RELOJ TESTIGO
La mesa ovalada
con patas torneadas para doce comensales era el lugar de reunión de la familia.
Un reloj de péndulo en madera de roble cerezo se distinguía en el comedor.
Vivían en una casa típica de Corrientes de estilo colonial en donde se
disponían la cocina con un horno de hierro a leña, un baño gigante con azulejos
negros y blancos y muchas habitaciones que daban a una galería interior con
columnas de hierro, tejas, molduras y pisos de terracota. Era la residencia de
los Ordoñez. Algunos de las piezas eran depósitos de tabaco. No podía ser de
otra manera en Goya, centro tabacalero por excelencia de la Argentina. Un limonero y una
planta de quinotos sobresalían entre los canteros junto al aljibe en el centro
del jardín tropical. Al fondo de la casa, una hectárea de yerba mate era
cuidada por una pareja que vivía en un rancho.
Goya se encuentra
a la vera del anchuroso río Paraná. El amplio valle frente a la ciudad hace que
parezca una pequeña isleta en el entorno selvático. Da la sensación de que el
río y la floresta se la devorara durante las periódicas inundaciones.
Doña Delfina
había tenido una muerte prematura al dar a luz a la menor de la familia. El
padre, un buen hombre, quedó a cargo de los dos niños mayores y de la pequeña
Victoria. Ordóñez era un comerciante tabacalero muy trabajador y leído. Tanto
que intentaba enseñar a la familia y a los vecinos la ley de la gravedad con un
balde cargado de agua que hacía girar sin que el agua cayera. Todos quedaban boquiabiertos.
A pesar de la falta de la madre, la familia tenía una vida de pueblo serena y
apacible, y muchos sobrinos, tíos y amigos que mermaban esa ausencia. La niña
Victoria a los diez años tocaba el piano y cantaba para deleite de su padre.
Fernán y Oreste eran estudiosos y buenos chicos. Pero Goya no colmaba sus
ambiciones.
El reloj giró sus
manecillas muchas veces hasta alcanzar el tiempo en que los hermanos decidieron
migrar a Buenos Aires para seguir la universidad. Con gran éxito terminaron la
carrera de abogacía. Victoria no estudió, pero a la usanza de esa época se
casó con un empleado de oficina, “ya entrada en años” como se solía decir en
esas épocas cuando una señorita estaba llegando a los treinta. Fue cuando
falleció su padre que viajó a Buenos Aires y allí conoció a su esposo paseando
por el Rosedal. Con él formó una familia y tuvieron una hija. Aquí deberíamos
decir: “y fueron felices y comieron perdices”. Pero no. Los hermanos lograron
posiciones muy importantes como gerentes de empresas porteñas y se dedicaron a
hacer dinero, mucho dinero. No se sabía de dónde habían sacado esa tremenda
vocación por la plata. Algo que no habían mamado de la familia paterna. Así fue
como a la hora de repartir la herencia de la casa de Goya lo hicieron dejándole
a Victoria solo la tercera parte, pese a lo ricos que eran. No consideraron
que ella había cuidado del padre enfermo y de la casa durante los años en que
ellos estudiaban. De todo lo que había en Goya, los hermanos solo le
permitieron quedarse con el reloj de madera de cerezo y la mesa familiar. El
esposo se enojó mucho por la desvalorización de su mujer por lo que estuvieron
muchos años sin ver a Fernán y Oreste.
Fernán sobre todo
se había convertido en una persona tacaña. Tan tacaño era que cuando alguien
iba de visita a tomar el té a la mansión que había logrado comprar con su
fortuna era invitado con galletitas de agua porque tenía acciones en la empresa
que las fabricaba.
El reloj giró sus
manecillas muchas veces hasta que la pequeña Fiona acompañó a su madre
Victoria, muy amiga del ama de llaves, a visitar el caserón de Fernán en el
barrio de Belgrano, especialmente cuando sus dueños viajaban a su casa de
veraneo en La Falda. La residencia era soberbia y muy atractiva para la niña.
