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DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 


Generado con IA el 22 de abril de 2024 por Benjamín Viarenghi


DEVASTACIÓN EN EL ENTORNO. UNA FICCIÓN PREHISTÓRICA

 

Las hojas del alerce milenario comenzaron a caer en pleno verano sin que hubiera sequía en el bosque. No había explicación para la matizada gama de amarillos y las nervaduras violáceas como venas de manos ancianas. Las ramas de los pinos se quebraban ante cualquier brisa y sus hojas afiladas formaban cúmulos gigantes cerca de los troncos, asemejándose a hormigueros de termitas. Las cortezas de los eucaliptos se desprendieron en forma masiva y cayeron como rígidas cabelleras de madera para liberar a los árboles de los parásitos que los invadían. Los troncos quedaron lisos y cercados por montañas de astillas que daban un aspecto siniestro al ruinoso paisaje forestal. Las hojuelas del estrato de hierbas se habían cubierto de hongos de especies misteriosas que dibujaban manchas amarronadas y verdosas en el pastizal. Las lianas del sotobosque se derrumbaron a los pies de la mayor parte de los árboles en toscas coronas que componían un laberinto intransitable. Asfixiados por nieblas calientes, los arbustos habían podido producir pocos frutos que se habían arrugado como pasas. Las masas forestales quedaron afectadas por la acción de insectos y organismos patógenos hasta extinguirse.

Las consecuencias sobre los animales fueron pavorosas. Los murciélagos huyeron despavoridos por el hambre portando enfermedades. Le siguieron los ciervos, monos y roedores. Los gamos podían saltar los obstáculos en su huida, pero los cervatillos se lastimaban en las trampas naturales y caían moribundos. Los monos contrajeron virus letales y quedaron pocos. Las aves planeaban a baja altura hasta que perturbadas migraron hacia alguna ruta desconocida. Quedaron solo los cuervos con su plumaje negro y lustroso alimentándose de los restos mustios de lo que había sido un bosque verde y lozano.

Los habitantes de la aldea “pachamaya”[1] no querían acercarse a la arboleda enferma, pero necesitaban hacerlo para juntar los frutos y las raíces que acostumbraban comer. Cuando los hombres recolectores se internaron en los restos forestales quedaron atrapados entre lianas espinosas y sus pies sangraban al pisar las ramas desechas de los pinos y las astillas del eucaliptal. Algunos valientes continuaban a pesar de las lastimaduras en la desesperación por conseguir alimentos.

El arroyo que bordeaba la ciudadela tenía cada vez menos caudal y el agua empezaba a escasear en los pozos excavados a mano que abastecían a los clanes. Poco a poco, las chozas de ramas y palos sujetos con tallos retorcidos se transformaron en despojos al no reponer los materiales con los que se construían. Los cerdos salvajes recién domesticados se habían enfermado atacados por los murciélagos rabiosos. Los ratones campestres huyeron hacia la aldea y se comieron los pocos frutos acumulados. Las mujeres no sabían qué hacer con las crías de los ratones que se multiplicaban pese a la escasez de alimentos.

Como nadie leía ni escribía en este pueblo no se podía redactar un edicto para paliar el desastre. Entonces el jefe estableció que las mujeres debían danzar toda la noche alrededor de una fogata de ramas de eucaliptos y pinos. Siempre había ordenado con razón por lo que todas lo obedecieron y bailaron hasta el amanecer cuando cayeron desmayadas por el cansancio. Los hombres pelearon entre sí sumidos en el infortunio y el fracaso. Los niños lloraron sin nadie que los consolara.

El ecosistema estaba casi extinto y con él la vida de todos. No quedaba más que emigrar. Al amanecer todos juntaron las pocas pertenencias en atillos y comenzaron a marchar. En su trasiego, lejos del hábitat enfermo, se encontraron con otros pueblos que vagabundeaban agobiados.

Muchos habían sido advertidos por los chamanes que no debían maltratar al bosque. Pero no les habían hecho caso; continuaron extrayendo los frutos a mayor ritmo que su crecimiento y cazando a los animales al límite de la extinción en su lucha por la subsistencia.

