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ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 


Olivos en los años 70. Instagram. Los rincones de Olivos

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 

Olivos sobre Libertador cerca de la quinta presidencial. Un barrio mixto residencial, comercial y portuario, donde se mezclan petit hoteles, chalets ultramodernos y altos departamentos suntuosos a la vera de la hermosa avenida donde los jacarandás florecen en primavera que tiñen las calles de lila. También hay cuadras transversales, oscuras y estrechas con lugares extraños y sombríos, como si fuera el patio trasero de la ciudad. Allí se combinan peluquerías de barrio, boliches de dudosas prácticas y casas semiabandonadas cubiertas de hiedras. Algunas callejuelas terminan en un cul-de-sac de irremediable tortuosidad. El paisaje del puerto de Olivos es otro mundo donde emergen yates, veleros, prefectura y demás instalaciones relacionadas con las clases altas que van a los clubes de yacht y, también, con quienes solo son paseantes domingueros. Un lugar apacible, a pesar de que a finales de los años setenta nadie podía sentirse seguro en ningún lugar.

 

 

Matilde viajaba todos los días desde su modesta casa de chapas en la Isla Maciel para cuidar a los niños Echevarría en ese sector de Olivos. Dos horas de viaje que incluían cruzar el Riachuelo y trasbordar varios colectivos hasta alcanzar el lugar donde vivía la familia, en Libertador al dos mil. Los padres, ambos ejecutivos, trabajaban mucho así que todas las mañanas esperaban al servicio doméstico para salir . La pequeña Sofía tenía solo tres años y Leandro recién comenzaba el jardín. Matilde no se quejaba. Adoraba a esos niños a quienes había visto nacer y criaba desde entonces. No había tenido hijos, por lo que ellos eran como suyos.

Los chicos la querían muchísimo y esperaban su llegada con ansiedad pues vivían con angustia el hecho de que sus padres partieran todos los días para volver casi de noche. Siempre subyacía el miedo a quedarse solos. La vecina era muy agradable y cuando Matilde se retrasaba, cruzaba generosamente el pasillo, a pedido de la madre, para quedarse con ellos contándole cuentos mientras llegaba “Mati”, como le decían, que siempre aparecía con su sonrisa cándida y gesto maternal. El tono paraguayo se le percibía en la manera de hablar y en las costumbres que se le habían “pegado” a los niños de tanto estar con ella, como tomar mate o comer chipá.

La empleada se ocupaba de todo. Llevaba al mayor al jardín de infantes acompañada de Sofi; hacía las compras diarias; realizaba habituales paseos con la pequeña por las calles soleadas; preparaba el almuerzo y, después del mediodía, retiraba al niño. El pobre concurría a doble escolaridad en una escuela bilingüe cercana. Todavía no sabía leer y escribir, solo su nombre, pero repetía “hello”, “hi”, “good morning”, “how are you”, y demás frases previas a la alfabetización en su propia lengua.

Matilde discrepaba de los padres en muchos aspectos, pero se guardaba muy bien de decirlo. No quería enfrentarlos y cuidaba su trabajo tan imprescindible dado que su marido solo hacía changas. Era una mujer sencilla, cariñosa y tranquila. Una típica matrona paraguaya regordeta y sonriente.

Una mañana primaveral, de vuelta de buscar a Leandro, Mati decidió cambiar el rumbo hacia la calle Manuel de Uribelarrea para comprar un poco de fruta en la vieja verdulería que quedaba a una cuadra. Con manzanas y peras en el bolso, sorprendió a los chicos al decir, qué les parece si visitamos el puerto un ratito. Total, es temprano. Ambos saltaron de alegría como hacían cuando se salían un poco del itinerario habitual para ir a la plaza o la heladería. Nunca habían ido tan lejos, pero el puerto quedaba solo a cinco cuadras de dónde estaban. Podrían contemplar los veleros y yates, y disfrutar de vistas distintas a las cotidianas. Como nunca habían ido por ese camino y con mucha precaución, la muchacha tomó bien fuerte de la mano a los niños. Cuando los chicos llegaron al puerto sintieron el aire fresco y gritaron sorprendidos al ver los triángulos blancos de las velas en los mástiles y las maderas lustradas de los yates. Les parecía un dibujo de los cuentos del “Pirata Malapata” o el “Barco del Abuelo” que Mati les solía leer. Disfrutaron del aire y del horizonte. No estaban acostumbrados más que ir a la quinta el fin de semana y a Pinamar durante las vacaciones. Qué lindo, exclamó Leandro. Cuando sea grande voy a ser capitán, siguió entusiasmado. La carita de Sofi se había iluminado con una gran sonrisa y saltaba de alegría. Al avanzar la tarde se veía más gente en los alrededores, quizá por el día tibio y soleado. En un momento Matilde advirtió que algunas personas los miraban con cierto recelo e, incluso, sintió murmullos de desagrado. ¿Tal vez por mi apariencia diferente a la de los niños? pensó.

