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MI LUGAR EN EL MUNDO

 




Foto: Santiago Durán

MI LUGAR EN EL MUNDO

No sé por qué tantas mudanzas o sí lo sé: deseo de conocer lugares, amor por la naturaleza, sabor de barrios urbanos y suburbanos, impulso de cambio. En suma, espíritu migratorio.

Me mudé de domicilio más de veinte veces. Una asombrosa suma para quien no es un militar o ejerce alguna otra profesión que demande el traslado continuo: viajante, visitador médico, profesor itinerante, camionero. Hay muchas actividades que exigen andar, pero mudarse, no tantas.

En mi niñez y adolescencia tuve tres domicilios, no muchos para mi espíritu de trasiego, claro que no eran mis decisiones en ese entonces. No recuerdo en detalle porque por ser chico no participaba de armar y desarmar canastos. Sí sé que tuve una niñez muy feliz en Villa Urquiza, ese barrio tranquilo y arbolado, un jardín en la ciudad, algo lejano del centro y de los colegios decididos por mis padres. Allí fui dichoso en la vereda, la plaza y la cortada. Hasta en la terraza de una casa sencilla de dos pisos donde tenía muy buenos vecinos y residían muchos niños con los que jugaba.

A mis once años nos mudamos a la avenida Libertador en Belgrano donde estuvimos poco tiempo, menos de un año. Era el conocido barrio de mis abuelos, luminoso y apacible. Allí coexistían enclaves residenciales lujosos con casas antiguas que con el tiempo serían derribadas por la modernidad y el lucro inmobiliario, entre ellas, la de mis queridos viejitos. Entrañable la banda de adolescentes en bicicletas que dábamos la vuelta manzana por la vereda para horror de los porteros. En ese departamento, de hermosa vista a la avenida y cercano a las Barrancas de Belgrano, me divertía mucho con mi hermana. Recuerdo el juego de la librería en el que envolvíamos los libros de la biblioteca familiar con papeles de diario y hasta hacíamos fichas para su simulada venta. También las casas de fantasía construidas alrededor de una vieja cocina sobre el piso de alquitrán de la terraza. Jugábamos mucho a la pelota con la pandilla de varones perseguidos por las vecinas que barrían la vereda o algún comerciante que veía peligrar sus ventanales.

Cuando murió mi abuela paterna, nos mudamos a su departamento en Combate de los Pozos, calle tradicional del barrio Balvanera: céntrico, histórico, kilómetro cero de la historia argentina y localización del Congreso Nacional. En ese tiempo cursé la secundaria y atesoré las amistades esenciales que aún conservo. También allí cometí las peores fechorías junto a mis compañeros del Salvador, colegio no por religioso menos fuente de atorrantes que de día combatían con los portafolios en la esquina y de noche vestían de smoking en las fiestas de quince. Viví en el mismo barrio cuando cursé la carrera de medicina en tiempos políticos fluctuantes entre dictaduras y gobiernos democráticos. Si habré corrido desde la facultad a mi casa luego de tomas o marchas estudiantiles.

Durante la etapa universitaria afloró en mí la idea de residir en el sur. Por aquellas épocas se consideraba un destino relevante para los jóvenes. Probé en Neuquén donde se presentó la oportunidad de una residencia en cirugía. Viré mi destino diametralmente a gran distancia de mis afectos. Sin demasiada conciencia dejé un tendal de nostalgias familiares. Durante un lustro me fui mudando por etapas a distintas localidades del rosario urbano del Alto Valle. Ninguna me convencía. Volví a Buenos Aires por un corto período, pero no me atrajo residir nuevamente en la gran urbe. No me conformaba el ser porteño, me sentía limitado por el gris urbano, el anonimato y la ciudad de la furia (1).

