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ESTACIÓN FANTASMA

Vista de un área de bosque

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El Patronato cerca de Calderón. Fotografía: Héctor Correa

ESTACIÓN FANTASMA

Cuando volví a Calderón, después de veinte años, el silencio me recibió junto a la atmósfera del pasado. La estación seguía ahí, muda, con los rieles oxidados, sucia y olvidada. Hasta había una familia que la había ocupado y una chanchería en una especie de galpón. El paisaje daba lástima.

Caminé hasta la laguna. Las copetonas se espantaron a mi paso. El edificio del Patronato emergía en el campo como un recuerdo desdichado. Las paredes de ladrillo, resquebrajadas, casi demolidas por el abandono y la desidia, aún guardaban el eco de ochenta y cinco voces infantiles. Un pasado triste sobre el que los chicos escribían cartas nunca enviadas, con dibujos de trenes que los sacaran de ahí, del maldito encierro.

Desolado, caminé hacia la Escuela N° 6, donde aprendí a leer y escribir. Sabía por las noticias locales que allí quedaban solo nueve alumnos. Los vi salir al recreo como si fueran los últimos habitantes de un lugar condenado a desaparecer.

Calderón había tenido una planta de agua mineral, una estafeta postal, varios almacenes y muchas casas. Ahora solo soportaban el paso del tiempo un criadero de pollos, una siembra de champiñones y veinte almas que aún resistían la decadencia y el olvido. Leí en un diario digital que el intendente de Rosales iba cada tanto para inaugurar el ciclo lectivo y, en esas ocasiones, plantaba acacias y promesas. Pero las acacias no crecían, y las promesas se olvidaban.

Yo también me había ido junto a mi familia. Sin embargo, esta vez había vuelto para conservar mi memoria. Porque hay estaciones que, aunque nadie las nombre, siguen allí, a la espera de que alguien regrese a visitarlas.

Volví para recordar las épocas cuando los tres vivíamos en Calderón: mi papá, mi mamá y yo, en una vivienda perteneciente a la estación del ferrocarril. Era una casa modesta, pero allí había pasado una infancia feliz. Desde la ventana del comedor se divisaba la vía, y cada vez que el tren asomaba por el horizonte, mi papá se ponía su gorra y salía a recibirlo. Era el jefe de estación. Llevaba el uniforme con una dignidad que yo no entendía del todo, aunque me llenaba de orgullo. Mi mamá preparaba el mate mientras él se ajustaba la gorra y revisaba el reloj de bolsillo. El tren no esperaba a nadie, decía, pero él siempre esperaba al tren. Evoqué el techo al crujir cuando arreciaba el pampero.

Yo jugaba entre los durmientes, recogía piedras y soñaba con viajar. A veces me dejaban subir a la cabina y saludaba con orgullo a los pasajeros. Me sentía parte, lo era…

Cuando cerraron la estación fue como si nos hubieran arrancado el alma. Mi papá no dijo nada. Guardó el uniforme, cerró la persiana del comedor y dejó de mirar por la ventana.

Nos fuimos poco después. Como tantos. Como todas las familias ferroviarias de las estaciones donde no pasaba más el tren. No hubo resistencia. “Ramal que para, ramal que cierra”, había dicho un presidente. Pero hay trenes y estaciones que no se olvidan; y pueblos que, aunque parezcan fantasmas, siguen esperando que alguien los visite o al menos los nombre.

Durante mucho tiempo escuché el silbato en las noches ventosas, continué viendo la luz del tren cuando arribaba a la estación y recordé mi escuela. Supe que todavía tenía alumnos, muy pocos, pero los había.

 

 

Entré a la escuela como quien vuelve a una casa que fue suya. El pasillo olía a tiza y humedad. En el aula multigrado, una mujer de pelo blanco acomodaba cuadernos en una estantería de metal. ¿Usted es…? preguntó, sin levantar la vista. El hijo del jefe de la estación, respondí con melancolía. Entonces se volvió hacia mí muy despacio, como si el tiempo le pesara. Su papá era el alma de la estación; siempre llegaba unos minutos antes que el tren. Me ofreció un mate y me hizo sentar en el viejo pupitre de madera. Cuando cerraron la estación fue como si nos pararan el reloj del pueblo; ya no sabíamos si era lunes o domingo; su padre dejó de venir; y su mamá, que traía tortas para los actos, tampoco volvió. Nos fuimos como tantos. Sí como tantos, pero su padre dejó algo; déjeme que lo busque. La maestra se levantó y caminó lento hacia el armario de metal de donde sacó una caja de cartón. Esto es muy importante; la encontró un alumno en el galpón de la estación. La abrí despacio. Adentro había un silbato, una gorra azul marino y un cuaderno con anotaciones de horarios; nombres de trenes, fechas; hasta puntillosos datos meteorológicos. Según mi padre cada tren traía historias y había que anotarlas para que no se perdieran. Me quedé en silencio. En el patio, el bullicio de unos pocos chicos que correteaban. ¿Y usted, qué vino a buscar? Vine a recordar, respondí bajito; entonces, llevé la caja, continente de recuerdos.

