Ratón de biblioteca
Amaba la biblioteca de sus padres donde de niña leyó libros
como Mujercitas, Cumbres Borrascosas y las Aventuras de Tom Sawer. Más tarde devoró
otros como La Buena Tierra, El Diario de Ana Frank o La importancia de vivir.
Siguieron las novelas de Simone de Beauvoir,
Camus y los cuentos de Borges, Cortázar y García Márquez. Los libros más bellos
eran los que tenían hojas de papel biblia, de premios nóbeles y escritores clásicos
explorados con sumo cuidado y las enciclopedias que la fascinaron por la
variedad de temas descubiertos. Esos anaqueles atestados de libros colmaban sus
intereses durante muchas tardes, acurrucada en el sillón de la esquina del
living.
Clasificaba los artículos de la Enciclopedia
Estudiantil que le había regalado su abuelo según le parecían más atrayentes mientras
se iba quedando dormida y los fascículos se deslizaban apilándose al lado de la
cama. Jugó a la librería y a la bibliotecaria y registró muchos libros en
pequeñas fichas que más tarde caerían amarillentas al removerlos.
La mejor época fue la universitaria cuando comenzó a
tener su propia biblioteca que la acompañaría durante toda la vida. El libro
número uno entre los clasificados se llamó Historia de los mapas y así continuó
el orden mientras avanzaba la carrera. Catalogó de mil maneras todos ellos
sumados a guías de viajes, revistas y fascículos que llegaron a sus manos para
incorporarlos a sus colecciones.
Sufrió mucho cuando tuvo que desprenderse de algunos al
mudarse a un departamento más pequeño durante épocas de dificultades económicas.
Quedaron grabadas a fuego en su memoria la biblioteca
del Normal, con sus frágiles escaleras de madera en el fondo del pasillo de
quinto año; la del Maestro, en la que se sentía feliz al sentarse en unos sillones
de cuero frente a los escritorios de madera lustrada y luces de bronce del
Palacio Pizzurno; la del Museo de Antropología, en la que encontró los libros
más curiosos del mundo y las de sus propios profesores en las que apreció las
obras hasta entonces desconocidas. Años más tarde inauguró la de un centro de
estudios a la que llevó muchos de sus libros para que se pudieran difundir
entre sus alumnos.
Fue feliz al contribuir a las primeras lecturas de su
nieto que inició con los cuentos de María Elena Walsh. El pequeño los distribuía
en el suelo encantado de elegir una y otra vez alguno, según el color de sus
tapas y la letra de las canciones que sabía de memoria, además de los bellos
dibujos que les causaban risas imborrables.
Fui ese ratón de biblioteca, ¡de bibliotecas! que
ahora contemplo desde mi escritorio, feliz de haberla podido atesorar a lo
largo de la vida. Anaqueles infatigables que guardan los recuerdos más dichosos,
entre postales, cajitas, monedas, artesanías, huellas de viajes. Sobre todo, las
fotografías de mis hijas de pequeñas, adolescentes y jóvenes quienes, de esa
manera, me acompañan cada día y en todas las circunstancias.
© Diana Durán, 18 de septiembre de 2023
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