Pasada una hora, la muchacha se dio cuenta de que se había hecho tarde. Propuso entonces, regresemos, pequeños, ya es hora. Lea y Sofi se negaron y empezaron a protestar, primero, y a gritar y llorar, después. Así ocurre cuando están cansados, asumió Mati.

Fue entonces cuando sucedió. Un oficial de la policía portuaria se les acercó y preguntó con clara desconfianza, ¿por qué lloran estos niños? Usted, ¿quién es, señora? Soy Matilde Giménez, la persona encargada de cuidarlos, dijo un poco humillada. Muéstreme sus documentos, espetó el oficial. Matilde no llevaba ningún documento. A esa altura estaba asustada, pero también indignada. Pe nĩ nokuapĩ (1), expresó por los nervios que la sobrepasaron en ese momento.

En pocos minutos, una gran cantidad de individuos rodearon a la mujer y los dos pequeños. Siguió una escena de cuchicheos y menosprecios de toda índole. Los pobres terminaron demorados en la policía del puerto para averiguación de antecedentes de la mujer. Al cabo de largo rato, pudo Matilde, entre nervios y llantos, comunicarse con los papás de los niños que aparecieron bastante ofuscados por la imprudencia de su empleada. Desde entonces, no volvieron a tenerle la confianza que habían depositado en ella. Se notaba en el trato y en un pedido de anticipación permanente de sus movimientos con los chicos.

La ida y vuelta de la muchacha de su casa a la de los Echeverría se transformó en una larga travesía poco feliz. Se sentía apenada por la desconfianza de los padres. Estos volvieron a tratarla bien, más por necesidad que por respeto. Matilde no volvió a ser la misma. Una sombra había cubierto la relación que tenían. Pensaba en otro trabajo más cercano. No tanto sacrificio. Lo único que la frenaba era el amor por sus “hijitos”, como ella les decía: “kunumi” (2). 

 



(1) Por favor, no me detenga: Esta es la frase más normal en guaraní y se utiliza para pedir a alguien que no interrumpa o detenga lo que uno está haciendo.

(2) Kunumi: significa "muchacho" o "joven" en guaraní y se usa para referirse a los niños con cariño.

 

© Diana Durán, 26 de mayo de 2025

LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

ASCENSO SERRANO

 

 

Cerro Bonsái. Villa Ventana. Foto: Héctor Correa.

ASCENSO SERRANO

 

Todos los años Javier y yo encaramos la aventura de escalar distintas serranías de la comarca.

El sendero más difícil nos llevará con lentitud a la cima de la sierra desde donde admiraremos el valle y su colorido ajedrez de cultivos y pastizales. Serán nuestros desafío y recompensa estivales.

 

Dividimos en varias etapas el ascenso. En la primera, divisamos un conjunto de cabañas aisladas tras la colina y el viejo castillo en ruinas de una aristocrática familia. El río escurre divagante sus aguas cristalinas y los rectilíneos caminos se bifurcan irregulares cuando llegan al pie de la siguiente serranía. En el tramo posterior, descubrimos con sorpresa el cono forestado al que nombran cerro "Bonsái" por su simétrica pequeñez. Luego de tomar algunas fotografías, escalamos los balcones rocosos que asoman quebrados en la ladera serrana.