Esa noche me quedé en un hotel de Punta Alta, cabecera del partido de Coronel Rosales al que pertenece Calderón. La caja con los recuerdos estaba sobre la mesa. Afuera, el viento soplaba como siempre y hacía crujir los techos.

Entonces escuché el silbato, primero fue un rumor lejano; después, claro, agudo, hasta estridente. Cerré los ojos. Imaginé a mi padre ajustándose la gorra, a mi madre cebando el mate y a mí saludando desde la cabina. El tren pasó. No lo vi, pero lo sentí, como si no hiciera falta verlo para saber que todavía recorría los rieles abandonados.

Saqué el viejo cuaderno de la caja y escribí en la última hoja amarillenta. “Fecha: 9 de noviembre. Tren: fantasma. Hora: 3:17. Tiempo: viento del sur”. Escribí debajo de mi firma, “hijo del jefe de la estación Calderón”. Porque hay estaciones que no se olvidan e hijos que vuelven para evocarlas.

 

© Diana Durán, 9 de noviembre de 2025

 

Un campo de césped

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Copetonas en Calderón. Héctor Correa


 


NOSTALGIAS CORRENTINAS

 


Carpinchos. Foto: Diana Durán



NOSTALGIAS CORRENTINAS

A mí no me gusta esta ciudad, pero soy pobre. Qué otra cosa me queda que aguantar a este chiquilín malcriado por la madre. A cada rato tiene berrinches. ¿Tendrá algún problema este gurí que se tira al suelo y patalea ante el menor regaño? Cha, que esto no es normal. Allá en el campo, en Mburucuyá, si uno se retobaba, enseguida lo castigaban y volvía a portarse derechito nomás. Hasta que pasó el incendio…

Cuando el Santi se cae o le duele la panza, yo le canto “El Mamboretá” que tira de la patita para que no se lo lleven las hormigas, y mi niño se pone contento. Pero me acuerdo de mi hermanito, angá pobrecito que me abandonó ese día y eso me deja muy triste. Entonces ya no quiero cantar.

Esa sí que era vida. Andar entre las gallinas, los patos overos y barcinos de la laguna, los chajáses y los biguáses. Las garzas y las cigüeñas, tan blancas y gigantes, con esos picos que podían engullir hasta una anguila. Acercarse a los esteros y ver algún yacaré tirado para tomar sol, brillando con colores relucidos. Nunca me dieron miedo, porque ellos hacían su vida: entraban entre los pajonales al agua y después salían a secarse. Y los carpinchos con sus crías. Ahora les dicen distinto, les dicen capibaras, y hay muñecos por todas partes, pero son solo muñecos. Los carpinchos verdaderos son marrones rojizos, nunca rosados ni celestes. Este gurí tiene peluches de carpinchos de todos los colores. No son como los de mi tierra.

Aquí, en Buenos Aires, nadie sabe cómo es mi Corrientes porá, tan bella, tan mía. A mi familia la fundió el incendio: perdimos los yerbatales, y hasta los eucaliptos se quemaron y ahora son negruzcos. No quedó ni una planta de pasionaria, tan hermosa la flor. El fuego fue muy rápido. El rancho crujía como si gritara. Yo corría, gritaba, pero el fuego ya había decidido. Mi mitã’i (1) se me fue esa noche, el techo lo arrancó de mis brazos. El monte lo guarda ahora.

Por eso me mandaron aquí, para ser niñera. Me tengo que ocupar de este saraki (2) que no me da tregua. Yo quiero volver a mi pueblo, a mi Mburucuyá, cerca de los esteros, y bailar en los días del “Festival del Auténtico Chamamé”, que así se llama en mi querida patria. Aquí no se come la mandioca, ni saben lo rica que es. Tampoco el chipá, aunque vi el otro día en el mercado que lo venden congelado. Parecen tontos estos porteños, ¿cómo van a congelar el chipá? Por eso yo se los preparo como en mi tierra, con almidón de mandioca, si consigo con la poca plata que me dan para los mandados. Y no dejan ni uno. Si hasta el doctor, que es el papá de Santi, se enllena de chipá cuando yo se lo cocino.

Ay, quién me manda a estar tan lejos, en Buenos Aires, si yo quiero ir a mi Corrientes. Voy a ahorrar para volver. De a poquito voy a juntar la platita para los pasajes. Total, es un pasaje y medio. La estación de Retiro está cerca del departamento. Esta familia no lo quiere mucho. No me voy a ir sola, me lo voy a llevar al Santi; así no extraño al mío, se me van las pesadillas y no transpiro frío nunca más.

 

Hoy sé que los señores van a salir a pasear. Estoy decidida: me voy con Santi a Mburucuyá, para cuidarlo mejor, para que no esté tan encerrado aquí. Le voy a enseñar los esteros, los yacarés y los carpinchos verdaderos, cantando “El Mamboretá” bajo un cielo lleno de luciérnagas.