Fue tal el destierro de las tribus procedentes de distintos hábitats devastados que, sin comunicación alguna, terminaron convergiendo en un lugar distante, un borde alejado de todo, un limbo. Allí encontraron agua, suelo, pastos, árboles y animales sanos. Un oasis en medio de la nada misma. Entonces tuvieron que organizarse. Quiénes usarían cada recurso, cómo y cuándo lo harían. Algunos comenzaron a plantar las pocas semillas que llevaban de sus huertos originales; otros decidieron domesticar a los chanchos salvajes para tener carne y alimentarse mejor; los más avanzados construyeron viviendas más resistentes que las primitivas. Las mujeres cantaron a los niños consolándolos de su dolor y cansancio hasta que se durmieron confiados. Entonces se pusieron a limpiar y tejer.

Miles de años después los arqueólogos quedaron estupefactos al descubrir en una excavación los restos de comunidades muy disímiles que habían convivido en el mismo lugar en paz y unidad. Había en el yacimiento una mixtura de artefactos culturales como vasijas, ornamentos, dibujos de bosques y esculturas de animales, que configuraban el patrimonio de pueblos que habían vivido en armonía con el ambiente durante muchos siglos.  

 

© Diana Durán, 21 de abril de 2024



[1] Pueblo de ficción

LA RESISTENCIA Y LA MEMORIA. DE LA VIEJA A LA NUEVA FEDERACIÓN

 


Ruinas en bajante de la Vieja Federación. Google Maps


El 25 de marzo de 1979 el dictador Videla inauguró la ciudad a medio terminar. Al mismo tiempo se iniciaba el llenado del embalse. Diez años tardó su construcción, una década de sufrimiento para nuestra población. La resistencia fracasó.

Era el evento deseado por las autoridades que gestaban un proyecto monumental, faraónico, fuera de toda escala. Salto Grande, la represa binacional más importante de América Latina cuya historia había iniciado en el siglo XIX, pero se había decidido en su diseño sin consultar a la población. En el acto había jefes de Estado, gobernadores, militares, profesionales, alumnos, docentes y el pueblo. ¿Qué pueblo? El dividido en dos, uno que se había quedado en la ciudad y otro echado a un nuevo lugar. La Vieja y la Nueva Federación en la provincia de Entre Ríos.

Todos formados en perfecto orden. El orden del rigor, la subordinación y el desconsuelo. Entre los niños firmes y acicalados estaba yo con mis nueve años, de delantal blanco almidonado, flaquito y tieso por el frío, sin entender lo que estaba ocurriendo. Solo sabía que media familia se había quedado en el pueblo inundado y el resto teníamos que emigrar forzadamente al otro lado del embalse sin puente que nos comunicara.  

No sé qué hago aquí. Tengo frío y nos tienen parados toda la mañana para ver ese lago que va a tapar mi casa. Me quiero ir con mi mamá, pero no puedo verla entre tanta gente. Ese señor que cortó las cintas me da miedo.

El lago inundaría más de cien hectáreas cubriéndolo todo a medida que las aguas subieran. Suelo, vegetación, esquinas, calles, casas y sueños sepultados. Hasta los recuerdos de nuestras familias quedarían sumergidos por el espejo del dique.

Antes del llenado del embalse, se demolió el pueblo. Solo quedaron algunos barrios periféricos localizados en la zona más alta. Se denominó tristemente la Vieja Federación.

En 1974 habían comenzado a construir el complejo hidroeléctrico. Llegaban a la ciudad las topadoras y con ellas la partida obligada de nuestras familias. Solo algunas se quedaron en la Federación sumergida poco a poco y sin piedad. Nadie pudo negarse. Verlo era siniestro. La demolición de las casas, la sumersión paulatina del entorno verde a orillas del río Uruguay.

Unas cuatrocientas familias habían quedado en la ciudad vieja y mil quinientas fueron trasladadas a la nueva. La identidad de un pueblo condenado al exilio.

