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NOSTALGIAS CORRENTINAS

 


Carpinchos. Foto: Diana Durán



NOSTALGIAS CORRENTINAS

A mí no me gusta esta ciudad, pero soy pobre. Qué otra cosa me queda que aguantar a este chiquilín malcriado por la madre. A cada rato tiene berrinches. ¿Tendrá algún problema este gurí que se tira al suelo y patalea ante el menor regaño? Cha, que esto no es normal. Allá en el campo, en Mburucuyá, si uno se retobaba, enseguida lo castigaban y volvía a portarse derechito nomás. Hasta que pasó el incendio…

Cuando el Santi se cae o le duele la panza, yo le canto “El Mamboretá” que tira de la patita para que no se lo lleven las hormigas, y mi niño se pone contento. Pero me acuerdo de mi hermanito, angá pobrecito que me abandonó ese día y eso me deja muy triste. Entonces ya no quiero cantar.

Esa sí que era vida. Andar entre las gallinas, los patos overos y barcinos de la laguna, los chajáses y los biguáses. Las garzas y las cigüeñas, tan blancas y gigantes, con esos picos que podían engullir hasta una anguila. Acercarse a los esteros y ver algún yacaré tirado para tomar sol, brillando con colores relucidos. Nunca me dieron miedo, porque ellos hacían su vida: entraban entre los pajonales al agua y después salían a secarse. Y los carpinchos con sus crías. Ahora les dicen distinto, les dicen capibaras, y hay muñecos por todas partes, pero son solo muñecos. Los carpinchos verdaderos son marrones rojizos, nunca rosados ni celestes. Este gurí tiene peluches de carpinchos de todos los colores. No son como los de mi tierra.

Aquí, en Buenos Aires, nadie sabe cómo es mi Corrientes porá, tan bella, tan mía. A mi familia la fundió el incendio: perdimos los yerbatales, y hasta los eucaliptos se quemaron y ahora son negruzcos. No quedó ni una planta de pasionaria, tan hermosa la flor. El fuego fue muy rápido. El rancho crujía como si gritara. Yo corría, gritaba, pero el fuego ya había decidido. Mi mitã’i (1) se me fue esa noche, el techo lo arrancó de mis brazos. El monte lo guarda ahora.

Por eso me mandaron aquí, para ser niñera. Me tengo que ocupar de este saraki (2) que no me da tregua. Yo quiero volver a mi pueblo, a mi Mburucuyá, cerca de los esteros, y bailar en los días del “Festival del Auténtico Chamamé”, que así se llama en mi querida patria. Aquí no se come la mandioca, ni saben lo rica que es. Tampoco el chipá, aunque vi el otro día en el mercado que lo venden congelado. Parecen tontos estos porteños, ¿cómo van a congelar el chipá? Por eso yo se los preparo como en mi tierra, con almidón de mandioca, si consigo con la poca plata que me dan para los mandados. Y no dejan ni uno. Si hasta el doctor, que es el papá de Santi, se enllena de chipá cuando yo se lo cocino.

Ay, quién me manda a estar tan lejos, en Buenos Aires, si yo quiero ir a mi Corrientes. Voy a ahorrar para volver. De a poquito voy a juntar la platita para los pasajes. Total, es un pasaje y medio. La estación de Retiro está cerca del departamento. Esta familia no lo quiere mucho. No me voy a ir sola, me lo voy a llevar al Santi; así no extraño al mío, se me van las pesadillas y no transpiro frío nunca más.

 

Hoy sé que los señores van a salir a pasear. Estoy decidida: me voy con Santi a Mburucuyá, para cuidarlo mejor, para que no esté tan encerrado aquí. Le voy a enseñar los esteros, los yacarés y los carpinchos verdaderos, cantando “El Mamboretá” bajo un cielo lleno de luciérnagas.

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A la mañana bien temprano, mientras le doy mate cocido calentito y le enseño a distinguir los cantos de los pájaros, aparece una camioneta blanca en la entrada de la casa. Bajan dos hombres con camisas celestes y una mujer con cara de enojo. ¿Dónde está el niño?, preguntan. No digo nada. Santi trepado a un árbol de guayabo. Lo buscamos desde hace días; usted no puede llevárselo así nomás, dice el principal. Yo les ofrezco chipá, les hablo de los esteros, de los yacarés, de la pasionaria que volvió a florecer en el patio. Pero no entienden nada y me encierran muchos días en la cárcel y, lo peor, se llevan a mi chiquito.

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Desde que salí del encierro, cuando veo al carpincho con sus crías, pienso que es él, que me viene a visitar. Y me pongo a cantar “El Mamboretá”, aunque esté sola.

A veces me parece que el gurí me habla desde el estero, o me deja piedritas en la puerta. Aunque nadie lo dice, yo sé que va a volver. O capaz nunca se fue. O capaz… era el otro. No importa. Yo lo espero igual.


(1) Mita’í: niño pequeño en guaraní, expresado con ternura.

(2) Saraki: travieso en guaraní.

© Diana Durán, 3 de noviembre de 2025

LA CASA DE GOYA

 


El frente de la Casa de Goya, hoy. Street View.