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A la mañana bien temprano, mientras le doy mate cocido calentito y le enseño a distinguir los cantos de los pájaros, aparece una camioneta blanca en la entrada de la casa. Bajan dos hombres con camisas celestes y una mujer con cara de enojo. ¿Dónde está el niño?, preguntan. No digo nada. Santi trepado a un árbol de guayabo. Lo buscamos desde hace días; usted no puede llevárselo así nomás, dice el principal. Yo les ofrezco chipá, les hablo de los esteros, de los yacarés, de la pasionaria que volvió a florecer en el patio. Pero no entienden nada y me encierran muchos días en la cárcel y, lo peor, se llevan a mi chiquito.

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Desde que salí del encierro, cuando veo al carpincho con sus crías, pienso que es él, que me viene a visitar. Y me pongo a cantar “El Mamboretá”, aunque esté sola.

A veces me parece que el gurí me habla desde el estero, o me deja piedritas en la puerta. Aunque nadie lo dice, yo sé que va a volver. O capaz nunca se fue. O capaz… era el otro. No importa. Yo lo espero igual.


(1) Mita’í: niño pequeño en guaraní, expresado con ternura.

(2) Saraki: travieso en guaraní.

© Diana Durán, 3 de noviembre de 2025

LA CASA DE GOYA

 


El frente de la Casa de Goya, hoy. Street View.

LA CASA DE GOYA

De niños amábamos ir a Goya. El sol, la arena y el cálido Paraná eran los protagonistas del verano. En ese entonces, la ciudad se denominaba la pequeña París, por su vida cultural, su arquitectura afrancesada y sus costumbres refinadas. Viajábamos desde Buenos Aires en vapor, el Cabo Corrientes. El barco tenía camarotes con baño privado, salón comedor y cubiertas para pasear mirando el río. Allí, mamá ataba a mi hermano a un mástil, temiendo que se cayera por la borda de tan terrible que era.

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Miro por el visor la entrada de Caá Guazú. Las paredes están muy deterioradas. La puerta grande se transformó en garaje. El algarrobo de la vereda está esquelético; apenas lo viste una raída copa. Una voz extraña que no sé de dónde procede me dice, ¿volviste?, a lo que yo respondo turbada, siempre te recuerdo.

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La casa de la abuela Francisca era un verdadero castillo para nuestra visión infantil. No por lujosa, sino por su aspecto para chicos de departamento. El comedor tenía una mesa para doce comensales, un reloj que daba campanadas solemnes, sillas de madera tapizadas, cuadros al óleo, vajilla de plata y jarrones de porcelana.

En el centro de la casa, un jardín inmenso lleno de plantas y árboles frutales, dos de los cuales el abuelo nos asignó como tesoros: el de quinotos era mío; el limonero, de mi hermano. Nos sentíamos poderosos. En el medio del jardín había un aljibe circular, con paredes y piso de ladrillos. El brocal de mármol tenía un arco de hierro repujado, por donde pasaba una roldana con la soga y el balde de donde tomábamos un agua deliciosa.  Mi hermano y yo solíamos asomarnos y tirar alguna piedra pequeña para escuchar el eco que producía al caer.

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Toco el timbre y espero. El sol de la siesta correntina me envuelve como antes. Sale una señora mayor, amable, aunque distante. Le cuento mi historia con ánimo. Ella sonríe levemente, pero su respuesta me desarma: ya no hay jardín; solo un pequeño patio central. Me cuesta imaginarlo, si era el corazón de la casa. ¿Cómo se puede destruir algo tan bello? me pregunto. Ya no están el limonero, ni el árbol de quinoto; los frutales son sucios, dice la mujer con firmeza; ahora tenemos hermosas macetas de cemento, ordenadas y limpias, con helechos y palmeras. Siento que algo se hunde bajo mis pies. Como si mis recuerdos se hubieran desplomado junto a troncos y follajes.

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Las habitaciones cerradas guardaban tabaco. No sabíamos entonces que de allí salía una renta importante. Solo nos llamaba la atención el olor intenso cuando corríamos por la galería. La cocina era vieja, pero en ella la abuela preparaba manjares. No sé cómo se limpiaba semejante caserón, pero sí sé que las mujeres de la familia no lo hacían. Había criadas, tres o más, que mantenían todo pulcro y brillante.

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¿Y el aljibe? interrogo bastante inquieta, porque la mujer no me deja atisbar los ambientes que recuerdo con tanta claridad.  Ya no se usa; lo taparon. Me duele tanto, como si hubieran destruido el hito más significativo de la casa.

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La abuela me había contado que el bisabuelo, marino mercante, enseñaba la gravedad girando en el aire un balde lleno de agua. Creo que de allí nació mi vocación geográfica. También el bisabuelo había dado clases de geografía sin ser profesor, y se hacía anunciar en los pueblos cercanos con banda de música incluida. Todo un personaje de época.

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¿Sabía que aquí mi bisabuelo enseñaba a los vecinos?; lo hacía muy bien, con brújula y mapas, afirmo queriendo dejar una huella. No, pero me gusta esa historia, responde la señora a la que nunca pregunté su nombre, ni su relación con la casa.

