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EL ALBAÑIL

 




EL ALBAÑIL

 

El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos mates en las tardes serenas. También teníamos una vieja parrilla que ocupaba mucho espacio. Se trataba del mejor rincón, lleno de plantas y adornos traídos de viajes por el interior del país. Colgaban helechos, potus, rosarios, lazos de amor y hasta una orquídea misionera en la esquina más umbría. En macetas de diversos tamaños y colores había plantado todo tipo de flores, aromáticas y pequeños arbustos. El espacio era una ventana al cielo del hogar. El único problema era que durante las frecuentes lluvias solía mojarse, transformándose en un barrizal al salpicar la tierra.

Luego de largas charlas y proyectos dibujados con mucho esmero decidimos cerrar ese patio para convertirlo en un jardín de invierno. Para concretarlo llamamos a Pedro, un albañil conocido de mi esposo, Hernán. Hombre rudo y corpulento capaz de transportar increíbles pesos en hierro y mover montañas de escombros para realizar trabajos de herrería y construcción.

Con él terminamos de diseñar nuestro espacio verde interior con ventanales que permitirían que las plantas recibieran luz. Solo había que tirar abajo la parrilla y en su lugar levantar una pared más baja que la del lado sur del patio. En el frente opuesto se bajaría la mampostería para dejar un zócalo que permitiera colocar grandes ventanales. De costado casi no había nada que hacer. En todas las paredes dispondríamos un cerramiento y agregaríamos una puerta de hierro en la entrada a la escalera. Todo pintado de blanco. Cuando se concluyera la reforma, volverían a reinar las plantas y artesanías.

Mi esposo tenía gran confianza en Pedro, un hombre parco y sereno, a quien conocía al dedillo de la herrería donde juntos habían trabajado por años.

Calculamos el presupuesto con el albañil y compramos los materiales. La obra empezaría el lunes siguiente. La destreza del Pedro estaba asegurada. Primero tiraría abajo las paredes en base a las medidas del plano dibujado con mi marido para no equivocarse. A la par construiría los ventanales en la herrería donde tenía el equipamiento necesario.

La obra empezó con los consabidos golpazos para derribar las paredes. Por suerte yo trabajaba de mañana, así que no escuchaba más que el inicio de los destrozos. Hernán acompañaba a Pedro un rato y luego trataba de irse lo más lejos posible para no sentir los mazazos. En poco tiempo la destrucción del patio estuvo terminada y mis queridas plantas cubiertas de un polvillo blanco que no hubo caso de evitar, aunque las acomodara en la única pared libre de escombros que daba a la cocina, tapadas por papeles de diario. Pero no solo eso, cuando volvía del trabajo tenía que limpiar toda la casa pues el maldito polvo de alguna manera se introducía por las rendijas y lo cubría todo. Lo hacía con tolerancia pues el fin lo justificaba.

La obra avanzó muy rápido hasta que solo restó iniciar la colocación de los ventanales. En definitiva, dio gusto ver a Pedro con esa fortaleza que lo caracterizaba. Nos tranquilizamos al no escuchar más alboroto y disfrutamos de un espacio abierto que admirábamos pensando cómo iba a quedar terminado.

Durante la tercera semana de trabajo Pedro empezó a venir de manera intermitente. Un día sí, otro no. Luego las  faltas recrudecieron. Primero, avisó en la herrería que su madre estaba enferma y tendría que cuidarla pues no había quien lo ayudara. Pasaron diez días sin tener noticias, hasta que mi esposo fue al negocio para ver qué sucedía. Allí supo que el problema continuaba sin solución y que ningún ventanal había sido construido. No quiso ir a la casa de Pedro para no molestarlo en su desgraciada situación.  

Pasado un mes, el albañil apareció y sin dar grandes explicaciones dijo que necesitaba dinero para afrontar la enfermedad de su madre. Agregó que pronto recomenzaría el trabajo. Frente a la necesidad de ver terminado el patio cubierto y por la amistad que nos unía, nos apiadamos de él y le adelantamos lo que solicitó, según agregó, para comprar los hierros y armar los ventanales que finalmente colocaría en muy poco tiempo. Luego de los vidrios nos ocuparíamos nosotros.