LA CASA DE GOYA

De niños amábamos ir a Goya. El sol, la arena y el cálido Paraná eran los protagonistas del verano. En ese entonces, la ciudad se denominaba la pequeña París, por su vida cultural, su arquitectura afrancesada y sus costumbres refinadas. Viajábamos desde Buenos Aires en vapor, el Cabo Corrientes. El barco tenía camarotes con baño privado, salón comedor y cubiertas para pasear mirando el río. Allí, mamá ataba a mi hermano a un mástil, temiendo que se cayera por la borda de tan terrible que era.

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Miro por el visor la entrada de Caá Guazú. Las paredes están muy deterioradas. La puerta grande se transformó en garaje. El algarrobo de la vereda está esquelético; apenas lo viste una raída copa. Una voz extraña que no sé de dónde procede me dice, ¿volviste?, a lo que yo respondo turbada, siempre te recuerdo.

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La casa de la abuela Francisca era un verdadero castillo para nuestra visión infantil. No por lujosa, sino por su aspecto para chicos de departamento. El comedor tenía una mesa para doce comensales, un reloj que daba campanadas solemnes, sillas de madera tapizadas, cuadros al óleo, vajilla de plata y jarrones de porcelana.

En el centro de la casa, un jardín inmenso lleno de plantas y árboles frutales, dos de los cuales el abuelo nos asignó como tesoros: el de quinotos era mío; el limonero, de mi hermano. Nos sentíamos poderosos. En el medio del jardín había un aljibe circular, con paredes y piso de ladrillos. El brocal de mármol tenía un arco de hierro repujado, por donde pasaba una roldana con la soga y el balde de donde tomábamos un agua deliciosa.  Mi hermano y yo solíamos asomarnos y tirar alguna piedra pequeña para escuchar el eco que producía al caer.

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Toco el timbre y espero. El sol de la siesta correntina me envuelve como antes. Sale una señora mayor, amable, aunque distante. Le cuento mi historia con ánimo. Ella sonríe levemente, pero su respuesta me desarma: ya no hay jardín; solo un pequeño patio central. Me cuesta imaginarlo, si era el corazón de la casa. ¿Cómo se puede destruir algo tan bello? me pregunto. Ya no están el limonero, ni el árbol de quinoto; los frutales son sucios, dice la mujer con firmeza; ahora tenemos hermosas macetas de cemento, ordenadas y limpias, con helechos y palmeras. Siento que algo se hunde bajo mis pies. Como si mis recuerdos se hubieran desplomado junto a troncos y follajes.

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Las habitaciones cerradas guardaban tabaco. No sabíamos entonces que de allí salía una renta importante. Solo nos llamaba la atención el olor intenso cuando corríamos por la galería. La cocina era vieja, pero en ella la abuela preparaba manjares. No sé cómo se limpiaba semejante caserón, pero sí sé que las mujeres de la familia no lo hacían. Había criadas, tres o más, que mantenían todo pulcro y brillante.

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¿Y el aljibe? interrogo bastante inquieta, porque la mujer no me deja atisbar los ambientes que recuerdo con tanta claridad.  Ya no se usa; lo taparon. Me duele tanto, como si hubieran destruido el hito más significativo de la casa.

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La abuela me había contado que el bisabuelo, marino mercante, enseñaba la gravedad girando en el aire un balde lleno de agua. Creo que de allí nació mi vocación geográfica. También el bisabuelo había dado clases de geografía sin ser profesor, y se hacía anunciar en los pueblos cercanos con banda de música incluida. Todo un personaje de época.

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¿Sabía que aquí mi bisabuelo enseñaba a los vecinos?; lo hacía muy bien, con brújula y mapas, afirmo queriendo dejar una huella. No, pero me gusta esa historia, responde la señora a la que nunca pregunté su nombre, ni su relación con la casa.

También vivía aquí un señor llamado Dante; residía en el fondo y cuidaba el sector cultivado de maíz, mangos y mamones, esos que trepaban el alambre tejido; con los frutos hacían dulces. La miro fijo como si quisiera que comprendiera la importancia de mi presencia. Ah, imagino que ese señor habrá vivido en el terreno de atrás; hace mucho se vendió a una familia de Resistencia que adquirió el lote cultivado; ahora es una quinta de fin de semana.

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No quiero oír más. Saludo brevemente y me alejo de la casa. No quiero llorar, pero me quiebro y sollozo. Descubro que mi pasado infantil ha sido borrado sin pena ni gloria de la historia de esa casona. Me doy cuenta de que es así y no hay retorno.

Mientras camino de regreso al hotel una voz me susurra al oído. Aún guardo tus pasos en la galería. Y yo recuerdo tu perfume de tabaco y azahares. Entonces comprendo que todos esos recuerdos están en mí y me integran, así como, de algún modo, yo formo parte de esas paredes tan queridas.


© Diana Durán, 22 de octubre de 2025

POESÍAS DE ALUMNOS DE VICTORIA, ENTRE RÍOS

 


Los alumnos de tercer año de la Escuela Secundaria N° 6 de Contexto Rural de Rincón de Nogoyá, Victoria. Entre Ríos.