Tenía un cristalero con mueblecitos de porcelana, juegos de té diminutos,
floreritos azules de bordes dorados, copitas de cristal de Bacará, elefantes de
distintos tamaños en marfil, relojes que imitaban a los grandes y estatuillas
orientales en piedra dura. Todo minúsculo y tan bello que la niña se quedaba
abstraída observando. Una fabulosa colección de treinta y dos tomos de la
Enciclopedia Británica de tapa dura dispuestos en estantes de madera que
ocupaban una pared gigantesca del living era otro de los atractivos de la
solemne casa. Una hilera de grandes jarrones de porcelana inglesa, francesa y
china colocados en un estante altísimo rodeaba todas las paredes del comedor.
Todo esto veía Fiona en su paso hacia la cocina. El comedor daba al recinto al
que se accedía por un pasillo interminable cubierto de alacenas. La niña se
preguntaba si en toda la despensa habría solo paquetes de galletitas de agua
que era lo único que se ofrecía en esa casa. Sabía que en el sótano había una
bodega, pero eso no le interesaba. En cambio, jugaba en el amplio jardín con
los hijos de Fernán. Cuando los visitaban, Victoria ayudaba a mantener flores
y plantas y conversaba mucho de su Goya natal con la señora, también
correntina, que estaba a cargo de los niños y del servicio de la residencia.
Uno de los chicos, Hernán, era algo raro en sus gestos y el otro, Silvio, era
un hermoso joven que le gustaba a Fiona que estaba segura de que él también
gustaba de ella.
A pesar de la
fastuosidad de las casas y de su poderío económico Fernán y Orestes fueron
infelices, sobre todo el primero que se casó con una mujer muy mala,
verdaderamente mala y más tacaña que su marido con la que tuvo los dos hijos.
Hernán siempre estaba en la cocina al cuidado de una encargada. Tenía cierta
discapacidad intelectual y un problema de tartamudez. Cuando saludaba a Fiona
tardaba diez minutos para pronunciar su nombre. Fio, Fio Fio, Fio Fio Fio,
hasta que lograba decir, Fiona y luego continuaba el saludo, lo que le causaba
mucha gracia a la niña, pero como era educada no se reía de él. Silvio,
sobreprotegido por la madre, era un joven triste que siempre andaba escondido
tras las puertas vidriadas o encerrado en su habitación y aunque su mirada era
encantadora tenía un rictus ciertamente extraño.
Fiona supo mucho
tiempo después que el niño que le gustaba había sufrido un brote de
esquizofrenia a los dieciocho años y a los treinta se había desbarrancado con
el auto en un mirador de las serranías de Córdoba a solo diez kilómetros de La
Falda donde la familia tenía la casa de veraneo. También se enteró de que lo
encontraron dos años después a fuerza de contratar a un famoso detective, oficial de la Policía Federal, destacado por los resonantes casos que resolvía.
Tuvieron que pasar
muchas otras vueltas de manecillas del reloj para que Fiona se enterara de que
esos niños que conoció en la mansión de Belgrano eran sus primos y Fernán y
Oreste sus tíos. Comprendió que su madre quería entrañablemente a sus sobrinos
y que por eso iba a verlos subrepticiamente, sin que ni su marido ni su hermano
ni su cuñada lo supieran. Nadie descubrió que pasaba largas tardes en el jardín
con el ama de llaves recordando la casa de Goya y evocando las anécdotas de la
vida local. Victoria acariciaba a los niños y les cantaba canciones infantiles
en recuerdo de su pueblo. Los niños la adoraban por su ternura y sencillez.
Fiona siguió la
tradición de su madre y por muchos años, ya muertos los tíos y sus esposas,
siguió visitando a su primo Hernán que quedó al cuidado del ama de llaves ya
añosa según las órdenes del curador. Fue el único heredero de la gran fortuna
de Fernán. Él siempre la recibía con una gran sonrisa y le decía ho, ho ho,
ho ho ho, hola; Fio, Fio
Fio, Fio Fio Fio, Fiona. Ella
lo abrazaba fuertemente y se iban al jardín a disfrutar de las tardes soleadas
después de haber comido una rica torta casera que le preparaba Fiona con mucho
amor.
© Diana Durán, 19 de julio de 2022
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