MIEDO EN MATADEROS


Mataderos. Tu barrio en la web


MIEDO EN MATADEROS

 

Su cabeza está llena de miedos. Miedo a viajar en avión o en micro. Miedo a los hechos violentos que ve por televisión. Miedo a enfermarse. Miedo a salir de su casa lejos.

Ester es soltera y vive en Mataderos, en el sudoeste de la ciudad de Buenos Aires. Uno de los barrios porteños de perfil industrial, de casas bajas y resabios de un pasado de corrales y frigoríficos, donde la ciudad se tornaba en campo. El viejo “Nueva Chicago” del sangriento arroyo de los vacunos. Allí se realizaba el arreo y matanza del ganado. Como patrimonio de la ciudad conserva un Museo de los Corrales de objetos relacionados con sus antiguas funciones urbanas. También una Feria gauchesca típica de atmósfera folklórica y muy concurrida por gente a la que le gusta lo criollo. La violencia no es un rasgo específico del barrio que es semejante a otros de la ciudad.[i] Por su nombre e historia no se debería estigmatizar. Es cierto que la sensación de inseguridad de los mataderenses se incrementa día a día con robos de celulares, bicicletas o arrebatos de carteras en plena calle. Esa impresión para Ester es mayor que para cualquier vecino. Quiere mudarse, pero no sabe dónde ir y además su temor a lo desconocido le impide lograr semejante proeza. Está condenada a quedarse en el barrio.

El encierro es la mejor solución a sus miedos extremos. Desde hace algunos años colocó rejas altísimas que hacen de su casa una verdadera cárcel. Es secretaria del doctor Arrieta por lo que va todas las mañanas a tres cuadras de su casa a tomar los turnos, ordenar las fichas y los análisis de los pacientes. El trabajo le reporta un magro sueldo. Su vida actual se limita a ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, cuidar de su pequeño jardín, leer alguna novela policial, ver algún programa por televisión y hacer las compras en los negocios del barrio. No es vida para una mujer de cuarenta años. Por su aspecto parece que tuviera sesenta.

Ester es mi amiga. Fuimos compañeras en el colegio secundario. En la adolescencia era algo tímida, pero no miedosa. No la recuerdo de esa manera, sino alegre y muy compinche conmigo. Nos reencontramos después de veinte años y la noté muy cambiada. Me contó que a partir de un intento de hurto en la calle tenía miedos y depresiones que le cambiaron el carácter. Desde entonces vive sola. De vez en cuando nos encontramos a tomar el té, siempre en su casa. No le gusta salir. Muy pocas veces intentamos visitar el patio gastronómico o el paseo de artesanías de la feria de Mataderos. Enseguida quiere volver. Se siente intimidada por la muchedumbre. Voy a la casa cuando puedo porque los encuentros son casi monólogos. Me cuenta una interminable letanía de sucesos dramáticos que conoce del barrio o identifica por los medios. Que una vecina tiene una enfermedad terminal, que otra se separó por violencia de género, que una tercera no puede quedar embarazada. Y sigue el relato de la serie negra de la televisión y las consecutivas muertes violentas. Llega un momento en que no podemos tener una conversación personal sin que esté mediada por crónicas de desgracias. Yo la escucho y soporto con esfuerzo. A veces logro incluir algún bocadillo positivo ante tanta calamidad. Le cuento de nacimientos, casamientos y fiestas felices y divertidas. Pero las visitas no duran más de una hora y luego apuro una rápida despedida con cualquier excusa para no seguir atendiéndola. Me agota. Ella ruega que no me vaya. Soy su única compañía. Por eso siempre regreso, no quiero dejarla tan sola.

Una mañana me desperté como todos los días para ir al consultorio. Desayuné té con galletas y me preparé para salir cerrando la casa con mucho cuidado. Cuando atravesé las rejas del portón dos hombres jóvenes me empujaron hacia el interior del jardín. No tuve tiempo de huir. Me cercaron y a los gritos me pedían dinero y joyas. Revolvieron todo. Sentí el olor que despedían sus cuerpos. Era marihuana, seguro. Había un vaho que mareaba. Recordé súbitamente el primer ataque en la adolescencia. Enseguida sentí una transformación, una fuerza incontenible que me impulsaba. Una firmeza inusitada hizo que les dijera que tenía sensores en la casa y un sistema de alarma especial conectado a la central de la policía. Que ya lo sabían y pronto iban a llegar. Lo expresé con tal convicción que los ladrones se fueron precipitadamente sin llevarse nada.

