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ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

CRÓNICA DE VAPORES Y TRENES

 


La vieja casona de Goya, Corrientes hoy (Street view)

Crónica de vapores y trenes

 

Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas. Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de mis padres.

El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los abuelos.

Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá, tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar, pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los cítricos.

Lo cierto era que en Goya pasábamos los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe, entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña, gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones, muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.

Años después, ya en la adolescencia, los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó vendiéndose.

En 1990 se dispuso la racionalización de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían migrado a la gran ciudad.

Tampoco el barco de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más por el Paraná. Su historia siguió como hotel flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate. Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.

Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.   


© Diana Durán, 6 de marzo de 2023 

 

REFLEXIONES DE UNA MADRE POBRE

 


Calle Bartolomé Mitre, Once. Street View.


Reflexiones de una madre pobre

 

Esta noche no sé qué les voy a dar de comer. Al mediodía se acabó el último paquete de fideos de la bolsa que recibo del movimiento. Estoy desesperada. Ya no puedo pedir más fiado en el almacén. No volví por la vergüenza de no poder pagar lo que debo. Mis padres están peor que yo. Con la mínima los dos, no me pueden ayudar, tapados de deudas. Me pregunto para qué se jubilaron, pero, aunque sea tienen para comer de la huerta y el gallinero. Extraño mis pagos. Mi Corrientes. Mi Empedrado. Mi yvy[1].

Los chicos me miran con ojos tristes porque saben lo que pasa. Esa pena me pide comida. A Romancito le di la teta hasta hace poco. Va a cumplir cuatro. Lo vengo engañando para que tenga algo en la pancita. Pero se da cuenta. Lo mismo pasa con Diego. A veces como cena les doy mate cocido con el pan de sobra que me regalan en la panadería de la vuelta. Hacemos cola para conseguirlo. Mi hijo mayor aguanta más porque tiene ocho, hasta se las arregla solo. Va al bar de la otra cuadra y pide, aunque sea una porción de pizza, a veces lo sacan cagando. No sé cómo pueden ser tan desgraciados. También pasa por el Mac Donald’s de Rivadavia y revisa las sobras, encuentra algunas papas o el resto de una hamburguesa. Lo que tiran. Después le duele la panza, muchas veces sufre por lo que come. Se le hincha el estómago y a mí me lastima como a él, pero es la tristeza que me duele.

En el colegio recibe el almuerzo, de lunes a viernes. El fin de semana es de terror. No me gusta mandarlo al colegio sin las fotocopias del libro y que se atrase porque no tengo plata. A veces tenemos que copiar del cuaderno de otro chico. Debo dos meses de alquiler. Si no consigo un trabajo mejor nos van a echar. Le dije a la asistente que con la asignación que tengo me alcanza para pagar el alquiler de este cuarto de pensión roñosa. Baño y cocina compartidos. Olor rancio. Se escuchan peleas. Mantengo limpio nuestro cuarto, aunque el resto sea un asco y las cucarachas entren por debajo de la puerta. Fue lo único que encontré. No me hallo en este barrio, me pongo triste cuando paso por Cromañón, pobres pibes. Pero está a un paso de la estación de Once cerca de todos lados. A veces voy al merendero de la otra cuadra. Se llama “Luz y Esperanza”, como si la hubiera. Es de la Rama Cartonera del movimiento Evita. Muchos van.

El padre, bien gracias, desaparecido en acción. Pensar que era buen hombre. Trabajador. Lo echaron de la curtiembre y empezó a tomar. Yo me fui con mis hijos de la casita donde vivíamos en Mataderos apenas se puso violento. Ya vi mucha violencia en mis pagos. No me iba a agarrar a mí, me la vi venir y al primer cachetazo me fui con los críos.

No me queda otra que ir a los cortes, aunque no soy piquetera. Ellas sí que se organizan, arman trueques y cocinan en los comedores. Algunas van contentas. A mí no me gusta porque tengo que llevar a Román a cuestas mientras Diego está en el colegio y después lo tengo que ir a buscar. La AUH me sirve solo para el alquiler de este cuarto. No quiero volver con mi marido. Ni sé en qué andará. Aquí por lo menos trabajo por hora. Junto mil, mil quinientos por día. No puedo laburar mucho porque me tengo que ocupar de mis hijos. No quiero que se queden solos porque me da miedo. ¿Y si se los llevan? Ha pasado.

Es domingo. Son las once de la mañana. A pesar del frío y la llovizna, hacemos fila en la puerta del comedor. Hoy hay guiso de lentejas. Al menos van a comer al mediodía. Después se verá.

Pienso en esta vida desgraciada, en morir. A veces imagino dejar a los chicos en algún lugar. Después miro esas caritas y me arrepiento. Me abrazo a ellos de noche y sueño con otra historia.