Admiramos el paso receloso de un bello zorro platinado y la elegancia de un chiflón de agudo pico rosado y despeinado penacho. Bajo la sombra de unos solitarios espinillos reposan tres búfalos que ni se inmutan y nos miran displicentes, moviendo de lado a lado sus lentas cabezas.

No falta mucho para llegar a lo alto de la sierra. El esfuerzo nos demuestra nuestra destreza y arrojo. Estamos orgullosos de la travesía.

Llegamos casi a la cumbre cuando unas nubes bajas y oscuras nos impiden ver la última parte del itinerario. A los pocos minutos se despejan y nos damos cuenta de que estamos perdidos en tierras desconocidas, abandonados a nuestra inesperada suerte.

La selva que nos rodea es tan densa que no nos permite ver la luz del sol y tan húmeda que la transpiración nos obliga a despojarnos de nuestras camperas y colgarlas de unas lianas para continuar el camino entre helechos gigantes y arbustos entrelazados. Desconocemos el entorno, más parecido al sur andino que a la comarca serrana.

En el afán de buscar un poco de luz en la oscuridad nos internamos aún más en la espesura incógnita. Entonces escuchamos unos rugidos aterradores. No sabemos de qué animales salvajes se trata. Corremos y corremos uno detrás del otro, tropezándonos y levantándonos varias veces para no ser devorados por las bestias que nos acechan. Nos lastimamos con ramas salientes y troncos caídos. Aceleramos sin freno la carrera pues vamos a ser atrapados ya que los gruñidos arrecian.

Gritamos desesperados por ayuda y nadie nos escucha. Abrazados nos dejamos caer por un desfiladero de rocas sin saber adónde nos lleva.

El estrepitoso descenso nos devuelve como en un hechizo al tranquilo paisaje serrano inicial. Estamos ilesos, libres de las aterradoras circunstancias vividas. Nos abrazamos desconcertados. Javier me pregunta, ¿dónde habrán quedado nuestras camperas? Nunca lo sabremos, un nuevo ascenso sería impensado.

 

© Diana Durán, 30 de abril de 2025


LOS BICHOS QUE DOMINARON EL MUNDO, PERO NO PUDIERON EN KAMCHATCKA

 


Los chauchen de Kamchatka 


LOS BICHOS QUE DOMINARON EL MUNDO, PERO NO PUDIERON EN KAMCHATCKA

 

La temperatura había subido tanto en tierras y mares que la situación del mundo era alarmante. Selvas transformadas en bosques raídos. Praderas doradas por las gramíneas convertidas en páramos grisáceos. Estepas arrasadas por torrenciales lluvias escurridas en los cauces secos volviéndose aluviones de barro y rocas.

Los profundos lagos glaciares secados abruptamente generaron olas de inundación en los ríos emisores, aguas abajo. Los esteros, en cambio, se ampliaron a dimensiones que ocuparon vastos territorios con pantanos colmatados y pestilentes.

Las cordilleras perdieron sus picos helados y las sierras, sus bosques húmedos. Todo era caótico.

Desde entonces comenzaron a proliferar los bichos. Todo tipo de bichos. Los escarabajos y sus miles de especies se desplazaban nadando y cubrieron con oscuridades los espejos de agua. Las mariposas, tapadas de lodo parecían polillas y como no encontraban flores en el ambiente caían muertas por millones.

Las hormigas abundaban en las partes altas de las colinas en torres semejantes a las de las termitas. Las avispas y abejas unieron sus enjambres que colgaban voluptuosos de los pocos árboles restantes en un paisaje aterrador.

Moscas y mosquitos se reprodujeron por doquier transmitiendo enfermedades antes desconocidas. Las vacunas que habían permitido dejar atrás el dengue y la fiebre amarilla ya no protegían a las personas.

Los grandes ojos de las libélulas se agrandaron más allá de sus cuerpos transformándolas en deformes y perjudiciales, como había sucedido con los saltamontes y grillos.

En las ciudades, las cucarachas, con sus cuerpos planos y ovalados, largas antenas y patas rapidísimas, invadieron aún más casas y departamentos de todas las clases sociales. Se hicieron más resistentes y pudieron vivir en todas las zonas devastadas de la Tierra porque no requerían ni agua ni comida durante largo tiempo. Transportaron plagas y enfermedades por doquier al evadir los nuevos insecticidas que la ciencia se apresuraba en inventar.