Entonces encaré el gran cambio de mi historia. Fue cuando resolví probar en San Carlos de Bariloche, tierra de turismo y aventura, algo banal, pero prometedora y pujante. Allí tuve que crearme un sentido diferente al vivido hasta entonces, una existencia adaptada a un medio contrastado a la gran ciudad. Busqué disfrutar del paisaje potente de la cordillera andina, las nieves eternas, los lagos cristalinos, los bosques selváticos. Así fue como gocé de cada rincón del terruño, tanto que pude conocerlo como la palma de mi mano. Cada playa rocosa, cada sendero de ascenso a un refugio, cada circuito grande o chico, cada brazo del gran Lago Nahuel Huapi, el perfil de los cerros, las cascadas escondidas y los arroyuelos sinuosos. Terminé dominando al dedillo mi entorno local. Poco a poco me fui construyendo una identidad barilochense, a pesar de que se tratara de una comunidad cerrada y heterogénea.

Logré pertenecer gracias a mi profesión y a mi espíritu aventurero. Lo cierto fue que cuando recalé en Bariloche culminó la búsqueda. Me acostumbré al frío invernal; a los aislamientos por la nieve residiendo en los kilómetros (2); a la necesidad de acumular víveres y tener un grupo electrógeno para cuando se corta la luz por los cables truncados en épocas de nevadas severas. Pero también a disfrutar de los maravillosos colores estacionales del jardín; a los zorzales de pico naranja, las bandurrias de puntas corvas y los cauquenes reales de torsos rojizos. Pude integrarme tanto a los compañeros adinerados de golf y la clase media del ámbito médico, como a mis pacientes mapuches. Y, por si todo esto fuera poco, aquí formé una familia. Nacieron y fueron criados mis hijos.

Supe finalmente que no iba a mudarme más, al menos fuera de esta ciudad. Había encontrado mi lugar en el mundo.

© Diana Durán, 22 de julio de 2024



Canción de Gustavo Ceratti.

2 Se dice “los kilómetros” a la distancia entre el kilómetro cero de Bariloche y los kilómetros de la ruta al Llao Llao.

DE PURO VAGAR


 Imagen creada por IA el 24 de junio de 2024

DE PURO VAGAR

 

No podía con mi impaciencia. Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al cuerpo.

Recuerdo que de niño llegaba del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo, me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.

A pesar de todo, no tenía los rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.

Durante la adolescencia las actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de risa de mi absurda pretensión.

A los veintitrés, habiendo terminado la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado, vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.

A los veinticuatro me casé con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos, mayor reconocimiento social. Eso parecía.  

Así continué hasta que a los treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal. Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un tema arduo y complejo pues a Rosario la atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido sin pensar, nos fuimos a Córdoba. Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse, cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.

Continué en Mendoza, provincia rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a Malargüe por distintas causas. Gané mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día más alejada.

Estando solo en esa provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza, angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.

A fuerza de mucha terapia, incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo que viajar a la ciudad para internarme.

Mi historia fue la de un hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco se sabía de ella.

Intenté con mucho esfuerzo volver a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección, mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.


¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?

Tal vez a la aurora boreal,

al témpano antártico,

a todos los puntos

y a ningún lugar.

 

Y, sin embargo,

es posible encontrar el norte,

virar los pasos

hacia algún sitio soleado,

valles, travesía y sosiego,

calor verde, pradera, tierra virgen,

ciudad cercana, central.

 

Sí, allí va el sentido,

emergiendo con muletas, del exilio. 

© Diana Durán, 23 de junio de 2024


EL SUR


Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024


EL SUR

Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él me había fatigado con la necesidad de estar siempre a su lado en extrema dependencia. Tenía la oportunidad de cambiar, de soltar ese noviazgo tedioso y agotador. La posibilidad de crecer como geóloga era irme al sur. En Buenos Aires solo conseguía asesorías y trabajos de consultora, entre papeles y computadoras, poco de lo mío. Solo recorrería el subsuelo en la pantalla. En cambio, yo deseaba el contacto con la tierra, las rocas y el sol abrasador que me habían acompañado en los trabajos de campo durante la carrera. La Patagonia me deslumbraba y sabía que Damián no me acompañaría. Siempre apegado a su trabajo rutinario de abogado, entre expedientes y tribunales. Me quería, sí, de eso no cabía duda; pero su amor era insistente y acaparador. No me daba la libertad que yo necesitaba para un desarrollo profesional valioso. Me sojuzgaba, me limitaba. Sentía una especie de acoso, no fehaciente, tal vez era mi reacción al agotamiento de la pareja.