También vivía aquí un señor llamado Dante; residía en el fondo y cuidaba el sector cultivado de maíz, mangos y mamones, esos que trepaban el alambre tejido; con los frutos hacían dulces. La miro fijo como si quisiera que comprendiera la importancia de mi presencia. Ah, imagino que ese señor habrá vivido en el terreno de atrás; hace mucho se vendió a una familia de Resistencia que adquirió el lote cultivado; ahora es una quinta de fin de semana.

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No quiero oír más. Saludo brevemente y me alejo de la casa. No quiero llorar, pero me quiebro y sollozo. Descubro que mi pasado infantil ha sido borrado sin pena ni gloria de la historia de esa casona. Me doy cuenta de que es así y no hay retorno.

Mientras camino de regreso al hotel una voz me susurra al oído. Aún guardo tus pasos en la galería. Y yo recuerdo tu perfume de tabaco y azahares. Entonces comprendo que todos esos recuerdos están en mí y me integran, así como, de algún modo, yo formo parte de esas paredes tan queridas.


© Diana Durán, 22 de octubre de 2025

DOS DESTINOS

 


Imagen creada por IA

DOS DESTINOS

Les pido a mis padres ir a la academia de baile, pero como son muy exigentes, me dicen que la condición es estar siempre en el cuadro de honor. Para eso estudio mucho. También me gusta la gimnasia, pero, por sobre todas las cosas, me encanta bailar. En el club bailo folklore. Así me siento feliz. También actúo en “Pedro y el Lobo”, en donde hago de pájaro y parece que vuelo.

Empiezo a ir una vez por semana a danzas, pero también tengo que seguir yendo, enfrente de casa, a lo de la señorita Matilde. Me enseña piano. Todo para que mi papá esté contento de que alguna vez pueda tocar para él. A mí no me gusta el piano, repetir escalas de siete notas del do al si y del si al do, veinte veces y de nuevo. Me cansa mucho. Creo que Matilde sabe que no me gusta. Cuando tenía cuatro años fui a su casa a aprender a leer y escribir, por eso me aburrí en primer grado. En cambio, el baile nunca me cansa.

Te mandaba al jardín, Alejandra, y allí te sentías siempre tan segura, tan liviana. Como si el mundo fuera tu escenario, como si no existiera el suelo. Pudiste aprender a leer y escribir muy chiquita cuando tu madre te trajo a mi casa, pero yo sabía que lo que querías era bailar. Pensaba, como tu maestra particular, que el esfuerzo debía tener límites. Me preguntaba si tu cuerpo podía sostener tanto deseo. Te veía moverte como si no pesaras. Y me daba miedo por lo que vendría cuando descubrieras que no todos los deseos se cumplen.

Voy solo una vez por semana a danzas porque lo principal es estudiar en el colegio y practicar piano. En la academia empecé con las posiciones: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. La que más me gusta es la cuarta, porque desde allí salen los pasos más hermosos, los que me hacen volar y caer con gracia. Creo que algún día podré usar las zapatillas de punta. Aprendo plié, demi-plié y grand-plié; relevé y jeté. Y el mejor, el pas de chat que quiere decir saltar como un gato. Yo me siento un pájaro cuando bailo en la academia, en casa, en cualquier momento y lugar, y con toda la música. En casa se escucha mucho clásico, aunque solo yo baile. Mi papá llega de trabajar y pone conciertos, fuerte, muy fuerte. Eso no me gusta tanto, pero bailo igual sin que nadie me vea en mi habitación, donde la música no se escucha tan alto.

A veces te mandaba al jardín. No para que jugaras, sino para que descansaras. Me agotaba tu inquietud. De esa manera quizás entendieras que los sueños no se consiguen solo bailando. Te miraba por la ventana y envidiaba tu intensa actividad. Yo también fui liviana alguna vez. Pero aprendí a quedarme quieta para ejecutar el piano. Siempre el piano.

El jardín de Matilde no es grande, pero cuando me escondo allí me parece enorme. Hay tréboles que se enredan con las violetas, margaritas que se asoman entre las piedras, y un jazmín que trepa por el cerco como si quisiera escapar. A veces me quedo mirando cómo caminan los bichitos de San Antonio por mi mano, o cómo las hormigas van en fila con sus inmensas hojas, o las mariposas vuelan entre las flores como si bailaran conmigo. Bailo entre las baldosas. Cuando busco los tréboles, no sé si estoy jugando, bailando o soñando. Me muevo como si hiciera un pas de chat, como si cada hoja fuera una nota de un ballet pensado para mí. A veces siento que el jardín es el escenario y la puerta de entrada, el telón. Me inclino, sonrío y saludo al público que me aplaude.

Te observaba en el jardín. Parecía que bailabas. No te decía nada. Pero sabía. Sabía que estabas buscando algo más que un trébol de la buena suerte. Yo, en cambio, nunca había hallado uno. Salía poco al jardín, siempre atada al piano, como en una prisión.

