carecían de luz. Las lluvias invernales y la sequía estival guiaban siembras y cosechas. Como todos en el pueblo, estaban a favor del rey Constantino, pero se decía que lo iban a destituir.

Corría el año 1917 y vivían en la isla de Lemnos, en el norte del azul y transparente Egeo. Amaban ese mar límpido que rodeaba su Oikos. Dimitri pensaba que ante su ausencia la mamá tendría que hilar la seda, esquilar las ovejas y cosechar las mieses para hacer el pan. Ya no la podría ayudar. La venta de aceitunas no alcanzaba para nada. En el hinterland de Mirina, capital de Lemnos, la mayoría eran pobres y los granjeros aún más. Desde que había muerto el padre, Delfina se esforzaba en mantener a sus hijos a través de la subsistencia agraria. Los más chicos estaban en la primaria. No podían ir a la guerra. En cambio, él sí. No le quedaba más remedio. Cuando le llegó la carta partió sin protestar.

Estuvo sólo dos meses en la retaguardia. Francia, el Reino Unido y los aliados vencieron con la entrada de Estados Unidos. Dimitri aprendió a cargar un rifle, también vio escenas horribles, los heridos, los muertos, además de vivir el terror de que lo mandaran al frente en cualquier momento. Cuando la guerra terminó lo enviaron a Constantinopla. Allí quedó al cuidado de su tío Taso. No podía regresar a su tierra por falta de dinero. Su tío era un buen hombre, pero no lo mantendría. Grecia había quedado devastada. Taso le indicó a Dimitri que debía tomar un barco para encontrar trabajo en el extranjero. Muchos jóvenes griegos se estaban yendo a Estados Unidos. Desde allí enviaban dinero a sus familias. No quedaba otro camino que emigrar. A pesar de todos los males, Dimitri con sus dieciocho años estaba seguro de que haría fortuna y volvería a ver a su mamá y a sus hermanos. Estaba triste pero no tanto como cuando se había ido a la guerra. Ahora no tenía miedo de morir. 

Hizo una larga cola para subir a un barco llamado Sienna junto a otros jóvenes griegos y turcos. Fue anotado con el nombre Demetris, aunque se llamaba Dimitri y registrado como obrero, si bien había sido soldado. Reinaba la confusión. Le dijeron que viajarían al puerto de Génova y desde allí a Estados Unidos. Supuso que a Nueva York. Según sus conocimientos era la ciudad más importante del mundo después de Londres. Le hubiera gustado ir a Londres. Sin embargo, también supo que en América había más trabajo que en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. Le informaron que iban a tardar cincuenta días. Demasiados para cruzar el Atlántico Norte. No entendía por qué tanto tiempo de viaje. Lo único que sabía con seguridad era que quería trabajar para que su familia viviera mejor después de la miseria atravesada durante la guerra. No podía olvidar que sus hermanos habían comido algunos terrones de azúcar como única golosina, según le había relatado su madre por carta.  

El tío Taso le había conseguido un pasaporte otomano en Constantinopla. Desde allí había viajado a Atenas. Pero el destino de Dimitri no fue Estados Unidos, sino que finalmente recaló en la Argentina. Supo el rumbo durante el viaje. No tenía la menor idea sobre ese país tan remoto y desconocido del extremo sur de América cuyo nombre le costaba pronunciar. Más lejos imposible. ¡Adiós, querida mamá!, ¡adiós patria! pensó para sí cuando el barco se alejaba del puerto mientras se prometía regresar algún día. El único tesoro que llevaba era una biblia griega que había heredado de su papá, que además de agricultor había sido pastor ortodoxo y le había enseñado el Antiguo y Nuevo Testamento. Había aprendido de memoria muchos salmos que lo guiaban.

Pasaron cinco años. A Dimitri le agradó Buenos Aires si bien recordaba con emoción su nativa Lemnos. Vivía en una pensión barata que quedaba cerca de los bosques de Palermo y ganaba un magro sueldo cosiendo para un peletero griego. El Río de la Plata no era el Mediterráneo. Sus aguas rojizas y turbias no tenían comparación con las cristalinas de su mar, donde había nadado y pescado.