Lo esperamos hasta cansarnos durante varias semanas. Finalmente decidimos concurrir nuevamente a su casa. Esta vez acompañé a Hernán, enojada como estaba por la impaciente espera. Cuando llegamos vimos que dos maderas gruesas cruzaban la puerta de entrada de la vieja casona. Preguntamos a los vecinos y al herrero amigo de mi Hernán y de Pedro. Nadie lo había visto.

Nunca más se supo del albañil ni de su madre. Nadie reclamó su presencia y su asombrosa desaparición pasó a formar parte de los mitos urbanos del lugar. Nuestro patio quedó en ruinas por un largo tiempo hasta que reunimos nuevamente el dinero para reconstruirlo.

 © Diana Durán. 20 de noviembre de 2024

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 


Fotografía: Mariela Viarenghi

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 

El jardín era para Josefina especial, único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.

Transcurrieron en ese pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama el cielo” (1). Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción esmeralda donde estar en contacto con la tierra.

Era feliz arreglando el jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.

Ella misma creó, en sus días de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones. Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos pues jamás publicó nada.

En los días tristes salió a ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y sencilla.  

 

Una tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son, tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.

Mira a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria en un codo del pino. Está terminado con ramitas y plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín, el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.

Esa mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre, pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita arrullada por el canto de las calandrias y reposa.

No volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi todas las tardes salía a disfrutar del sol.

 

© Diana Durán, 28 de octubre de 2024



(1) Jorge Luis Borges. Un patio.

DESPEDIDA Y RETORNO

 


Paisaje de Toledo. Foto Diana Durán

DESPEDIDA Y RETORNO

 

Celeste pasaba unas felices vacaciones con su familia en Villa Gesell. Había alquilado un departamento durante todo enero. Era la primera vez que se daba el gusto. Ese año había podido ahorrar para disfrutar con sus hijos y padres un verano muy esperado. La calle 124 a pocas cuadras de la costa era tranquila y residencial. Tenía la facilidad de ir al centro cuando quería y bajar a la playa de mañana y al atardecer, sus horarios preferidos.

El celular sonó cuando estaba tomando una limonada en el parador mirando el mar sereno. Los chicos jugaban con amigos a pocos metros y sus padres se habían quedado descansando. Era la directora de Planeamiento que le avisaba que debía reintegrarse al trabajo en pocos días. Le explicó que la habían elegido para recorrer establecimientos educativos destacados de España con un equipo ministerial. Luego aplicarían los resultados al contexto de la Argentina. El viaje se iniciaría a fin de mes.

Debía decidir. Quedarse en la villa o ir a Europa. La opción parecía fácil, pero Celeste sopesaba el contraste de la tranquilidad de la costa con el hecho de trabajar intensamente en Europa. Significaría un gran desafío para ella y un notable avance en su profesión. Pensaba en el mundo desarrollado cuya educación se suponía para entonces, de mayor calidad que la Argentina. ¿Trabajo o descanso? ¿Aventurarse a grandes desafíos o quedarse gozando de su familia y el mar? No estaba muy segura, pero sabía que, si decía que no, quedaría mal con las autoridades educativas que la habían seleccionado.

Todos intervinieron en la decisión. Los chicos no querían que se fuese. Protestaban, mamá, es la primera vez que tenemos un veraneo tan lindo, no te podés ir, decía Pablo, el de doce. Mamita, te voy a extrañar mucho, agregaba Andrés, el de ocho. Los padres le insistían en que no debía perderse semejante oportunidad. La experiencia profesional y el hecho de conocer España sin costo eran de gran atractivo. Pronto recibió la noticia de que irían a Madrid, Barcelona, Granada y Sevilla. En consecuencia, recorrerían parte de España con el equipo designado y conocerían especialistas relevantes de distintas regiones del país. Tiempo de aprendizajes, ¡cómo no sentirse atraída!

Acordó con sus padres que ella retornaría en pocos días a Buenos Aires para preparar el viaje. Mientras ellos y sus hijos podrían continuar las vacaciones en Villa Gesell hasta fin de mes. Si bien estaban acostumbrados a compartir con los chicos, tendrían que acompañarlos en sus actividades, ocuparse de las comidas, cuidarlos en todos los órdenes sin su presencia. Habló con su exmarido, pero notó la reticencia ante la posibilidad de tenerlos. Como siempre.