Una tarde encuentro un trébol perfecto. Se lo llevo corriendo. Matilde lo gira entre los dedos y dice sin mirarme: no todos los deseos se cumplen; algunos cambian por otros mejores. No entiendo bien por qué me dice eso, pero esa noche sueño que bailo en su jardín, con zapatillas de punta hechas de tréboles. De pronto, aparece una bruja con la voz de Matilde. Me dice que pare de bailar. Yo no quiero, pero las zapatillas se rompen y las hojas quedan tiradas. Me despierto con el corazón que late fuerte, hasta que me doy cuenta de que es solo un invento de mi cabeza.

Yo también soñé. Tuve muchas aspiraciones. Pero no las dije. Nunca las dije. Tampoco me esforcé en cumplirlas. Cuando era chica, también me obligaron a tocar. Decían que el piano ayudaba a ordenar la mente. Yo solo quería actuar ante el espejo, inventar canciones, recitar y cantar en público. Pero aprendí a quedarme sentada frente al teclado.

Hoy vuelvo transpirada y feliz de la clase de baile. Me tiro en el sofá con la malla y las zapatillas de media punta. Me quedo dormida. Mamá me despierta, parece enojada. Durante la cena, papá me dice: Alejandra, charlé con tu mamá y también con Matilde, que te conoce desde pequeña; decidimos que no vayas más a baile clásico, porque te agota y puede influir en tu rendimiento escolar. ¿Rendimiento escolar?, nunca había escuchado esas palabras, pero me imagino lo que quieren decir. Estallo en furia, me levanto de la mesa y les grito: ¿pero ustedes no entienden que yo quiero ser bailarina?, es lo único que me gusta. Pego un portazo y me voy a dormir. No puedo estar más enojada. No voy a volver a piano nunca más.

No quería que te doliera tanto. Pensé que era lo mejor. Pensé que te estaba cuidando. No creí que tus padres iban a tomar al pie de la letra mis recomendaciones. Exageré y me afligió verte tan triste frente al piano, hasta que al poco tiempo dejaste de venir.

Los años pasan. Ya no soy esa nena que acepta, ahora tengo dieciséis y, a fuerza de mucho insistir, pude seguir en la academia. Cada vez que camino frente a la casa de Matilde, miro su jardín. Ya no busco tréboles de cuatro hojas, pero algo en ese enredo de plantas me hace pensar que hay deseos que no desaparecen, sino que se cubren con otras hojas. El mío escapó como el jazmín por el cerco. Entonces sonrío y siento que soy feliz cada vez que hago un pas de quatre o participo en un ballet.

Te veo a través de la ventana, Alejandra. Caminas por la vereda de enfrente con la redecilla en el cabello, los pasos cortos, la postura recta y el cuerpo erguido. Entonces sé que estás cumpliendo tu sueño. En cambio, yo sigo aquí, en silencio, añorando el mío. Por unos segundos veo mi cara reflejada en el cristal: se notan los surcos de mi frente y una mirada apagada y perdida. Entonces, reniego de mí misma porque alguna vez, aunque nadie lo supiera, quise dejar la tiranía del piano y ser una actriz famosa.

 

 

© Diana Durán, 13 de octubre de 2025

 

HACIA EL SUR

 


Imagen generada por IA

HACIA EL SUR

Más pequeña no podía ser. Dos por dos. Cama de una plaza, perchero metálico, lámpara de pie rescatada de un depósito. La mesita de luz era un cajón de fruta pintado. Sin embargo, el brillo natural tornaba el ambiente menos precario. La ventana daba al pasaje Famaillá, calle estrecha de Villa del Parque, barrio residencial, tranquilo y arbolado. Una vía casi secreta. Hasta la vereda era angosta, y esa calma parecía proteger su refugio oculto. La morada quedaba en el primer piso de una casa de dos plantas. Sofía aún no sabía cómo moverse en ese espacio mínimo. El baño, sin bañadera, ella que amaba los baños de inmersión; y el botiquín de madera con un espejo tan manchado que apenas reflejaba su rostro juvenil. Había ubicado la computadora portátil, único artefacto rescatado del chalet matrimonial, junto a su radio, compañera fiel en esos días de silencio. Todo se acomodaba en un minúsculo escritorio de pino con un solo cajón. La desvencijada biblioteca apenas contenía unos pocos libros que había logrado llevarse de su residencia anterior.

Antes, Sofía había vivido en una residencia de ladrillo a la vista que tenía tres plantas. La cocina era lujosa; los tres dormitorios, en suite; la boiserie del escritorio relucía. Quedaba cerca de la avenida del Libertador, en una de las zonas más distinguidas de San Isidro. Ella solía pararse descalza en el parquet encerado, como si fuera parte del mobiliario. Prefería que él no la viera. Las cortinas pesadas filtraban la luz, y hasta el aire parecía domesticado. Todo estaba en su lugar. Todo menos ella. La cocina olía a jazmines y a control. El comedor diario no la refugiaba de las discusiones con su esposo. En los dormitorios, las puertas se cerraban sin ruido. El jardín era perfecto, pero no tenía sombra. Ni amparo. Ni grieta. A veces, la muchacha se detenía frente al ventanal. Miraba hacia afuera: veía los autos, los árboles alineados, los remolques que transportaban las lanchas al Tigre. Entonces pensaba que esa geometría la aburría y desalentaba.