¿Por qué mis primos están del otro lado? Ahora los veo poco. Viven lejos y no hay puente. Me pone triste no jugar en la siesta con ellos. En mi nueva casa hay unos árboles chiquitos, unos palitos recién plantados. No se ve ni un gorrión, ni una paloma. Mi perro está solo como yo. Suerte que lo trajimos, si no se hubiera ahogado. Mi mamá llora en la cocina. La comida no es tan rica como antes. En la escuela nueva hay chicos que no conozco.

El gobierno de facto lo había ordenado. Eran aficionados a las grandes obras de infraestructura sin evaluar sus impactos, especialmente los sociales. El puente entre ambos lugares se construyó diez años más tarde. Nos vimos obligados a bordear kilómetros para comunicarnos. Un verdadero apocalipsis, el entierro de los hogares, la tristeza del desarraigo.

Los federaenses debimos renunciar a nuestro lugar de origen. De nada servía la corta distancia que nos separaba de la Vieja Federación. No habíamos sido consultados. Oprimían la anomia y la ausencia de identidad.

Pasaron años de adaptación y resistencia al olvido. El pueblo se fue reconstruyendo en su interior, adecuándonos a las nuevas circunstancias, a la pérdida del terruño anterior. Algunos pocos olvidaron, otros como yo, no pudimos hacerlo nunca.

Hijo, ¿te vas a ir? Pero si ahora la ciudad está como a vos te gustaba la vieja. Los árboles crecieron, hay zorzales y calandrias, podemos visitar a nuestra familia cuantas veces queramos. Se hizo el puente entre los dos pueblos. Las cosas están mejorando y se encontraron aguas termales que traerán al turismo.

No, mamá, todo eso que decís no borra el pasado. No me voy a olvidar del día de la inauguración de la ciudad. Lo que provocó en mí está firme en mis recuerdos. Destrozaron nuestro lugar. ¿No viste cómo quedó la Vieja Federación? ¿No viste que los aserraderos están vacíos allí? ¿No conocés la historia del hombre que aún se resiste a ser mudado? Me voy a Buenos Aires, me voy a estudiar.

Cuando me recibí de abogado volví a Federación. Me dediqué a la política. Persistí en mis ideas. Como concejal escribí la ordenanza que determinó sacar la fotografía en la que se veía a Videla cortando las cintas en la inauguración de la nueva ciudad. Una rémora de los primeros tiempos. Todavía me daban escalofríos al recordar esa mañana helada.

Tuve la oportunidad de visitar muchas veces las ruinas que emergían en tiempos de bajante del río Uruguay. Cuando esto sucedía quedaban a la vista los cimientos erosionados y pedregosos de las casas derruidas y los bosques ahogados transformados en un conjunto de tocones grises y desérticos. Frente a esa desolación me parecía sentir las voces de mis primos jugando a la pelota y hasta olía la exquisita comida de mamá. Fantasmales resabios de mi niñez que nunca olvidaría.

© Diana Durán, 7 de abril de 2024 

REVELACIÓN INFANTIL


                                        Claudia Segatti (2023)

Revelación infantil

En la finca de Caucete reinaba el sol y el calor. Además, en San Juan las altas temperaturas del día contrastan con la frescura de la continentalidad nocturna. Esos cielos que permiten contar estrellas hasta el infinito. La felicidad de ser niños de departamento y pasar las vacaciones en un lugar paradisíaco.

Transcurría el mes de enero de 1979. Era el primer año que nos invitaban unos amigos de mis padres, dueños de la finca, a pasar el veraneo. Luego de atravesar pampa y desierto llegamos al oasis cuyano pleno de vides gracias al derretimiento de las nieves de la cordillera de los Andes. Paisaje único y contrastado el de la montaña rocosa ausente de bosques y el valle pródigo en frutos de la tierra.