Llegó el día de la partida en Ezeiza. Cuando saludó a sus hijos por teléfono sintió una especial amargura. ¿Cómo podía alejarse de esa manera?, ¿qué estaba haciendo?, se preguntó apenada. Intentó olvidar esos pensamientos para encarar una gran oportunidad profesional que la llevaría al viejo continente. Partió el veintiocho de enero sola, sin adioses, junto a sus cinco compañeras a quienes los familiares habían despedido con carteles multicolores y gran bullicio.

Arribaron a la capital española y comenzó el difícil trabajo de comprender otra cultura, otros modos de vivir, aunque se trataba de una ciudad muy parecida a Buenos Aires. Coincidían en el idioma y eso era un plus cualitativo. Quienes la acompañaban formaban un grupo muy agradable y conocido desde que había ingresado al ministerio.

Celeste recordaba a sus hijos en todo instante. No estaba en paz. Las preocupaciones se le colaban en la mente, no solo por la lejanía sino por la circunstancia de no haberse despedido en persona, si bien lo había hecho en Villa Gesell. Hubiera querido verlos hasta último momento, abrazarlos fuerte, decirles cuánto los quería y darles las indicaciones de siempre. Que se cuidaran, que se lavaran los dientes, que no comieran muchas golosinas, que no usaran en demasía el celular. Sabía que todo eso iba a estar vigilado por los abuelos, pero no era lo mismo. Un mes era mucho tiempo.

En Madrid las integrantes del equipo interactuaron con la Consejería de Educación, reconocieron el gran nivel de la educación pública española y, cada una se llevó una cantidad de libros sobre la experiencia de la transformación educativa. Los madrileños con quienes se relacionaron eran expresivos, afables y comunicativos. Un señor grande que oficiaba de coordinador las llevaba a todos lados, incluidos almuerzos y cenas. Por su parte, en algunos tiempos libres Celeste tuvo la oportunidad de visitar el Museo del Prado y admirar Las Meninas de Velázquez, obras del Greco, Rubens y Goya; recorrer la Gran Vía, la calle que nunca duerme con su variada arquitectura y grandes tiendas. Hasta pudo visitar una tarde el casco histórico de Toledo, la ciudad de las tres culturas: cristiana, judía y musulmana. Sin embargo, ella no estaba contenta. Añoraba la presencia de Pablo y Andrés. Los veía en cada niño en la calle o en los lugares que visitaba. Para colmo de males, fueron a varios colegios y liceos.

Luego de Madrid llegó el turno de partir a Barcelona adonde arribaron en buzeta. No fue la misma experiencia que en la capital. Encontraron cierta soberbia y aires de superioridad cuando contaban su experiencia y visitaban los centros educativos. El idioma era una barrera, pues en muchas ocasiones entre ellos hablaban en catalán. Además, los trataban como sudacas, sin duda. De todos modos, la ciudad era hermosa y pudieron recorrerla fugazmente. Allí también recordó conmovida a sus hijos. La melancolía fue creciendo con el tiempo.

Volvieron a la capital y partieron a Granada y Sevilla. Resultó una experiencia única conocer las escuelas albergue y sus huertas orgánicas, sumadas al paisaje de olivos y naranjas, muy colorido a pesar de la aridez reinante. Ni que hablar de los deliciosos mariscos frescos y jamones de bellota; además de los vinos con denominaciones de origen conque las recibieron. A mayor encanto, más extrañaba a sus hijos.

Celeste se hallaba en Granada, en un hotel de atmósfera árabe con grandes ventanales y rejas repujadas, cuando la llamaron a la conserjería. Su papá había tenido un infarto, no se sabía bien cuán grave era. Su madre debía cuidarlo. No tuvo más remedio que comunicarse con el padre de sus hijos, con quien no tenía buena relación y menos con su joven y reciente mujer. Si bien ya estaba al final del recorrido, la situación resultó caótica. No podía volver hasta que no terminara el trabajo y tampoco cambiar el pasaje establecido por el Ministerio. La situación fue penosa. Se comunicaba todos los días con su madre para ver la evolución de su padre y también hablaba con Pablo y Andrés, cuyas vocecitas la hacían angustiar aún más.

Desde el inicio presintió que el viaje no era oportuno. Al llegar a Ezeiza, así como no hubo despedida, tampoco nadie fue a recibirla. Cuando fue a buscarlos, abrazó a sus hijos como nunca y decidió que no había nada ni nadie más importante que ellos. Los viajes y los logros profesionales quedarían para otros tiempos.