En el marco del trabajo con el cuento "El Riesgo de un Castigo" de Diana Durán, perteneciente a la colección Cuentos Territoriales, los estudiantes de 3er Año del Ciclo Básico de nuestra Escuela Secundaria N° 6 de Contexto Rural de Rincón de Nogoyá, Comuna del Departamento Victoria, Entre Ríos, han creado valiosas producciones que reflejan la emoción y la pérdida que sintió una familia durante una sequía.

A partir de sus experiencias personales y entrevistas realizadas en nuestra comunidad, que ha sido afectada por la bajante del Río Paraná y la situación hídrica y productiva de la zona, nuestros estudiantes han logrado plasmar en poemas y raps, la esencia de la historia y su conexión con la realidad que viven.

Con esta actividad, se buscó interpelar la realidad, tomar consciencia y destacar la importancia de preservar y velar por nuestros bienes comunales naturales, como el Río Paraná y el suelo que nos brindan vida y sustento. 

Prof. Nicolás Jara


Aquí los poemas y raps


RAP DEL ABUELO

Joaquín Pensotti

Mi familia fue bondadosa y por bondadosa fue hermosa

Dios quiera que en el futuro no le haga cualquier cosa

siempre vivimos del campo y aunque fue complicado siempre pudimos comer gracias a nuestro ganado.

Yo nací allá en Grecia desde chico planté vid luego vine pa’ Argentina supe lo que era vivir.

Ahora se me secó el campo yo no sabía qué hacer

se me murieron las vacas

ya no tengo pa’ comer.

 

Mi familia siempre fue buena se tuvieron que esfozar para buscar la comida en el campo trabajar mis dos nietos estudiaron a Córdoba se fueron

pa’ pagarles los estudios me costó bastantes ceros.

 

RAP

Emiliano Gaitán

El abuelo vino de Grecia.

Con la emigración

culpa de las guerras y su frustración.

 

Llegó a Entre Ríos

de fauna

llena de vida

de tierra fértil

donde todo era alegría

con esta paz y toda la armonía

pero todo esto un día cambiaría

porque se aproximaba

una gran sequía.

 

Todo era caos, emigraciones de animales y bomberos apagando

incendios forestales.

 

La familia perdería todo lo que habían logrado y para tener comida

malvendían sus ganados

hace tiempo no llovía

los campos se habían secado.

 

Después de un largo tiempo

la lluvia vino y para celebrar se juntaron con amigos

en chiste el abuelo dijo

sequía yo te maldigo

todos ya felices

porque creció el trigo

pero aprendieron

lo que es el riesgo de un castigo.

 

INFIERNO ENTRERRIANO

Bruno Cáceres

Que fea pérdida

sufría la familia

que el ganado perdía

culpa de la sequía

 

Don Rambo sufría

Por el campo sin vida

Testigo sería

Del castigo que venía.

 

Un incendio azotaría

A la provincia ya perdida

Por mucho que rezarían

La lluvia nunca llegaría.

 

Un infierno pasaría

Esa pobre provincia

Por culpa de los humanos

Por demasiado pasaría.

 

 

LA NATURALEZA

 

Micaela Graff

 

En el campo de mi familia

como un castigo del cielo

Llegó un día la sequía

Que, sin piedad, azotó.

 

El sol ardiente quemaba,

la tierra dejó sin vida.

Sin rastro de agua ni pasto

nuestro ganado sufría.

 

El incendio que siguió,

Fue una guerra declarada

Mi familia me guió

Para seguir en esta vida condenada.

Aprendimos una lección.

Cuidar la naturaleza, tener otra intención

Y cuidar esta belleza.

 

DOLOR

Agustina Albornoz

Increíble el dolor sembró

esta pérdida en mi corazón

Tal vez en otra vida

En esa vida no había sequía. Tal vez... "En otra vida"

Tal vez en otro universo

En este universo estábamos todos contentos

Tal vez... "En otro universo"

Tal vez en otra época

La inundación era mito

Y la sequía era leyenda

 

Tal vez... "En otra época"

 

En esta vida

Todo es tristeza y dolor Que esta sequía

Sembró en mi corazón

 

Agradezco profundamente este trabajo tanto del profesor Nicolás Jara como de sus alumnos.

Diana Durán, 10 de diciembre de 2024

ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

CRÓNICA DE VAPORES Y TRENES

 


La vieja casona de Goya, Corrientes hoy (Street view)

Crónica de vapores y trenes

 

Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas. Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de mis padres.

El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los abuelos.

Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá, tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar, pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los cítricos.

Lo cierto era que en Goya pasábamos los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe, entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña, gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones, muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.

Años después, ya en la adolescencia, los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó vendiéndose.

En 1990 se dispuso la racionalización de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían migrado a la gran ciudad.

Tampoco el barco de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más por el Paraná. Su historia siguió como hotel flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate. Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.

Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.   


© Diana Durán, 6 de marzo de 2023 

 

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