No había barrera física que pudiera contener la invasión de los bichos. Los mosquiteros eran horadados, las trampas esquivadas, los venenos duraban lo que un lirio o su uso excesivo afectaba a los propios individuos. Los depredadores para el control biológico como las bacterias tampoco sirvieron.

¿Qué debía hacer la humanidad frente a la catástrofe ambiental y la consecuente proliferación de insectos de todo tipo? Esa era la pregunta elemental de los científicos e industriales, pero no la podían responder a pesar de sus estudios de vanguardia y la tecnología de punta que utilizaban.

Aquí comienza la historia de un pequeño lugar en los límites del mundo, cerca de Petropavlovsk-Kamchatsky, capital de la península de Kamchatka, famosa por sus volcanes activos y géiseres.

En sus cercanías había un pueblo que se llamaba koriako[1], una de cuyas tribus, los chauchenn era pastores de renos. Como erraban por las extremas tierras siberianas, conocían los mosquitos en los veranos cuando se derretían las capas que cubrían los suelos helados de la Rusia oriental. Los bichos invasores no los habían atacado hasta el momento de su contacto con otros pueblos.

Los chauchen fueron muy inteligentes. Cuando ocurrió el encuentro no se enfrentaron, pues como eran itinerantes cada vez que descubrían algún nuevo insecto levantaban sus tiendas de pieles y continuaban sus gélidos periplos en las extremas soledades de la Tierra. Acostumbrados a convivir con los mosquitos, no consideraron enemigos inevitables a las múltiples especies que se les aproximaban.

Por ese entonces, una expedición de científicos vulcanólogos que estudiaban el derretimiento de las nieves peninsulares conocieron a unas familias chauchen en las pedregosas encrucijadas de Siberia y aprendieron de ellos a evitar insectos. Así fue como esa manera de vivir intuitiva, pero sagaz enseñó mucho a los investigadores que continuaron sus trabajos en Kamchatka y se llevaron las originales enseñanzas para difundirlas en las comunidades de intelectuales de sus países. Los chauchen continuaron indiferentes su eterna peregrinación.

Mientras tanto, más allá de esas tierras heladas, el resto del mundo continuaba su lucha perpetua contra el dominio de los bichos.



[1] Los koriakos (también llamados koryaks o coriacos) son un pueblo indígena del krai de Kamchatka, en el Extremo Oriente ruso. Tradicionalmente, se han dividido en dos grupos principales: Nemelan (Nymylan) (habitantes costeros, con un estilo de vida más sedentario basado en la pesca); Chauchen (Chauchven) (pastores de renos nómadas, cuyo nombre significa "ricos en renos").


Fuente de la imagen: La dura vida de un pueblo nómada en Siberia (Fotos) - Russia Beyond ES

© Diana Durán, 21 de abril de 2025

VIAJE AL PARAISO

 


La casona de Manuel Mujica Láinez en Cruz Chica, cercana a la Cumbre. Cristina Borrajo. Google Maps

VIAJE AL PARAISO

El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y se escapan, monótonas, como siempre: Ve, sigue, sigue tu camino…

Manuel Mujica Láinez. El vagamundo. En Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana. 1975

Múltiples elecciones tomé en la vida, pero, entre ellas, cómo y dónde vivir fueron dominantes. Siempre estuve seguro sobre la profesión; elegí la ingeniería antes de egresar del secundario y, dentro de ese campo, la agronómica. Quería estar en contacto con la naturaleza, el suelo, el campo, la producción y mejorar la situación de mis ancestros.

Nací en Córdoba, provincia gran productora de cereales, granos y oleaginosas; pero también agro tecnológica por excelencia. Villa María, mi ciudad natal, es un centro clave de la producción agrícola y ganadera, y también cuenta con instituciones que impulsan el desarrollo tecnológico y la innovación en la región. Estudié la carrera en la Universidad Nacional de Villa María y, al poco tiempo, me convertí en parte de ese engranaje fatídico que convirtió la tierra en una mercancía barata.