 

© Diana Durán, 21 de octubre de 2024

TIEMPO DE VOLVER

 



Imagen generada por IA



TIEMPO DE VOLVER

  I

¡Cómo han cambiado los tiempos! expresó con voz triste. Antes todas las tardes miraba las novelas con tu madre y durante los avisos contábamos los acontecimientos sociales del momento. También hablábamos del futuro de mis queridos nietos. Juntas tomábamos el té con scones calentitos que yo preparaba. Ustedes, dos sabandijas de ocho y diez años correteaban entre nosotras alrededor de la mesa; jugaban en la terraza con trastos viejos o en la vereda con una banda de chicos de la vecindad. ¡No paraban en todo el día!

 

Yo intentaba imaginar lo que me contaba la abuela. Ya tenía trece años. A la vez vigilaba el celular que sostenía en mi mano derecha para ver si había algún mensaje. Siempre me habían interesado las historias de la nona, pero ya no le prestaba tanta atención. Mis ojos se desviaban hacia un costado como tirados por un hilo invisible, atraídos por Facebook o “Angry Birds”, mi juego preferido del momento.

 

II

Pero, mi querido, hace media hora que está el plato en la mesa y no terminás de comer, ¿qué te sucede?, ¿no tenés hambre?, ¿comiste antes de venir?, ¿por qué te reís solo?

 

A finales del secundario, iba a almorzar los viernes después del colegio. La nona cocinaba como nadie, me hacía ravioles con tuco, pastel de papas, empanadas y flan de chocolate con dulce de leche. En ningún otro lugar comía tan rico. Mientras almorzaba trataba de escucharla, pero por más que lo intentaba no entendía qué me decía. Mi cabeza estaba en otro lado, jugaba al “Mini Soccer Star”, controlaba los mensajes del WSP y me reía solo con un video de Tik Tok. Todo al mismo tiempo. Oía muy despacio la voz de la abuela, pero me daba cuenta de que poco a poco se iba apagando o era yo que no la atendía más.

 

III

 

¡Qué barbaridad! Cuando ustedes vienen los domingos a almorzar están con las cabezas gachas, inclinadas hacia los celulares. Casi no se habla en la mesa. Los chicos emiten unos sonidos guturales para contestar. “Mmm, sep, bue…” Así hablan. Parece que los molestáramos. Ya no hay diálogo en el almuerzo. En realidad, son todos, hija, son cuatro celulares que los aíslan a unos de los otros como en una Torre de Babel. Al aparatito ese yo lo dejo en el dormitorio, bien lejos cuando estoy con ustedes porque los quiero ver y escuchar, pero solo logro contemplar sus cabelleras, porque las caras no se distinguen.

 

Estoy preocupada, mamá. Marcos está cada día más aislado. Cuando viene del colegio se encierra en su habitación y lo escucho con los video juegos. Después se duerme una larga siesta porque se ve que no lo hace de noche. Creo que se queda hasta altas horas vagando con el celular. Además, en el colegio viene bajando las calificaciones del último trimestre. Yo lo reto, le digo que le voy a sacar el celular, pero no me hace caso. El padre está demasiado ocupado como para llevarme el apunte. Hija, desde hace años que veo “in crescendo” esta situación. Me parecía que era yo la única que se daba cuenta. Incluso se los he advertido alguna vez. No solo por Marcos, sino por todos ustedes. Se acabaron las conversaciones, solo emplean oraciones cortas entre largos intervalos en que cada uno está en lo suyo.

La abuela quedó más turbada que antes.

 

IV

 

Me siento mal, tengo miedo y no sé por qué. Me lloran los ojos. Tengo el cuello contracturado y duros los dedos de la mano. No puedo dormir. A veces no lo hago en toda la noche. Otras caigo a las cinco de la mañana. Después me duermo en el colegio. Me retan o me bajan las notas. Creo que este año por primera vez me voy a ir en cuatro materias directamente a marzo. Un día se me rompió la pantalla del celu y hasta que no me la arreglaron me sentí tan ansioso que no podía pensar bien. Estoy confuso y atontado. Mamá quiere que vaya a un psicólogo. Buscó en Internet y por lo que encontró dice que debo tener “nomofobia” (1). Un nombre raro por el solo hecho de usar un poco de más el celular. Todos los chicos lo hacen. Igualmente, no tengo ganas de estar con mis amigos, prefiero estar solo, así que ese no es el problema.