A pesar de las dificultades aprendió bastante rápido el español y su escritura. La educación básica griega le había servido con creces. Lo primero que hizo cuando le sobraron unos pesos fue comprarse un saco azul y un sombrero. Un domingo paseaba por el Rosedal cuando conoció a la joven Aída con quien al poco tiempo se puso de novio. Dimitri ascendió en la escala social por recomendación del hermano de su prometida, quien lo hizo ingresar al Banco Hipotecario. Eso sí, nunca dejó de sumar, restar, multiplicar y dividir en griego. Nadie se daba cuenta porque lo hacía mentalmente.

Todos los meses mientras su madre vivía, Dimitri le enviaba dinero junto a una carta en la que le contaba su vida y recibía de vuelta misivas en la que ella le escribía sobre sus hermanos, la seda, las ovejas y los olivares. No hizo gran fortuna, tampoco volvió a Lemnos, pero jamás dejó de cumplir su promesa.

 

Oikos, en griego antiguo se escribe οκος (oíkos), significa casa

© Diana Durán, 20 de octubre de 2022


UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

 


Plaza de Purmamarca. Street View.

UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

 

    El nacimiento de Felisa Quipildor resultó del “chineo” (1) que les sucede a tantas mujeres originarias del norte argentino. Su padre fue el hijo del dueño de casa donde su madre era doméstica. Tal como lo consumaron otros hijos del poder a tantas muchachas indígenas, práctica colonial que se había repetido inveteradamente. Felisa pertenecía a una familia diaguita dócil al sometimiento. Víctimas y victimarios residían en un pueblo enclavado en la Sierra Santa Victoria de Salta, a más de 2700 metros sobre el nivel del mar. La madre no había podido huir ni olvidar la cara blanca y el cuerpo fláccido del violador. La pobre murió joven de tuberculosis y tristeza. A los dieciséis años Felisa, conocedora de la historia de su madre, logró abandonar la casa. Una conquista que le significó mucho esfuerzo para encontrar un rumbo. Tenía recelo de su futuro y mínimos recursos. Poco después se unió al joven Tolaba que criaba cabras y ovejas como tantos otros pobladores originarios. Parecía que iba a poder torcer la historia. Tuvieron dos hijos, Juana y Ramón.

    Ramón emigró a las minas del norte de Chile en busca de trabajo y fortuna. No se supo más de él. Juana tenía una personalidad decidida y resiliente. Pese a la modestia de su situación cursó la escuela primaria y parte de la secundaria. Su fortaleza hizo que sorteara largas noches de oscuridad y frío en las alturas, iluminada por una vela, pero con la férrea voluntad de avanzar en el estudio en una escuela vespertina. Su madre la acompañaba mientras tejía. Allí en el borde de la Puna, en un pueblo que parecía empotrado en la montaña superó todas las barreras y evolucionó de portera a maestra. La mayoría de los maestros eran itinerantes. Esa fue la oportunidad que supo aprovechar porque ellos venían alternadamente de otras localidades de la región y se quedaban por una semana. En cambio, Juana era residente, de esa manera obtuvo el trabajo. Nada la desviaba de su necesidad de superación. Además, crio tres hijos, dos varones y una niña. Habían nacido de su relación con Rubén Mamaní que parecía un buen hombre hasta que comenzó a trabajar en la mina Aguilar a ciento veinte kilómetros del pueblo. Cuando volvía temporariamente se la pasaba tomando en algún boliche. La historia de abuso se repitió, esta vez a través de la violencia. Una tarde, cansada de los castigos, Juana hizo la valija y partió con la pequeña Yanay. En quichua este nombre significa “mi morenita, mi amada”. Adorada por su madre que la había criado estudiosa y educada como ella. Los varones ya estaban grandes. Podrían valerse solos, había decidido Juana. Además, eran de la misma casta de su padre. No había logrado educarlos como para impedir el machismo reinante en la sociedad local. Juana eligió para migrar el pueblo más bello de la quebrada de Humahuaca, Purmamarca. También consideró su significado en aimará: “pueblo de la tierra virgen”. Noche tras noche miraba fotografías del Cerro de los Siete Colores, la animada feria artesanal, la cuesta de Lipán, el Algarrobo histórico. No iba a ser fácil que le dieran un pase docente ya que ella no tenía un título oficial, simplemente había ejercido porque no había otros maestros en su pueblo. Pero como hábil tejedora, herencia de su madre, podía trabajar como artesana en la feria y después se vería. Juana y Yanay recorrieron ciento cuarenta kilómetros en distintos medios. Viajaron en camionetas, autos y hasta caminaron al rayo del sol por los itinerarios más abruptos de valles y quebradas, siempre pensando en su nuevo destino. Larguísimo camino. Pasaron por Pueblo Viejo, Iturbe, Humahuaca, Huacalera, Tilcara previo ascenso por el “Camino Fin del Mundo” con subidas y bajadas que no iban a olvidar jamás. Laderas cortadas a pique, guijarros en asombrosas acumulaciones, cerros multicolores y el desierto puneño las acompañaron. La naturaleza las conmovía. Les recordaba su historia. Una travesía de vueltas y más vueltas para alcanzar la tierra prometida. Ese derrotero desde Salta a Jujuy había sido el más largo y emocionante de sus vidas. Bien lo valía. A pesar de ser norteñas no habían salido de su pueblo natal. Ahora iban en rumbo hacia un nuevo destino. La libertad.