Desde entonces no tengo más miedo. Me siento otra persona. Salgo al cine y a cenar. Paseo a distintas horas y me divierto muchísimo. Mi nuevo “look” con el corte de pelo “en capas" me hace más joven. Lo mismo que mi “make up” que realza los labios con rojos intensos y delinea los ojos con el negro muy marcado que está de moda. Uso vestidos estampados y jeans elastizados. Los domingos voy siempre al club y bailo tango o bachata. Estoy buscando en diarios digitales un departamento funcional para comprar en Flores o Caballito.  

Soy Ester, una mujer feliz que disfruta de la vida. En cambio, mi compañera de colegio, la que me visita con insistencia, sigue siempre aburrida y rutinaria. A veces no sé cómo soy su amiga. Será porque le tengo lástima o siento que soy su única distracción.

© Diana Durán. 27 de noviembre de 2021 

SOLEDADES PATAGÓNICAS

 


Ingeniero Jacobacci

 

SOLEDADES PATAGÓNICAS


    Tomó la ruta más desolada desde Villa la Angostura a Ingeniero Jacobacci para ir en camino de cumplir su deseo y el de su mujer. Ella no lo quería acompañar. Temía que el sueño no se hiciera realidad. 

 

    Franco y Camila habían migrado desde Jáchal, San Juan, dejando a su familia y su tierra natal para establecerse en la villa patagónica. Todo su capital económico y cultural puesto en abrir un pequeño negocio de productos regionales cuyanos. Este se completaría con dulces artesanales que ella había aprendido a preparar con recetas de su abuela. Se insertaron paulatinamente en una sociedad tan cerrada como aquellas que conforman los centros turísticos de la Patagonia Andina. Los “venidos y quedados” (VyC) eran de una clase distinta a los “nacidos y criados” (NyC) y así se lo hacía saber la sociedad local en clubes, sociedades de fomento, iglesia. Entre el frío y las costumbres comunales vivían muy solitarios, intentando abrirse camino en una lucha tenaz en contra del anonimato. Todos los días llegaba una nueva familia en busca de “hacerse la Patagonia”. Ellos superaron la primera meta de abrir el negocio y mantenerlo sin cambiar de rubro. De a poco los iban conociendo. Su casa y su negocio eran un rincón cálido y norteño en el frío ambiente patagónico. 

 

    Lo siguiente fue concretar lo que en diez años de pareja no habían logrado. Tener un hijo. Se contactaron con una persona de Ingeniero Jacobacci. Allí debían ir a buscarlo. Él quería complacerla. Demasiado había sufrido ante cada pérdida espontánea. Su matriz era frágil como su estado anímico frente a la imposibilidad de tener un niño. Camila no se animaba a ir y le rogó a su esposo que se ocupara de todo. Él accedió. Se despidieron con un abrazo interminable.    

 

Así fue como Franco emprendió un viaje por un camino muy transitado en el primer tramo hasta la intersección con la ruta nacional doscientos treinta y siete que unía Villa La Angostura con Bariloche. Luego, el desierto. Iba a conocer al niño o la niña, no lo sabía, y comenzar el proceso de adopción. Todo era incierto. 


    Los kilómetros de camino por la ruta veintitrés que circula por la meseta rionegrina fueron peores de lo que había imaginado. La soledad y el paisaje árido, polvoriento e inhóspito le hacían tener malos augurios. Nunca había pasado por Pilcaniyeu, Comallo y Clemente Onelli hasta Ingeniero Jacobacci, pueblos de origen ferroviario, del Tren Patagónico que une Viedma-Bariloche. Lo único que conocía de Ingeniero Jacobacci era su tradición ferroviaria. Cuna de la famosa Trochita que unía esta localidad con Esquel. Él iba por la ruta. Desde Villa La Angostura no había manera de tomar el tren sin un largo derrotero hasta Bariloche. Lo desanimaba ir sin su mujer y lo corroía la incertidumbre de no saber con quién se iba a encontrar.  


