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DE PURO VAGAR


 Imagen creada por IA el 24 de junio de 2024

DE PURO VAGAR

 

No podía con mi impaciencia. Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al cuerpo.

Recuerdo que de niño llegaba del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo, me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.

A pesar de todo, no tenía los rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.

Durante la adolescencia las actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de risa de mi absurda pretensión.

A los veintitrés, habiendo terminado la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado, vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.

A los veinticuatro me casé con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos, mayor reconocimiento social. Eso parecía.  

Así continué hasta que a los treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal. Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un tema arduo y complejo pues a Rosario la atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido sin pensar, nos fuimos a Córdoba. Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse, cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.

Continué en Mendoza, provincia rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a Malargüe por distintas causas. Gané mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día más alejada.

Estando solo en esa provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza, angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.

A fuerza de mucha terapia, incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo que viajar a la ciudad para internarme.

Mi historia fue la de un hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco se sabía de ella.

Intenté con mucho esfuerzo volver a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección, mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.


¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?

Tal vez a la aurora boreal,

al témpano antártico,

a todos los puntos

y a ningún lugar.

 

Y, sin embargo,

es posible encontrar el norte,

virar los pasos

hacia algún sitio soleado,

valles, travesía y sosiego,

calor verde, pradera, tierra virgen,

ciudad cercana, central.

 

Sí, allí va el sentido,

emergiendo con muletas, del exilio. 

© Diana Durán, 23 de junio de 2024


CRÓNICA DE UN SECUESTRO

 




Río Segundo en Anisacate. Córdoba.

Crónica de un secuestro

Es mi otro yo, es mi luz, si la pierdo me muero. Puede estar en cualquier lado, en un motel, en una hostería, en una casa, en el fondo de un depósito. Mi niña en la oscuridad absoluta. Oculta, secuestrada, lastimada, herida, muerta sin que alguien la haya visto. Es mi culpa por no buscarla bien. Una semana de incertidumbre. Tengo que seguir indagando.

La primera pista fue en Anisacate cuando la vieron cruzar el puente del río Segundo y después haciendo dedo camino a Alta Gracia. Allí se perdió el rastro. Nadie más la vio. Desde que Martina desapareció el 20 de octubre del 2018 su madre no cesaba de buscarla. Había denunciado el hecho a la policía, pero desconfiaba de la justicia, la política y las fuerzas del orden frente a cualquier acontecimiento vinculado con la violencia, de todo tipo, pero en especial, de género. Sabía que pocos casos terminaban bien. Había participado en marchas como la de “Ni una menos” en Córdoba. No era especialmente feminista, pero su condición de madre soltera la impulsaba a manifestarse. La abrumaban las cifras de femicidios. Pero en este caso la horrorizaba, no se trataría de un dato más, sería su hija. Arrancó de su mente tamaña idea y se dispuso a la acción.

Julia había trabajado duro desde que tuvo a Martina a los veinte años. Ya habían pasado otros veinte. No había vuelto a ver al papá de la niña, alejado antes de que naciera. Un padre ausente que se había mudado quién sabe adónde. El sector turístico ofrecía buenos trabajos. Había sido camarera de hotel, moza, vendedora, los oficios más diversos hasta conseguir estabilizarse como administradora de varias cabañas en el valle de Calamuchita. Se sentía satisfecha con sus logros. El sacrificio le había permitido comprar una casa pequeña pero digna en la localidad de Anisacate. Allí residía con su hija, su mundo, con la que compartía la vida. No tenía una buena relación con sus padres que habitaban en Córdoba Capital. Pasado tanto tiempo aún la juzgaban por haber sido madre soltera. No le importaba, bastaba con Martina y sus amistades lugareñas.

Durante esos días sombríos Julia sufrió pensando que Martina era bonita, inocente y atractiva, bien podía ser una víctima. Presa fácil, concluyó, al salir de la subcomisaría local. Tan sólo por la edad deberían haberla buscado en el acto. Martina no tenía novio ni nadie que la acechara, razonaba Julia. Era una joven amante del arte, del teatro callejero, del stand up. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba cuentos para grandes y chicos y bailaba muy bien cualquier ritmo. Había hecho el profesorado de educación inicial en Alta Gracia. Pero no quería enseñar a los pequeños. Tenía otras pretensiones. Martina actuaba en distintos pueblos turísticos de Córdoba. Casi siempre a la gorra, no había logrado un sueldo seguro, pero Julia confiaba en su futuro. Desde niña se había destacado por sus dotes de bailarina, lucía en los actos escolares y, después, en pequeños teatros y escenarios de la comarca. Su madre esperaba otra cosa de ella, una profesión segura, un trabajo formal, la docencia, por ejemplo, pero prefería no condicionarla. Sabía que Martina poco a poco se encausaría. Más aún, la acompañaba cuando podía dejar sus actividades en sus itinerarios artísticos por los valles de Punilla, Calamuchita y Traslasierra. Una pléyade de pequeñas localidades marcadas por el ritmo del turismo.