Doce chicos, entre mi hermano, yo y los de los dueños de casa, formábamos un batallón revoltoso que retozaba desde temprano entre las vides sin que nadie lo impidiera. Arrancábamos racimos enormes y los refrescábamos en las acequias heladas para comer las uvas hasta quedar saciados. También íbamos en bicicleta a los confines del predio donde tomábamos como trofeos duraznos dulces y carnosos que guardábamos en pequeñas canastas para el postre del mediodía.

En el camino de nuestras acostumbradas aventuras se sumaban a nosotros los hijos de los caseros que vivían en un rancho de barro. Su cabaña se había derrumbado durante el terremoto del año anterior, pero lo habían reconstruido. La casona principal, en cambio, había sido la única de Caucete en no sufrir ninguna avería, tal la fortaleza de su estructura.

La finca era magnífica, aunque se había ido achicando con el devenir de los problemas económicos del país. La familia había vendido algunas hectáreas, pero quedaban las viñas alrededor de la mansión principal. Esto lo supe después porque en aquellos días de la infancia nada parecía arduo ni riesgoso.

Mis padres, mi hermano y yo parábamos en una de las habitaciones de la parte trasera de la casona cercana a la cocina. Si de tarde reinaba el viento Zonda había que quedarse adentro porque con el calor extremo era imposible salir. Entonces jugábamos a la lotería y el estanciero en el salón principal de la mansión cerca de la chimenea.

Ese año se casaba la hija del mayor de los dueños de la viña y la bodega. El evento no significaba demasiado para chicos como nosotros que solo pensábamos en jugar, corretear entre los cultivos y bañarnos en la pileta, pero hubo circunstancias particulares que llamaron nuestra atención. Durante la mañana del día de la boda una de las señoras dueñas de casa nos ordenó a las niñas que nos dedicáramos a colocar ramitos a ambos lados del camino hacia el altar dispuesto delante de la estatua de la virgen María. Así lo hicimos prolijamente hincadas por horas en el suelo. 

Mi madre me había traído ropa de fiesta para ese día. Recuerdo el vestido de plumetí blanco con un lazo rosa en la cintura. A la media tarde llegó un micro. No sabíamos quiénes venían y pensamos que era muy temprano para que arribaran los invitados. Más tarde supimos que eran los mozos. La casa estaba revolucionada.

A las ocho de la noche, todavía de día, la novia del brazo de su padre atravesó el pórtico principal de la mansión. Bajaron las escaleras de mármol y por la senda adornada con hojas y flores se dirigieron al altar. En mi imaginación la percibí como a una bella princesa con su vestido de encaje blanco. Sin embargo, desde mi lugar, sentada en las butacas dispuestas para el casamiento me distrajo ver muchas personas tras las rejas que limitaban la mansión. Me sorprendió que no estuvieran donde se realizaba la ceremonia.

La fiesta para doscientos invitados se había centrado alrededor de la enorme pileta triangular ataviada con ramos de flores blancas flotantes. Al batir de palmas del padrino salieron de la cocina veinte mozos con sus bandejas y comenzó el festín.

Durante toda la cena, a pesar de la fastuosidad reinante, por alguna razón, seguí mirando hacia los límites del predio y volví a ver a muchas personas observando atentamente lo que sucedía e incluso aplaudiendo y vivando a los novios. Entre ellos pude distinguir a los niños del rancho que jugaban con nosotros. Intenté saludarlos, pero no me vieron. Esa circunstancia me extrañó tanto que le pregunté a mi madre por qué esa gente no había estado en la ceremonia ni ahora en la fiesta. Ella estaba muy ocupada conversando con una señora de vestido largo y plateado atiborrada de joyas, quien desde la mesa de al lado me dijo, es el pueblo de Caucete, querida mía.

La fiesta ya no me cautivó. Sentí extrañeza. Esa noche de verano de 1979 experimenté una punzada en mi corazón infantil.

© Diana Durán, 1 de abril de 2024

INTERMINABLE ESPERA

 


 Ivanastar. iStock

Interminable espera

Dedicado a Amelie

La galería de la casa que habito tiene un cantero lleno de flores contra la vieja medianera. Margaritas, rosas y lilas forman una mata tupida por la que me deslizo sin quebrarlas ni sacarles un solo pétalo. Me puedo trasladar lento y tranquilo entre los pasillos y subir a las ventanas. Nadie me vence en sigilo y precaución.