    Con los pocos ahorros que tenía Juana inició una nueva vida satisfecha por su labor en la Feria Artesanal de Purmamarca. Las múltiples formas de las tallas, el colorido de los tejidos, la finura de la orfebrería, la original alfarería y el bullicio de la plaza principal le daban una tonalidad diferente a su existencia. Junto a su hija poco a poco se integraron a la vida del pueblo purmamarqueño. Juana con sus dotes de maestra dio clases de hilado y tejido. Unió la tradición de hilar la lana con el emprendimiento en la feria y se fue incorporando poco a poco a la organización de las artesanas. Cuando su situación económica mejoró, logró traer a Felisa ya anciana a vivir con ellas. Mientras tanto Yanay, tan abnegada como Juana, trabajaba junto a su madre y realizaba actividades comunitarias. Además, estudiaba abogacía con gran esfuerzo y, de esa manera, superaba el mito del dominio patriarcal. Con el tiempo se incluyó en la lucha por sus derechos y participó en actividades de las mujeres indígenas.

  Una noche estaban las tres reunidas después de comer conversando animadamente. Yanay hizo una pausa y les pidió atención. Alternaba una leve sonrisa con una actitud seria. Entonces la joven les leyó a su madre y a su abuela, como ofrenda de todo lo vivido por las cuatro generaciones de mujeres de la familia, la “Declaración del tercer parlamento plurinacional de mujeres y diversidades indígenas por el buen vivir” del 25 de mayo de 2022. Las tres se abrazaron con gran emotividad en honor a sus vidas y sus luchas.

Nosotras Mujeres y Diversidades Indígenas organizadas en el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, de manera autoconvocada y autogestiva, manifestamos que tenemos la certeza de que nuestra unión y organización como mujeres y diversidades indígenas constituye la base del buen vivir.

Llegamos al Kollasuyo, Chicoana, Salta, desde las distintas latitudes indígenas. Allí parlamentamos, nos escuchamos del mismo modo que nuestros ancestros lo hicieron, con la presencia del abuelo fuego y precedidas por ceremonias en las que convocamos a las fuerzas cósmicas para hablar desde la sabiduría, la verdad y la memoria desde los espacios ancestrales. A través nuestro la montaña habló, los ríos cantaron, los cóndores nos abrazaron y la selva danzó porque todos ellos somos nosotras, somos cuerpo territorio.

Los objetivos se cumplieron y hemos salido de allí fortalecidas, recuperando nuestra espiritualidad ancestral ya que es desde la espiritualidad que nos nutrimos de fuerza y claridad para esta importante lucha que nos trasciende y que nos compromete con la vida de la niñez de toda Indoamérica y por qué no del mundo.