 

Es una lucha, no quiere saber nada de atender a su enfermedad. Va a volvernos locos a todos o lo voy a tener que llevar a la fuerza. Temo por su equilibrio en todos los órdenes. ¡Ay, hijo querido!

 

V

Aunque no quería aceptarlo, finalmente fui a una terapeuta. Primero me sacó el celular por un día, luego por dos y así hasta llegar al mes. ¡Horrible! Como si fuera una droga que no podía dejar de consumir. Tuve bajones tremendos, mejorías y nuevas caídas. De a poco, muy de a poco comencé a hacer otras actividades. Primero fui a yoga que me permitió dominar la respiración agitada y mi alteración permanente. Finalmente volví al fútbol, mi gran pasión. Con el deporte me acerqué a mis compañeros de siempre. Volví a ser persona.

Mi abuela me recibe feliz en su casa los viernes. Ahora podemos conversar y como las delicias que me cocina.


© Diana Durán, 14 de octubre de 2024



(1) La adicción al móvil se conoce como nomofobia, y se refiere a un patrón de comportamiento compulsivo y problemático en relación con el uso excesivo y descontrolado del teléfono móvil.

 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 


 Sequía en el río Paraná. BBC Mundo. 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 

Siempre habíamos tenido suerte con el campo. Varias generaciones se habían dedicado a la producción agropecuaria. El abuelo había venido a mediados del siglo XIX desde Grecia donde pertenecía a una familia rural. Ellos vivían en una isla del Egeo y a pesar de la aridez sabían cultivar vid, criar ovejas e hilar capullos de seda. Su vida seguía con tenacidad el ciclo del día y los cambios estacionales. El clima mediterráneo, seco en verano y con lluvias en invierno, gobernaba todas las tareas.

Transcurrieron muchos años hasta que la guerra y el hambre acabaron con las épocas de bonanza. Los más jóvenes tuvieron que emigrar sin saber su destino. Mi abuelo, creyendo que iba a New York, terminó en unas colonias de Entre Ríos, en la Argentina. Todo era nuevo para él, la gente, el idioma, el clima, las costumbres. Sin embargo, se adaptó y logró afincarse, esta vez cultivando cereales y cítricos. Mi padre también lo hizo; siguió las enseñanzas familiares en la propiedad que se amplió gracias al esfuerzo de las dos generaciones. Una geografía generosa, tan fértil como onduladas eran las cuchillas que la surcaban. Solar misterioso de tierras gringas, a la vez pampeano y mesopotámico.

Yo me crié entre lagunas y pastizales; sauces y álamos; garzas y carpinchos. Así se formó mi carácter; no podría haber nacido en un ambiente más prolífico.

La naturaleza pródiga y la prosperidad económica nos benefició. Es cierto que durante algunas épocas tuvimos anegamientos y, en otras, períodos de sequía, pero ningún riesgo que produjera una catástrofe como para arruinarnos. Estábamos cerca del anchuroso río Paraná, los suelos eran ricos y las cosechas bastaban para mantener a toda la familia. Nunca olvidaré las manos fuertes y curtidas, el cuerpo algo encorvado y la piel reseca y quemada de ambos: el abuelo y mi padre. Qué decir de mi abuela y de mi madre, tan dedicadas a las tareas en la huerta, la granja, la casa y nuestra crianza.

Mi hermano y yo pudimos disfrutar de una educación universitaria gracias al esfuerzo de nuestros predecesores. Yo fui el que los hice más felices porque estudié agronomía. Para no ir a Buenos Aires, lo hice en Córdoba y en cinco años me recibí.

Justo al terminar la carrera, mi abuelo y mi padre comenzaron a ver que llovía poco, hasta que el cielo se eclipsó por meses. Las lagunas se secaron, los suelos se resquebrajaron, la fauna típica comenzó a emigrar. Hubo que malvender la hacienda escuálida y los pocos frutos que había dado el naranjal. La situación empeoraba día a día y yo con mi título reluciente estaba atado de pies y manos. Lo que había aprendido no servía de nada frente a la devastación y la catástrofe. Poco tiempo después, parte de la buena tierra, los árboles y las praderas sufrieron incendios devastadores.

