Atardecer en Pehuen Co
Encuentro en Pehuen Co
El
mejor momento del día era cuando atravesaba el médano y divisaba el mar. Caminaba
con los pies descalzos sobre la arena fría y mojada y jugaba con la espuma del
oleaje divagante. Solo la acompañaban unas gaviotas a pocos metros y el
poderoso ruido marino. Aspiraba profundamente el aire salino y la envolvía una
genuina sensación de plenitud y placer, en estrecha comunión con el entorno.
Sofía
había decidido vivir en Pehuen Co, un balneario de la costa atlántica de Buenos
Aires. La habían aceptado como profesora en la única escuela secundaria. Era el
trabajo ideal para quien quisiera aislarse de la vida ajetreada de Bahía Blanca
y, fundamentalmente, de su reciente divorcio. Había decidido alejarse de la
gran ciudad y del ambiente docente en el que su exmarido también actuaba,
además ganaría bastante más dado el carácter rural de la localidad. Al fin
estaría libre de ataduras, luego de diez años de un matrimonio aburrido,
desapasionado y anodino. Estaba a sólo setenta kilómetros de Bahía por si
quería hacer alguna compra especial, visitar a la familia y los amigos, o
acceder a un servicio médico y a trámites complejos. Por la división de bienes,
Sofía se había quedado con el auto mediano y la cabaña de veraneo que la pareja
había comprado años atrás. La joven pensaba que para recuperarse lo mejor era
estar lejos y empezar de cero. Con treinta años no sabía qué le depararía el destino,
pero sí que no quería tener una nueva relación. Había una distancia sideral entre
el trasiego de profesor taxi de escuela en escuela al transcurrir tranquilo y
solitario en la idílica villa balnearia. Todo estaba a un paso en el nuevo
lugar. Había transformado la cabaña en una residencia bien acondicionada para
vivir con unos pocos muebles vintage de colores pasteles y un gran sillón de
mimbre con almohadones estampados, cortinas en bandas verticales black out,
algunos libros elegidos y un cuadro tríptico con figuras de mujeres
estilizadas. Todo distribuido con gran sencillez lo que le daba a la casa una
atmósfera cálida y encantadora. Ahora podría cuidar bien de jardín de agapantos
azules, margaritas blancas y amarillas y madreselvas perfumadas cubriendo los
muros. Contemplaba los dos pinos a ambos lados de la tranquera y los álamos
vigilantes al costado del terreno junto a los aromos amarillos en primavera. Ascendiendo
el médano que limitaba su casa en la parte posterior, tres cipreses añejos proveían
la sombra ideal para los ardientes veranos. Planificaba revivir su pequeña
huerta de hortalizas y aromáticas y plantar algunos frutales. Plenitud
completa.
Sofía
reinició su vida en Pehuen Co feliz, acomodando su casa y acostumbrándose al
ritmo cansino de la vida lugareña. La acompañaba el intercambio con sus colegas
que venían de Punta Alta en una combi, para volver al terminar la jornada
escolar. Conversaba con algunos vecinos, en general comerciantes que la
proveían de los víveres cotidianos. No había mucha gente de residencia
permanente, venían en general los fines de semana o en las vacaciones. Disfrutaba
su soledad. Se sentía dichosa con sus caminatas sin rumbo por la ribera y el
bosque que rodeaba la villa. Era una enamorada del mar, pacífico o bravío, de
las nubes cambiantes en forma de penachos, estratos o cúmulos que le permitían
imaginar figuras extrañas y sorprendentes. También amaba las puestas de sol tan
particulares de Pehuen Co donde el astro salía y se ponía en el mar formando un
arco singular de amaneceres y atardeceres únicos. Una bola de fuego alzándose y
sumergiéndose lentamente en el horizonte oceánico. Deseaba contemplar el
espectáculo una y mil veces. La joven nadaba como un pez desde la infancia,
pero era prudente con los vaivenes marinos. Conocía el ritmo de las bajamares y
pleamares como el de su corazón.
Todas
las tardes, terminado el trabajo, Sofía caminaba a buen ritmo las siete cuadras
de tierra que distaban entre la escuela y su casa. Cuando no tenía clases y los
días se alargaban hacía otro itinerario que la llevaba por la angosta calle Las
Gaviotas hasta Los Tamariscos subiendo y bajando los ondulantes médanos para
luego alcanzar la avenida que daba al mar. Entonces corría feliz hasta la
orilla. Allí se quedaba hasta el atardecer clasificando caracolas milenarias y
rocas de erosionadas formas que coleccionaba luego de una refinada selección.