Es tiempo de darle un ultimátum al Estado que ha permanecido cómplice de criminalidades como lo es el “chineo” y que además ha reforzado la impunidad a través de su indiferencia. Esta aberrante práctica de violencia sexual contra nuestras niñas debe terminar y, es por lo que, nuestra campaña “#BastaDeChineo” asume una nueva etapa la de luchar por “#AboliciónDelChineoYa” y para ello hemos consensuado lo siguiente:

Ultimátum al Estado argentino para la abolición del chineo, exigimos:

1. Que se declare y tipifique el chineo como crimen de odio, y con ello alcance las penas máximas y sin obtener beneficios, como ser la libertad condicional o la reducción de condena. Entendemos al chineo como una práctica criminal, racista y colonial sistémica.

2. Que se declare crimen imprescriptible.

3. Que se responsabilice e inhabilite a trabajar en territorios indígenas a empresas que tengan empleados que hayan cometido esta aberración.

4. Que se procese, condene y se dé de baja deshonrosa a policías, gendarmes y/o militares que violen a las niñas indígenas.

5. Que se expulsen y condenen a las instituciones y grupos religiosos que operan en territorio indígena y sean cómplices de estas prácticas criminales.

6. Que se juzgue y condene sin excepción y sin reconocimiento de fueros a funcionarios públicos como así también a las autoridades tradicionales de los Pueblos Indígenas que sean ejecutores de estas prácticas, cómplices o bien facilitadores de las mismas.

7. El embargo de todos los bienes de los violadores, con bienes a cumplir la contención económica y recuperación de la víctima.

8. Sanción económica al Estado argentino, para la creación de un fondo de prevención, recuperación y apoyo a las víctimas del chineo, administrado por el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.

Entendemos y sostenemos que el principal responsable de que estas prácticas criminales sigan vigentes desde hace más de 200 años ha sido el propio Estado argentino, que en ninguno de sus sucesivos gobiernos ha generado mecanismos de condena ni ha producido instrumentos legales para la prevención y tratamiento de casos de chineo.

9. Para desactivar los escenarios de complicidades que generan este crimen se deben reformular los mecanismos de diálogo y representación entre los Pueblos Indígenas y el Estado. Es así como de ahora en más las mujeres debemos ser las receptoras y administradoras de los programas de alimentación y asistencia social, ya que muchos caciques y referentes hombres indígenas aprovechan este lugar de poder para humillar y someter sexualmente a niñas y jóvenes de su propia comunidad.

10. Exigimos que los encubridores también sean condenados y con la misma escala que los actores materiales.

11. Elaboración de protocolos con participación y consulta a mujeres y diversidades indígenas. Con fines a que se apliquen en instituciones, tanto del Estado Nacional como en cada una de las provincias y municipios, como ser instituciones educativas, de salud, de justicia, y de seguridad.

Es determinante que cualquier legislación o medida que se tome para dar respuesta a la abolición del chineo, deberá contener todos y cada uno de estos puntos que señalamos.

Esta exigencia será caminado, colectivizado y urdido entre muchos hilos de solidaridad del mundo. Estamos convencidas que desde el 3er. Parlamento Plurinacional de Mujeres y Diversidades Indígenas por el Buen Vivir ha surgido una propuesta que tendrá impacto continental.

(…)

Convocamos a luchar por su abolición y abrazar la vida toda y todas las vidas.

 

Declaración desde Chicoana Mujeres y Diversidades Indígenas de los pueblos naciones: AvaGuaraní, Aymara, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupí, Diaguita, Guaycurú, Huarpe, Kolla, Lule, Mapuche, Moqoit, Purépecha, Qom, Quechua, Ranquel, Simba Guaraní, Tapiete, Weenhayek, Wichi.

 

#Declaración #BuenVivir #BastaDeTerricidio
#AboliciónDelChineoYa
#bastadechineo #ElGenocidioEsHoy
#Parlamento #Plurinacional

                                                                                   Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir

(1) Un juez de casación la definía muy bien en un fallo del 2008: “Se sabe que el llamado ‘chineo’ es una pauta cultural de nuestro oeste provincial. Se trata de jóvenes criollos que salen a buscar ‘chinitas’ (aborígenes niñas o adolescentes) a las que persiguen y toman sexualmente por la fuerza. Se trata de una pauta cultural tan internalizada que es vista como un juego juvenil y no como una actividad, no ya delictiva, sino denigrante para las víctimas” (Ana González, 2011. Página 12. “Para terminar con el chineo”.





© Diana Durán. 11 de julio de 2022

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