Hoy la espero en el marco azul hasta que regrese. Es un asiento muy cómodo porque me permite mantener calmo sin estar saltando a cada rato para ver el jardín. Aquí me instalé desde la mañana muy temprano. Debo tener paciencia hasta que vuelva. Cuando se va yo me quedo en la casa y no hay más remedio que aguardar. Me distraigo mirando a través de los vidrios porque no puedo salir. Está prohibido.

No sé cuándo va a regresar. Hoy se fue temprano. Desayunó y partió. Me quedé solo. Tomé agua fresca y comí galletitas. Di vueltas por toda la casa. Una y otra vez rondé por las habitaciones, en especial las que tiene cosas que me gustan, mullidos almohadones y peluches de lana. Cuando me cansé decidí quedarme en la ventana y mirar hacia el exterior. Así pude ver la alameda que como un pasillo se alinea hasta el portón de entrada. Seguro que hoy habrá fiesta en el jardín. Lo sé porque algunos amigos me lo comentaron. Me invitaron, pero no creo que pueda ir. Todo depende de la hora a la que ella vuelva. Afuera se están poniendo de acuerdo para encontrarse al atardecer, durante la hora en que los pájaros vuelan a sus nidos, las liebres se cobijan en sus madrigueras; y los cuises, los cuises no sé a dónde van porque siempre andan corriendo.

Desde la ventana no veo bien el portón de entrada. Estaré como a veinte metros como mucho, pero no lo alcanzo a distinguir, menos en la puesta del sol que me da en los ojos.

Pasan horas, no sé cuántas, y no llega. Empiezo a ponerme nervioso. Agua tengo, la comida se acabó. Vuelvo a la ventana, subo y bajo de ella muchas veces. ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí sentado? Me da miedo de que no regrese. Siempre temo al abandono cuando no está. Intento dormir en su cama. Pasa un rato y me despierto. Escucho ruidos por todas partes. Si hasta me da ganas de romper algo, pero me contengo.

Son las ocho de la noche. Oigo un ruido de motor. ¡Es el auto de la familia! Ya llegan. Allí vienen por la senda del jardín. Escucho el ruido de la puerta.

¡Max, mi querido michi!, me grita Amelie apretándome fuerte con sus bracitos, y corre a ponerme comida en el comedero. ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste? ¡Sí, porque te vi en la ventana espiando! Hoy tardamos un poco porque fuimos de compras. No me olvidé de vos. Mirá qué rico lo que te traje.

 La niña me da un palito de salmón. Me relamo. Ronroneo feliz. Después me miman su papá y su mamá, pero yo la quiero a ella, porque es mi dueña.

© Diana Durán, 23 de marzo de 2024



Gato en la ventana. Acrílico de Diana Durán

ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

GEOGRAFÍAS NARRADAS. CUENTOS TERRITORIALES

 


🌎Tengo el placer de presentar este nuevo libro de cuentos que se llama "Geografía narradas. Cuentos territoriales".

📖📖📖Agradezco a Profesgeo 3.0 y especialmente a Nico Agostinucci con quien trabajamos para que salga esta edición antes de fin de año y que los profes puedan contar con ella.

👉👉👉Espero les guste su cuidada diagramación.

CUENTOS

📖 MIGRACIONES
– Se de historias de migrantes
– Nuevos rumbos, al sur
– El secreto de Palmira
– Dos vidas, dos derroteros
– El pueblo que se volaba

📖TERRITORIOS DEL INTERIOR
– Un día en el terraplén serrano
– Encuentro en Pehuen Co
– Crónica de vapores y trenes
– Catriel, el arriero
– Una maestra en la Puna

📖GEOGRAFÍAS PERSONALES
– Gestos
– Pensamientos en vuelo
– La llanura en los sentimientos
– Pinceladas
– La historia de Mary Show y su amigo Baltazar
– Solo como un perro
– La madre, el hijo y el fútbol
– La leyenda de Rosalía y sus ocho perros
– Noticias del Norte. En vivo y en directo

📖REGRESO A LA DEMOCRACIA
– Un arduo camino a la democracia
– Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
– En un banco de la plaza

UNA LUCHA A CIELO ABIERTO


Nevado de Famatina. Google Maps.