Entonces decidí ir sola a Neuquén. Tenía una gran oportunidad de trabajo en la prospección y explotación de hidrocarburos en Añelo, la capital de Vaca Muerta, centro neurálgico de la producción energética del país. La pequeña localidad al borde de la barda del río quedaba cien kilómetros al norte de la capital de la provincia en plena meseta desértica. Parecía un punto en la inmensidad patagónica, pero su subsuelo era riquísimo. El interior sedimentario, recipiente del aceitoso y negro líquido tan preciado, había dado lugar a la radicación de más de cien empresas petrolíferas en los últimos años.

Damián no tenía hermanos y su padre había fallecido hacía tres años en ese maldito choque que había dejado a su madre postrada en una silla de ruedas. Aunque tenía una acompañante terapéutica, él no la iba a abandonar. Mi destino estaba sellado. Yo tenía toda la vida por delante. No deseaba malograr mi futuro. Decidí irme sin pensar demasiado, sin dialogar con él lo suficiente. Acepté un trabajo bien remunerado como geóloga senior de una compañía de energía líder en la Argentina y la región. El tiempo diría si mi decisión habría sido acertada o no.

Agustina era el amor de mi vida. La había conocido en una reunión de amigos y desde ese momento no me separaría jamás de ella. Era tan atractiva con su larga cabellera enrulada, los ojos negros de mirada profunda, el cuerpo delgado y sus ambivalentes fragilidad y seguridad femeninas. Me atraía su carácter expansivo y optimista; tan diferente al mío, sobrio y reservado.

Me resistí cuanto pude. Le reclamé su falta de consideración, la amenacé con dejarla, pero supe cuando se fue que transcurrirían un tiempo de amar evocándola y otro de anhelar con paciencia el regreso. Le dije esa tarde en el café de siempre que recorriera todos los lugares que quisiera, pero que volviera a mí. Estaría aguardándola.

Durante su estadía en el sur pensé con resignación en el retorno; le escribí cartas amorosas repasando nuestra historia. Le expresé con pluma apasionada que confiaría siempre en recobrar sus complejidades, contradicciones, plenitud, inclusión, deseo, perplejidad, sombra eterna y abarcadora. Pero también le manifesté la oscuridad, el llanto y la desesperanza que me provocaba su ausencia. Soñé recorrer su cuerpo y hasta sentí abrazarla dormido. No comprendía, en realidad, cómo podía haberme dejado tan fácilmente sabiendo cuánto la amaba.

Esperé a la mujer que en el fondo presentía que no iba a regresar. El invierno nos separaba, las noches eran abismo. La distancia se hacía vasta y kilométrica. No se achicaba el tiempo, el olvido rondaba.

Pasados ocho meses sentí que no debía esperar más, ni persistir añorándola. La llamé una y mil veces, pero siempre estaba en campaña. La odié. Decidí recuperar parte de mi quebrada vida. Dejé de escribirle y empecé a salir con otras mujeres.

Aquí estoy en nuestro bar. He regresado agotada de mi estancia en el sur. Mis manos ajadas, mi cuerpo exhausto del trabajo minero. Cansada del machismo reinante en el ambiente industrial. Volví hace quince días a Buenos Aires. Hoy decidí encontrarme con un amigo de Damián para saber cómo está. Tenía vergüenza de verlo, necesidad de encontrarlo, pero no me animaba. Se que lo había dejado sin pensar en sus sentimientos, que había sido muy egoísta. Quiero conocer su situación antes de conectarme con él y que sepa la novedad de mi retorno.

Una tarde la hallé en Santa Fe y Riobamba, nuestro lugar, donde la buscaba a la salida de la facultad. Allí estaba, hermosa como siempre, mi Agustina. Tanto la había amado. Parecía despreocupada tomando un café con un hombre al que no conocí porque estaba de espaldas.