En los días subsiguientes a la desaparición, más allá de lo que hicieran las autoridades, Julia comenzó a recorrer con la ayuda de amigos y vecinos, las localidades más cercanas a Anisacate. Empezaron por Alta Gracia, distante a quince kilómetros; siguieron por Villa Serranita, a solo diez. Ampliaron la recorrida a la zona del dique Los Molinos, que quedaba cerca, pero era más difícil de abarcar. Esos lugares la desesperaban. Había miles de cabañas, hoteles, negocios de todo tipo diseminados en un amplio territorio. Una aguja en un pajar. Repartieron la fotografía de Martina por todos lados y también a través de las redes, pero sabían que la búsqueda podría resultar infinita. Otra opción era la capital de Córdoba que los abrumaba por su dimensión urbana. Julia se había comunicado para ampliar la pesquisa con mujeres militantes de toda la provincia que habían sufrido historias parecidas. Además, tenía que descubrir un móvil. ¿Quién querría llevarse a Martina?, ¿por qué razón?, ¿la habrían engañado?, ¿se habría ido por su propia decisión? Esto último estaba descartado porque la relación entre ambas era armoniosa.

El nefasto día en que su hija no volvió, Julia comenzó a contemplar la posibilidad de la trata, ya fuera para el trabajo forzado, delitos o lo que era peor, la explotación sexual. Razonaba que este tipo de crimen era predominante en las provincias norteñas y del litoral, pero en el fondo sabía que podía suceder en cualquier lugar del país. No quería imaginar una tragedia, pero tampoco podía evitar hacerlo.

Repasaba las fotografías que Martina había publicado en Facebook e Instagram vestida de payaso, odalisca o tanguera debidas a sus distintas actuaciones y pensaba con pavura que atrajeran a algún loco o pervertido. Había revisado uno por uno los perfiles de las amistades de su hija con el fin de encontrar alguna pista. Nada. También contemplaba su necesidad de trabajo formal lo que la podía haber llevado a engañarse con alguna falsa propuesta. Martina quería seguir estudiando el profesorado de danzas en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba. Tendría que residir en esa ciudad y contar con el dinero para hacerlo, aunque la joven no le había dicho nada sobre algún interés o decisión repentina de irse de Anisacate. En ese caso, ella la habría ayudado a orientar su destino. Martina lo sabía.

Pasaron tres meses y la desaparición de la joven había alcanzado dimensión nacional con todo lo que ello significaba. Entrevistas en los medios. Recorrida por juzgados. Cambios de abogados. La vida de Julia se había transformado en un tormento. No tenía otro objetivo que localizar a su hija.

Mamita, mamá, buscame por favor. No puede ser que no me encuentres. ¿Cómo no te conté que me estaba persiguiendo? Yo sé que no te imaginaste que se me acercaría, tampoco que me acosaba. No podías advertirlo.

Así rogaba Martina encerrada en un galpón de las afueras de Córdoba pensando en su mamá. Allí la encontraron sana y salva a través de una pista que brindó una vecina del lugar al reconocerla. Era el padre quien la había recluido y estaba a punto de venderla a una organización de trata de blancas. Un desgraciado, un monstruo. La crónica de un secuestro no anunciado que nadie y menos Julia, podía imaginar.


© Diana Durán, 31 de octubre de 2022

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


SECRETOS INDESEADOS

 



SECRETOS INDESEADOS

Había ido al club esa tarde de primavera. Era jueves y no tenía colonia. Sus padres y hermanos estaban en la zona de camping. Patricia se sentía libre. Aprovechó. Se subió a un tobogán altísimo y se deslizó cuantas veces quiso. Trepó por las sogas de la estación de recreo de abajo para arriba y de arriba para abajo. Hizo todas las acrobacias que conocía, rolls, media lunas, verticales, una detrás de otra. Anduvo en las hamacas lo más alto que pudo, al borde de la caída. Descansó un rato en la pérgola cubierta de rosales y madreselvas cercana a los fogones, oliendo, sintiendo. Siguió. Trepó a un pino añoso hasta divisar todo el club y más allá, gente remando en los riachos del Tigre, amarronados y sinuosos. Se le ocurrió ir corriendo hasta la cancha de básquet y girar alrededor del caño que la limita, con tal mala suerte que por el envión cayó de cabeza sobre el piso de cemento. Enseguida la auxiliaron y la llevaron al médico de guardia del club que le recomendó descansar, además de ponerle hielo en el chichón. Patricia se recostó en el banco de la pérgola intentando dormitar. Los padres y hermanos se le acercaron, pero se fueron enseguida al verla tranquila.