No me costó encontrar trabajo. En un principio actué en asesorías para empresas agropecuarias. Luego tuve tanto trabajo como el que podía abarcar en mi afán de alcanzar la seguridad económica de manera temprana.

Venía de una familia de chacareros que la habían yugado. Yo no quería eso y pude diferenciarme de las manos rugosas y lastimadas de mi padre de tanto cosechar y de la espalda encorvada de mi madre por trabajar en la huerta. Gracias a su sacrificio pude ser profesional.

Me casé con una compañera de colegio, Mirna, bella como pocas. Tuvimos dos hijos, Camila y Martín, a quienes a pesar de que los adoraba, no los veía mucho, dado mi eterno trajinar por campos y ciudades del pujante sudeste cordobés. Me convertí en parte de un sistema para el que la tierra era una mercancía, pero nunca pensé que me conduciría a la tragedia. Mi esposa falleció joven, demasiado joven, debido a una leucemia por exposición a los agroquímicos en algún momento de su primera infancia. Ella también era hija de chacareros. Por entonces, los chicos estaban estudiando en Córdoba capital y se arreglaban solos. Allí quedaron.

Quise renunciar a toda esa maquinaria maldita. Me sentía parte del mecanismo que había enfermado a Mirna. Las grandes llanuras de la Argentina se habían transformado durante décadas de agricultura y ganadería intensivas e industriales, sumadas a la crisis climática y grandes catástrofes. Se sufrían inundaciones por torrenciales lluvias, más allá de lo que los suelos podían absorber; y sequías o épocas de déficit en que éstos se resquebrajaban cual desiertos de zonas áridas. Los pueblos rurales de la región núcleo pampeana fueron despoblándose. Quedaban bajo el control de las corporaciones que tenían capitales y tecnología para seguir sacándole el jugo. Podría haber continuado en mi lugar tratando de enfrentar los riesgos, pero sentía una culpa insalvable.

No expliqué mucho a mis hijos, ellos sabían de mi necesidad de cambio, de alejarme del lugar que me había causado tanta tristeza. Camila me había dicho está bien papá, si es lo que querés de tu vida, hacelo, con un dejo de melancolía. Tal vez recordaba a su madre y me reprochaba con razón que abandonara el hogar compartido. Martín solo había expresado sin demasiado interés, dale viejo, comprendo tu situación, encará lo tuyo. Él era el mimado de su madre, entendí su desdén. Las palabras de Camila me dejaron un sabor amargo que llevé conmigo. Era el eco de un reproche que, aunque silencioso, pesaba como mármol. Y las de Martín, breves e indiferentes, me dolieron mucho porque confirmaban que su herida era más honda de lo que él podía admitir.

Así fue como viajé a La Cumbre en el valle de Punilla, sin dar demasiadas explicaciones a ellos, a mis amistades y compañeros de trabajo. Un lugar donde pensé encontrar sosiego y olvido.

Era una ciudad que reflejaba el legado de los inmigrantes británicos que llegaron a comienzos del siglo XX. Cerca estaba Cuchi Corral, un acantilado con vista panorámica del valle del río Pintos y otros paisajes únicos. La ciudad combinaba elegancia, naturaleza y una oferta cultural interesante. El clima serrano, las casonas de estilo inglés y el ambiente tranquilo sumado a la cantidad de actividades al aire libre me ofrecían un ámbito ideal para superar mi angustia. Vagué por los arroyos, escalé serranías, visité muchas veces el museo “El Paraíso” de Mujica Lainez, con su repujado estilo colonial. Leí con fascinación la obra de Manucho. Comparaba su vida con mi cambio por la calma serrana, aunque no tenía objetos preciados que atesorar. Me identifiqué con él a pesar de nuestros opuestos orígenes. Yo no tenía nada que ver con la burguesía de su época, pero por alguna razón esa forma de vida me atraía. Al final de ese primer recorrido me encontré tan triste como al principio. No tuve sosiego, extrañaba a Camila y Martín quienes no se contactaban mucho, tal vez resentidos por mi súbita decisión.