La relación con Damián iba de mal en peor. Él no entendía su tristeza por haber renunciado al trabajo en la academia de inglés. En realidad, él había sido el promotor de que lo abandonara para permanecer en la casa y ser su dueño. Nadie sabía con certeza lo que pasaba en ese hogar tan perfecto y señorial. Ella estaba condenada a ser ama de casa, sin ninguna otra actividad que complacer y servir a su marido. Tampoco llegaban los hijos, luego de cuatro años de casados.

Ahora, para cocinar, debía descender por una escalera caracol hasta la planta baja, donde vivía la anciana que le alquilaba la habitación. La mujer, amable pero sorda, le prestaba los enseres básicos. No hablaban mucho. No hacía falta. Sofía se había asegurado de que todo contribuiría a que nadie la encontrara.

Sus pertenencias habían quedado en manos de su esposo: vajilla, cristales, mobiliario, joyas. Pero lo que más dolía eran los recuerdos de viajes y sus libros. Sofía había huido de los maltratos y agravios de su marido. También de los intentos de internarla. El último lo evitó gracias a un amigo de la infancia, a quien llamó desesperada como recurso final. Él la ayudó a escapar.

Nadie sabía dónde estaba. Ni sus padres ni su hermana. Damián los había convencido de que ella sufría algún tipo de enfermedad mental. Ellos le creyeron. Ella se quedó sola con su angustia.

Pero ahora, en esa morada diminuta, estaba lejos. Y ella podía vivir tranquila. No tenía celular. Se comunicaba solo por computadora. Había cambiado contraseñas, usuarios, redes. Residía aislada. Sus ahorros, convertidos en efectivo, dormían en una valija. Pensaba en irse al sur; siempre le había gustado. Enseñar inglés. Le avergonzaba recibir alumnos en ese cuarto, así que daba clases a domicilio. Había pegado pequeños anuncios en los negocios cercanos y empezado a tener estudiantes.

Pasó un mes. La calma se había instalado. Se sentía más aliviada. Estaba más activa. Se preguntaba si su drama podía quedar atrás.

Pero no, un día lo vio desde la ventana. Caminaba por la vereda de enfrente del pasaje Famaillá. No era un espejismo. Era él. O su sombra. O algo que la memoria había decidido proyectar. Sofía no gritó. No tembló. Solo se apartó del vidrio, como si el reflejo pudiera delatarla. Se quedó quieta, con la radio encendida, pero muy bajo, casi sin oírla. El pasaje, tan estrecho, ya no era un refugio. ¿Cómo la había localizado? Esperó a la noche. La anciana no preguntó. Nadie lo hizo. Armó la valija con lo justo: ropa, notebook, unos pocos libros. Huyó a Retiro, sacó un pasaje y partió al sur.

El micro se detuvo en la ruta frente a una estación de servicio, luego de un larguísimo recorrido. Sofía bajó con la valija en la mano. El aire era distinto: más limpio, más frío, más húmedo. El cartel decía “El Hoyo”. El lugar que siempre había deseado, poco poblado, lo más lejano posible de la capital. El sitio que había elegido buscando escapar. Hasta el nombre indicaba ocultamiento: un agujero, una cavidad, un refugio. No necesitaba más. Caminó por la calle principal. Las montañas la rodeaban como si la observaran en silencio. No había ruido, solo el crujido de sus pasos. Así llegó al pequeño pueblo del Chubut, en el corazón de la comarca andina. Un paraje tranquilo rodeado de cerros y bosques. Nadie la encontró. Vivía rodeada de gente dedicada al turismo, a las ferias y a la fruta fina. Un ambiente ideal para sosegar su espíritu.

Transcurrieron semanas. Sofía caminaba cada mañana hasta la feria. Saludaba con la cabeza. A veces, alguien le ofrecía fruta. Eran solidarios por naturaleza. Ella aceptaba. No hablaban mucho. No hacía falta. La cooperativa tenía un predio con arándanos, moras y frambuesas. Sofía regaba las plantas sin que se lo pidieran. Le gustaba el olor que quedaba en sus manos. Solía sentarse a escuchar la radio comunitaria. Las voces eran suaves, como si en el Sur hablaran otro idioma.

Logró dar clases de inglés a domicilio. Niños, adolescentes, una mujer que quería viajar. Sofía llegaba con su cuaderno, su voz pausada, su mirada atenta. No contaba su historia. Ni la de San Isidro, ni la de Villa del Parque. Solo corregía verbos y pronunciaciones.

Al año, escuchó por la radio que su marido había muerto en un choque en la ruta 40, camino al sur. Eran accidentes frecuentes. Tal vez la buscaba. Ya no importaba. Ni su gran casa, ni la herencia, ni los recuerdos: todo había perdido sentido. Ella había vuelto a nacer.



El Hoyo, invierno

Suelo verlo. No siempre. No del todo. Una figura entre los árboles, quieta, sin rostro. Sé que ha muerto. Lo sé. Pero hay algo que insiste. No es él. Es lo que dejó. Una sombra que aprendió a caminar con la mía. Sigilosa y anónima.