Aparentaba hablar íntima y confiada con él. Entonces no me acerqué. Me senté en una mesa tras la columna, solo para poder verla y, luego de admitir la dolorosa traición, intentar borrarla de mi alma, arrancarla de mis entrañas. Eso hice. Tomé con lentitud desesperante un café negro y amargo, casi como si fuera una poción de veneno. Me levanté y partí. Sigiloso la esperé a la vuelta de la esquina.

 

© Diana Durán, 11 de mayo de 2024

LAS HOJAS DE MAYO

 

                                   



     

LAS HOJAS DE MAYO

Caminaba por la acera de la avenida 9 de Julio, una arteria comercial del este de la ciudad, rumbo a mi consultorio. Miré con atención el suelo donde las hojas de otoño de los ciruelos contrastaban con la nieve congelada de la nevada temprana del día anterior. Me llamó la atención el pequeño paisaje ya que esas hojas nunca contrastan con la nieve. Parecían una composición de Juan Lascano. En junio, cuando empiezan las nevadas, los ciruelos ya están desnudos y recién estaba a principios de mayo.

El precoz manto blanco de la comarca me remontó súbitamente a una cifra exacta, cuarenta años atrás. Llegué a San Carlos de Bariloche un 8 de mayo de 1984, adelantado a mi mujer que vendría un mes después, una vez concluidos sus trámites de desvinculación laboral.

Tras un accidentado viaje desde Viedma donde me matriculé como médico clínico llegué a destino luego de un vuelo dificultoso. Al despegar en Neuquén a bordo de un viejo Fokker B 27 biturbo hélice de LADE se produjo un severo inconveniente mecánico. El ruido metálico del avión nos asustó junto al viraje abrupto para volver a aterrizar en la capital neuquina.

Durante unos días tuve marcadas las uñas de la docente que estaba a mi lado que me clavó en el antebrazo al grito de “nos matamos”.

Mientras despegábamos y en un violento desvío, el manto dorado otoñal del follaje de los álamos de las chacras valletanas cubrieron las ventanillas del estribor del avión. Otro detalle paisajístico bello y atípico, aunque inoportuno por las circunstancias.

Tras el salvador aterrizaje pensé que era el momento de gritar ¡tierra! como un náufrago que llega a un islote en medio del Pacífico abrazado a un resto de madera.

Mi suegro me esperaba en el aeropuerto muy preocupado. Faltaban años para que se usara la telefonía celular por lo que tuvo que esperarme varias horas en la confitería. Con apagones intermitentes llegamos al departamento con terribles ventarrones gélidos.

Si bien en la ciudad no había nieve, los cerros Otto y Cuyín Manzano estaban ampliamente nevados, por lo que se entremezclaban con los colores ígneos de las lengas y ñires, la blancura de las cumbres nevadas, la perenne tintura verde de los cipreses y coihues y el intenso tono del cielo despejado reflejándose en el lago calmo. Ambos con un azul cerúleo esplendoroso.

Nada hacía sospechar lo que pasaría con el clima tan solo dos semanas después: la nevada de 1984.

Cuatro décadas después, en la ventana de mi cuarto sigo el ciclo de un árbol que revivió desde que podaron el bosque de enormes pinos que tapó desde su nacimiento el sol del oeste.

El árbol estaba inclinado hacia el este buscando vestigios de luz solar. Árbol bandera le dicen burlonamente desconociendo su sufrimiento. Su ciclo era simple, no tenía frutos y sólo algunas florcitas blancas, pero cuando el bosque de pinos fue talado, el árbol despertó. Como si hubiera recibido un tratamiento salvador, enderezó su tronco y sus ramas. El feliz follaje explotó. Esa primavera se llenó de flores y en el verano resulto ser un portentoso guindo que nos llenó junto a los zorzales de agridulces y deliciosas guindas negras.

Ahora, en este otoño crudo, veo resistir sus hojas luego de las tormentas tempranas. Se está preparando, el bosque de pinos ya no lo protegerá del gélido viento que llegará desde el Pacífico. Un mantel de hojas doradas descansa a sus pies fertilizando su tierra y lo protegerá de las crudas heladas de julio.

Las hojas de mayo tienen muchas virtudes. Son esponjas, sotobosque, alimento de insectos, conservación de la humedad, protección a distintos animales y a los ricos hongos de pino.

