LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 


La verdadera Mary Show de los años 80

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 

Mary había aprendido ventriloquía, magia y globología. Tenía habilidades especiales para esas prácticas. Los chicos la adoraban. Se disfrazaba de payasa, pero no cualquiera, sino de una muy elegante, casi una princesa, a la que agregaba una nariz roja y unos zapatones gigantes. Como maga hacía aparecer palomas y conejos de su blusa de brocato, además de cartas y pañuelos que surgían y desaparecían ante la fascinación de los niños. Transformaba los globos en perros, caracoles y monos bien flaquitos que entregaba a quienes cumplían alguna prenda ocurrente. El mayor atractivo de la función era el muñeco Baltazar quien relataba, en diálogo con Mary, cuentos y chistes, con su despeinado cabello rubio y vestido de frac negro, moño y galera rojos. Mary no movía ningún músculo de su cara. Esa era su destreza especial de animadora infantil. Los niños quedaban pasmados con las contestaciones de Baltazar. No, Mary, te equivocás, a mí no me gusta ir a la escuela, y sí sacarme uno en todas las pruebas. Sí, sí, eso es lo mejor, y los chicos se reían a carcajadas. ¿Te gusta ir a la playa, Baltazar?, le preguntaba Mary. No, no me gusta mojarme porque arruino el frac y, además, se puede quemar mi cara de papel maché al sol. ¿Entonces qué es lo que te gusta, Baltazar? Nada, solo quiero dormir y dormir, y se tiraba bostezando ruidosamente sobre el regazo de Mary como si fuera a acostarse. Luego de golpe se levantaba y decía con voz ronca. Me guuuustaaaan estos chiiiiicos, acercándose a ellos de golpe lo que los hacía asustar y reír.

Ese fin de semana le tocaban cuatro cumpleaños, dos el sábado y dos el domingo. Era un trabajo intenso de traslados, desarmar la valija de magia y la de Baltazar, pero no se amilanaba.

El sábado a la mañana Mary concurrió a Boulogne donde se festejaba en una casa sencilla el cumpleaños de una niña de siete años. Todo transcurrió como lo tenía planeado animando a unos pocos niños en el patio soleado. A la tarde el festejo fue en un pequeño departamento de Villa del Parque para las mellizas a quienes celebraba desde los cinco años. Las niñas adoraban a Mary que se esforzaba en cambiar el show para no repetir, intercambiando palomas por conejos cumple tras cumple. Baltazar siempre lograba animar la fiesta recordando cada uno de los nombres de los invitados. Me parece que este año todos han crecido tanto que parecen obeliscos o tal vez jirafas. Los chicos se reían mucho de tan simples ocurrencias. Mary terminó el día cansada pero complacida.

El domingo a la mañana se había comprometido con un merendero de Ciudad Oculta en Villa Lugano. Ocasionalmente hacía algunas presentaciones solidarias. Había tratado con un comedor popular donde eran inefables las caritas felices de esos niños que nunca habían visto un muñeco que hablara. No importaba que el viejo salón estuviera adornado con simples guirnaldas de papel crepé y la merienda consistiera en vasitos de cocoa y porciones de torta servidas en una vieja fuente de loza. Se esmeró más que nunca en hacerlos reír de Baltazar y sus expresiones. ¿Qué te parece este cumpleaños?, le preguntó finalmente Mary, ahhhh, es maravilloso, maravilloso, le contestó. Nunca he visto una fiesta tan divertida y niños máaaaaaaaasssssss lindos, agregó Baltazar con voz cantarina y graciosa. Mary se sintió plena luego del festejo.  

A la tarde subió todos los bártulos al auto y se encaminó a un country camino a La Plata. Le iban a pagar muy bien por la animación de un cumpleaños compartido entre varios niños de seis años. Luego de un largo viaje por la autopista colmada, pasó por varias revisiones y esperas en el puesto de vigilancia de la entrada donde le abrieron con fastidio las valijas y la inspeccionaron como si fuera una potencial delincuente.

Finalmente llegó al Club House donde se hacían los cumpleaños en el que se encontró con un conjunto abigarrado de personajes de dibujos animados, princesas y superhéroes. Estaban la Sirenita, Aladdín, Frozzen, el Rey León, Peppa, muñecos de Toy Story, el Hombre Araña y el Capitán América. Todo revuelto en un griterío infernal de magia, burbujas, colchones inflables, luces, música ruidosa, muchachas disfrazadas que maquillaban a las niñas y chicos que corrían por todas partes. Mary no sabía quiénes cumplían años hasta que dio con la madre que la había contratado. Esta la trató con bastante desgano en medio del bochinche guiándola hacia el escenario preparado para su actuación. No lograban reunir a los chicos confundidos en medio de tanto alboroto. Después de un rato Mary pudo sentar a algunos y decidió sacar a Baltazar de la valija. Los niños no atendieron durante la pequeña función y más bien se burlaron del muñeco atraídos mucho más por los personajes de moda. Qué muñeco más tonto, no es famoso, dijo uno de los cumpleañeros y otro le respondió, es que nadie lo conoce, es viejo y feo. La animadora concluyó rápido la presentación y ni siquiera sacó las palomas. Se fue sin cobrar y llegó a su casa exhausta.