Nunca
pensó en un encuentro tan inesperado. Una tarde cálida de octubre hizo el
recorrido hasta llegar a la bajada de Ameghino y comenzó su acostumbrado
vagabundeo por la playa. El mar estaba calmo. Entonces distinguió la silueta de
un hombre saliendo del agua con una tabla de surf bajo el brazo. Le pareció de
su misma edad. Sin poder evitarlo, se ruborizó intensamente. El joven se le acercó
para atravesar el camino por donde ella había bajado. Le sonrió con un gesto
amistoso y Sofía le devolvió una tímida sonrisa. Ninguno atinó a decir palabra,
pero quedó entre ambos una estela de seducción. Al día siguiente se repitió la
escena, solo que esta vez se saludaron e intercambiaron nombres y actividades. Tomás
era el nuevo guardaparque de la Reserva Pehuen Co-Monte Hermoso. Se había
acabado la tranquilidad emocional para Sofía. No podía dejar de pensar en ese joven
encantador al que esperaba ansiosa ver luego del trabajo. Su camino hacia la
costa ahora le hacía latir fuerte el corazón. Cuando se encontraban conversaban
de todo lo que a ella le gustaba, el mar, la playa, los deportes náuticos, el
cuidado del médano, la concientización de los turistas, el aluvión veraniego. Odiaba
los días de lluvia porque sabía que no lo iba a encontrar. Se sentía totalmente
atraída no solo por el trabajo tan singular de guardaparque, sino porque era un
joven atlético, tranquilo y solitario. Entablaron una relación amorosa desde aquel ocasional encuentro. La embargó la pasión. ¿La soledad había quedado atrás?
La
joven debió ir a Bahía Blanca para atender a su madre que se había operado.
Eran solo tres días, pero los sufrió intensamente. Quería regresar lo antes
posible. Se acercaba el verano y sabía que Tomás se sumergiría en el cuidado de
la reserva y las visitas guiadas a las huellas paleontológicas. No lo vería tanto
como ahora lo que la sumía en el desasosiego.
La
muchacha regresó el lunes cuando se anunciaba una temible sudestada. Se habían
suspendido las clases. Arreciaban vientos de más de 80 km por hora. Había vuelto
a tontas y a locas solo pensando en el reencuentro. Por suerte su casa estaba en
orden, nada se había arruinado, aunque los árboles se bamboleaban
peligrosamente. Ella solo imaginaba a Tomás. Se animó a bajar a la costa, aun
sabiendo lo que significaba ese temporal. Apenas pudo llegar por el viento huracanado,
los truenos amenazantes y la lluvia torrencial. La playa se había convertido en
una estrecha franja contra los tamariscos. La arena le azotaba el cuerpo. No lo
encontró, pero descubrió un morral colgado de una rama. Se desesperó. Corrió a
su casa y se comunicó con el delegado municipal quien atareado no podía
responderle, solo le exigió que se refugiara en su casa. Estaba trabajando con
los bomberos debido al mal estado de las defensas costeras, el posible
retroceso y derrumbe del médano y las consecuencias en los chalets veraniegos de
la línea de costa. Sofía suponía que Tomás como guardaparque sabría cuidarse,
pero estaba muy afligida. Podía resultar una tragedia. Por primera vez, el
lugar le parecía sombrío y triste. Supuso que el joven había ido a revisar el
estado de la casilla en la entrada de la reserva paleontológica y habría
preferido quedarse protegido tras los médanos hasta que amainara la tempestad. También
pensó que habría olvidado su morral durante la recorrida matinal. Pasada una
hora Sofía se sentía impotente y alterada por la desaparición de su amado por
lo que volvió a llamar al delegado municipal que le contestó que los dos
guardaparques, Luis y Esteban, estaban a buen resguardo. ¿Cómo Luis y
Esteban? ¿Y Tomás?, preguntó sorprendida Sofía. En Pehuen Co no hay
ningún guardaparque llamado Tomás, le respondió el funcionario y agregó
algo molesto, manténgase a resguardo, por favor. Sofía volvió a preguntar,
pero se cortó la comunicación. No podía entender lo que estaba sucediendo, cómo
que no había un guardaparque llamado Tomás. Entonces, quién era su amor. Sofía
nunca más lo volvió a ver. La imagen del joven surgiendo del mar con su tabla
de surf se transformó en una incógnita amarga e inconcebible.
© Diana Durán, 14 de noviembre de 2022