VIAJE AL PARAISO

 


La casona de Manuel Mujica Láinez en Cruz Chica, cercana a la Cumbre. Cristina Borrajo. Google Maps

VIAJE AL PARAISO

El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y se escapan, monótonas, como siempre: Ve, sigue, sigue tu camino…

Manuel Mujica Láinez. El vagamundo. En Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana. 1975

Múltiples elecciones tomé en la vida, pero, entre ellas, cómo y dónde vivir fueron dominantes. Siempre estuve seguro sobre la profesión; elegí la ingeniería antes de egresar del secundario y, dentro de ese campo, la agronómica. Quería estar en contacto con la naturaleza, el suelo, el campo, la producción y mejorar la situación de mis ancestros.

Nací en Córdoba, provincia gran productora de cereales, granos y oleaginosas; pero también agro tecnológica por excelencia. Villa María, mi ciudad natal, es un centro clave de la producción agrícola y ganadera, y también cuenta con instituciones que impulsan el desarrollo tecnológico y la innovación en la región. Estudié la carrera en la Universidad Nacional de Villa María y, al poco tiempo, me convertí en parte de ese engranaje fatídico que convirtió la tierra en una mercancía barata.

No me costó encontrar trabajo. En un principio actué en asesorías para empresas agropecuarias. Luego tuve tanto trabajo como el que podía abarcar en mi afán de alcanzar la seguridad económica de manera temprana.

Venía de una familia de chacareros que la habían yugado. Yo no quería eso y pude diferenciarme de las manos rugosas y lastimadas de mi padre de tanto cosechar y de la espalda encorvada de mi madre por trabajar en la huerta. Gracias a su sacrificio pude ser profesional.

Me casé con una compañera de colegio, Mirna, bella como pocas. Tuvimos dos hijos, Camila y Martín, a quienes a pesar de que los adoraba, no los veía mucho, dado mi eterno trajinar por campos y ciudades del pujante sudeste cordobés. Me convertí en parte de un sistema para el que la tierra era una mercancía, pero nunca pensé que me conduciría a la tragedia. Mi esposa falleció joven, demasiado joven, debido a una leucemia por exposición a los agroquímicos en algún momento de su primera infancia. Ella también era hija de chacareros. Por entonces, los chicos estaban estudiando en Córdoba capital y se arreglaban solos. Allí quedaron.

Quise renunciar a toda esa maquinaria maldita. Me sentía parte del mecanismo que había enfermado a Mirna. Las grandes llanuras de la Argentina se habían transformado durante décadas de agricultura y ganadería intensivas e industriales, sumadas a la crisis climática y grandes catástrofes. Se sufrían inundaciones por torrenciales lluvias, más allá de lo que los suelos podían absorber; y sequías o épocas de déficit en que éstos se resquebrajaban cual desiertos de zonas áridas. Los pueblos rurales de la región núcleo pampeana fueron despoblándose. Quedaban bajo el control de las corporaciones que tenían capitales y tecnología para seguir sacándole el jugo. Podría haber continuado en mi lugar tratando de enfrentar los riesgos, pero sentía una culpa insalvable.

No expliqué mucho a mis hijos, ellos sabían de mi necesidad de cambio, de alejarme del lugar que me había causado tanta tristeza. Camila me había dicho está bien papá, si es lo que querés de tu vida, hacelo, con un dejo de melancolía. Tal vez recordaba a su madre y me reprochaba con razón que abandonara el hogar compartido. Martín solo había expresado sin demasiado interés, dale viejo, comprendo tu situación, encará lo tuyo. Él era el mimado de su madre, entendí su desdén. Las palabras de Camila me dejaron un sabor amargo que llevé conmigo. Era el eco de un reproche que, aunque silencioso, pesaba como mármol. Y las de Martín, breves e indiferentes, me dolieron mucho porque confirmaban que su herida era más honda de lo que él podía admitir.

Así fue como viajé a La Cumbre en el valle de Punilla, sin dar demasiadas explicaciones a ellos, a mis amistades y compañeros de trabajo. Un lugar donde pensé encontrar sosiego y olvido.

Era una ciudad que reflejaba el legado de los inmigrantes británicos que llegaron a comienzos del siglo XX. Cerca estaba Cuchi Corral, un acantilado con vista panorámica del valle del río Pintos y otros paisajes únicos. La ciudad combinaba elegancia, naturaleza y una oferta cultural interesante. El clima serrano, las casonas de estilo inglés y el ambiente tranquilo sumado a la cantidad de actividades al aire libre me ofrecían un ámbito ideal para superar mi angustia. Vagué por los arroyos, escalé serranías, visité muchas veces el museo “El Paraíso” de Mujica Lainez, con su repujado estilo colonial. Leí con fascinación la obra de Manucho. Comparaba su vida con mi cambio por la calma serrana, aunque no tenía objetos preciados que atesorar. Me identifiqué con él a pesar de nuestros opuestos orígenes. Yo no tenía nada que ver con la burguesía de su época, pero por alguna razón esa forma de vida me atraía. Al final de ese primer recorrido me encontré tan triste como al principio. No tuve sosiego, extrañaba a Camila y Martín quienes no se contactaban mucho, tal vez resentidos por mi súbita decisión.

Había comprado una cabaña sencilla en Cruz Chica, donde residí, cerca de El Paraíso donde vivió el escritor.  Inspirado por ese lugar mágico decidí virar el derrotero y edificar un complejo de cabañas para administrar. Descubrí un nuevo mundo lejos de maquinarias y mieses. Comencé a recuperarme mientras veía erigir las construcciones en el entorno del paisaje ondulado. Tras terminar cada una, caía un estrato de mi depresión.

Poco a poco, me alejé de la tristeza en esa bendita tierra serrana. Un día Camila me expresó a la distancia, pues nunca me habían visitado, su contento por la decisión. Papá, qué buena idea, ya iremos a verte. Martín, más lejano, opinó escueto, viejo, buena inversión. La medida de la separación continuaba firme entre ellos y yo.

Un verano, bastante tiempo después, los vi llegar a todos, a mis hijos con sus parejas y, con gran sorpresa, a mi pequeño nieto, hijo de Camila, a quien no había conocido. Algo sucedió, inesperado. El verlos iluminó mi vida mucho más que el entorno verde y el cielo diáfano que circundaban las cabañas. Todo les encantó y disfrutaron de lo que podían hacer, pero estoy seguro de que el reencuentro familiar fue, finalmente, lo más significativo para ellos. Mucho más para mí.

Desde entonces los veo florecer cada verano sin prisa y sin culpas. También los visito. Lo que había sido escape se transformó en redención.

© Diana Durán, 14 de abril de 2025

 

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