        Hoy me desperté con una idea. Regresar a donde nací, a la casa de mis padres, a mis pagos. Salir de esta mugre, de la tristeza, de la calle de Cromañón. Que mis hijos conozcan el verde y el cielo. Volver a los esteros claros, a las costas coloridas del río Paraná, a oler el aroma de los pinos y eucaliptos, a trabajar la tierra. No importa lo duro que sea. Se que allá también hay pobreza. Pero es distinto. Tengo que ahorrar para los pasajes. ¿Podré? Ahora tengo un sueño, una esperanza.


Allí va el futuro, emergiendo con muletas del exilio.



[1] Yvy: tierra en guaraní


© Diana Durán, 24 de octubre de 2022

RELOJ TESTIGO

 


RELOJ TESTIGO

    La mesa ovalada con patas torneadas para doce comensales era el lugar de reunión de la familia. Un reloj de péndulo en madera de roble cerezo se distinguía en el comedor. Vivían en una casa típica de Corrientes de estilo colonial en donde se disponían la cocina con un horno de hierro a leña, un baño gigante con azulejos negros y blancos y muchas habitaciones que daban a una galería interior con columnas de hierro, tejas, molduras y pisos de terracota. Era la residencia de los Ordoñez. Algunos de las piezas eran depósitos de tabaco. No podía ser de otra manera en Goya, centro tabacalero por excelencia de la Argentina. Un limonero y una planta de quinotos sobresalían entre los canteros junto al aljibe en el centro del jardín tropical. Al fondo de la casa, una hectárea de yerba mate era cuidada por una pareja que vivía en un rancho.

    Goya se encuentra a la vera del anchuroso río Paraná. El amplio valle frente a la ciudad hace que parezca una pequeña isleta en el entorno selvático. Da la sensación de que el río y la floresta se la devorara durante las periódicas inundaciones.

    Doña Delfina había tenido una muerte prematura al dar a luz a la menor de la familia. El padre, un buen hombre, quedó a cargo de los dos niños mayores y de la pequeña Victoria. Ordóñez era un comerciante tabacalero muy trabajador y leído. Tanto que intentaba enseñar a la familia y a los vecinos la ley de la gravedad con un balde cargado de agua que hacía girar sin que el agua cayera. Todos quedaban boquiabiertos. A pesar de la falta de la madre, la familia tenía una vida de pueblo serena y apacible, y muchos sobrinos, tíos y amigos que mermaban esa ausencia. La niña Victoria a los diez años tocaba el piano y cantaba para deleite de su padre. Fernán y Oreste eran estudiosos y buenos chicos. Pero Goya no colmaba sus ambiciones.

    El reloj giró sus manecillas muchas veces hasta alcanzar el tiempo en que los hermanos decidieron migrar a Buenos Aires para seguir la universidad. Con gran éxito terminaron la carrera de abogacía. Victoria no estudió, pero a la usanza de esa época se casó con un empleado de oficina, “ya entrada en años” como se solía decir en esas épocas cuando una señorita estaba llegando a los treinta. Fue cuando falleció su padre que viajó a Buenos Aires y allí conoció a su esposo paseando por el Rosedal. Con él formó una familia y tuvieron una hija. Aquí deberíamos decir: “y fueron felices y comieron perdices”. Pero no. Los hermanos lograron posiciones muy importantes como gerentes de empresas porteñas y se dedicaron a hacer dinero, mucho dinero. No se sabía de dónde habían sacado esa tremenda vocación por la plata. Algo que no habían mamado de la familia paterna. Así fue como a la hora de repartir la herencia de la casa de Goya lo hicieron dejándole a Victoria solo la tercera parte, pese a lo ricos que eran. No consideraron que ella había cuidado del padre enfermo y de la casa durante los años en que ellos estudiaban. De todo lo que había en Goya, los hermanos solo le permitieron quedarse con el reloj de madera de cerezo y la mesa familiar. El esposo se enojó mucho por la desvalorización de su mujer por lo que estuvieron muchos años sin ver a Fernán y Oreste.

    Fernán sobre todo se había convertido en una persona tacaña. Tan tacaño era que cuando alguien iba de visita a tomar el té a la mansión que había logrado comprar con su fortuna era invitado con galletitas de agua porque tenía acciones en la empresa que las fabricaba.

