Río Colorado, provincia de Buenos Aires.
Vientos cruzados
Se acercaban las fiestas. El
2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar.
Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la
posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos
podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados
uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los
cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.
Casi un año de inventarnos
actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos
habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado
peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las
noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el
espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados
nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo
y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores
de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.
Vivíamos en Pedro Luro, una
ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas
del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la
ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones
y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El
desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al
regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera
triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.
No veíamos la hora de sacar
los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo
nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.
Emprendimos ilusionados el
viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para
disponer de él al regreso.
El avión carreteó y durante
el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes
en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de
Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de
cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.
Atravesamos un manto de
nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco
antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos
demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La
azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos
Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro.
Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la
pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al
fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones
eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados
para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo
rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que
sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban,
otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de
angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos
impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en
el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras
manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós
al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos
hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el
aeropuerto ya se lo habrían comunicado.
Aterrizamos en Ezeiza sin
dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós
grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden
quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han
mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar
nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos
llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni
patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.
© Diana Durán,
11 de setiembre de 2023
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