LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

UNA MUJER QUE TRABAJA Y ESTÁ SOLA

 


Graneros. Tucumán. Street View

Una mujer que trabaja y está sola

Palmira nunca deja de cumplir con su trabajo. No falta. Va con lluvia, viento o granizo; caminando, en bicicleta o colectivo. Siempre llega exactamente en el horario acordado, las ocho y treinta de la mañana. Es un reloj cotidiano.

Se despierta a las seis treinta para tomar unos mates con galletas y salir. Su vida es el afuera. La propia es permanecer sola de toda soledad. Los únicos gustos que se da en su casa son coser o ver un programa de televisión. Cose para la hija y los nietos que viven en otra ciudad, para algún vecino y para los fieles de la parroquia. Otros clientes ignotos son mencionados al pasar. De su casa solo sale para hacer las compras del día, a la mercería o a algún té o bingo de la iglesia. Luego trabaja y trabaja sin cesar.

Vino de Tucumán, vía Buenos Aires. Recuerda en ocasiones su infancia, no directamente, sino que, en alguna conversación cotidiana, alude a las tareas del campo y a la comida que le hacía su madre. De allí vienen seguramente esas empanadas riquísimas que sabe cocinar con perfecto repulgue. Debe haber residido en el campo cañero, porque su cuerpo está algo encorvado, quizás de tanto carpir, sembrar, cosechar y cuidar de los animales y la huerta. Pero no lo cuenta como anécdota, le sale al pasar como pinceladas de una historia personal ajena, como si no fuera de ella.

Palmira es pequeña, morocha, su pelo muy corto, su edad indescifrable. Cuando entra a la casa saluda y cuenta algunas novedades habituales de las personas con las que interactúa en otros lugares donde trabaja. Narra, refiere, relata, describe lo que vivencia en un continuum impreciso. Observa la vida de los otros. No se trata de chismes, simplemente de un relato persistente hasta que uno termina de desayunar entre medio del ruido del lavarropas, la radio y la organización de los cacharros de la limpieza. Cuenta cómo evoluciona el esguince del pequeño de la calle Dufour, qué enfermedad tiene el señor de las oficinas que limpia, cómo sigue de la operación la señora de Irigoyen. Los temas médicos dominan su narración. No la escucho mucho porque a esa hora intento despabilarme como puedo y el murmullo de su voz monótona termina por aturdirme. A la vida de su hija y nietos alude con menor frecuencia. No se sabe dónde nació, quién fue el padre. Cuál fue su trasiego entre Graneros y Tres Arroyos pasando por Buenos Aires. Es un misterio. No lo cuenta, no dice nada. Por respeto a su historia de migrante, callo.

Reflexiono. Se que tuvo otra historia. Una violenta. Lo presiento. Lo ausculto en su mirada triste. Lo advierto en sus silencios. Algo me dice que su parquedad, su soledad incluyen un drama, una vergüenza profunda, algo que no puede ni quiere expresar. Reflexiono. La miro. La sondeo. Entonces advierto a la mujer que sufrió lo indecible, que fue golpeada, maltratada y despreciada por un mal tipo. Se me ha puesto en la cabeza que es así. Su postura gacha, la preminencia de su vida exterior, su gesto perdido me lo anticipan. Ese es el secreto de Palmira. No hay duda. Y en él el de todas las mujeres que sufren violencia. Sin salida. Nada que las salve, excepto la consabida muerte que está al acecho. Palmira la espera agazapada en su sostenida soledad.


                                                     © Diana Durán, 6 de diciembre de 2022

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