El viento baja del cerro cada tarde. No trae frío. Trae memoria. Se cuela por los postigos, por las rendijas del silencio. Y yo lo dejo entrar. No por valentía. Por costumbre.

En la feria, los frutos se cubren con mantas. Las frambuesas duermen. Las moras resisten. Los arándanos se esconden bajo la escarcha. Como yo. Como todos los que aprendimos a vivir con lo que no se ve.

La radio comunitaria habla de rutas cortadas, de choques en la 40. No escucho las palabras. Escucho el tono. Como si el Sur también recordara.

Me pregunto si alguna vez se irá. Si el cuerpo puede morir, pero la memoria no. Si el miedo se muda, pero no se extingue. Tal vez no. Tal vez solo aprenda a convivir con él.

 

© Diana Durán, 6 de octubre de 2025

 

EL NORTE EN LA PIEL

 


Imagen por IA

EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

LA BIBLIOTECA DEL SILENCIO

 


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LA BIBLIOTECA DEL SILENCIO

Mi padre leía hasta en francés. Leía como si no viviera con nosotros, como si el sillón Berger fuera una cápsula que lo aislara en otro tiempo. A veces lo acompañaba una sinfonía estridente; otras veces, el silencio. Yo lo observaba desde el umbral del living, sin atreverme a interrumpir. Los libros que sostenía tenían títulos largos, difíciles, en idiomas que yo no comprendía. À la recherche du temps perdu, decía uno. Yo no sabía qué significaba, pero el título me parecía una promesa: buscar el tiempo perdido, me tradujo la abuela. ¿Cuál tiempo?, ¿el suyo?, ¿el mío?

Las bibliotecas de madera brillaban como si fueran de bronce. Enciclopedias, diccionarios, novelas en papel biblia, colecciones completas de Emecé y Losada. Todo estaba ahí, al alcance de la mano, pero fuera de mi mundo.

Mi padre nunca me ofreció un libro. Su biblioteca era suya. Su lectura, un ritual privado. Yo era apenas una sombra que pasaba con sigilo. Mi madre estaba ocupada con la casa. Mi hermano vivía en movimiento. Yo me quedaba quieta, mirando los lomos de los libros como quien mira una puerta cerrada.

Fue mi abuela materna quien me enseñó que los libros podían hablar. No ellos, en realidad, sino las historias. Sentada en una silla de madera torneada, como si fuera un trono, nos narraba cuentos con una entonación que convertía cada palabra en música. La Cenicienta, La Bella Durmiente, Pulgarcito. Mi hermano y yo la escuchábamos. Era la reina de la imaginación. Ella no tenía una gran biblioteca, pero tenía voz. Y eso bastaba.

A los nueve años, empecé a leer sola. Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Heidi. Esa edición de Heidi que aún conservo, con ilustraciones de la niña y su abuelo en el establo oscuro; parecía un espejo de la relación con mi abuelo. Él solo leía en griego, pero sabía contar historias de guerra, de barcos, de tierras lejanas. Era mi héroe natural. Mi padre, en cambio, era un lector sin palabras.

Después vinieron Mujercitas, Señoritas, Hombrecitos. Yo leía y releía la escena en la que Jo se cortaba el pelo para ayudar a su familia. Su única belleza, habían dicho. Ese gesto me había conmovido profundamente. Era un acto de amor, de entrega, de rebeldía. Como si Jo hiciera lo que mi padre nunca concibió, mirar hacia afuera, ofrecer algo de sí.

La adolescencia fue el momento en que empecé a leer, cuando me quedaba sola, lo que no estaba destinado a mí. No porque alguien lo prohibiera explícitamente, sino porque esos libros parecían reservados para otro tipo de lector: uno más erudito, más adulto, más masculino. Yo los tomaba igual. Me sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y abría los tomos de François Mauriac, de Flaubert, de Simone de Beauvoir. Leía sin entender del todo, pero con una intuición que me guiaba. Madame Bovary me habló de una mujer que buscaba algo más allá de su entorno, y aunque no entendía sus decisiones, comprendía su hastío.

También descubrí a Pearl Buck y su saga de La buena tierra. Esa historia de campesinos chinos, de mujeres silenciadas, de hijos que se alejan, me pareció extrañamente cercana. Fue el primer libro que me hizo pensar en la escritura como oficio. No solo como escape, sino como forma de mirar el mundo.

Con el tiempo entendí que no era la lectura lo que nos separaba, sino el modo en que él la habitaba. Para mi padre, leer era un acto solitario, un escondite. Para mí, leer era una forma de acercarme a los demás. A mi abuela, a mi abuelo, a los personajes que me hablaban desde las páginas.

Nunca me ofreció un libro. Nunca me preguntó qué estaba leyendo. Y, sin embargo, su biblioteca fue el lugar donde me formé. Me apropié de sus libros como quien se apropia de una herencia no reconocida. No por reclamo, sino por necesidad.