    Cuando llegó a Jacobacci localizó al maestro con el que había hablado días atrás. Con parquedad el hombre le dijo, si me acompaña vamos hasta a la escuela donde está el niño. Usted verá, allí tendrá su primer contacto. El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo sería el pequeño? El lugar quedaba más lejos aun, en plena barda de la meseta. Era una escuela albergue, sin agua, sin luz, solo un rancho de adobe rodeado del polvo que acumulaba el viento patagónico. Pensar que estaban a pocos kilómetros de la represa Alicurá que en vez de abastecer a los lugareños, llevaba energía a Buenos Aires. La desolación teñía el ambiente. El establecimiento era un rancho que oficiaba de escuela multigrado, adosado a un dormitorio común para los niños residentes. Un solo maestro, director, cocinero y portero. Allí estaba el pequeño. Sin más ni más el maestro le dijo a Franco, este es Marito. Y al niño, este es Franco. Marito lo miraba con sus ojazos que lo interrogaban sin decir nada. El encuentro se desarrolló entre los gritos y juegos de los alumnos que corrían en el polvoriento patio donde se erguía la bandera argentina. Así se hace patria, pensó Franco.

 

    El encuentro fue intenso. Enseguida empezaron a hablar de fútbol, del colegio, de lo que le gustaba comer, los deliciosos fideos con tuco que cocinaba el maestro. Hasta jugaron un rato a la pelota. Marito con sus ocho años apenas sabía leer y escribir, advirtió Franco, por el cuaderno que el niño le mostró. Apenas unos garabatos, números y su nombre. Lo enamoraron sus ojos tiernos y sus cachetes enrojecidos por el frío y el viento patagónico. Se le pegó como sabiendo a qué venía. Franco quería mandarle una foto a Camila pero en el lugar no había conexión posible. Soledades patagónicas. 

 

    Al atardecer retornó en un recorrido pleno de alegría. Seguro de que el niño en algún momento iba a vivir con ellos. Que Camila iba a ser feliz. Que al próximo viaje irían en busca de Marito con ella, la futura mamá. La meseta se tornó colorida y cercana. La estepa brilló con un sol radiante. Cuando divisó la cordillera nevada acercándose a Villa la Angostura su corazón estaba henchido de felicidad. En la última curva antes de entrar al pueblo no vio el camión que venía de frente a toda velocidad.



© Diana Durán, 23 de noviembre de 2021

 

 

 

REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA





Plaza Próspero Molina y escenario Atahualpa Yupanqui


REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA

    La edición 2021 del Festival Nacional de Folklore de Cosquín fue suspendida por la pandemia de coronavirus. La famosa plaza “Próspero Molina” estaba desierta y oscura. No alumbraba la negritud ni una de las nueve lunas coscoínas. Sin embargo, la estrellada noche cordobesa pintaba el escenario con unos finos haces de luz. Reposo total. La ciudad del folklore argentino dormía su sueño de silencio. Una triste quimera para este lugar y este entorno serrano. 

    A las dos de la madrugada, fueron apareciendo de la nada misma, poco a poco, algunos duendes del pasado más iluminado del folklore argentino. Eran los instrumentos musicales y las voces de quienes habían callado durante largo tiempo, tras la muerte de sus intérpretes. 

    El brilloso piano de Ariel Ramírez bajó difuminado al son de canción cuya música había creado junto a la letra de Félix Luna. Surgió del silencio profundo del escenario, indio toba sombra errante de la selva. Pobre toba reducido. Dueño antiguo de las flechas… [1] No era el fantasma de Ariel, solo la música de su piano en sombras que había recorrido un largo camino etéreo desde Santa Fe, tierra natal del folklorista. Luego de unos minutos como en un eco emergieron los acordes de la guitarra de Eduardo Falú que se instaló suspendida cerca del piano. Procedía de los llanos subandinos de El Galpón, Salta, llevando el son del lugar donde había nacido su dueño. La guitarra comenzó a tocar unos acordes que se escucharon desde lo profundo de la sierra como ecos que invocaban al amor. Y nunca te'i de olvidar, en la arena me escribías, y el viento lo fue borrando, y estoy más solo mirando el mar… [2] Tras el ensueño nocturno del indio y la tonada aparecieron suspendidos en el escenario la voz y los acordes de don Yupanqui. Procedían desde donde había nacido en Campo de la Cruz, cerca de Pergamino, surcando la planicie pampeana. Atahualpa en quechua significa “que viene de tierras lejanas para decir algo”. Y así lo hizo …La sangre tiene razones. Que hacen engordar las venas. Pena sobre pena y pena. Hacen que uno pegue el grito. La arena es un puñadito. Pero hay montañas de arena… Y siguió. Tal vez otro habrá rodao. Tanto como he rodao yo, Y le juro, creameló, que he visto tanta pobreza, que yo pensé con tristeza: Dios por aquí no pasó. [3] El poema se unió en un combate rebelde y pacífico a las otras voces reunidas en el escenario. Las guitarras y el piano siguieron sonando nostálgicas al unísono. Como ese grillo del campo que solitario cantaba..., así perdida en la noche también era un grillo, vidala y zamba…, así perdida en la noche se va mi zamba, palomitay... [4] 