¿Cuál había sido nuestro crimen para merecer tremendo castigo, como tituló Dostoyevski? (1)

En nuestro caso no hubo crimen, el castigo era ver a nuestro territorio asolado y comprender que solo quedaba volver a migrar como lo había hecho el abuelo un siglo atrás.  



1- Crimen y castigo. Novela de Fiódor Dostoyevski.

 © Diana Durán, 7 de octubre de 2024

ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

 


Torres Catalinas Plaza. Street View


ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

Sus máximos deseos fueron trabajar en la zona de Catalinas y ejercer una profesión liberal en un gran complejo de oficinas de empresas multinacionales localizado entre pubs, restobars, negocios sofisticados y hoteles de lujo. Quería tener la categoría de ejecutiva y pertenecer a esa clase de mujeres empoderadas que accedían a los edificios suntuosos y cristalizados de la city porteña. Todos los días se imaginaba a sí misma en esa situación. Era un ilusorio escudo contra el desánimo cotidiano.

En realidad, Marisa partía a la mañana desde su barriada popular hacia el lugar de sus quehaceres. Vivía en Parque Patricios, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en el “Barrio Alvear”. Allí alquilaban un humilde departamento de dos ambientes, en el interior de los monoblocks. Era lo máximo que había logrado junto a su madre cuando pudieron salir del asentamiento “San Pablo”, cerca de la autopista Perito Moreno y junto a otras villas aledañas. Lo habían conseguido gracias al denodado trabajo de su mamá que fregaba todos los días en oficinas del centro de la ciudad. Marisa había conocido “Las Catalinas” mientras estudiaba en el CENS[1], a través de los relatos incesantes de su madre. A raíz de esos cuentos había llegado a la conclusión de que trabajar en “la city”[2] sería su máxima aspiración pues lograría ascender en la escala social. Además, por la lejanía a su domicilio, nadie podría imaginar su modesta procedencia.

Cuando terminó el secundario Marisa logró, a fuerza de estudiar informática básica y, luego de varios intentos frustrados, trabajar en una cooperativa de crédito localizada en un edificio discreto de la avenida Alem, cercano a las torres que veneraba. Ella no tenía dinero ni tiempo para ir a la universidad, pero sí amplias pretensiones. La mamá le había hecho unos trajecitos de distintos colores cortados igual, de telas compradas en el Once, completados con camisas baratas de poplín que no denotaban su austeridad debajo del saco sastre. De esa manera, por fuera, se sentía más cerca de sus ínfulas vitales.

Algunas veces, antes de tomar el colectivo para volver a su casa, la muchacha cruzaba la avenida Alem y disfrutaba de una caminata entre los edificios gigantescos. También se paseaba por las cercanías del hotel Sheraton. Había mirado desde afuera los veinte pisos del primer cinco estrellas del país y curioseado en Internet las habitaciones lujosas. Un día se animó. Ingresó por la entrada dorada, recorrió con elegancia el lobby y disfrutó al apreciar las galerías. Hasta llegó a subir a la confitería del piso más alto y admirar la ciudad desde sus ventanales: la Plaza San Martín y la Estación Retiro hacia un lado y el viejo Puerto Madero hacia el otro. Se sintió en las nubes, literalmente. También solía sentarse en un banco de la plazoleta del subte, entre las monumentales edificaciones donde comía un somero sándwich pensando en el futuro prometedor que le depararía ingresar a algún empleo mejor.

Marisa transcurría su vida simulando un estatus que no le era propio, pero que la hacía sentir bien, como si fuera alguna de las abogadas, contadoras o ingenieras que trabajaban en los codiciados palacios oficinescos. Cuando juntaba un poco de plata, en vez de ir a un cine o a pasear, la joven almorzaba en las Galerías Pacífico para codearse con las muchachas que deambulaban por allí con sus paquetes de compras de artículos importados. Ella no podía hacerlo, pero soñaba con lograrlo.

Un día el jefe le avisó a Marisa que al día siguiente debería llevar una propuesta bancaria a un joven senior con oficinas en las Torres Catalinas Plaza. La noche anterior casi no pudo dormir. Leyó que el edificio había sido diseñado por el Estudio Peralta Ramos, tenía ciento quince metros de altura y alojaba a empresas como Google. ¡Google!, nada menos. Era su sueño. La joven se vistió con su mejor traje azul, lo adornó con un pañuelo simil seda y un make up natural. Estaba entusiasmada. Imaginó que la rescatarían de su vida mediocre y la emplearían en alguna firma de ese edificio. A la hora indicada cruzó la avenida Madero e ingresó a la torre.