Esa noche Mary tuvo pesadillas horribles en las que princesas y superhéroes se peleaban hasta yacer moribundos. Estremecida se despertó al escuchar cómo lloraba desconsolado su querido Baltazar quien le comunicó entre lágrimas. Amiga, esto ya no es para mí. Me quiero jubilar. Estoy acabado. Soy un mal muñeco. Ya nunca volveré a actuar en Mary Show.

 

© Diana Durán. 31 de julio de 2023

PINCELADAS

 


Pinceladas

De chica era flaquita, muy flaquita. No solo porque comía poco sino porque mi contextura era así, esmirriada, débil, mis huesos frágiles, tanto que a veces me doblaba como un junco por el viento. En realidad, yo era la “Alicia” de Modigliani, una niña que trasmitía esa calma que produce ver la cara oval, los ojos rasgados, el estrecho cuello y el largo cabello. A pesar de ser una pintura, nadie se daba cuenta. Iba al colegio en París donde no era muy apreciada. Solo me destacaba en dibujo, lo hacía bien, pero mis temas eran monótonos. Lo único que sabía crear eran señoras parecidas.

Mi historia, más allá de la flacura, fue como la de cualquier niña. Me gustaba jugar a las muñecas, ir a la plaza en Montmartre, juntar flores, pero los niños me dejaban de lado y se mofaban de mí. Pensé que era por mi delgadez, entonces empecé a comer y comer. Comí todo lo que encontré a mi alcance en alacenas y heladeras. Golosinas, galletitas, cualquier tipo de dulces. Ya no fui más a la Place du Tertre donde algunos artistas llegaron a retratarme, ni tampoco al colegio. Me quedaba en casa porque no podía dejar de engullir. A los quince años pesaba ochenta kilos. Seguí engordando más y más. Ya no era una chica, había crecido, había dado el salto de niña a mujer.

Entonces dejé de ser la Alicia de Modigliani y me convertí en una gruesa y robusta mujer de Botero. Me fui a vivir a Colombia. Otro mundo, música, danza, colores, diversidad. Cambié muchas veces de aspecto. Fui una Mona Lisa, una bailarina en un bar, una campesina, una madre con su hijo y muchas mujeres más. Todas gordas que representaban la violencia, la religión, la política, pero también la vida cotidiana. Pude visitar una plaza en Medellín y vi unas esculturas que se me parecían. Muchos paseantes las admiraban. Me sentí feliz de que las estatuas le gustaran a la gente.

Sin embargo, sabía que, a pesar de admirarme, nadie sentiría amor por mí con esa figura voluminosa. Me refugié por un tiempo en la religión, hasta novicia quise ser, pero lo deseché.

Quería ser libre y bella. Anduve por muchos tiempos y lugares en búsqueda de mi identidad y logré encontrarla en una mujer con sombrilla, la de Monet. Desde entonces fui “Camille”, feliz como ninguna en un prado florido contra un cielo celeste y blanco, mi pollera ondulante por la brisa.

Una dama, ni gorda ni delgada, al aire libre con mi pequeño hijo a quien cuidé por siempre.

 

© Diana Durán, 24 de julio de 2023

 

 

 

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

UN ARDUO CAMINO A LA DEMOCRACIA

 


Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

Un arduo camino a la democracia

 

Transcurría el 5 de diciembre de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del 30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era una oportunidad para disfrutarlas.

Partimos en dos autos. El Ford Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12, pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.

Salimos de Buenos Aires al amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra seguridad.

Propuse a Senillosa como el lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada. Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al día siguiente.

Así atravesamos la pampa fecunda por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial. Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.

Conversábamos sobre el nuevo gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia. Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como la de Malvinas.

De tan distraídos por la charla casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault. Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No había más remedio que aguardar ya más que impacientes.

Nos ponía muy intranquilos no verlos llegar. ¿Qué les habría pasado?  Para calmarnos nos registramos en el hotel y reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su parte pues no había accidentes reportados en la zona.

Salimos a buscarlos. Para ese entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía. ¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito. Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.

En determinado momento se me ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en Arroyito.

Quedamos estresados. El desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña. De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su esposa como a nosotros.

Lentamente llegó el 10 de diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta gente palpitando esos momentos.

Se hizo un gran silencio. Fue entonces cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:

 

“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos, todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]

 

No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.



[1] Raúl Ricardo Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.

 


10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo. Diario La Gaceta. 2009.



© Diana Durán, 3 de julio de 2023

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