    ¿Quiénes faltaban en este singular encuentro? Pues se acercaron la guitarra de Jorge Cafrune procedente de El Carmen, lugar de su nacimiento cerca de San Salvador de Jujuy, y la voz y la caja de Mercedes Sosa desde donde yacen sus cenizas en el Cerro San Javier, Tucumán. Más que cantantes, políticos de la tierra, se encontraron para evocar los sentires de la patria oprimida. Primero se escuchó la voz truncada en Benavidez que entonó, de nuevo estoy de vuelta después de larga ausencia, igual que la calandria que azota el vendaval. Y traigo mil canciones como leñita seca. Recuerdos de fogones que invitan a matea”. [5] 

    Pero tenía que ser la mujer quien lograra la fusión de todos en la noche de Cosquín. La cantora, como quería que la llamaran, porque decía que cantor es el que “debe” cantar. No el que “puede” hacerlo, que es el cantante. Así aclaró la voz de la Negra a las guitarras, el piano y la caja reunidos en medio del escenario. Evocaron algunas canciones que nunca habían cantado juntos. Se unieron para entonar unos versos rebeldes, como súplica por los niños y en contra de la violencia. Cambiamos ojos por cielo. Sus palabras tan dulces, tan claras. Cambiamos por truenos. Sacamos cuerpo, pusimos alas. Y ahora vemos una bicicleta alada que viaja. Por las esquinas del barrio, por calles. Por las paredes de baños y cárceles. ¡Bajen las armas! ¡Que aquí solo hay pibes comiendo! [6] 

    Los duendes y espíritus del folklore seguirán cantando juntos, eternos. Esa noche tocaron hasta el amanecer en Cosquín. Nadie los escuchó, pero sus voces, sus instrumentos y su música seguirán resonando en muchos hogares para evocar la tierra y las luchas nuestras. 


[1] Antiguos dueños de las flechas. Letra de Félix Luna. Música de Ariel Ramírez. 1972. 
[2] Tonada del viejo amor. Letra de Jaime Dávalos. Música de Eduardo Falú. 1962. 
[3] Coplas del payador perseguido. Letra y música de Atahualpa Yupanqui. 1965.
[4] Zamba del grillo. Letra y música de Atahualpa Yupanqui.1945.
[5] Mi luna cautiva. José Ignacio “Chango” Rodríguez. 
[6] Ángel de la bicicleta. Luis Gurevich. León Gieco. 2001.

© Diana Durán. 12 de noviembre de 2021.

AMORES DE FRONTERA

 


Fotografía: Google Earth. Ruta 17, entre Bernardo de Irigoyen y Eldorado

AMORES DE FRONTERA

Bernardo de Irigoyen y Dionisio Cerqueira, ciudades enfrentadas en el límite de la Argentina y del Brasil. Una calle las separa o, en realidad, las une. Distintos idiomas oficiales, el español y el portugués; costumbres parecidas, ciudades hermanas. Mixtura de frontera donde las identidades se confunden. Verdaderos hormigueros humanos por el trasiego de las poblaciones. 

La bella Iracema nació en Eldorado, ciudad del litoral misionero a orillas del Paraná lindando con Paraguay. Había terminado el secundario cuando su familia tuvo que migrar por el cierre de la fábrica donde trabajaba el padre. Eligieron Bernardo Irigoyen en la frontera oriental de la provincia. Irse alentaba nuevas oportunidades, al menos en las conjeturas. Así lo pensó el hombre, un rudo trabajador, que por primera vez en su vida estaba desocupado. Había sido hachero, labrador y luego obrero de una fábrica de calzados. Su esposa e hija completaban la pequeña familia nuclear. Muy unidos, muy católicos, muy tradicionales. Iracema no quería abandonar a sus amigos y su ciudad. Rechazaba partir, pero no tenía chances de oponerse. 