    El reloj giró sus manecillas muchas veces hasta que la pequeña Fiona acompañó a su madre Victoria, muy amiga del ama de llaves, a visitar el caserón de Fernán en el barrio de Belgrano, especialmente cuando sus dueños viajaban a su casa de veraneo en La Falda. La residencia era soberbia y muy atractiva para la niña. Tenía un cristalero con mueblecitos de porcelana, juegos de té diminutos, floreritos azules de bordes dorados, copitas de cristal de Bacará, elefantes de distintos tamaños en marfil, relojes que imitaban a los grandes y estatuillas orientales en piedra dura. Todo minúsculo y tan bello que la niña se quedaba abstraída observando. Una fabulosa colección de treinta y dos tomos de la Enciclopedia Británica de tapa dura dispuestos en estantes de madera que ocupaban una pared gigantesca del living era otro de los atractivos de la solemne casa. Una hilera de grandes jarrones de porcelana inglesa, francesa y china colocados en un estante altísimo rodeaba todas las paredes del comedor. Todo esto veía Fiona en su paso hacia la cocina. El comedor daba al recinto al que se accedía por un pasillo interminable cubierto de alacenas. La niña se preguntaba si en toda la despensa habría solo paquetes de galletitas de agua que era lo único que se ofrecía en esa casa. Sabía que en el sótano había una bodega, pero eso no le interesaba. En cambio, jugaba en el amplio jardín con los hijos de Fernán. Cuando los visitaban, Victoria ayudaba a mantener flores y plantas y conversaba mucho de su Goya natal con la señora, también correntina, que estaba a cargo de los niños y del servicio de la residencia. Uno de los chicos, Hernán, era algo raro en sus gestos y el otro, Silvio, era un hermoso joven que le gustaba a Fiona que estaba segura de que él también gustaba de ella.

    A pesar de la fastuosidad de las casas y de su poderío económico Fernán y Orestes fueron infelices, sobre todo el primero que se casó con una mujer muy mala, verdaderamente mala y más tacaña que su marido con la que tuvo los dos hijos. Hernán siempre estaba en la cocina al cuidado de una encargada. Tenía cierta discapacidad intelectual y un problema de tartamudez. Cuando saludaba a Fiona tardaba diez minutos para pronunciar su nombre. Fio, Fio Fio, Fio Fio Fio, hasta que lograba decir, Fiona y luego continuaba el saludo, lo que le causaba mucha gracia a la niña, pero como era educada no se reía de él. Silvio, sobreprotegido por la madre, era un joven triste que siempre andaba escondido tras las puertas vidriadas o encerrado en su habitación y aunque su mirada era encantadora tenía un rictus ciertamente extraño.

    Fiona supo mucho tiempo después que el niño que le gustaba había sufrido un brote de esquizofrenia a los dieciocho años y a los treinta se había desbarrancado con el auto en un mirador de las serranías de Córdoba a solo diez kilómetros de La Falda donde la familia tenía la casa de veraneo. También se enteró de que lo encontraron dos años después a fuerza de contratar a un famoso detective, oficial de la  Policía Federal, destacado por los resonantes casos que resolvía.

    Tuvieron que pasar muchas otras vueltas de manecillas del reloj para que Fiona se enterara de que esos niños que conoció en la mansión de Belgrano eran sus primos y Fernán y Oreste sus tíos. Comprendió que su madre quería entrañablemente a sus sobrinos y que por eso iba a verlos subrepticiamente, sin que ni su marido ni su hermano ni su cuñada lo supieran. Nadie descubrió que pasaba largas tardes en el jardín con el ama de llaves recordando la casa de Goya y evocando las anécdotas de la vida local. Victoria acariciaba a los niños y les cantaba canciones infantiles en recuerdo de su pueblo. Los niños la adoraban por su ternura y sencillez.

    Fiona siguió la tradición de su madre y por muchos años, ya muertos los tíos y sus esposas, siguió visitando a su primo Hernán que quedó al cuidado del ama de llaves ya añosa según las órdenes del curador. Fue el único heredero de la gran fortuna de Fernán. Él siempre la recibía con una gran sonrisa y le decía ho, ho ho, ho ho ho, hola; Fio, Fio Fio, Fio Fio Fio, Fiona. Ella lo abrazaba fuertemente y se iban al jardín a disfrutar de las tardes soleadas después de haber comido una rica torta casera que le preparaba Fiona con mucho amor.


© Diana Durán, 19 de julio de 2022

 

 

 

CORRIENTES EN SOLEDAD

 


Esteros del Iberá cerca de Concepción. Foto: Diana Durán

CORRIENTES EN SOLEDAD


Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la muerte.

 

Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de Concepción de la Virgen María[1], donde había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.

Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta. También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los carpinchos, el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los “chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.

El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.

Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento, la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.

Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho. Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó del caballo.

La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.

En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos. Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la savia, el humo, la brea.

Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar, vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era dantesco. Estaba solo.

Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales, palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].

Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza, Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.



[1] Antes Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.

[2] Emilio White. Fotógrafo de la naturaleza. 

                                                                                    © Diana Durán. 21 de febrero de 2022

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