AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ

 


Foto: Alfredo Boenigk. Google Maps

AMENAZADOS EN LA RESERVA YABOTÍ


En el lugar paradisíaco donde vivían formaban un todo perfecto, enlazado, entretejido por sutiles redes invisibles.

Sin embargo, sabían que iba a ocurrir, lo presagiaban. Desconocían si podrían subsistir ante tamaña situación. Era, una desgracia, la peor de todas. Una hecatombe.

En los últimos días vehículos enormes habían atravesado a gran velocidad el camino de tierra roja donde todo era estable y equilibrado. Esos fueron los primeros síntomas amenazantes. Pronto se sumaron otros como la mayor frecuencia de presencias indeseables y desconocidas, y algunos claros en la oscuridad selvática.

Fue en la Reserva Yabotí, cruzada por la ruta costera del río Uruguay donde se habían producido accidentes con desenlaces fatales. El primero, un oso hormiguero gigante atropellado. El oso que no es oso, sino un mamífero lento y tranquilo yacía en medio del camino con su lengua larga y estrecha fuera de la boca. Miles de hormigas y termitas habían quedado impregnadas en su saliva pegajosa. Era una hembra cuya cría todavía estaba subida a su lomo porque recién habían pasado seis meses del nacimiento y le faltaban otros seis para bajarse. Allí permanecía muy quieta condenada a un trágico destino. Su madre, solitaria como era, no había podido recibir ayuda a tiempo.

El hecho dio origen a la primera asamblea extraordinaria de la selva para tratar el tema que acuciaba. Para no ser vistos lo hicieron de noche en un abra en la que fueron convocados por el yaguareté jefe. Peludos, coatíes, carpinchos, tapires, monos capuchinos, aguará guazúes, tucanes, papagayos y loros, entre otros habitantes destacados.

Cada uno a su modo explicó la experiencia nefasta. Primero rugió el yaguareté quien adujo la deforestación y la caza furtiva nos están haciendo desaparecer, somos pocos sobrevivientes. Según los datos de mis informantes solo quedan trescientos familiares en todo el país, pero no sé con exactitud qué ocurre en la Reserva. Debemos lograr un diagnóstico certero frente a la posible deforestación de nuestro hábitat ante el avance de la tala para cultivar. Los animales participantes de la reunión se miraron desconcertados.

El oso hormiguero explicó, entre lágrimas por la pérdida de su compañera, que se producirían más atropellamientos. Dada nuestra forma de movilidad lenta, paso a paso, mis camaradas no pueden cruzar la ruta con facilidad, dijo. Además, aseveró que se había registrado un mayor pasaje de camiones con rollizos de madera. Es el principio del fin, concluyó.

A todos les importaba mucho la Reserva de la Biosfera Yabotí (1), su lugar, uno de los más bellos y agrestes de la selva misionera.  

Las aves más vistosas del ecosistema paranaense, guacamayos y tucanes, parlotearon en representación de las otras especies. Anunciaron que apreciaban mucho a ciertos humanos de la zona, los mybás guaraníes (2), pero no a los de tez blanca. Esos grandes depredadores son muy peligrosos, dijeron al unísono. Un tucán de veinte años, el ave más vieja de las presentes representó a las cinco familias de la reserva golpeteando fuerte con su tremendo pico anaranjado y amarillo de punta negra para explicar la situación de varios compañeros. Han sido vendidos a treinta mil pesos como si fueran esclavos. Si continúa la caza ilegal nos tendremos que ir o nos extinguiremos sin remedio, razonó.

Un coatí descendió del timbó con una pirueta de cabeza invirtiendo sus tobillos y luego de vanagloriarse de sus funciones ecológicas aseveró que sus familiares no estaban en extinción, pero que llevaba el mandato de compartir las desgracias de todos. En el mismo sentido se expresó el delegado de los carpinchos, luego de alardear de ser el roedor más grande del mundo. Nosotros estamos ampliamente distribuidos, por ahora sin peligro de extinción y, por el contrario, hemos invadido parques y jardines de los humedales durante la pandemia causando estupor en territorios humanos. Podemos transmitir nuestra experiencia, expresó.

Un mono capuchino, ruidoso como él solo, saltó con su cola desde un lapacho e interrumpió al coatí vanidoso que había retomado su discurso. Fue cuando advirtió el riesgo de la cacería por el tráfico de mascotas. Nos cazan sin piedad para encerrarnos y divertir a los humanos, dijo. También agregó orgulloso su función de diseminador de semillas al desplazarse lejos para engullir los frutos. 

Así continuó la reunión a la que se sumaron los árboles, fuente de alimentos y resguardo de los atribulados animales, a quienes habían escuchado en su diagnóstico. Los rodeaban cobijándolos a distintas alturas, cedros, peteribíes, timbóes, guatambúes, pinos Paraná, lapachos y laureles que también temían por sus propias existencias frente al avance de la tala en las cercanías de la reserva.