El joven Joao nació en Dionisio Cerqueira y estudió en la Escola Pública Estadual. Era algo atolondrado, pero de buenos sentimientos. Su padre trabajaba en la Delegación de la Policía de la ciudad. La madre y los dos hermanos varones completaban una familia donde reinaba el rigor paternal. Era un hombre estricto que impartía una férrea disciplina a sus hijos. Como policía de frontera estaba al corriente de las actividades ilegales de la zona, el contrabando, el tráfico de drogas y las migraciones ilegales. 

Iracema y Joao se conocieron en los continuos trajinares de una ciudad a la otra. Ella quería estudiar profesorado de Lengua y Literatura, pero primero debía encontrar un trabajo. Salió a recorrer a pie los negocios en el borde de ambas ciudades. Consiguió emplearse en un minimercado cercano al paso internacional del lado argentino. Joao trabajaba como conserje en un hotel brasileño. Él concurría al mercado cotidianamente porque le convenía al cambio. Quedó alucinado por la belleza de la joven. Bom día, muito prazer, le dijo Joao a Iracema. Ella le respondió bajando los ojos, bom día, obrigado. Comenzó la relación en "portuñol". Siguieron las charlas informales y las más personales. Paseaban por el límite de ambas ciudades. Había muchos negocios, parquecitos y arboledas. Un boulevard con bancos propicios para sentarse y tomar mate. Los animaba el bullicio de la gente con sus bolsos y cajas de compras en la frontera. Se distraían conversando sobre sus “aldeias” y sus gentes. Se enamoraron. A los seis meses empezaron a soñar con una vida juntos. Eran casi mayores de edad. 

Las diferencias irreconciliables partían de las religiones que profesaban fervientemente las familias, católica, la de ella; evangélica, la de él. Fieles a sus tradiciones, los padres se opusieron a la unión rotundamente. No debían casarse. Las madres de ambos, no cumplieron ningún papel mediador. La contracción absurda a los respectivos cultos limitaba su libre albedrío.  

Iracema y Joao tomaron una osada decisión. Animados por el dinamismo del modo de vida fronterizo y la pulsión a migrar planificaron vivir juntos en otro lugar. Ella extrañaba su terruño. Él se sentía capaz de todo por estar junto a ella. Estaban seguros de encontrar trabajo y poder casarse. Querían alejarse de las vanas negativas y las restricciones religiosas. 

Evadiendo a las familias se encontraron una siesta en la estación terminal de Irigoyen para viajar a Eldorado. Podrían haber pensado en alguna ciudad más distante, pero se decidieron por un lugar cercano y conocido. Tomaron un micro que cruzaba Misiones por la ruta diecisiete hasta Eldorado. Atravesaron el camino selvático, ondulado, rojizo, húmedo y tropical. Muy de vez en cuando veían algún cartel destartalado de “prohibido cazar”, con dibujos despintados de yaguaretés y osos hormigueros. “Salida de camiones” o “cuidado, pendiente” en los tramos más serranos. Escucharon de fondo los cantos estridentes de loros, papagayos y tucanes. En el trayecto vieron a la vera del camino algunos caseríos en medio de la selva misionera o de los bosques ralos por la deforestación. Viajaron abrazados y seguros del presente y futuro juntos. Jóvenes y enamorados nada temían. 

Cuando bajaron en la terminal de Eldorado, ella sintió cuánto añoraba su pueblo natal. Estaban felices. Llegaron al humilde alojamiento que habían reservado donde pasaron una anticipada noche de bodas de fantasía. A la mañana siguiente seguían dormidos cuando golpearon fuertemente la puerta de la habitación. Era el recepcionista del hotel. La policía local los esperaba en la entrada del residencial para devolverlos al mundo real. Los habían dado por desaparecidos. 

El escarmiento fue retornar a sus lugares. A la frontera seca, al empleo chato, a la rutina de las ciudades linderas. Ahora separados. Iracema recibió la penitencia paterna de no salir de su casa durante un mes. Con la carátula de inmigrante ilegal, Joao fue privado indebidamente de su libertad en el destacamento policial. Su propio padre obtuvo la orden judicial. Fin de la relación. Comienzo del desafío frente a los sueños truncados. Cuando recuperaron su libertad se vieron a escondidas durante más de un año. Nadie pudo frenarlos. Esta vez lo planearon muy bien y juntaron los reales necesarios. Viajaron a la ciudad más poblada del Brasil, San Pablo, a mil kilómetros de sus residencias para iniciar una nueva vida. En el anonimato nadie los detendría.

© Diana Durán, 5 de noviembre de 2011

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