Las doradas hojas, pese a estar en descomposición expulsadas por su madre, son inspiradoras de cientos de poemas de amor. Quizás por la nostalgia, por su belleza, acaso por ese aroma otoñal. Indolentes esperan la lenta caída y el rastrillaje violento cumpliendo funciones hasta su final.

En mi jardín, el roble, el guindo, el abedul, el sauce eléctrico y los sorgus se visten de oro cada mayo pese a que es un preanuncio del despojo y que el sol andará escondido. El viento y el agua impúdicamente los castiga y desnuda.

Llegará luego otra etapa de brotes, brillos, mariposas, germinaciones y polinización dando vida y bienestar a los parques, calles, bosques, insectos, aves y nidos que cotidianamente ignoramos con simples miradas en vez de soñar como lo hacía Jacques Prévert en su libro de poemas “Paroles” donde habla del otoño y el amor.

 

© Santiago Durán, 9 de mayo de 2024

Las hojas muertas.

Oh, me gustaría tanto que recordaras Los días felices cuando éramos amigos...

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo...

¿Ves? No lo he olvidado...

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo Los recuerdos y las penas, también.

Y el viento del norte se las lleva En la noche fría del olvido ¿Ves? No he olvidado la canción que tú me cantabas.

Es una canción que nos acerca Tú me amabas y yo te amaba Vivíamos juntos Tú, que me amabas, y yo, que te amaba...

Pero la vida separa a aquellos que se aman Silenciosamente sin hacer ruido Y el mar borra sobre la arena El paso de los amantes que se separan.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo.

Los recuerdos y las penas, también.

Pero mi amor, silencioso y fiel siempre sonríe y le agradece a la vida.

Yo te amaba, y eras tan linda...

¿Cómo crees que podría olvidarte?

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy Eras mi más dulce amiga, mas no tengo sino recuerdos y la canción que tú me cantabas, ¡Siempre, siempre la recordaré!

 

Jacques Prévert

VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA


Refugio López. Google Maps


AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA

Todos los fines de año subíamos al Cerro López. Pasaba Año Nuevo en el refugio con mi madre, Eloísa, unidas por el deporte, nuestro vínculo más estrecho. Otros temas nos separaban, aquéllos que reflejaban sus múltiples angustias contrastadas con mi forma de ser bastante más alegre. Su amarga y sombría madurez se oponían a mi optimismo juvenil. La veía desmejorada en su apariencia luego del divorcio. Yo no entendía por qué se había dejado estar. Había pasado con mi madre tiempos difíciles en los que estuvimos unidas, pero llegado el fin de mi adolescencia parecía resentida y se enojaba conmigo por cualquier cosa. Alicia, lavá tu ropa inmediatamente, da vergüenza; Alicia, pedile urgente a tu padre dinero para comprarte unas zapatillas nuevas, las que tenés están arruinadas, no sé qué hacés con ellas; Alicia, ni se te ocurra traer a nadie este fin de semana a casa, quiero descansar. Yo no la escuchaba, sus rezongos me entraban por un oído y salían por el otro. No estaba dispuesta a que me arruinara la vida con sus letanías y me evadía escribiendo poemas, sacando fotos por la ventana o conversando con amigas.

Sin embargo, a fin de año, por alguna razón, hacíamos una tregua y nos unía el deseo de escapar de tristezas y carencias.

Armábamos dos mochilas livianas que contenían ropa térmica, zapatillas impermeables de repuesto, unas latas de atún y arvejas, una caja de arroz, algunos chocolates y una sidra reservada para el brindis. Agregábamos los elementos de camping indispensables y emprendíamos la marcha. El trekking nos unía. Disfrutaríamos unos días sin fastidiarnos en el silencio de la montaña y en contacto con la naturaleza.

El ascenso duraba cuatro horas para los recién iniciados, pero nosotras lo hacíamos en la mitad del tiempo, primero hasta la Hoya para luego ascender al Refugio López a mil seiscientos metros de altura, disfrutando los paisajes montanos y la vista de trescientos sesenta grados de la comarca andina. El lago y sus brazos, los picos aserrados, los circos glaciarios tan peculiares y los bosques patagónicos que tapizaban las laderas. El cerro Tronador se divisaba majestuoso, siempre helado en su cima. Había otros refugios, como el Roca Negra o el Extremo Encantado, pero el del Cerro López era el más atractivo.