La asamblea continuó hasta el amanecer cuando se escuchó el ruido de motores y el paso de cazadores furtivos. El yaguareté propuso reunirse a la brevedad para ir más allá de los análisis poco concretos de los problemas que los aquejaban.

Decidieron resistir juntos al invasor. No querían la selva convertida en páramo, ni más sacrificios en los caminos o bajo las balaceras de los cazadores. Los animales se dispersaron como pudieron a sus guaridas en ramas, cuevas y bosques cerrados. Los árboles se quedaron muy quietos.

A los pocos días los osos hormigueros rodearon de temibles termitas a dos cazadores furtivos. Los yaguaretés y tapires invadieron un campamento de desmonte. El sotobosque se cerró abruptamente sin dejar entrar a nadie. La rebelión de las especies había comenzado.

© Diana Durán, 25 de setiembre de 2023

1- La Reserva de la Biosfera, Yabotí, abarca 235.959 hectáreas de áreas naturales protegidas que incluye el Parque Provincial Moconá con los saltos homónimos, la Reserva Provincial Esmeralda y otras áreas en las cercanías de las localidades de San Pedro, San Vicente y el Soberbio. Su función es preservar la selva Paranaense y todo su ecosistema asociado.
 
2- Los mbyas son una fracción del pueblo guaraní que habita en Paraguay, sur de Brasil y en Misiones, Argentina. 



RATÓN DE BIBLIOTECA

 


Biblioteca del Maestro. Argentina.gob.ar

Ratón de biblioteca

 

Amaba la biblioteca de sus padres donde de niña leyó libros como Mujercitas, Cumbres Borrascosas y las Aventuras de Tom Sawer. Más tarde devoró otros como La Buena Tierra, El Diario de Ana Frank o La importancia de vivir. Siguieron las novelas de Simone de Beauvoir, Camus y los cuentos de Borges, Cortázar y García Márquez. Los libros más bellos eran los que tenían hojas de papel biblia, de premios nóbeles y escritores clásicos explorados con sumo cuidado y las enciclopedias que la fascinaron por la variedad de temas descubiertos. Esos anaqueles atestados de libros colmaban sus intereses durante muchas tardes, acurrucada en el sillón de la esquina del living.

Clasificaba los artículos de la Enciclopedia Estudiantil que le había regalado su abuelo según le parecían más atrayentes mientras se iba quedando dormida y los fascículos se deslizaban apilándose al lado de la cama. Jugó a la librería y a la bibliotecaria y registró muchos libros en pequeñas fichas que más tarde caerían amarillentas al removerlos.

La mejor época fue la universitaria cuando comenzó a tener su propia biblioteca que la acompañaría durante toda la vida. El libro número uno entre los clasificados se llamó Historia de los mapas y así continuó el orden mientras avanzaba la carrera. Catalogó de mil maneras todos ellos sumados a guías de viajes, revistas y fascículos que llegaron a sus manos para incorporarlos a sus colecciones.

Sufrió mucho cuando tuvo que desprenderse de algunos al mudarse a un departamento más pequeño durante épocas de dificultades económicas.

Quedaron grabadas a fuego en su memoria la biblioteca del Normal, con sus frágiles escaleras de madera en el fondo del pasillo de quinto año; la del Maestro, en la que se sentía feliz al sentarse en unos sillones de cuero frente a los escritorios de madera lustrada y luces de bronce del Palacio Pizzurno; la del Museo de Antropología, en la que encontró los libros más curiosos del mundo y las de sus propios profesores en las que apreció las obras hasta entonces desconocidas. Años más tarde inauguró la de un centro de estudios a la que llevó muchos de sus libros para que se pudieran difundir entre sus alumnos.

Fue feliz al contribuir a las primeras lecturas de su nieto que inició con los cuentos de María Elena Walsh. El pequeño los distribuía en el suelo encantado de elegir una y otra vez alguno, según el color de sus tapas y la letra de las canciones que sabía de memoria, además de los bellos dibujos que les causaban risas imborrables.

Fui ese ratón de biblioteca, ¡de bibliotecas! que ahora contemplo desde mi escritorio, feliz de haberla podido atesorar a lo largo de la vida. Anaqueles infatigables que guardan los recuerdos más dichosos, entre postales, cajitas, monedas, artesanías, huellas de viajes. Sobre todo, las fotografías de mis hijas de pequeñas, adolescentes y jóvenes quienes, de esa manera, me acompañan cada día y en todas las circunstancias.

 

© Diana Durán, 18 de septiembre de 2023

VIENTOS CRUZADOS

 


Río Colorado, provincia de Buenos Aires.


Vientos cruzados

Se acercaban las fiestas. El 2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar. Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.