Al levantarse se sintió como nueva y decidió continuar sus andanzas a un ritmo más tranquilo. Un golpe no podía frustrarla. Antes quería comer algo y fue al quiosco a comprar un pebete de jamón y queso y una gaseosa. Se los pidió al vendedor que la conocía. Entonces escuchó. Esta es la pícara que anda siempre corriendo y se lleva por delante todo a su paso. Mirá. Flor de porrazo se dio hoy. La sorprendió que lo dijera delante suyo sin mover los labios. No oyó lo que le contestó el cajero porque se fue enseguida a devorar el sándwich. Se quedó sentada en la terraza frente al comedor del club y empezó a oír las conversaciones de quienes pasaban caminando. No todos eran diálogos, algunos parecían pensamientos. Una mujer que atravesaba el lugar dijo o pensó, no lo sabía, tienen que bajar el precio de la entrada al club porque no voy a venir más, son unos ladrones. Iba sola así que le pareció ridículo que hablara. Un joven con ropa de tenista que caminaba con su pareja rumbo a las canchas dijo o pensó, si estás tan lenta como otras veces vas a tener que buscarte otro compañero, me agotás. Le molestó que fuera tan antipático y más aún que la mujer no le contestara. Así escuchó, ¿pensar?, a varias personas hasta que decidió irse de allí un poco asustada de sus posibles alucinaciones. Estaba muy extrañada porque que ¡leía los pensamientos de otras personas! Pensó que el golpe le había lastimado el oído, que era algo físico. Pero no, era otra cosa. Adquirió desde entonces la anormal capacidad de leer las ideas ajenas. Tenía doce años cuando este hecho le marcaría su vida durante los veinte siguientes y le impediría ser una persona normal. No podía o no quería confesar lo que le estaba ocurriendo. Vivió muchos años atormentada y abrumada por los pensamientos de los que la rodeaban. En el colegio era un suplicio percibir a sus amigas cuando se criticaban entre sí, a los profesores burlarse de los que no sabían y hasta le costó concentrarse en las pruebas porque escuchaba los resultados erróneos de sus compañeras que terminaban confundiéndola. Nunca pensó en la locura, pero si en una capacidad anormal que la tornó en un ser solitario, distante y melancólico, angustiado por las ideas ajenas.

Nada bueno podía pasarle a quien percibía pensamientos intrusos. De padre, madre, hermanas, primos, amigos, desconocidos.  Con el tiempo adquirió la capacidad de evitar escucharlos a todos. Intentaba cerrar su mente ante las banalidades. Le dolió en el alma saber que sus padres eran engañosos en su relación. La verdad es que no te aguanto más con tus delirios de grandeza y compras inservibles, escuchó a su papá pensar sobre su mamá. En otro momento la madre caviló, si me hubiera casado con otro estaría viajando por Europa y tendría un chalet y no este miserable departamento y esta pobre vida.

Así fue como conoció los secretos de muchos. El don la hizo taciturna e introvertida. Rumeaba el pensamiento de los demás intentando despejarlos de su mente. No siempre lo lograba, entonces permanecía confusa hasta que podía desbrozar lo que no servía y seguir con su vida apenas normal. Todo le costó mucho, estudiar, trabajar, relacionarse.

El tiempo no borraba su capacidad diferencial, solo había podido dominarla con limitados recursos. A los treinta años pudo terminar con gran dificultad la carrera de bioquímica, encerrada en laboratorios y estudiando aislada. Se había transformado en una solitaria empedernida. Una mañana oculta entre pipetas y frascos escuchó a un asistente pensar: no la aguanto más, hoy es el día, este preparado es mi solución para sacármela de encima. Hablaba de su pareja. Fue el límite. Patricia hizo una llamada a la policía y lo delató.

Decidió emprender un viaje para liberarse de todo y de todos. Partió a Traslasierra en Córdoba y se instaló a pocos kilómetros de Mina Clavero, en un paraje enclavado en las Altas Cumbres. Una cabaña aislada, asoleada y confortable con vistas a las sierras. Descansó como nunca, durmió día tras día, divagó por los senderos serranos y respiró mucho ozono. La naturaleza arcana, el cristalino escurrir de los arroyos, el cielo diáfano y el canto de los pájaros sanaron de a poco su dolencia. Lo descubrió el día de su partida cuando dejó la cabaña y no supo lo que pensaban ni el conserje ni los pocos turistas que estaban en la recepción. Tampoco el idear de ninguna otra persona durante el viaje de vuelta. De regreso a su ciudad decidió que volvería a los parajes serranos a vivir. Empezó a relacionarse con los lugareños y de a poco interactuó con ellos. Apostó a un negocio de artesanías, al color, a lo autóctono, a la gente. Iba a olvidarse de los secretos que había acumulado durante años.


 © Diana Durán, 20 de junio de 2020


FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

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