Había comprado una cabaña sencilla en Cruz Chica, donde residí, cerca de El Paraíso donde vivió el escritor.  Inspirado por ese lugar mágico decidí virar el derrotero y edificar un complejo de cabañas para administrar. Descubrí un nuevo mundo lejos de maquinarias y mieses. Comencé a recuperarme mientras veía erigir las construcciones en el entorno del paisaje ondulado. Tras terminar cada una, caía un estrato de mi depresión.

Poco a poco, me alejé de la tristeza en esa bendita tierra serrana. Un día Camila me expresó a la distancia, pues nunca me habían visitado, su contento por la decisión. Papá, qué buena idea, ya iremos a verte. Martín, más lejano, opinó escueto, viejo, buena inversión. La medida de la separación continuaba firme entre ellos y yo.

Un verano, bastante tiempo después, los vi llegar a todos, a mis hijos con sus parejas y, con gran sorpresa, a mi pequeño nieto, hijo de Camila, a quien no había conocido. Algo sucedió, inesperado. El verlos iluminó mi vida mucho más que el entorno verde y el cielo diáfano que circundaban las cabañas. Todo les encantó y disfrutaron de lo que podían hacer, pero estoy seguro de que el reencuentro familiar fue, finalmente, lo más significativo para ellos. Mucho más para mí.

Desde entonces los veo florecer cada verano sin prisa y sin culpas. También los visito. Lo que había sido escape se transformó en redención.

© Diana Durán, 14 de abril de 2025

 

LAS AGUAS BAJARON TURBIAS

 


Fotografía. Laureano Correa

Las aguas bajaron turbias

Fue la peor catástrofe del siglo en la región. Una tormenta copiosa seguida de inundación en una ciudad cercada por límites físicos de todo orden: terraplenes, caminos, canales, alcantarillas en mal estado, entre otros obstáculos. Todo confluyó para que “las aguas bajaran turbias” (1), literal la metáfora, hacia los sitios contiguos al mar. Tampoco se salvaron el centro ni los barrios de clase media. Las imágenes eran dramáticas y penosas. Los más jóvenes con el agua arriba de la cintura intentaban circular para rescatar sus cosas y ayudar a sus familiares. Los ancianos y los niños se refugiaban en los pisos altos, desvanes y hasta en los techos. Inútil salvar algo que estuviera en subsuelos o plantas bajas. Los que pudieron preservaron sus vidas. Otros, lamentablemente, no lo lograron. La televisión mostraba imágenes desgarradoras de las pérdidas y los salvatajes. Los autos navegaban llevados por las corrientes hasta estrellarse contra obstáculos urbanos y otros se apilaban como cajas de cartón arrastrados por torrentes feroces. Los árboles se doblegaban por la fuerza del agua y todo tipo de materiales como masas informes era impulsado por la corriente hasta enredarse en marañas indefinidas. Un hombre se agarraba de un poste luchando contra la deriva para no ser arrastrado. Nunca se supo si se salvó. Eran imágenes que sin pudor mostraban los medios. El agua destruía todo a su paso al entrar en casas, negocios y garajes, pero también convertía plazas y parques en piletas. No se salvaban ni las bibliotecas de las universidades y colegios. Los libros flotaban arruinados.

A medida que avanzaba la noche la humedad penetraba en cada cuerpo y lo hacía temblar de frío y miedo. La pavura de perder la propia vida y la de familia y amigos era escalofriante, pero también la certeza de que sus viviendas sufrirían daños lamentables. Se ahondaba la sensación de inseguridad de cada uno de los evacuados. Fue una noche de brujas, de terror, de silencio, de absoluta soledad, aunque muchos estuvieran acompañados.

Las horas no pasaban, pero el nuevo día llegó inexorable y con él el tiempo de volver o de saber lo que no se quería saber. Qué había pasado… Para los evacuados no era posible, estaban reunidos en escuelas, iglesias y otras instituciones; hasta en casas particulares. No conocían dónde estaban sus seres queridos, no había luz ni comunicaciones lo que aumentaba la angustia generalizada.