Marisa esperó con orgullo el ascensor mezclándose entre los empleados y ejecutivos. Vio pasar a varios a la espera de su gran oportunidad. Por fin decidió tomar uno de los tantos elevadores. Le latía con fuerza el corazón. Iba a disfrutar el ascenso de veinte de los veintinueve pisos de la torre y quién sabe alcanzaría alguna oportunidad ignota.

Iba soñando por el piso noveno cuando el ascensor paró bruscamente y todo se oscureció. La mayoría de las personas que iban apretadas en el habitáculo se mantuvieron tranquilas porque ya habían pasado alguna vez por esas circunstancias durante algún apagón urbano. Sin embargo, pasaban los minutos y empezaron a murmurar sobre lo ocurrido.

Marisa gritó desesperada cuando se produjo la súbita caída de la cabina y sobrevino un ruido infernal al sobrepasar la velocidad del ascensor cuyas guías eran mordidas por rodillos rugientes. Hasta que se produjo la violenta detención.

Al cabo de una hora, en la más completa oscuridad, desaliñada, sin pañuelo y con la camisa transpirada, la joven logró salir del elevador junto a los demás cautivos. Fueron guiados por los bomberos que habían acudido a socorrerlos. Un verdadero aquelarre de gente comentaba lo sucedido; algunos lastimados, otros solo afligidos por el encierro o enojados por la demora en sus labores.

Marisa volvió caminando a su banco, abatida y frustrada, sin haber llegado al destino aspirado. La realidad la había sacudido como el despertar de una pesadilla. A partir de ese momento decidió que abandonaría los vanos sueños y estudiaría con dedicación para progresar a través de sus propias capacidades y no por la fortuita circunstancia de la subida en un ascensor.

 © Diana Durán, 19 de agosto de 2024



[1] Centro educativo secundario en la Ciudad de Buenos Aires.

[2] Central Bussiness District. Distrito Central de Negocios.

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 


Diseño realizado con IA 5 de agosto de 2024

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 

“Los castillos se quedaron solos. Sin princesas ni caballeros. Solos a la orilla de un río. Vestidos de musgo y silencio. A las altas ventanas suben. Los pájaros muertos de miedo. Espían salones vacíos. Abandonados terciopelos” (María Elena Walsh).

 

La congestión del tránsito era cada día peor. Se había llegado al límite de la circulación. Ni los semáforos andaban. Ya no se podía transitar por el centro ni por los barrios. A veces los autos quedaban varados por horas en algunas esquinas y la gente no llegaba a destino.

Riverside, San Martín y Estudiantes[i] que, según las estadísticas de 2022, eran las barriadas más pobladas, se empezaron a deshabitar. Imposible vivir en ellas. Faltaba el agua potable, la basura se acumulaba, había temibles robos a mano armada.

Mi esposo y yo residíamos en San Martín en un departamento de tres ambientes situado en una esquina soleada y tranquila. Sin embargo, día a día mermaba nuestra calidad de vida. Desde hacía cinco años el barrio se hundía en la dejadez. No se salvaban ni los edificios más elegantes, ni las casas de estilo inglés, antes símbolo de opulencia y prosperidad, ahora deterioradas. Nadie cuidaba las plazas, el pavimento, ni el alumbrado. Los vecinos se mudaban. Nosotros queríamos trasladarnos, pero no sabíamos adónde.

El Soho y Los Ángeles[ii], antes residenciales y modernos, plenos de restaurantes temáticos, bares sofisticados y tiendas de autor, sufrían ataques de pandillas y se iban cerrando. Quedaban solo rastros cubiertos de musgos y hiedras.

En el sur, Los Cobertizos, La Ría, Parque Hidalgo y Vieja Roma[iii], renovados en la década del 2020, iniciaron su decadencia con la expansión de los asentamientos precarios dominados por narcos y bandas que copaban los edificios públicos a los que ya no concurrían los empleados. Los extranjeros no visitaban las callejuelas de artistas ni tampoco el estadio de la Ría. Los circuitos turísticos habían desaparecido.