A veces pienso que si me hubiera dicho una sola vez este libro te puede gustar, todo habría sido distinto. Pero no lo hizo. Y yo aprendí a leer sola. Aprendí a buscarme en los libros. Mucho después, aprendí a escribir para no desaparecer.

 

 

Hoy, cuando entro a mi biblioteca, no busco títulos difíciles ni idiomas ajenos. Busco el eco de aquella niña que se acercaba a los estantes sin saber qué elegir. La que abría tomos pesados con la esperanza de encontrar una señal, una mirada, una invitación.

Ya no me duele que mi padre no me haya ofrecido un libro. Aprendí que hay silencios que no se rompen con palabras, pero que pueden transformarse en gestos propios. Él me enseñó, sin saberlo, que los libros pueden ser refugio, pero también frontera. Yo elegí convertirlos en un puente. Puentes como liebres, escribió Mario Benedetti.

Hoy le digo a mis hijos, este libro te puede gustar. Y en ese gesto siento que cierro un círculo. Que la biblioteca ya no es un lugar vedado, sino un territorio abierto. Que el silencio de mi infancia se ha convertido en voz.

Tal vez mi padre nunca supo que yo leía sus libros a escondidas. Tal vez nunca entendió que cada página robada era una forma de acercarme a él. No lo recuerdo con rencor. Porque sin saberlo, él me otorgó el deseo de leer. Y ese deseo, ahora, es mío. Y lo comparto.


© Diana Durán, 15 de setiembre de 2025

 

SUR DE MÍ

 


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SUR DE MÍ

Llueve y te recuerdo. La pucha, cómo te recuerdo. Estoy recostada en el sofá de mi departamento del primer piso de la calle Solís. A través de la ventana veo gente correr, hojas que giran como pensamientos, el cielo plomizo que se parece a mi tristeza. Detengo la mirada en al café de la esquina, ese donde solíamos encontrarnos. Distingo una pareja tomada de la mano. Me apago. Me duelo.

Tu rostro, tu sonrisa, llenaban mi espíritu como si fueran la única luz en medio del gris. Me pregunto otra vez: ¿por qué el abismo?, ¿por qué no estás si debieras?, ¿por dónde andarás? Me respondo que te idealicé y me engañé. Pero también me ilusiono: quizás estés esperando en algún bar cerca de la facultad, en una esquina donde el tiempo se detiene.

Congreso huele a papel viejo y a café recién molido. Las baldosas húmedas de la avenida Rivadavia reflejan un cielo que no se decide. En cada esquina hay un bar que guarda secretos: mozos que no preguntan, mesas que conservan diálogos que nadie recuerda. Me imagino caminando por la Avenida de Mayo como quien recorre su propia memoria. Las librerías de saldo, los pasajes que se abren como heridas, los afiches descoloridos que anuncian funciones pasadas. Las bellas cúpulas verdes y rojizas. Todo parece detenido en el tiempo. No es este.

En el Bar El Federal, el reloj sigue marcando las seis, aunque sean las cuatro. En el Café de los Angelitos, la música se filtra como un suspiro. Y yo, entre tanto, sigo buscándote. Como si fueras parte del barrio. Como si fueras una sombra más entre los parroquianos.

Imagino tu sonrisa congelada, tus ojos transformados en rocas, impenetrables, ausentes. Recuerdo el Bar Sur, ese donde me dijiste que me amabas. Era una tarde distinta a esta, clara y soleada. Yo te creí. Tenía esperanza. Pensaba que podríamos crear algo juntos, que la desdicha de vivir con alguien a quien ya no amaba quedaría atrás. Que por fin comenzaría otra historia. Una que me hiciera sentir viva, libre, mujer.

Pero aquella otra noche, también lluviosa, también sombría, como la que se aproxima, me dijiste “no va más”. Yo que siempre te creía, no te creí. Rogué, clamé, imploré. Por un instante, el trueno nos unió. Nos tomamos de la mano. Nos miramos, intensos. Pero duró poco, unos instantes. Sin amor de tu parte. Solo ilusiones. Mi amor, vano. Vos, cruel. Vos, libre. Y yo, consumida.

Ahora, en este atardecer en que la lluvia no cesa, vuelvo a preguntarme: ¿por qué el abismo?, ¿dónde quedaste? Me repito que te idealicé, pero al mismo tiempo sigo esperándote en cada bar donde nos encontrábamos, en cada vuelta del camino hacia la facultad. Imagino que estás en una esquina, persistiendo desde el noventa y tres. Sueño con tus manos congeladas, tu risa como un eco incierto, tu mirada que ya no me ve. Entonces pienso que el laberinto, por cobarde, te devastará. O acaso te esconda, te proteja. Tal vez yo también me pierda en él.

Sé que solo fueron encuentros, convergencias puntuales, poco tiempo. Después, la soledad. No hay distancias. No hay destierro porque perteneces a la historia, a mi historia. Integras la conciencia. No hay día ni noche. Sé que mi agonía no te acompaña. Entonces te borro. O no.

 

Quizá nunca estuviste. Quizá yo siga en el bar. Quizá la lluvia no cese.  Quizá, yo tampoco.

Diana Durán, 25 de agosto de 2025

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