Una lucha a cielo abierto

Amarillo oro; blanco nieve y marrones montanos; verde esmeralda de las vides; naranjas y rojos de hojas otoñales y el ocre de la aridez.

Los colores de esta tierra, mi tierra.

La lucha por el oro es parte de mi vida, pero no para lucir o acumular sino para evitar que mi pueblo se corrompa por su explotación. En Famatina he luchado a cielo abierto por años junto a mujeres dignas que acompañaron esta batalla. Desde joven, antes de saber qué ocurriría.

La historia viene de lejos, desde que Juan Ramírez de Velazco fundó La Rioja. El hidalgo venía en busca de oro pensando en una nueva Potosí. Siempre el oro. Denso, blando, pesado; noble, le dicen. Indigno, le digo.

Los diaguitas de los que soy heredera de sangre y cultura hicieron del cultivo su práctica dominante. Las vides rodean el pueblo y El Camino del Inca es patrimonio de la humanidad. Aquí el rey es el Nevado de Famatina con sus cumbres heladas que nos proveen agua. Nosotros vivimos en este paraíso en el extremo oeste de las Sierras Pampeanas donde domina la montaña. Somos pocos los habitantes de la comarca, pero nuestro amor por la tierra es muy grande. ¡Qué me van a hablar de minería a cielo abierto! La provincia quiere la megaminería. Nosotros conocemos sus consecuencias.

Hicimos asambleas, cortes de ruta, acampes, pintadas entre mates y tortillas. Repartimos folletos a todos los que pasaron por la ruta. Aquí no iban a entrar los extranjeros. Se quedaron con las ganas. Ni los canadienses, ni los chinos. Tampoco los salteños, nuestros hermanos, se pudieron instalar. A ninguno se lo íbamos a permitir. Aquí surgió y seguirá vigente el lema “El Famatina no se toca”.

En las marchas conocí a mi pareja, el Atahualpa, de los pocos hombres que nos acompañaron porque esta fue una guerra de mujeres por la tierra, el cielo y el agua. Ahora que soy jubilada me puedo dedicar más, aunque estoy cansada sigo a pesar de las denuncias y las amenazas.

 

Aquí los docentes enseñábamos a los chicos lo que iba a pasar si las mineras se instalaban. Quizás habría más trabajo y por eso los hombres no nos acompañaron, pero ¿y las consecuencias? Las aguas escurrirían con plomo, mercurio, manganeso y cianuro. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Y el aire con ese polvillo tóxico que lo invadiría todo?

Al oeste del pueblo hay unos abanicos de tierra que caen de las montañas y corre el río que lo bordea y se seca. Las laderas son marrones; las vides son verdes en contraste con el ocre del entorno árido. Con la llegada de la primavera y más aún en verano los tonos de las viñas se tornan verde rabioso. Cuando los días se acortan el color de las hojas va cambiando y se vuelven amarillas, naranjas y hasta rojas. El azúcar corre por sus nervaduras. Nuestra Famatina, estrecho poblado en medio de la sequedad, se rodea de color. ¿Qué pasaría si llegaran a contaminarse las corrientes que la riegan? Aparecerían las aguas “de contacto” que así se llaman porque todo lo intoxican.

 

Hoy mi pueblo encabeza la lucha contra la megaminería en la Argentina. Otros han desistido o abandonado bajo las presiones políticas, el cansancio y la falta de recursos. Nosotros no. Seguiremos peleando siempre.

 

Hasta que el negro de la muerte me excluya.


© Diana Durán, 8 de noviembre de 2023

 

 

DELIRIOS

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