Así de delirante era la situación no prevista por las autoridades, no anticipada, más que a posteriori, por todos los niveles jurisdiccionales. Había estudios enjundiosos sobre la posibilidad del riesgo desde años atrás y, sin embargo, no se habían tomado en cuenta. Yacían en los escritorios de los aspirantes a doctorados o presentados en congresos por prestigiosos investigadores; o permanecían indiferentes en la virtualidad. Habían sido inútiles frente a la desgracia, si bien después fueron consultados por los medios. Qué nivel de responsabilidad le correspondía a cada uno es una cuestión para discernir.

En cambio, la solidaridad comenzó a manifestarse para equilibrar tanto descalabro social y natural. En cada punto, en cada lugar del país la población empezó a reaccionar. Juntaron todo lo que pudieron y lo llevaron a diversos centros de acopio. Toneladas de ayuda de personas desinteresadas y conmovidas.

Algunos objetos eran innecesarios, según lo difundió un miembro de la Cruz Roja que en un programa televisivo sentenció que no se requería ropa porque no era posible clasificarla. Advirtió que era mejor depositar dinero. Pero la gente no quería eso, quería dar lo que tenía. Que un pantalón, remera o pullover propios abrigara a alguien con nombre y apellido: a algún niño, a una anciana, a un pobre de los tantos sufrientes afectados. Nadie tenía la receta de cómo debía ayudar, pero en cada club, en cada parroquia, en cada escuela se acumulaban agua, lavandina, prendas, juguetes, enseres de todo tipo. Lo que podían, lo entregaban.

Sentí el corazón desgarrado al ver tanta desgracia, tanta pérdida cercana a mi lugar. Punta Alta también había sufrido lluvias torrenciales y evacuaciones, pero no tanto como Bahía Blanca. Me senté en una silla y luego de separar la ropa de abrigo que ya no usaba, la más linda y cómoda que pude encontrar en mis placares, la doblé con parsimonia y prolijidad, la clasifiqué, la envolví minuciosa. Luego la llevé a un club cercano a mi casa. Incluso algunos recuerdos preciosos que guardaba de mis nietos. Entonces me sentí satisfecha.

A la noche lloré cuando ese conocedor de los desastres dictaminó a viva voz que no era necesaria. Me sentí una refugiada afectiva más. Había reunido memorias tangibles de cuando trabajaba, de cuando salía a pasear o ropa cotidiana, de entrecasa, con la que vivía mi vida que no había afrontado ninguna calamidad natural. Mis pertenencias anónimas terminarían, según el destino anunciado, comidas por las ratas o producirían enfermedades y deberían ser quemadas como lo había sentenciado un ignoto señor.

© Diana Durán, 15 de marzo de 2025

 



[1] Las Aguas Bajan Turbias es una película argentina de Hugo del Carril basada en la novela El río oscuro de Alfredo Varela (quien también colaboró en el guion).

PROYECTO INTERDISCIPLINARIO INNOVADOR A PARTIR DE LA LECTURA DE CUENTOS TERRITORIALES ("EL PUMA Y LOS NIÑOS")




PROYECTO DE LAS PROFESORAS AMALIA AMAYA (GEOGRAFÍA) Y MARIANA DE LA TORRE (LENGUA)


ESCUELA NORMAL SUPERIOR. DALMACIO VÉLEZ SÁRFIELD, VILLA DOLORES, CÓRDOBA.


RESUMEN DEL PROYECTO Y JUSTIFICACIÓN

    Leer, escribir y hablar no son procesos apartados de la realidad y descontextualizados de la práctica del hombre, vivimos en constante proceso de lectura e interpretación de textos, donde confluyen el proceso de oralidad, lectura y escritura. 

    La acción de enseñanza en el ámbito de las disciplinas: Artes Visuales, Lengua y Literatura, Biología, Geografía y Metodología de la investigación en Ciencias Naturales, permite la posibilidad del conocimiento e interpretación del mundo, de enriquecimiento personal y de acción social y comunicativa de los estudiantes. 

    El trabajo interdisciplinario de la lectura, interpretación y socialización de cuentos geográficos "Estampas Territoriales" de Diana Durán: "Amores de Frontera" y "El puma y los niños" y leyendas de nuestro país y de países limítrofes, incentiva a que los jóvenes se aventuran en nuevas oportunidades de aprendizajes, en la reflexión de problemas sociales y sobre todo en contribuir a generar un pensamiento flexible para una formación integral entre varias cátedras. 

