Pinceladas
De chica era flaquita, muy flaquita. No solo porque
comía poco sino porque mi contextura era así, esmirriada, débil, mis huesos frágiles,
tanto que a veces me doblaba como un junco por el viento. En realidad, yo era
la “Alicia” de Modigliani, una niña que trasmitía esa calma que produce ver la cara
oval, los ojos rasgados, el estrecho cuello y el largo cabello. A pesar de ser una pintura, nadie se daba
cuenta. Iba al colegio en París donde no era
muy apreciada. Solo me
destacaba en dibujo, lo hacía bien, pero mis temas eran monótonos. Lo único que
sabía crear eran señoras parecidas.
Mi historia, más
allá de la flacura, fue como la de cualquier niña. Me gustaba jugar a las
muñecas, ir a la plaza en Montmartre, juntar flores, pero los niños me dejaban de lado y se mofaban de mí. Pensé que era por mi delgadez,
entonces empecé a comer y comer. Comí todo lo que encontré a mi alcance en
alacenas y heladeras. Golosinas, galletitas, cualquier tipo de dulces. Ya no fui
más a la Place du Tertre donde algunos artistas llegaron a retratarme, ni
tampoco al colegio. Me quedaba en casa porque no podía dejar de engullir. A los
quince años pesaba ochenta kilos. Seguí engordando más y más. Ya no era una chica, había crecido, había dado el salto de niña a mujer.
Entonces dejé de ser
la Alicia de Modigliani y me convertí en una gruesa y robusta mujer de Botero.
Me fui a vivir a Colombia. Otro mundo, música, danza, colores, diversidad. Cambié
muchas veces de aspecto. Fui una Mona Lisa, una bailarina en un bar, una campesina,
una madre con su hijo y muchas mujeres más. Todas gordas que representaban la
violencia, la religión, la política, pero también la vida cotidiana. Pude
visitar una plaza en Medellín y vi unas esculturas que se me parecían. Muchos paseantes las admiraban. Me sentí feliz de que las estatuas le gustaran a la gente.
Sin embargo, sabía que, a pesar de admirarme, nadie sentiría amor por mí con esa figura voluminosa. Me refugié por un tiempo en la religión, hasta novicia quise ser,
pero lo deseché.
Quería ser libre y bella. Anduve por muchos tiempos y
lugares en búsqueda de mi identidad y logré encontrarla en una mujer con
sombrilla, la de Monet. Desde entonces fui “Camille”, feliz como ninguna en un
prado florido contra un cielo celeste y blanco, mi pollera ondulante por la
brisa.
Una dama, ni gorda ni delgada, al aire libre con mi
pequeño hijo a quien cuidé por siempre.
© Diana Durán, 24 de julio de 2023
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