A esta altura del año ya no estaba cubierto de nieve y podíamos recorrer los senderos más tortuosos hasta descubrir la casa roja, donde nos olvidábamos de todo y vivíamos una experiencia distinta, comunitaria. Qué extraña relación la nuestra, cargada de contradicciones y enconos. Yo no sabía a qué atribuirlos.

Siempre había un lugar para nosotras entre los habituales asistentes y si estaba muy concurrido armábamos una carpa y pernoctábamos en ella luego de la celebración. Cuando llegaba la medianoche brindábamos juntos y nos sentíamos en comunidad. Al menos para madre e hija era una tregua.

Ese año llegaron los acampantes de siempre y subieron también turistas que seguro se irían pronto apremiados por las celebraciones de Bariloche. Esta vez aparecieron algunos personajes poco agradables. Una pareja de chicos de mi edad que fumaban marihuana sin parar, contaminando el aire límpido de la montaña. Además, ocuparon la casa roja unos mochileros desconocidos que la tenían en un estado lamentable según nos advirtieron los compañeros que habían venido antes.

Sentimos amargura y frustración. Nos refugiamos junto a los habituales asistentes y nos entretuvimos armando la carpa y acomodando los enseres. Llegado el atardecer, los chicos comenzaron a bajar por el sendero. Al parecer se habían aburrido y buscaban otras aventuras en la ciudad.

Empezamos a hacer la comida en pequeños fogones improvisados. Nada había interrumpido nuestras rutinas de acampantes. Todos habían traído alguna golosina para compartir. Al reparo de unos acantilados rocosos nos acercamos para cumplir nuestros ritos de fin de año, compartir comidas sencillas, brindar e intercambiar buenos deseos.

A las doce menos cuarto percibimos música country y rock nacional que provenía del refugio rojo. Algunos compañeros se acercaron lentamente. Los cánticos aumentaban en intensidad. Se escuchó “Los Mochileros” de Rally Barrionuevo[1]. Nos dijeron que fuéramos a ver la casa vengan, vengan, vean qué hermosa quedó. Está decorada con artesanías festivas hechas a mano, hay un personaje muy divertido disfrazado de viejo y otro de bebé que simula el Año Nuevo. Nos esperan para brindar. Mamá me miró y sonrió. Vi que su rostro se tornaba juvenil y no tenía el ceño fruncido de siempre. Se puso a cantar bajito. Quizás era ese ambiente de antaño que la animaba. Vení, Alicia, acompañame, sentate a mi lado. Estas melodías me traen muy buenos recuerdos. Asentí. Ya voy, mamá, le dije conmovida al verla tan vivaz.

No olvidaré ese fin de año. Por una vez, nuestro lugar en el mundo nos había vuelto a acercar.

© Diana Durán, 30 de octubre de 2023



[1] Mochileros de Rally Barrionuevo y Héctor Edgardo Castillo

Los caminos me están esperando
Y estas ansias que no pueden más
Ya ni sé si estará todo listo
Ya ni sé lo que nos faltará.

Un amigo lleva su guitarra
Y otro lleva un pequeño tambor
La mochila, la carpa y el mate
Y el aislante y el calentador

No sabemos si al norte o al sur
A un acuerdo nos cuesta llegar
Si es al norte, subir a Bolivia
Si es al sur, al Chaltén hay que llegar.

Este viaje será gasolero
Mucha guita no pude juntar
Pero intuyo que hay algo sagrado
Algo eterno que no he de olvidar.

Decidimos por el noroeste
Para el sur otro año será
Por la ruta nos llevará el viento
Al misterio de la soledad.

Mi destino serán los misterios
Mi destino será una canción
Mi destino será la memoria
De una tierra de fiesta y dolor.

 

https://youtu.be/tW5psk8QQiE?si=W8_wEn6wwCa6HLgs

 

 

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...