    El objetivo primordial, además de promover la comprensión lectora y la interpretación de textos de diferentes tipologías, es también la articulación de diferentes niveles (Inicial, primaria, secundaria y superior), de nuestra escuela, promoviendo y reconociendo la interrelación entre la sociedad y la naturaleza. Los inconvenientes que surjan serán el punto de partida en el desempeño de nuestro Proyecto Innovador, que como Institución y comunidad educadora que somos, afrontaremos el desafío de integrar y asumir nuestra responsabilidad para mejorar nuestras falencias. 

DESCRIPCIÓN DE LA PROBLEMÁTICA EN TÉRMINOS DE DESAFÍO

    Desde el área de Lengua, desde hace un tiempo se viene observando que los estudiantes de primer año del ciclo básico presentan una falencia de comprensión lectora e interpretación de textos.

    Propuesta: se decide iniciar el presente proyecto buscando una transformación en todos los niveles institucionales de manera interdisciplinaria: nivel inicial (en salas de 4 y 5), nivel primario (6° grado), nivel medio (1° año, divisiones A, B, C y D.

    Espacios curriculares: Biología, Geografía, Lengua, Matemática, Tecnología, Artes Visuales) 4° año (Metodología de la investigación en Ciencias Naturales), nivel superior: profesorado de educación secundaria en Biología (3 año: Práctica Docente III; 4° año: Práctica Docente IV, Didáctica de las ciencias naturales, Biología humana y salud; profesorado de educación primaria (Práctica docente IV, ateneo de ciencias naturales).

Actividades que se realizaron 

    Comprensión lectora. Lectura en voz alta. Interpretación de textos. Conectar ideas. Identificar el propósito principal y secundario de emisor. Participación y confección de actividades Responsabilidad y compromiso con alumnos de distintos niveles y sus pares. Utilización del vocabulario adecuado. Exposición clara y precisa. Presentación de láminas con predominio sobre textos, prolijos sin errores ortográficos. Elaboración de souvenirs. Utilización de herramientas y técnicas para la resolución de situaciones problemáticas concretas. Análisis de información estadística relacionada con poblaciones.






Resultados

    Uso de las TICs: Google Maps, diseño y edición audiovisual, Diseño de maquetas y títeres. Dramatización, dibujos, participación, asistencia y puntualidad, lectura y expresión oral, normas ortográficas y gramaticales (escritura creativa). 
Trabajo colaborativo y en equipo (articulación entre niveles). Utilización de canvas y documentos Drive para trabajar de manera colaborativa con las tics. Correcta interpretación de consignas de trabajo y ejecución de actividades, coherencia conceptual. 

    Normas de convivencia: respeto y aceptación de diversas opiniones. Correcto andamiaje y acompañamiento pedagógico, transposición didáctica. Identificación de diferentes tipos de textos. Reconocimiento de flora autóctona y su importancia.


Los alumnos de primer año participantes

Valoración final

    El involucramiento y participación de nuevos docentes y espacios curriculares durante la segunda etapa del proyecto. Hubo actividades planificadas que no llegaron a desarrollarse por mal funcionamiento de dispositivos tecnológicos. El impacto a nivel institucional fue positivo ya que se lograron concretar las metas propuestas a través del desarrollo de las actividades planificadas. 
    El proyecto es altamente replicable para ser implementado durante los próximos ciclos lectivos sumando nuevos grados, cursos, espacios curriculares y docentes.       Es esencial este tipo de proyectos porque cambian la dinámica de las clases y ayudan a la integración de los diferentes espacios curriculares y niveles educativos.

    Finalizamos el proyecto con la puesta en común y la presentación del siguiente video realizado por profesores de Arte y los estudiantes de 1er año secundaria.




Los profesores participantes del video

Como escritora de los cuentos territoriales nada me hace más feliz que estos proyectos elaborados por profesores y alumnos con tantas ganas y excelente producción.

Diana Durán

Vean este hermoso video:





El cuento utilizado en el proyecto: "El puma y los niños" CUENTOS TERRITORIALES: EL PUMA Y LOS NIÑOS

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