Cerca de San José del Boquerón. Street View
SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES
Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza
el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo
un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía
estar.
Cuando los Chayle se amañaron
se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó.
Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.
Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero
y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de
noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo
porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da
todito.
Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir
entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela,
la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los
hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no
perdona como a tantos otros en el pueblo.
Éramos pobres, pero nos
alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos
polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres
changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao,
la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.
La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la
cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al
poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias.
Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me
gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises.
Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el
zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando
nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.
Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a
setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era
brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba
rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.
Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me
gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como
animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana
y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos
decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar
volando.
Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños.
Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había
visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno
porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el
cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la
cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y
hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a
los jornaleros esclavizados.
Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son
perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de
trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus
pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos
como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No
le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse
protegida. Sus sueños se habían desvanecido.
¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida.
Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.
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