Casi un año de inventarnos actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.

Vivíamos en Pedro Luro, una ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.

No veíamos la hora de sacar los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.

Emprendimos ilusionados el viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para disponer de él al regreso.

El avión carreteó y durante el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.

Atravesamos un manto de nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro. Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban, otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el aeropuerto ya se lo habrían comunicado.

Aterrizamos en Ezeiza sin dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.

© Diana Durán, 11 de setiembre de 2023

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 


Parque Leloir. Gustavo Olivera. Google Maps.

NUESTRA QUINTA, NUESTRO LUGAR

 

Ese entorno verde de calles sinuosas y arboladas quedaba en Parque Leloir. Llegábamos desde Devoto con nuestros dos hijos luego de un largo camino por rutas muy transitadas. No nos importaba, la dicha era arribar y saber que íbamos a pasar el fin de semana allí.

La quinta era un rectángulo de quince por treinta metros, pero para nosotros significaba la pampa, el solar, el territorio. Nuestro lugar, aquél donde disfrutar el contacto con la naturaleza, observar el cielo y descubrir los astros; hurgar la tierra y encontrar pequeños insectos junto a diminutas flores rosas y amarillas. Los frutales, la huerta, los pinares y eucaliptos, el fogón, los canteros de hortensias y margaritas, las hamacas y el tobogán. Todo en armonía paisajística. La casa amplia y sencilla. Cada uno disfrutaba de su sector. Las cosas simples de la vida nos unían como pareja y con los chicos después de la semana agitada de trabajo y escuela. Algunos domingos nos visitaban amigos para el consabido asado. En los cumpleaños solíamos reunir a toda la familia.

La habíamos comprado en tiempos de sueldos de clase media acomodada, pero resultante de un gran esfuerzo. Teníamos un departamento en Capital y ahora la quinta. Faltaban pocos trámites para que ese retazo natural nos perteneciera.

Comenzó la desgracia. Debíamos firmar la escritura y no encontrábamos al titular. Teníamos solo el boleto de compraventa. No queríamos saber nada de registros, esperas inútiles, o lo que hubiera sido peor, caer en un juicio. Hicimos el acuerdo de manera privada. Solo unas firmas más y la felicidad sería completa. Habíamos hecho las cosas bien. Restaba pagar y obtener el documento. Tan simple como eso. Sin embargo, no logramos contactar a nadie, todos se habían esfumado. Todavía no habíamos concurrido a un abogado, la idea era ir por las buenas. No hubo caso, no logramos obtener la escritura. Decidimos esperar, había tiempo para enfrentar conflictos.

Un viernes al mediodía llegamos a la quinta luego de un mes de intenso frío y lluvias, gripes de los niños y trabajos ajetreados. Era la primera vez que faltábamos más de una semana. El casero de la propiedad aledaña la cuidaba.

La sorpresa fue tremenda. El tronco de un sauce pegado a la casa había sido quemado para hacer fuego. El pasto contiguo lo demostraba. Los muebles del living estaban desparramados en la galería; trastos dispersos por todos lados; ramas de los frutales cortadas, ciruelos y duraznos fermentados en el suelo; residuos volcados en los distintos rincones del terreno. No dábamos crédito a lo que veíamos. Dos perros nos ladraban amenazantes. El sitio que tanto amábamos era un caos.

La quinta había sido ocupada. Lo peor fue ver las caritas sucias y enrojecidas por el frío de tres niños pequeños que correteaban sobre la huerta arruinada. No sabíamos quién o quiénes estaban adentro de la casa. Supusimos que los padres de los niños. Tuvimos miedo de que fueran violentos. Nadie salió cuando llamamos. Corrimos a ver al casero que nos dijo sin inmutarse que la familia se había instalado hacía veinte días y no había podido detenerlos. Los padres estaban haciendo changas y los niños quedaban solos hasta su regreso. Solo sabía que era gente del norte que había migrado por causa de las inundaciones y la pobreza. La pregunta obvia. ¿Cómo no se había comunicado con nosotros?

Nos quedamos paralizados. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Esperar a los ocupantes para enfrentarlos? No habíamos traído el boleto de compraventa, ¿para qué hacerlo? La firma de la escritura ya no importaba. Todo estaba trastocado. Además, nos invadía un sentimiento de conmiseración frente al espectáculo de los niños solos y desprotegidos en nuestra propiedad. Atontados por la situación inesperada, no podíamos enfrentarla. Reconocimos de nuevo cómo había quedado la quinta. Inhabitable.

Subimos al auto y regresamos en silencio al departamento. Durante el interminable trayecto un sol radiante iluminaba el día. Al llegar, los cuatro corrimos a arremolinarnos en el balcón para percibir su calor, sin espacio, sin verde. Solo cemento y ciudad. 

 

© Diana Durán, 4 de setiembre de 2023

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