Ni qué decir de los barrios Clausura, Puerto Leño, Antique y Monte Aserrado[iv], antes dinámicos y céntricos, la city de los negocios y las grandes firmas. Se habían arruinado por la caída de la bolsa y el deterioro ambiental, ahora eran ciudadelas fantasmas.

Las personas se encerraban en sus viviendas y pedían las provisiones como en la época de la pandemia sufrida dos décadas atrás. Preferían no salir de sus casas antes de ser atacadas por bandidos que robaban y lastimaban. La ciudad era una ruina.

Deseábamos irnos a un distrito del oeste del país, pero había que pensarlo bien. Primero había que buscar un lugar donde vivir y un trabajo. Nuestros sueldos estaban menguados por la inflación. Nos quedaba invertir los ahorros en un emprendimiento en alguno de los pocos sitios que reconocíamos como tranquilos. Queríamos un pueblo aislado, alejado de toda interacción con la metrópolis. Averiguamos sobre Los Cerrillos, Desaguadero y Villa La Paz. No nos importaba la lejanía. Solo que el lugar fuera limpio, tranquilo y libre de malhechores.

Con el tiempo en la Gran Ciudad se produjo la disminución del tránsito porque, ante la crisis energética, las familias ya no conseguían combustible. La acumulación de residuos en los contenedores desbordados por la escasa recolección era pavorosa. Los olores, nauseabundos. Las ratas circulaban por todas partes. Las personas en situación de calle que solían dormir en las entradas de edificios huían hacia la periferia adonde podían conseguir comida. La mayoría fue diezmada por las enfermedades. En cambio, se veían depositados en las aceras: muebles nuevos, bibliotecas colmadas de libros, computadoras de última generación, colchones King Size y enseres de cocina relucientes. La clase media, humillada por la pobreza, vivía en la calle.

Nosotros partimos con lo que pudimos a Los Cerrillos, en el centro de las travesías llanas. Nada nos importaba, queríamos alejarnos de la tristeza y la decadencia de la Gran Ciudad. Nos instalamos en una pequeña pero cálida cabaña y abrimos un comedor de cocina casera para lugareños y forasteros. Intentábamos olvidar lo que sucedía en nuestro lugar de origen.

Mientras tanto, en la metrópolis, la mayor parte de los edificios de oficinas se había enfermado con síntomas de contaminación del aire en los espacios cerrados que provocaban náuseas, mareos y jaquecas a quienes todavía trabajaban. En un principio la Sociedad de Arquitectos recomendó tener las ventanas abiertas en forma permanente y cambiar los sistemas de ventilación, pero luego advirtió que el mal era interno. No se los podían sanar y, en consecuencia, había que demolerlos. Las compañías de derrumbe estaban a la orden del día. Otras construcciones que tenían fallas estructurales también debían ser destruidas a través de la implosión. Era un espectáculo dantesco para los ciudadanos escuchar las detonaciones y ver que la onda expansiva se movía hacia adentro de los edificios que caían como si fueran de arena. Ya ni pájaros había porque hacía mucho tiempo los gorriones y palomas habían migrado hacia los campos en busca de comida saludable.

Supimos por las redes que, frente al caos y el desorden, el Jefe De Gobierno había impartido el toque de queda. Desde las nueve de la noche nadie podía salir de sus casas y menos aún circular. Los negocios debían cerrarse a las siete de la tarde. La capital de la vida nocturna se moría antes del anochecer. Nosotros, en cambio, podíamos escuchar música con los nuevos vecinos en el Centro Comunitario del pueblo.

Por último, y sin saber por qué los edificios comenzaron a caer solos, mientras hombres, mujeres y niños huían despavoridos hacia las zonas rurales. Supimos que los puentes y avenidas de salida estaban abarrotados y los autos chocaban entre sí en la carrera desesperada por huir de la ciudad.

Nosotros empezamos una nueva vida, tranquilos y esperanzados, lejos del desastre urbano. Sin embargo, temíamos cuando llegaba alguna familia a instalarse en el poblado. La huella del pasado envolvía nuestras entrañas. Habíamos dejado atrás el infierno y no queríamos que nadie nos los recordara.

© Diana Durán, 5 de agosto de 2024



[i] Nuñez, Belgrano y Colegiales

[ii] Palermo Soho y Palermo Hollywood

[iii] Barracas, la Boca, Parque Patricios y Nueva Pompeya

[iv] Retiro, Puerto Madero, San Telmo, Montserrat

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